Santa
Estabas en Alba, y no la recordaste hasta que en la nave conventual solitaria, allá por el recodo más oscuro, se abrió como escotillón un ventano, mostrando la celda subterránea donde iluminada por velas en su yacija, amortajada con hábito carmelita entre flores de trapo, había ¿una muñeca o una religiosa? Nada ni nadie visible manejaba la trama de tal fantasmagoría.
Súbito y convincente, con la imposibilidad fundamental de cosa mágica, todo era o podía ser. Hasta los fragmentos acecinados, remotamente afines de miembros y vísceras que fueron un día, engastados en plata bajo el viril correspondiente, parecían imponer su realidad, o al menos corroborarla, por la misma náusea que provocaban. Pero el énfasis español desfiguraba así, en caricatura lúgubre, el milagro real.
Sólo aquellas violetas, reposando bajo un rayo de sol sobre el mantel en la fonda pueblerina, recataban entre sus pétalos el mito dela existencia evasiva. Su color, su frescura, su olor, cifraban verdaderamente, no momificada esta vez, la criatura sin par, libre de sus tráfagos reformadores y fundadores, a la lluvia, al polvo, al viento por los caminos, de la cual importa menos lo que hizo que lo que era.
Una vida que no necesita, ni pide escenario alguno, mucho menos el de la corrupción mortal, sino que la dejen contagiar a los suyos su desear imperecedero, sutil y tenaz, oculta como la flor en la soledad del libro, desde donde su presencia suscita la orilla remota, la raíz junto a la faz del agua creadora, manando en arroyos y torrentes para nutrir un pensamiento vegetal y celestial. Y como en otro tiempo, cuando ella viva, con la pluma suspensa, consideraba su mente, escuchar aquel gran ruido acuático, aquel rumor de ríos caudalosos, aguas que se despeñan, muchos pájaros y silbos, y no en los oídos sino en la altura de la cabeza, donde dicen que está lo superior del alma.