Sortilegio nocturno

Fuera de la ciudad, la noche estival se remansaba en sosiego. Por el camino de la venta, sobre el cual cruzaban sus ramas las acacias, un tintineo de cascabel delataba el coche que venía, y luego pasaba lento, echada la capota, apenas visibles las piernas entrelazadas de aquella pareja, cuyas caricias favorecían con la complicidad del cochero, la soledad y la penumbra.

Al balanceo del coche iban anónimos él y ella, levantados por el deseo a un rango donde el nombre no importa, porque el acto lo excluye, haciendo del particular oscuro cifra total y simbólica de la vida.

Entrelazados, no en amor, qué importa el amor, subterfugio desmesurado e inútil del deseo, sino en el goce puro del animal, cumplían el rito que les ordenaba la especie, de la cual eran los dos juguete emancipado y sometido a un tiempo.

Así se perdían a lo lejos, escuchándose aún el tintineo apagado del cascabel, cuando el rumor de las ruedas ya se había extinguido, y la noche, densa, cálida, misteriosa, se cerraba otra vez tras el surco que abrieran. Mas en la penumbra hojosa, sobre la cual colgaban límpidas las estrellas, quedaban atesorados su imagen y su recuerdo. ¿No constituyen esa imagen y ese recuerdo el encanto inmemorial nocturno, donde parecen resonar los ecos, las voces (cuán dulces suenan las voces de los amantes a la noche), las pisadas de amantes que se fueron?