Aprendiendo olvido
Noches de abril y mayo, a primera hora, costeando la verja del Retiro, subías aquella calle silenciosa, por donde espaciadas a lo largo de una y otra acera formaban avenida las acacias. Con las lluvias allí frecuentes en tal época del año, sus flores mojadas, caídas, holladas, despedían una fragancia que impregnaba el aire todo, asociándola tu imaginación a cuanta blancura contrastaba la oscuridad: los pétalos por el suelo, los focos entre el ramaje, los astros en el espacio.
Subías a la casa, entrabas en el salón (lámparas veladas, voces conocidas, piano cuyo teclado pulsaba lánguida una mano), deseando tanto la presencia como la ausencia de un ser, pretexto profundo de tu existencia entonces. Para tu obsesión amorosa era imposible la máscara; mas la trivialidad mundana, pues que debías acompasarte a ella, actuaba como una disciplina, y por serlo aliviaba unos instantes el tormento de la pasión enconada, punzando hora tras hora, día tras día, allá en tu mente.
Y sonreías, conversabas, ¿de qué?, ¿con quién?, como otro cualquiera, aunque dentro de poco tuvieras que encerrarte en una habitación, tendido contigo a solas en un lecho, revolviendo por la memoria los episodios de aquel amor sórdido y lamentable, sin calma para reposar la noche, sin fuerza para afrontar el día. Ello existía y te aguardaba, ni siquiera fuera sino dentro de ti, adonde tú no querías mirar, como incurable mal físico que la tregua adormece sin que por eso salga de nosotros.
Por el balcón abierto, frente al cual se extendían a lo lejos las frondas espesas del parque, venía otra vez hasta ti, más insistente y concreto, el aroma de las acacias mojadas de lluvia, y las estrellas parecían más límpidas y próximas que antes allá abajo, desde la calle. ¿Cuál era el sueño? ¿El sufrimiento interior o el goce exterior, de la piel, del olfato, al sentir la caricia del aire limpio ya y frío de la madrugada, pasado con aroma de flor y humedad de lluvia, en la primavera del tiempo humano?