La música y la noche
Alguna vez, a la madrugada, me despertaba el rasguear quejoso de una guitarra. Eran unos mozos que cruzaban la calleja, caminando impulsados quizá por el afán noctámbulo, lo templado de la noche o la inquietud bulliciosa de su juventud.
¿Quién ha visto alguna vez un niño que intenta apresar en su mano un rayo de sol? Tan inútil y loco como ese afán era el que me asaltaba tendido en mi cama, en la soledad y la calma de la madrugada, al oír aquella música. Era la vida misma lo que yo quería apresar contra mi pecho: la ambición, los sueños, el amor de mi juventud.
Y lo que hacía más agudo mi deseo era el contraste entre la fiebre encerrada en mis venas y la calma y el silencio nocturnos: como si la vida no ofreciera otra cosa que su forma entrevista, la fuga tentadora del placer y de la dicha.
La voz de la guitarra se iba perdiendo calle arriba, callándose al doblar la esquina. Tal la ola henchida se alza del mar para romperse luego en gotas irisadas, así rompía en llanto mi fervor; pero no eran lágrimas de tristeza, sino de adoración y plenitud. Ninguna decepción ha podido luego amortiguar aquel fervor de donde brotaban. Sólo los labios de la muerte tienen poder para extinguido con su beso, y quién sabe si no es en ese beso donde un día encuentra el deseo humano la única saciedad posible de la vida.