Capítulo 12
TERRIE entró en el dormitorio pensativa y con el corazón dividido. Y sintió una extraña mezcla de alivio y pena al ver que Gio no estaba.
Había bajado a la cocina. Y si escuchaba atentamente, podía oírlo paseando.
Solo podía rezar para que se quedase allí. Así tendría un poco de tiempo para pensar.
Tiempo para acostumbrarse a lo que había descubierto.
No estaba embarazada.
Lo supo al despertarse aquella mañana. El dolor en los ovarios el día anterior anunciaba que iba a tener el período. Aún, así, había esperado…
Hasta aquel momento.
Ya lo sabía seguro. A pesar de su juvenil y arriesgado comportamiento en el hotel, no habría consecuencias. No estaba esperando un hijo de Gio.
«¿Y si te digo que no quiero que te vayas? ¿Que me gustaría que te quedases?».
Las palabras de Gio, susurradas en la oscuridad, se repetían en su mente una y otra vez.
¿Lo decía de verdad? ¿De verdad quería que se quedase en Sicilia?
Quizá lo había dicho en el calor del momento. Cuando estaba haciendo el amor, Gio podría decir cualquier cosa.
Pero ¿seguiría pensando lo mismo a la luz de día?
Especialmente cuando descubriese que no había niño. Que la razón para su estancia allí ya no existía.
Si no hubiera temido que estuviese embarazada, no le habría pedido que fuera a Sicilia con él.
Era un padre maravilloso, atento y dulce con Paolo. Y lo sería también con un hijo suyo.
Pero ¿le importaba ella lo suficiente como para desearla sin ese hijo?
–¡Teresa!
Gio la llamaba desde el piso de abajo.
–¿Sí?
–¿Bajas o no? He hecho café… otra vez.
Terrie sonrió. De nuevo, habían dejado el café sin probar. Parecía una maldición.
Pero la noche anterior una tormenta de deseo los envolvió a los dos. Sabía mejor que nadie la pasión que Gio podía despertar en ella, el hambre que desataba con un solo roce, un beso, una mirada.
Y, aparentemente, a él le pasaba lo mismo.
De modo que no podía confiar en esas palabras. No hasta que las repitiera en circunstancias diferentes. Y cuando le hubiese dado la noticia.
–¡Teresa!
–¡Ya bajo!
Estaba recién duchada y vestida, de modo que no había razón para seguir en el dormitorio. Y la nota de impaciencia en la voz del hombre le dijo que si no bajaba, él subiría a buscarla.
Gio sintió alivio al oír los pasos de Terrie en la escalera. Llevaba tanto tiempo arriba que empezaba a sospechar que ocurría algo, que, por alguna razón no quería verlo aquella mañana.
Mientra él estaba deseando verla de nuevo.
La noche anterior había significado un giro de ciento ochenta grados en su vida. No había dormido tan bien en mucho tiempo… en dos años. Y despertó mirando el futuro de otra forma.
–¡Venga, se está enfriando el café!
En ese momento sonó el timbre y, murmurando una maldición, Gio dejó la taza sobre la mesa.
Terrie estaba bajando la escalera cuando salió de la cocina.
–Hola.
–Hola. El desayuno está en la mesa.
Cuando abrió la puerta, la luz del sol iluminó el vestíbulo, cegándolo por un momento. Pero al abrir los ojos vio a una mujer bajita y morena en el umbral… y se le paró el corazón un momento.
–Hola, Rosa.
De todos los días que la madre de Lucía podría haber elegido para visitarlo, aquel era el peor de todos. Nunca se habían llevado bien, ni siquiera cuando su mujer estaba viva. Y desde la muerte de Lucía sus relaciones empeoraron, aunque él intentaba por todos los medios que Paolo, su nieto, pasara el mayor tiempo posible con ella.
Pero Rosa solo iba a su casa en contadas ocasiones. Y Gio sabía por qué estaba allí.
El domingo siguiente sería el cumpleaños de Lucía. Y Rosa había ido para hablar de la visita al cementerio, como todos los años.
Pero en aquel momento estaba mirando a Terrie con expresión incrédula.
–¿Quién es? –exclamó, en italiano.
Gio no tuvo que volverse para saber de quién hablaba. Presentarle a la nueva mujer de su vida no sería fácil.
Inevitablemente, la muerte de Lucía fue un golpe terrible para Rosa. Algo murió con su hija y nunca pudo recuperarse.
–Te presento a Teresa.
–¿Y quién es Teresa? –preguntó Rosa–. ¿Qué está haciendo aquí?
Gio vaciló. No podía contestar. No podía decirle que era la mujer de su vida cuando aún no se lo había dicho a ella.
Entonces recordó una conversación que mantuvo con su suegra unos meses antes de ir a Inglaterra.
–Es la persona de la que te hablé, ¿recuerdas?
Estaban hablando en italiano y sabía que Terrie no lo entendería.
–No, no me acuerdo.
–La niñera para Paolo. Alguien que cuide de él cuando yo tenga que irme de viaje.
Rosa asintió, aparentemente aliviada.
–Ah, sí, la niñera. Buena idea.
Gio oyó pasos tras él. Afortunadamente, Terrie se iba a la cocina.
Y afortunadamente también, Rosa no tenía intención de quedarse más que unos minutos. Después de despedirse, Gio entró en la cocina con una sonrisa en los labios.
Una sonrisa que murió cuando vio que Teresa no estaba allí.
Un crujido en las vigas del techo le dijo que había vuelto al dormitorio.
–¿Teresa?
No hubo respuesta. Y el instinto le dijo que ocurría algo. Gio corrió escaleras arriba, subiendo los peldaños de dos en dos.
–Teresa. ¿Qué ocurre?
Lo primero que vio al abrir la puerta fue su maleta sobre la cama.
La brutal sospecha de que todo lo que había soñado por la noche estaba evaporándose lo dejó atónito. Solo había sido un sueño, nada más.
No habría historia de amor, no habría final feliz.
Y el miedo le hizo esconder la verdad hasta que supiera por qué quería irse.
–¿Qué ocurre, Teresa?
Terrie se volvió, con un montón de ropa en la mano.
–¿A ti qué te parece? Estoy haciendo la maleta, ¿no lo ves?
–No puedes irte sin darme una explicación. Alguna razón para…
–¿Alguna razón? –lo interrumpió ella, irónica–. ¿Quieres una razón?
–Creo que me la debes.
–No te debo nada. Nada en absoluto. No puedes decirme lo que tengo que hacer. No te debo nada, Gio. He venido a Sicilia porque tú me invitaste. Y ahora me marcho. Final de la historia.
–No puede ser.
Él negó con la cabeza, atónito y confuso. Casi podría creer que alguien había entrado en su casa en medio de la noche para secuestrar a la Teresa que él conocía, dejando atrás un clon, alguien idéntico pero con diferente personalidad.
–No, de eso nada. Tú sabes por qué estás aquí. Sabes cuál era el acuerdo, que te quedarías durante cuatro semanas…
–O hasta que tuviéramos la seguridad de que no estaba embarazada –replicó Terrie–. Creo que ese era el acuerdo.
–¿De qué estás hablando? ¿Qué quieres decir?
–Exactamente lo que he dicho. Me invitaste a venir para asegurarte de que no habría repercusiones tras la noche que pasamos en el hotel. Bueno, pues ya puedes estar seguro.
Terrie tiró la ropa sobre la cama y Gio vio entonces que tenía los ojos llenos de lágrimas.
–¿Qué ocurre, Teresa?
–No estoy embarazada.
–Come? ¿Qué dices?
¿Qué estaba pasando? ¿Cómo podía decir que se iba? ¿Y por qué lloraba? Si estaba tan decidida a dejarlo como parecía, ¿por qué estaba llorando?
–¿Quieres que lo diga otra vez?
¿Tenía que repetirlo?, se preguntó Terrie, angustiada. Debería sentirse aliviada por no estar esperando un hijo suyo. Al menos, podría marcharse de allí sin el cruel recordatorio de su breve aventura.
Pero la verdad era que no se sentía aliviada en absoluto. Que por dentro se estaba muriendo de pena. Y que le habría encantado estar embarazada para tener un recuerdo de aquel hombre al que amaba desesperadamente.
Pero incluso se le había negado aquello.
–Me vino el período esta mañana. ¿Lo entiendes ahora? No estoy embarazada, Gio, así que no tienes ninguna obligación para conmigo. No tienes que cuidar de mí, ni mantenerme… ni nada. Cuatro semanas dijimos… y si al final no estaba embarazada podría hacer lo que quisiera. Y lo que quiero es irme.
Durante un segundo terrible, creyó que no podría contener las lágrimas. Pero se las tragó, por orgullo.
–Teresa…
–Al final no hemos tenido que esperar cuatro semanas, qué suerte, ¿no? No estoy embarazada, así que no tienes que perder más el tiempo conmigo. Me marcho.
–¡No!
–Sí.
No podía mirarlo, de modo que se dio la vuelta para sacar más ropa del armario. Pero cuando iba a depositarla en la maleta, Gio se la quitó de las manos.
–He dicho que no. No puedes marcharte. Al menos, así no. ¿Lo de anoche no significó nada para ti?
–¿Tienes que preguntarlo? Si no lo sabes, es que no hablas mi idioma tan bien como yo creía. Hay una palabra que explica claramente lo que pasó anoche: ¡deseo! Puro y simple deseo, Gio. O sexo. Nada más.
–¡No es verdad! Fue mucho más que eso.
–Por favor… no me mientas. No tienes que hacerlo. Los dos somos adultos.
–¡No estoy mintiendo! Y no estoy fingiendo. Quiero que te quedes, Teresa.
–¿Como qué? ¿Como la niñera de Paolo? –replicó ella–. ¿Es eso lo que quieres?
–¿Entendiste lo que estaba diciendo?
–Claro que sí. No hablo mucho italiano, pero esa palabra sí la conozco.
–«Bambinaia» –murmuró Gio.
–Una niñera inglesa. ¿Eso es lo que estabas buscando?
–Te equivocas…
–Una niñera inglesa para tu hijo, claro. Y yo caí en tus brazos en el momento preciso. Una niñera inglesa para tu hijo… una amante inglesa para ti. Y si tenías un poco de suerte, una madre inglesa para tu siguiente hijo. ¿Ese era el plan, Gio? ¿Pensabas casarte conmigo para que todo te saliera gratis, para no tener que pagarme un salario?
–No.
La mirada del hombre la habría asustado en otro momento, pero estaba tan furiosa que le daba igual.
–No, claro que no –repitió ella, sin poder disimular la amargura–. Porque tu plan, caro mio, ha fracasado. No voy a ser la niñera de Paolo. No voy a ser tu amante. Y, como te he dicho…
–No puedes irte.
–Claro que sí.
Terrie intentó volver a tomar su ropa del armario, pero Gio no se lo permitió.
–¡No te dejaré ir! ¡No puedes marcharte!
–¡Y tú no puedes detenerme!
–Lo intentaré todo. Y te advierto que puedo jugar sucio si…
Ella tuvo que contenerse para no abofetearlo.
–Gio, por favor. ¡No me hagas esto! No puedes obligarme a que me quede.
El cambio en la expresión del hombre la sorprendió. Toda la rabia había desaparecido, dejándolo pálido, exhausto.
–Muy bien. Si eso es lo que quieres…
Era justo lo contrario de lo que quería, pero no podía hacer otra cosa. No podía quedarse, amándolo como lo amaba, y sabiendo que solo había querido usarla.
«No me pidas más de lo que puedo dar. Te daré lo que pueda… no me pidas más», le había dicho por la noche. Y Terrie supo por qué. No tenía nada que darle. Nada en absoluto.
–Pero espero que estés preparada.
Ella lo miró, perpleja.
–¿Preparada para qué?
–Para soportar mis llamadas cada noche.
–¿Llamadas? Pero Gio… ¿por qué?
Él se pasó una mano por el pelo, con expresión cansada.
–¿Recuerdas cuando te hablé de Lucía… cuando te dije que, desde que murió, nunca pude dormirme sin desear…?
–¿Haberle dicho que la querías una vez más? Sí, pero no entiendo…
–No voy a dejar que eso me pase otra vez –la interrumpió Gio, haciendo un gesto desesperado–. No voy a dejar que otra mujer se vaya de mi vida sin que le haya dicho lo que siento. Si te vas, si insistes en marcharte, Teresa, amata mia… entonces tendré que hacer lo que pueda. Aunque estés a miles de kilómetros de distancia, tendré que hablar contigo. Tendré que decirte cuánto te quiero cada noche, antes de irme a dormir.
–¿Qué?
Las piernas no le respondían y Terrie se dejó caer sobre la cama.
–Lo que has oído.
–Tendrás que decirme…
–Que te quiero –repitió Gio.
–¿Estás diciendo la verdad? –murmuró ella, incrédula.
–¿Por qué si no iba a decirlo, cara mia?
–Pero antes… cuando hablabas con esa mujer…
–Rosa es la madre de Lucía, Teresa. No hagas ni caso… yo… ¿crees que le habría dicho a Rosa que te quiero antes de decírtelo a ti?
–Pero tú dijiste que nunca amarías a nadie como habías amado a Lucía.
–Y lo pensaba.
Gio se sentó a su lado, mirándola… como no la había mirado hasta entonces.
–Pensé que con Lucía había terminado mi cuota de felicidad en la vida. Después de todo, la mayoría de la gente no vive los diez años de amor que yo tuve con ella. Nunca pensé que sería tan afortunado como para que volviera a pasar.
–Oh, Gio…
Él tomó su mano y la besó sin dejar de mirarla a los ojos, con una desesperación que la llegaba al alma.
–Pensé que, como había amado una vez, no podría volver a amar. Lucía y yo nos conocimos casi cuando éramos niños y mi historia está unida a la de ella. Pero entonces apareciste tú. Y me volví loco.
–¿Por qué? –murmuró Terrie.
–Porque fuiste como un tornado. Al principio me sentí culpable, como si hubiera traicionado a Lucía, como si le hubiera sido infiel.
–Estoy segura de que a Lucía no le importaría. Ella querría verte feliz.
Gio asintió.
–Y ahora veo que tienes razón. Pero no lo vi hasta anoche, Teresa. Anoche, hablar contigo, compartir a Lucía contigo, me ayudó a entender por fin. Y me ha ayudado a decirle adiós para poder dar otro paso en mi vida… contigo. Si me aceptas.
–Gio…
Emocionada, Terrie enredó los brazos alrededor de su cuello. Él la besó entonces, un beso tan tierno, tan lleno de cariño que sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero aquella vez de felicidad.
–Pero no dijiste. Ni siquiera anoche…
–Anoche seguía siendo un cobarde. Aunque sabía cuánto deseaba tenerte en mi vida, no me atreví a decírtelo –Gio dejó escapar un suspiro–. Mi propio hijo es más valiente que yo. Él no dudó en decirte que te quería desde el primer momento, mientras yo hacía todo lo posible por evitarte.
Terrie sonrió, comprensiva.
–Solo es un niño. Él no sabe el dolor que puede acarrear el cariño.
Por un momento, la sombra del pasado cruzó los ojos del hombre.
–Yo también tengo miedo, Teresa. Una vez perdí a mi amor y me daba pánico que volviera a pasar. Y entonces me di cuenta de que siendo un cobarde yo mismo lo estaba provocando. Que si no te decía lo que sentía, te marcharías.
–Pero ya no puedes perderme –murmuró ella.
–¿Estás segura?
La intensidad que había en su voz le llegó al corazón como una flecha.
–Sí.
–¿Estás segura, cariño? Porque yo…
–No lo he dicho, ¿verdad? –exclamó Terrie entonces–. Te quiero, Gio. Te adoro. Quiero pasar el resto de mi vida contigo.
–Y yo contigo, amor mío. Quiero hacerte el amor cada noche. Quiero dormirme teniéndote en mis brazos, despertar cada mañana a tu lado. Y prometo que cada día de mi vida te diré cuánto te quiero para que no lo dudes nunca.
–Y yo te lo diré a ti –sonrió ella.
–Nos lo diremos el uno al otro –murmuró Gio, sellando la promesa con un beso.