Capítulo 10
TESA, Tesa, mírame!
Terrie miró hacia el otro lado de la piscina, desde donde Paolo la llamaba «a su manera».
–¡Venga, salta! –lo animó.
Moviendo los bracitos frenéticamente, Paolo se lanzó al agua como una pequeña bomba. Riendo, Terrie nadó hacia el niño, que había sacado la cabecita del agua y sonreía de oreja a oreja.
–¿Me has visto? ¿Me has visto tirarme, Tesa?
–Te he visto –sonrió ella–. ¡Menuda bomba! Has empapado las toallas.
No era justo. El niño era la viva imagen de su padre. El pelo, los ojos, las facciones, eran una copia en pequeño de Gio. De modo que cuando él no estaba en casa, Paolo se lo recordaba.
Aunque habría sido imposible olvidarse de Gio, tuvo que admitir. Siempre estaba en su mente, no podía dejar de pensar en él.
–¡Súbeme en tu espalda, Tesa! –gritaba el niño.
Gio lo educaba en italiano y en inglés, de modo que hablaba perfectamente ambos idiomas.
–¿Otra vez?
–Tesa, por favor…
–Bueno, de acuerdo.
No podía negarle nada. Desde que Gio se lo presentó, Paolo le había robado un trocito de corazón. Y, aparentemente, el niño sentía lo mismo. Le encantaba estar con ella y, cinco minutos después de verla, la trataba como si la conociese de toda la vida.
Terrie metió la cabeza bajo el agua para que el niño pudiera subirse a su espalda, enredando las piernecitas en su cintura.
Desde la terraza, Gio observaba la escena.
Terrie nadaba como un delfín y Paolo, subido sobre su espalda, reía como loco.
–¡Más deprisa, Tesa, más deprisa!
La alegre vocecita del crío resonó por todo el jardín y, al oírla, se le encogía el corazón.
Madre di Dio. ¿Qué le estaba pasando? ¿Tenía celos de su propio hijo?
¿Y por qué iba a sorprenderle que la respuesta fuera afirmativa? ¿No había envidiado desde el principio la naturalidad, la amistad que nació entre Paolo y Terrie?
Tenía que aceptarlo. Estaba celoso de las relaciones de Terrie con todos los miembros de su familia. Su padrastro, su madre, su hermanastro Cesare y Megan, todos parecían estar locos por ella.
Y lo peor de todo era que, desde que llegaron a Sicilia, Terrie insistió en la maldita regla de «no tocar».
De hecho, desde que fue a buscarla a su apartamento para ir al aeropuerto, parecía una mujer diferente; fría, seria, contenida. No parecía la misma mujer con la que se había acostado aquella noche en el hotel.
Terrie colocó al niño al borde de la piscina y después salió del agua. Con una gracia inconsciente, apartó el pelo de su cara y se tumbó en la toalla. Y Gio tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la mirada.
Desde que llegaron a Sicilia, su piel había adquirido un precioso tono dorado. Y el sencillo bañador azul turquesa le quedaba de maravilla, destacando sus largas piernas y la curva de sus pechos.
Cuando se inclinó para secarle el pelo al niño con una toalla blanca, mostrando la delicada curva de su cuello, Gio tuvo que cerrar los ojos.
Pero era imposible vivir así, sin tocarla.
Una semana antes había sido una cuestión de orgullo obedecer sus reglas. Sería ella quien lo buscase, se dijo. Y había sentido un perverso placer en llevar el juego hasta el límite. Al menos, en lo que se refería a las manos.
Siempre la besaba al llegar o al marcharse, pero ni una sola vez desde que salieron de Londres la había tocado.
–¡Papá, papá!
Paolo lo había visto y se dirigía corriendo hacia él, con los brazos abiertos.
–Ciao, bambino!
Gio tomó a su hijo en brazos, su sonrisa tan brillante como la del niño.
–¡Papá!
–¿Qué tal lo has pasado hoy? ¿Qué has estado haciendo?
–¡Nadar! –gritó Paolo–. ¡Papá, he nadao con Tesa!
Él soltó una carcajada.
–¿Has nadao? ¿De verdad?
Para consternación de Terrie, él la miró entonces haciéndole un guiño de complicidad; el gesto era tan íntimo, tan cálido, que se le encogió el corazón.
–¡He estado nadando!
–¿Ah, sí? Porque cuando he mirado hacia la piscina, quien estaba nadando era Teresa.
–¡No, no!
Protestando furiosamente, Paolo olvidó el inglés y lanzó una parrafada en italiano. Al final, Gio soltó una carcajada, apretando al niño contra su corazón.
Tomando una toalla, Terrie se la pasó por la cara, más para esconder su expresión que para secarse.
–Muy bien, has estado nadando. Te creo –rio Gio.
Ella no podía mirarlo, no podía ver cómo abrazaba a su hijo, cómo sus manos acariciaban el pelo del niño; tenía que borrar de su memoria el recuerdos de esas manos.
Cuando aceptó ir a Sicilia, pensó que no sería ningún problema aceptar la regla de «no tocar» que ella misma había impuesto en su apartamento.
Pensó que quizá si Gio no la encontraba tan «disponible» como había esperado, encontraría otra razón para estar con ella, que encontraría otros placeres en su compañía. Incluso pensó que la falta de sexo haría que la quisiera un poco.
Pero se sentía decepcionada. Gio no había hecho ninguno de los comentarios sarcásticos que esperaba. De hecho, no había dicho nada en absoluto. Y cuando llegaron a la villa, no intentó convencerla para que compartiesen habitación.
A partir de entonces, Terrie empezó a preguntarse si tenía algún interés. Y, sobre todo, si era ella la única que estaba sufriendo por su impetuoso edicto.
El cambio de clima, de escenario, parecía haber cambiado a Gio por completo. Y eso incrementaba su atractivo masculino hasta convertirlo en algo letal.
Allí, bajo el sol, en la isla, el sofisticado abogado desaparecía y, en su lugar, había un relajado Giovanni Cardella que Terrie no sabía que existiera. El traje de chaqueta era reemplazado por camisetas y pantalones cortos, que mostraban sus largas y poderosas piernas.
Se había bañado con Paolo y ella un par de veces y el pulso de Terrie se aceleró al ver aquel torso de abdominales marcados sobre una piel de color bronce.
Y empezaba a temer que, si se quedaba mucho tiempo en Sicilia, Gio empezaría a significar para ella mucho más de lo que nunca hubiera podido imaginar.
Aunque sus sentimientos por él ya no podían ser más profundos.
Aquel pensamiento la golpeó con la fuerza de una bofetada.
¿De dónde había salido? ¿Era cierto? En cuanto se hizo a sí misma esa pregunta, supo que solo había una respuesta.
No tenía forma de escapar. Por mucho que intentase controlarlo, su cuerpo reconocía el lazo que se creó entre ellos desde aquella noche en el hotel. Un lazo secreto que la ataba a Giovanni Cardella para siempre.
Si hubiera podido hacerlo sin despertar sospechas, se habría tirado a la piscina de cabeza. Solo el agua fría podría controlar el incendio que corría por sus venas.
–Pero es hora de entrar en casa –estaba diciendo Gio, dejando al niño en el suelo.
–¡No! –exclamó Paolo, haciendo pucheros–. Yo quiero quedarme con Tesa.
–Venga, Paolo, a casa.
–¡No! Yo quiero estar con Tesa.
Terrie no se volvió. No quiso ver el efecto de las inocentes palabras del niño. Pero nunca hasta entonces había sentido de tal forma la ambigüedad de su posición en aquella casa.
–Yo también te quiero, cariño. Pero tienes que hacer lo que dice tu papá.
–La abuela está dentro y tiene muchas ganas de verte.
El chantaje funcionó. Paolo adoraba a su abuela y, con una sonrisa en los labios, salió corriendo hacia la casa.
Gio se volvió hacia ella entonces.
–Nadas muy bien –comentó, aunque lo hacía solo para llenar el silencio–. ¿Dónde aprendiste?
–Me enseñó mi madre. Y luego estuve en el equipo de natación del colegio.
Mientras hablaba, Terrie buscaba su camiseta. El alivio que sintió al cubrirse era ridículo, lo sabía, pero la delgada tela hacía que se sintiera un poco más protegida. Aunque era absurdo; la tela era muy delgada y la mirada admirativa de Gio parecía penetrarla.
–¿A Lucía le gustaba nadar?
No habría preguntado aquello si no estuviera nerviosa. Desde su llegada a la villa, el tema de Lucía estaba prohibido. Era imposible no ver las fotografías por toda la casa, pero nunca habían hablado de la difunta esposa de Gio.
–No, no le gustaba nada –contestó él–. De hecho, le daba pánico el agua. Su padre era de esos que creían que para superar un miedo lo mejor es enfrentarse con él, así que cuando era pequeña la tiró a la piscina.
–Pobrecilla. Supongo que se llevó un susto tremendo.
–Sí –contestó Gio, pensativo, mirando el agua.
Terrie tuvo la impresión de que estaba reviviendo algún recuerdo del pasado y su expresión triste le encogió el corazón. Sin pensar, alargó la mano para ponerla en su brazo.
–Lo siento. No debería…
Gio la miró y, durante unos segundos, fue como si no la reconociera.
No le había pasado hasta aquel momento. Terrie le hizo una pregunta sobre su mujer y solo entonces se dio cuenta de que, aunque el recuerdo seguía vivo en su memoria, no había pensado en Lucía en mucho tiempo.
–No pasa nada.
Pero entonces miró su mano, pequeña y delicada. Bajo el sol, el olor de su perfume era evocador y excitaba sus sentidos.
–¿Qué ha sido del «no tocar», cara? –preguntó, sonriendo.
–Ah, eso… Dije que tú no podías tocar, no que yo no pudiera hacerlo.
–¡Qué bruja!
Estaba sonriendo, pero seguía atónito por el descubrimiento que acababa de hacer.
–Yo soy así.
–Quizá sería mejor que hubiera cierto contacto entre nosotros. Mi madre empieza a preguntarse qué clase de pareja somos.
–¿Le has dicho que somos pareja?
Terrie apartó la mano como si se hubiera quemado.
–Naturalmente.
–Pero entonces… ¿no les parece raro que no durmamos en la misma habitación?
–En absoluto, cara mia –sonrió Gio–. Esto es Sicilia, ¿recuerdas? Mi madre es anticuada y lo prefiere así. Cree que eso es una señal de que vamos en serio… de que te trato con respeto.
–¿Y cómo vas a explicárselo si estoy embarazada?
–Mi madre es muy realista. Ella sabe que el comportamiento que admira aquí no es necesariamente el de otros países. Además, ella siempre ha soñado con tener más nietos y ahora que Megan y Cesare están a punto de tener un niño, espera que su sueño se haga realidad. No le preocuparía que un hijo fuese concebido fuera del matrimonio… mientras los padres sean una pareja.
–¿Matrimonio? –repitió Terrie–. No hemos hablado de matrimonio.
–No lo hemos hablado, pero te habrás dado cuenta de que es la única solución si, al final, estás embarazada.
–Perdona, pero yo no estoy de acuerdo.
Matrimonio. Con Gio.
Aquello la había dejado por completo sorprendida.
No podía imaginar nada que la hiciese más ilusión. No podía imaginar nada más maravilloso que despertar al lado de Gio durante el resto de su vida. Saber que él estaba allí, a su lado, que era su marido…
–Yo no había pensado…
–Pues tienes que pensar. Cualquier día de estos lo sabremos y entonces habrá que tomar una decisión. Si estás embarazada, cuanto antes anunciemos la boda, mejor.
La frialdad con que lo dijo echó sus esperanzas por tierra. Mientras ella estaba pensando despertar cada mañana a su lado, en compartir su vida con él, Gio solo pensaba en asuntos prácticos. En hacer pública su unión como si no fuera más que un asunto de negocios.
Pero ¿por qué la sorprendía? Así era como Gio pensaba de su posible matrimonio. Lo había dejado bien claro antes de que saliesen de Inglaterra, diciéndole que nunca podría amarla.
«Yo no estoy buscando otro amor, Teresa. Ya lo tuve con Lucía y no volverá a suceder», le había dicho.
–¿Y qué dirá tu madre? –preguntó Terrie.
–Ella está encantada de que haya una mujer en mi vida. No cree que un hombre deba estar solo.
Y cualquier mujer le valdría. Cualquier mujer que pudiese ocupar su cama, su casa… pero no su corazón. No tenía que decirlo en voz alta, estaba claro.
–Es mi madre quien me ha pedido que venga a hablar contigo. Cree que no estamos nunca solos y se ha ofrecido a quedarse con Paolo mañana… durante el día y durante la noche. A Paolo le encanta dormir en casa de su abuela, así que para él será como un regalo. Nosotros podemos salir por ahí, puedo enseñarte la isla.
–Es muy amable por su parte –murmuró Terrie, distraída.
Estaba pensando en la frase: «Y durante la noche».
Pero durante toda la semana habían estado solos en la casa. No sería tan diferente sin el niño.
–Un día entero sin responsabilidades paternales –sonrió Gio–. Sería una pena desaprovecharlo.
–Ya.
Terrie no quiso preguntar qué había querido decir con «desaprovecharlo». Empezaba a tener sospechas sobre lo que había detrás de ese «inocente» comentario.
Y después de haber reconocido sus sentimientos por él, no estaba segura de poder lidiar con las implicaciones.
Un día entero sin responsabilidades paternales, pensó Gio. ¿Y quién sabe cómo acabarían las cosas entre ellos al final del día?
Veinticuatro horas en las que, por primera vez, podrían portarse como una pareja normal.
La mayoría de las relaciones empezaban con que alguien te gusta, luego te enamoras… de ahí se pasa a la pasión y al compromiso. Así fueron las cosas con Lucía. Le gustó desde que la vio, supo que la amaba casi inmediatamente. Había querido pasar con ella el resto de su vida, pero…
Y habían esperado lo que a él le pareció una eternidad antes de acostarse juntos.
Su relación con Teresa iba exactamente al revés. Había sido como si un tornado pusiera su vida patas arriba. Y cuando cayó al suelo de nuevo no sabía si estaba de pie o de cabeza.
Solo sabía que no podía dejar de pensar en ella. Que, sin Teresa, empezaba a perder la razón.
Pero cuando estaban juntos no sabía lo que quería.
Quizá estar solos durante todo un día le daría la oportunidad de poner las cosas en perspectiva. Quizá tras veinticuatro horas juntos podría saber qué quería de ella.
Y si Teresa quería lo mismo.