36.

—La Guerra de las Galaxias —dijo Alton Darwin.

Se refería a ese sueño de Ronald Reagan consistente en que los científicos, a base de electrónica y láseres y todo lo demás, cubrieran los Estados Unidos con una cúpula invisible, que ninguna aeronave ni proyectil enemigo pudiese atravesar. Darwin pensaba que la categoría social de sus rehenes cubría Scipio con una cúpula invisible.

Estaba en lo cierto, creo yo, aunque tampoco he podido comprobar hasta qué punto sopesó el Gobierno la opción de devolver el Valle a la Edad de Piedra, a fuerza de bombazos. Hace unos años, habría podido salir de dudas invocando la Ley de Libertad Informativa. Pero esa mirilla la cerró el Tribunal Supremo.


Darwin y sus soldados sabían que el Gobierno tenía en alta consideración la vida de los rehenes. No les constaba por qué, ni a mí tampoco, francamente. Será porque el número de personas ricas y poderosas se ha reducido tanto, que son todos como de la familia. Para los reclusos, que no sabían prácticamente nada de ellos, era como si hubieran sido armadillos de Sudáfrica, o cualquier otro animal inverosímil que nunca antes hubieran visto.

Darwin lamentaba mucho que yo también tuviese que permanecer en Scipio. No podía dejarme ir, afirmó, porque conocía demasiado bien sus defensas. Ninguna había, que yo supiera, pero oyéndolo cualquiera habría creído que estábamos rodeados de trincheras y trampas para carros y campos de minas.

Más alucinatoria aún era su visión del futuro. Iba a devolver al valle su vitalidad económica de antaño. Iba a convertirlo en una Utopía Negra. Los Blancos serían reasentados en cualquier otra parte.

Volvería a poner cristales en las ventanas de las fábricas y a impermeabilizar de nuevo los techos. Conseguiría el dinero para estas y otras muchas maravillas vendiéndoles a los japoneses las maderas preciosas del Bosque Nacional.


Esa parte de su sueño está ahora mismo haciéndose realidad. El Bosque Nacional está siendo talado por leñadores mexicanos con herramientas japonesas y a las órdenes de especialistas suecos. Por tal procedimiento se piensa pagar la mitad de los intereses de la Deuda Nacional hasta el día de anteayer.

Esto último es un chiste mío. No tengo ni idea de si el dinero del bosque servirá para enjugar en parte la Deuda Nacional, que, según mis últimas noticias, es mayor que el producto interior bruto de todo el Hemisferio Occidental, gracias al interés compuesto.


Alton Darwin me miró de arriba abajo y me dijo a continuación, con esa impulsividad tan característica de los sociópatas:

—Profesor, no puedo dejarlo ir, porque lo necesito a usted.

—¿Para qué? —dije yo, aterrorizado ante la idea de que se le ocurriese nombrarme General.

—Para contribuir a los planes.

—¿A los planes de qué? —dije.

Y él me pidió que me instalase en esta biblioteca y que elaborase con todo detalle los planes necesarios para convertir este valle en la envidia del Mundo.

De modo que fue eso, en realidad, lo que yo estuve haciendo durante casi toda la Batalla de Scipio.

Además, resultaba bastante peligroso asomarse al exterior, con tanta bala revoloteando por ahí.


Mi mejor invento Utópico para la República Negra ideal fue la cerveza «Combatiente de la Libertad». Los reclusos tenían que poner en marcha la antigua cervecería y fabricar en ella una cerveza como otra cualquiera, sólo que bajo la marca «Combatiente de la Libertad». No me esté mal decirlo, pero me parece un nombre mágico para una cerveza. Me imaginaba un tiempo en que todos los amargados y los oprimidos y los desengañados del mundo se pondrían un poco, por lo menos un poco en marcha, con la cerveza «Combatiente de la Libertad».


La cerveza más bien deprime el ánimo que lo levanta, en realidad. Pero los pobres nunca dejarán de soñar lo contrario.


Alton Darwin murió antes de que yo pudiera completar mi planificación a largo plazo. Sus últimas palabras, como ya he dicho, fueron:

—No se pierdan al Negrito aviador. Pero le enseñé el plan a los rehenes.

—¿Qué significa esto, según usted? —preguntó Jason Wilder.

—Quiero que vean en qué me han tenido ocupado —dije yo—. Ustedes se empeñan en hablar como si yo pudiera liberarlos en cuanto me viniese en gana. Y estoy igual de atrapado que ustedes.

Él dijo, tras echar un vistazo a mi trabajo:

—¿De veras creen que van a salirse con la suya?

—No —dije yo—. Saben que esto es como El Álamo para ellos.

Arqueó sus famosas cejas en un apayasado gesto de incredulidad. A mí siempre se me había parecido mucho a ese cómico inimitable llamado Stan Laurel.

—Nunca se me habría pasado por la cabeza comparar a estos chimpancés rabiosos, que nos tienen en vil cautiverio, con Davy Crockett y James Bowie y el tatarabuelo de Tex Johnson —dijo.

—Lo decía como ejemplo de situación insalvable —dije yo.

—Eso espero, la verdad —dijo él.

Podría haber añadido, aunque no lo hice, que los mártires de El Álamo murieron defendiendo su derecho a poseer esclavos Negros. Si se negaban a seguir perteneciendo a México, era porque en dicho país ya no estaba permitido ningún tipo de esclavitud.

No creo que Wilder lo supiera. No hay en este país mucha gente que esté enterada. En la Academia, desde luego, ni mencionar el asunto. Nunca habría sabido que todo era cosa de esclavitud o no esclavitud si no me lo hubiera contado el Profesor Stern, el monociclista.


¡Por eso hay tan pocos turistas Negros en El Álamo!


Unidades del 82 Aerotransportado, recién llegadas del Bronx Sur, habían reconquistado ya la otra orilla del lago, y habían vuelto a meter entre rejas a los reclusos. El gran problema, en la cárcel, era que habían machacado casi todos los inodoros. Cualquiera sabe por qué razón.

¿Qué hacer con las enormes cantidades de excremento que iban acumulando hora tras hora, día tras día, aquellas rémoras de nuestra Sociedad?

En esta orilla del lago seguía habiendo un montón de inodoros, de modo que este lugar se vio convertido en anexo de la cárcel de modo casi inmediato. El tiempo era de vital importancia, como dicen los abogados.


¿Y si eso mismo ocurriera en un gigantesco cohete con destino a Betelgueuse?