14.

De modo que por segunda vez en menos de una hora venían a echarme en cara un cinismo que no era mío, sino de Paul Slazinger. Y ahí estaba él, en Cayo Hueso, fuera del alcance de todo castigo, a prueba de desempleo durante los próximos cinco años, gracias a la Ayuda al Genio de la Fundación MacArthur. Al decir lo que dije sobre el yen y la felación, estaba intentando ser amable con un recién llegado. Le estaba haciendo eco para que se sintiera a gusto en su nuevo ambiente.

No es que tenga importancia, pero cabe afirmar que el Profesor Damon Stern, que dirigía el Departamento de Historia y que era el más íntimo de mis amigos del colegio Tarkington, decía de su patria tantas barbaridades como Slazinger y yo, y ello en la propia cara de los estudiantes, en las aulas, día tras día. Yo solía asistir a sus clases, para aplaudirle y reírme. La verdad puede resultar muy divertida, a su espantoso modo, especialmente cuando andan por medio la avaricia y la hipocresía. Seguro que Kimberley también grabó las palabras de Damon Stern, y seguro que se las hizo escuchar a su padre. ¿Por qué, entonces, no lo echaron al mismo tiempo que a mí?

Supongo que porque él era un comediante, y yo no lo era. Buscaba que los alumnos, al separarse de él, se sintieran a gusto, no a disgusto, de modo que siempre situaba en el pasado distante todas sus descripciones de lo estúpido y de lo atroz. No había nada que los alumnos pudieran hacer ante las cosas que les contaba, salvo reírse y reírse y reírse.

Slazinger y yo, por el contrario, hablábamos siempre de la segunda mitad del Siglo XX, en cuyo transcurso ambos habíamos resultado gravemente heridos, tanto en lo físico como en lo psicológico —y sólo un sociópata se habría reído de semejante cosa.


También yo habría pasado por simple comediante si Kimberley no hubiera grabado más que aquello del yen y de la felación. Al fin y al cabo, se trataba de un chiste muy del Valle del Mohiga, teniendo en cuenta que los japoneses, tras haber ocupado la cárcel de la otra orilla del lago, habían despertado la curiosidad de los lugareños en lo tocante al valor relativo de las diferentes divisas. Los japoneses pagaban sus facturas locales lo mismo en dólares que en yenes. Eran facturas por pequeñas compras, de ferretería, de droguería, etcétera etcétera, cosas que la cárcel necesitaba urgentemente y que por lo general se encargaban por teléfono. Las mercancías compradas en grandes cantidades llegaban todas de proveedores propiedad de los japoneses, no sólo de Rochester, sino también de otros puntos más alejados.

De modo que así empezó a circular en Scipio el dinero japonés. No obstante, era raro que los administradores y guardas de la cárcel se dejaran ver por el pueblo. Vivían en dormitorios colectivos al este de la prisión, y —desde esta orilla del lago— sus vidas resultaban tan invisibles como las vidas de los reclusos que tenían en custodia.


En esta orilla del lago casi nadie pensaba mucho en la prisión —no, por lo menos, hasta que se produjo la fuga multitudinaria—, pero en general todo el mundo se alegraba de que estuviese a cargo de los japoneses. El nuevo propietario había reducido el despilfarro y la corrupción prácticamente a cero. Lo que cobraban al Estado por castigar a sus reclusos era sólo el 75 por 100 de lo que ese mismo servicio costaba antes al propio Estado.

El periódico local, The Valley Sentinel, envió a un reportero a que averiguase qué era lo que los japoneses hacían de otra manera. Seguían utilizando los cajones de acero en lo alto de sus correspondientes camiones, y seguían poniendo programas viejos en la tele, incluidas las noticias, sin atenerse a ningún orden concreto y 24 horas al día. El cambio más importante fue que Athena quedó libre de droga por primera vez en su existencia y que los reclusos ricos tuvieron que renunciar a comprar privilegios con su dinero. No era fácil liar a los guardas, ni corromperlos, porque apenas si comprendían el inglés y, por otra parte, lo único que querían era cumplir cuanto antes sus 6 meses de permanencia y volverse a casa.


En Vietnam, el turno normal se extendía al doble de tiempo y era 1000 veces más peligroso. ¿Cómo criticar a las gentes instruidas por haber manejado sus enchufes políticos para quedarse en casa?


Otra ocurrencia de los japoneses no mencionada por aquel reportero fue que los guardias llevaban mascarillas de quirófano y guantes de goma cuando estaban de servicio, incluso en lo alto de las torres y de las murallas. No era para que no contagiasen sus infecciones a nadie, claro está. Era para evitar que agarrasen alguna de las repugnantes enfermedades de sus repugnantes inquilinos y se la llevasen consigo al regresar a casa.


Yo, cuando entré a trabajar en la prisión, me negué a utilizar la máscara y los guantes. ¿Cómo enseñar nada a nadie, con semejante disfraz puesto?

De modo que ahora estoy tuberculoso.

Tos, tos, tos.


Antes de haber podido asegurar a los Consejeros que con toda certeza no habría dicho lo que había dicho acerca de la felación y el yen si se me hubiera pasado por la cabeza la más remota posibilidad de que me oyese un alumno, cambió el ruido de fondo de la cinta. Supe que iba a escuchar algo expresado por mí en algún otro entorno. Se oyó el pon-pon-pon-pon de una pelota de ping-pong y uno de los jugadores dijo:

—¿Quién me ha dado estas cartas tan malísimas?

Una tercera pidió a un tercero que le trajese un helado recubierto de chocolate caliente, pero sin nueces. Dijo que estaba a régimen. Había un retumbar como de cañonazos en la lejanía, pero en realidad se trataba del ruido de la bolera en los bajos del Pabellón Pahlavi.

Cielos, qué trompa tenía yo la noche aquella del Pabellón. Había perdido por completo el control. Y fue bochornoso que se me ocurriera presentarme ante los alumnos en semejante estado. Lo lamentaré mientras viva. Tos.


Ocurrió en una fría noche de finales de noviembre de 1990, 6 meses antes de que los Consejeros me despidiesen. Sé que no era diciembre porque Slazinger todavía se hallaba en el campus, haciendo claras referencias a la posibilidad de suicidarse. Aún no le habían concedido su Ayuda al Genio.

Aquella tarde, al volver del trabajo a casa, para hacer un poco de limpieza y preparar la cena, me lo encontré todo patas para arriba. Margaret y Mildred, que por aquel entonces ya eran un par de tarascas enloquecidas, habían echado mano de unas sábanas y las habían cortado en tiras. Eran unas sábanas que yo acababa de lavar, esa misma mañana, y que pensaba poner en nuestras respectivas camas aquella noche. Mucho que les importaba a ellas.

Habían fabricado algo que, según ellas, era una tela de araña. Al menos no se trataba de una bomba de hidrógeno.

Tiras de algodón anudadas por las puntas atravesaban en todas direcciones el espacio del vestíbulo y del cuarto de estar. El poste de la escalera estaba conectado al picaporte de la puerta principal, y el picaporte a la lámpara del cuarto de estar, y así hasta el infinito.


Aquella jornada había empezado ya con muy malos augurios. Para abrir boca, me había encontrado el Mercedes con las 4 ruedas en el suelo. Unos cuantos chavales del pueblo, en pandilla, con su buen colocón de alcohol o de lo que fuera, habían subido durante la noche, igual que el Vietcong, y se habían dedicado a lo que ellos llamaban «cortar rabitos». En tales casos no se limitaban a desinflar las ruedas de todos los coches caros que encontraban desguarnecidos por la zona del campus —Porsches y Jaguars y Saabs y BMWs y etcétera etcétera—, sino que se llevaban también el tapón de las válvulas. Según me contaron, en casa tenían jarras llenas de tapones de válvula, o collares hechos con tapones de válvula, como prueba de lo mucho que practicaban el corte de rabitos. Y le tocó a mi Mercedes. No había una vez que no le tocase a mi Mercedes.


De modo que al verme envuelto en la telaraña de Margaret y Mildred estuve muy cerca de sufrir un ataque de nervios. Yo era quien tendría que poner orden en aquel desastre. Yo era quien tendría que hacer las camas con otras sábanas y quien al día siguiente tendría que ir a comprar nueva ropa de cama. Siempre me había gustado el trabajo de la casa, o, por lo menos, siempre me lo había tomado mejor de lo que se suele. Pero aquello rebasaba ya toda medida.

¡Con lo limpio y reluciente que lo había dejado todo aquella misma mañana! Además, Margaret y Mildred ni siquiera se lo estaban pasando bien con mi reacción al verme envuelto en su tela de araña. Se hallaban ocultas en algún rincón, sin verme ni oírme. Pretendían que jugásemos al escondite, quedándome yo.

Algo se quebró en mi interior. Esta vez no iba a jugar al escondite. Ni a recoger la telaraña. Ni a preparar la cena. Que salieran arrastrándose de sus escondites, dentro de una hora o del tiempo que fuese. Que se quedaran de una pieza, igual que yo al meterme en la telaraña, sin comprender cómo era posible que se hubiese desmoronado su Universo, tan fiable y tan misericordioso.


Me lancé a la fría noche, sin más rumbo que el de hallar consuelo en el olvido. Me encontré delante de la casa de mi buen amigo Damon Stern, el divertido profesor de Historia. De pequeño, en Wisconsin, había aprendido a montar en monociclo. Y ahora también su mujer y sus hijos sabían montar en monociclo.

Las luces estaban encendidas, pero no había nadie en casa. Junto a la entrada se veían los 4 monociclos de la familia, aunque no así el coche. A ellos nunca les cortaban los rabitos. Eran listos. Tenían uno de los últimos Volkswagen Escarabajo que todavía andaban.

Yo sabía dónde guardaban las bebidas. Me serví un par de buenos chisguetes de bourbon, a modo de calurosa acogida por parte de los dueños de la casa. Debía de llevar un mes sin beber un trago, en aquel momento.

Se me instaló un calorcillo en el estómago. Y me lancé de nuevo a la fría noche. Automáticamente, iba en busca de una mujer madura que pusiera las cosas en su sitio por el procedimiento de trocarse junto conmigo en el animal de dos espaldas.

No habría bastado con una alumna, suponiendo que alguna hubiese aceptado la idea de tener algo que ver con una persona tan mayor y tan pobre como yo. Ni siquiera le habría podido prometer unas notas por encima de sus merecimientos. En Tarkington no se daban notas.

Pero en ningún caso habría querido una alumna. Una mujer, para que yo me excite con ella, tiene que ser mayor, y hallarse en apuros, y estar llena de dudas con respecto a la vida en general y a ella misma en particular. No llegué a conocerla en persona, pero la difunta Marilyn Monroe, unos 3 años antes de suicidarse, es el primer ejemplo que se le viene a uno a la cabeza.

Tos, tos, tos.


Si existe la Providencia Divina, también la habrá malvada, si aceptamos que hacer el amor con una mujer desequilibrada, sin estar casado con ella, constituye un acto de maldad. A mi modo de ver, si el adulterio es malo, también lo será la comida. Ambas cosas hacen que me sienta estupendamente luego.


Como consta al hambriento que en algún sitio hay alguien cocinando sabrosos manjares, me constaba a mí aquella noche que en algún sitio, no muy lejos, habría una mujer madura desesperada. ¡Tenía que haberla!

Con Zuzu Johnson no podía contar. Tenía al marido en casa y estaba sirviendo la cena a una pareja de padres agradecidos que acababan de donar un laboratorio de idiomas al colegio. Una vez instalado, éste serviría para que los alumnos se sentaran en cabinas insonorizadas escuchando grabaciones a elegir de entre más de 100 idiomas y dialectos, realizadas por nativos.


Había luz en el taller de escultura del Edificio Norman Rockwell, dedicado a las artes y única estructura del campus que recibía nombre de un personaje histórico, en vez de llevar el de la familia donante. Era otro regalo de los Moellenkamp, quienes quizá pensaran que ya había demasiadas cosas con su apellido.

Del taller de escultura salía una especie de zumbido continuado. Alguien estaba jugando con la grúa, haciéndola ir y venir por los raíles superiores. Quienquiera que fuese, lo hacía por diversión, porque en aquel taller nadie había realizado nunca una escultura tan grande que hubiese que moverla por medio de una grúa de tamaña potencia.

Tras la fuga, se comentó entre los presos la posibilidad de colgar a alguien de la grúa e irlo moviendo para atrás y para adelante mientras se asfixiaba. No tenían ningún candidato en mente. Pero, de todas formas, la Hidroeléctrica del Niágara, que entonces era propiedad de la Asociación Evangélica de la Iglesia Coreana Unificada, en seguida nos dejó sin luz.


Aquella noche, junto al Edificio Rockwell, tenía la impresión de hallarme de nuevo en Vietnam. Así de despiertos andaban mis sentidos. Así de poco tardaba mi cabeza en inventarse todo un argumento a partir de la más leve pista.

Me constaba que el taller de escultura cerraba a cal y canto a partir de las 6:30 de la tarde, porque en muchas ocasiones había probado la puerta, tanteando la posibilidad de utilizar el sitio para cobijarme en él con alguna amante. A principios de semestre anduve viendo si podía conseguir una llave, pero en Conserjería me dijeron que no había más que dos llaves autorizadas, una en las oficinas y otra en poder de la Artista Residente de aquel año, la escultora Pamela Ford Hall. Era para evitar la repetición de actos de vandalismo como los que alguien —del colegio o del pueblo— había cometido el año pasado en el taller.

Dejaron sin nariz y sin dedos las copias de estatuas griegas que había en el taller, y defecaron en un cubo de yeso fresco. Cosas así.


De modo que quien estaba ahí dentro jugueteando con la grúa, para atrás y para adelante, tenía que ser Pamela Ford Hall. Y los incesantes desplazamientos de la grúa tenían que significar desdicha, y no ninguna obra maestra de la escultora. Para qué iba ella a necesitar no ya una grúa, sino siquiera una carretilla, cuando trabajaba exclusivamente con algo tan ingrávido como el poliuretano. Y era divorciada reciente, sin hijos. Y yo estaba convencido de que conocía mi reputación y por eso me había estado evitando.

Me aupé al muelle de carga del taller. Golpeé con los nudillos la enorme puerta corredera. Ésta se accionaba por medio de un motor. A la escultora le bastaba con apretar un botón para franquearme el paso.

Cesaron los desplazamientos de la grúa para atrás y para adelante. ¡Buena señal!

Sin abrir la puerta, me preguntó que qué quería.

—Venía a ver si te pasaba algo —contesté.

—Y ¿quién eres tú y qué te importa lo que me pase o me deje de pasar? —preguntó ella.

—Eugene Hartke —contesté.

Abrió la puerta, una mera rendija, y se me quedó mirando sin decir una palabra. Luego abrió más, y pude ver que llevaba en la mano una botella de lo que luego resultó ser aguardiente de zarzamora.

—Hola, soldado —dijo.

—Hola —dije yo, sin lanzarme.

Y ella, a continuación, me preguntó:

—¿Por qué has tardado tanto?