1.

Me llamo Eugene Debs Hartke y nací en 1940. Me pusieron así, a requerimiento de mi abuelo materno, Benjamin Wills —Socialista y Ateo, que sólo llegó en esta vida a guarda de la Universidad de Butler, Indianápolis—, en honor de Eugene Debs, natural de Terre Haute de Indiana. Debs, Socialista y Pacifista y Promotor Sindical, se presentó varias veces a la Presidencia de los Estados Unidos de Norteamérica, y es el candidato no Republicano ni Demócrata que más votos ha obtenido en la historia de este país.

Debs murió en 1926, cuando yo tenía 14 años negativos.

Ahora estamos en el 2001.

Si todo hubiera pasado como la gente creía que iba a pasar, ahora tendríamos a Jesucristo entre nosotros, y la bandera Norteamericana ondeando en Venus y en Marte.

No ha habido tanta suerte.


Eso sí: el Mundo va a acabarse, y es éste un acontecimiento que muchos aguardan con gran alegría. Va a acabarse muy pronto, pero no en el año 2000, que ya vino y se fue. De ello deduzco que Dios Todopoderoso no siente gran inclinación por la Numerología.


El abuelo Benjamin Wills murió en 1948, cuando yo tenía 8 años positivos, pero no sin ocuparse antes de que me aprendiera de memoria las palabras más famosas jamás salidas de labios de Debs, que son éstas: «Mientras exista la clase baja, a ella perteneceré. Mientras existan delincuentes, entre ellos me contaré. Mientras haya un alma en la cárcel, no estaré yo en libertad».


Yo, tocayo de Debs, de mayor lo he sido todo menos blando de corazón. De los 21 a los 35 ejercí la profesión de las armas, en calidad de Oficial de Carrera del Ejército de los Estados Unidos. Durante aquellos 14 años, no habría vacilado en matar al Mismísimo, o Mismísima, o como se diga, Mesías, si me lo hubiera ordenado un superior. Cuando se produjo el abrupto, humillante y deshonroso final de la Guerra de Vietnam, yo era Teniente Coronel y tenía 1000es y 1000es de inferiores a mis órdenes.


Hay, supongo, una microscópica posibilidad de que durante esa guerra, que fue por meras cuestiones de intendencia, yo haya acogido el regreso del Mesías con una cortina de fósforo blanco o con una bomba de napalm.


Nunca quise ser militar de profesión, aunque lo fui, y bueno, si tal calidad existe. La idea de ir a la Academia de West Point me sucedió tan inesperadamente como se produjo el final de la Guerra de Vietnam, y fue durante mi último año de instituto. Lo tenía todo dispuesto para ir a la Universidad de Michigan y matricularme en Inglés e Historia y Ciencias Políticas, y trabajar en el periódico de la facultad, para luego hacer carrera en el periodismo.

Pero, de buenas a primeras, mi padre —ingeniero químico dedicado a la fabricación de plásticos con una vida media de 50.000 años, y más lleno de excremento que un pavo de Navidad— salió con que era mejor que fuese a West Point. Él ni siquiera había pasado por el Ejército. Durante la Segunda Guerra Mundial, era demasiado importante, en su calidad de profundo meditador civil sobre cuestiones químicas, como para que lo vistieran de soldado y tardasen 13 semanas en hacer de él un imbécil con tendencia al homicidio propio y ajeno.

Ya me habían aceptado en la Universidad de Michigan cuando me cayó del cielo aquel ofrecimiento de ingresar en la Academia Militar de los Estados Unidos. La propuesta llegaba en un momento bajo de la vida de mi padre, necesitado entonces de algo de que presumir para impresionar a los muy simplones de nuestros vecinos. Los cuales tomarían el ingreso en West Point como una especie de premio gordo, igual que cuando lo llaman a uno para jugar en un equipo profesional de béisbol.

De modo que me dijo lo mismo que yo les decía luego a los soldados de reemplazo recién bajados del avión o del barco, en Vietnam: «Ésta es una gran oportunidad».


Pero pianista de jazz es lo que verdaderamente me habría gustado ser, si hubiera perfección en el mundo. Digo jazz. No rock and roll. Digo esa música que nunca pasa dos veces por la misma nota, regalo de los negros norteamericanos al mundo. Fui pianista de mi propia banda sólo de blancos, en mi instituto sólo de blancos de Midland City de Ohio. Nos llamábamos «The Soul Merchants», los mercaderes del soul.

¿Que si tocábamos bien? Teníamos que interpretar música popular blanca, o nadie nos habría contratado. Pero de vez en cuando hacíamos una incursión en el jazz, de todos modos. Nadie parecía apreciar la diferencia, pero nosotros sí, qué duda cabe. Estábamos enamorados de nosotros mismos. En éxtasis.


Mi padre nunca debería haberme obligado a ir a West Point.

Vamos a pasar por alto lo que le hizo al medio ambiente, con sus plásticos no biodegradables. Fijémonos en lo que me hizo a mí. ¡Menudo lelo! Y mi madre, menuda panoli, aprobando todas y cada una de sus decisiones, siempre.

Murieron los dos hace veinte años por un extraño accidente, cuando se les vino encima el techo de una tienda de regalos del lado canadiense de las Cataratas del Niágara —llamadas «El Castor del Trueno» por los indios del valle.


En este libro no hay más palabras malsonantes que «demonio» y «Dios». Lo digo por si alguien teme que algún cándido niño ponga sus ojos en un taco. La expresión que de vez en cuando emplearé, por ejemplo, para referirme al final de la Guerra de Vietnam, será: «el día en que salió excremento por el acondicionador de aire».

De entre todos los preceptos que me enseñara el Abuelo Wills, éste es el único que nunca he dejado de tener presente: las groserías y blasfemias harán que quienes no desean enterarse de nada desagradable se nieguen a verte y a prestarte oídos.


Los más atentos de entre los soldados que sirvieron a mis órdenes en Vietnam solían comentar con sorpresa el hecho de que yo nunca dijera palabrotas, lo cual me distinguía de todos los demás individuos con quienes habían tropezado en el Ejército. Incluso llegaron a preguntarme si era por la religión.

Yo les replicaba que no tenía nada que ver con lo religioso. La verdad es que soy casi tan Ateo como el padre de mi madre, aunque no vaya por ahí contándolo. No hay por qué tratar de convencer a nadie de que renuncie a sus expectativas de Más Allá.

—No empleo palabrotas —les explicaba—, porque vuestra vida y la vida de quienes tenéis alrededor puede depender de que comprendáis perfectamente lo que yo os diga. ¿De acuerdo? ¿Queda claro?


Dejé las Armas en 1975, cuando empezó a salir excremento por el acondicionador de aire, pero no sin engendrar un hijo en el camino de regreso, inadvertidamente, durante un breve alto en las Filipinas. Debí de creer que la futura madre —una joven corresponsal de guerra del Des Moines Register— empleaba infalibles métodos para el control de la natalidad.

¡Otro error!

Hay trampas para alelados en todos los rincones.


La peor trampa para alelados que me procuró el Destino fue, sin embargo, una bonita joven llamada Margaret Patton; la cual permitió que yo la pretendiera, y que me casara con ella nada más salir de West Point, y que le hiciera 2 hijos, antes de comunicarme que en su familia materna había una fuerte vena de locura.

De modo que primero se volvió loca su madre, que por aquel entonces vivía con nosotros, y luego ella. A nuestros hijos, por tanto, no les falta ningún motivo para temer volverse locos ellos también en cuanto alcancen la edad madura.

Nuestros hijos, ya adultos, no nos perdonan que nos hayamos reproducido. Qué desbarajuste.


Soy consciente de que al referirme a mi primera y única esposa con el inhumano calificativo de trampa para alelados doy la impresión de ser yo también un mecanismo infernal. Pero hay otras muchas mujeres que han tratado conmigo sin dificultad alguna, y aun con ardor, y mi interés por ellas fue mucho más allá de la mera mecánica. De modo casi invariable, sus almas y sus mentes, junto con el relato de sus vidas, me resultaron tan fascinantes como sus propensiones amorosas.

Pero a mi regreso de Vietnam, antes de que Margaret y su madre hubieran manifestado ante mí o ante los niños o ante los vecinos ningún gran síntoma de su locura hereditaria, el binomio madre-hija me trataba como a una especie de electrodoméstico aburrido e imprescindible: como a una especie de aspiradora, pongamos por caso.


También ha habido cosas buenas e inesperadas —«maná celestial», podríamos decir—, pero no en cantidad suficiente como para convertir mi vida en un lecho de rosas, ni mucho menos. Recién terminada la guerra, cuando aún no sabía qué hacer con el resto de mi existencia, me tropecé con un antiguo coronel mío a quien acababan de nombrar Presidente del Colegio Tarkington de Scipio, Nueva York. Yo tenía entonces 35 años y mi mujer aún estaba en sus cabales, y no se podía decir que mi suegra estuviese completamente loca. Mi antiguo coronel me ofreció trabajo como profesor, y yo acepté.

Era un puesto que podía aceptar con la conciencia tranquila, a pesar de mi falta de credenciales académicas, dejando aparte el despacho de West Point, porque todos los alumnos de Tarkington padecían algún tipo de dificultad en el aprendizaje, o eran lisa y llanamente estúpidos o comatosos o como se llame. Cualquiera que fuese el tema, decía mi antiguo coronel, no me costaría mucho trabajo sacarles la delantera en todo.

Además, lo que yo iba a enseñar era precisamente física, una de las asignaturas en que fui primeraco durante mis años de Academia.


Mi mayor golpe de suerte, mi trozo más grande del maná celestial, fue que en Tarkington necesitaran campanero para el Carillón de Lutz, un enorme racimo de campanas que había en la torre de la Biblioteca del colegio, donde estoy ahora escribiendo.

Le pregunté a mi antiguo coronel si para tocar las campanas hacía falta tirar de las correspondientes sogas.

Dijo que así era antes, pero que ahora estaban electrificadas y que había un teclado para hacerlas funcionar.

—¿Cómo es el teclado ése? —quise saber.

—Como el de un piano —dijo él.

Nunca antes había tocado las campanas. Hay poca gente que tenga tan resonante oportunidad. Pero sí que sabía tocar el piano. De modo que le dije:

—Te presento al nuevo campanero de tu colegio.


Los momentos más felices de mi vida fueron, sin duda alguna, los que pasé tocando el Carillón de Lutz, al comienzo y al término de cada jornada.


Llegué a Tarkington hace 25 años, y en este hermoso valle he vivido desde entonces. Aquí está mi hogar.

Aquí he sido profesor. Y también Alcaide, durante una corta temporada, cuando el Colegio Tarkington se convirtió oficialmente en Reformatorio Estatal Tarkington, en junio de 1999, hace 20 meses.

En este momento soy yo el recluso, pero con no poca libertad de movimientos. Aún no me han condenado. Estoy en espera de juicio, e imagino que éste va a celebrarse en Rochester. Se me acusa de haber sido instigador de una fuga multitudinaria ocurrida en Athena, en la Institución Correccional de Máxima Seguridad para Adultos del Estado de Nueva York —ahí enfrente, al otro lado del lago.

Y resulta que también estoy tuberculoso y que mi pobre y demenciada esposa Margaret, junto con su madre, ha sido internada por orden judicial en el manicomio de Batavia de Nueva York, algo que yo nunca tuve redaños para hacer.

Tan impotente y desvalido estoy, que el varón cuyo nombre llevo, Eugene Debs, si aún viviera, al fin tendría en qué basarse para quererme un poco.