16.
«Lo demás» se contenía en una carpeta de papel Manila, delante de Jason Wilder. De modo que otra vez estaba Manila representando un papel importante en mi vida. Pero esta vez sin Sweet Rob Roy on the Rocks.
Dentro de la carpeta había un informe del detective privado que acababa de investigar mi vida sexual por encargo de Jason Wilder. Sólo abarcaba el segundo semestre, de modo que no incluía el episodio del taller de escultura. El informador reseñaba 3 de mis 7 citas posteriores con la Artista Residente, 2 con una empleada de la joyería en donde encargábamos los anillos colegiales para los alumnos, y unas 30 con Zuzu Johnson, la mujer del Presidente. No se le escapó nada de lo que hicimos Zuzu y yo durante el 2° semestre. Sólo había un error de interpretación: cuando fui a la parte de arriba de la cuadra, donde se guardaba el Carillón de Lutz antes de que levantaran la torre, y donde 2 años más tarde habían de crucificar a Tex Johnson. Subí con la tía de un alumno. Era arquitecta y quería ver las vigas de madera empotrada que sujetaban el techo. El detective dio por supuesto que hicimos el amor allá en lo alto. Y no.
Hicimos el amor más adelante, aquella misma tarde, en un cobertizo de herramientas de junto a la cuadra, a la sombra del Monte del Mosquete, según se va poniendo el Sol.
Aún tardaría unos 10 minutos en ver el contenido de la carpeta de Wilder. Éste, y otros 2 más, deseaban seguir ocupándose de aquello que verdaderamente les molestaba en mí, es decir, lo que se suponía que estaba haciendo con las mentes de los alumnos. Mi promiscuidad sexual con mujeres maduras no les resultaba de mucho interés —salvo al Presidente del Colegio—, aunque viniera muy a mano como motivo para despedirme sin suscitar la vidriosa cuestión de si habían o no habían sido vulnerados los derechos que me reconoce la Primera Enmienda de la Constitución.
Digamos que el adulterio vino a ser el tiro que me pegaron en la nuca, después de que el pelotón de fusilamiento me dejara hecho un colador.
Para Tex Johnson, lituano de tapadillo, el contenido de la carpeta significaba algo más que un truco para arrancarme de la fijeza en el cargo. Todo aquello era más humillante para Tex que para mí.
Menos mal que tuvieron el detalle de aclarar que mi asunto con su mujer ya había concluido.
Se puso en pie. Pidió que se le disculpara. Dijo que prefería no hallarse presente cuando el resto de los Consejeros volviera a pasar revista a lo que Madelaine había denominado «lo demás».
Lo disculparon y dio la impresión de ir a marcharse sin decir una palabra más. Pero luego, ya con una mano en el picaporte, pronunció con voz estrangulada dos palabras que constituían el título de un libro de Gustave Flaubert. Una novela sobre una mujer que se aburre con su marido, que tiene una aventura extraconyugal extremadamente estúpida y que acaba por suicidarse.
—Madame Bovary —dijo. Y se marchó.
Era cornudo ahora, y el futuro le deparaba la crucifixión. No sé si su padre se habría tirado del barco en Corpus Christi si hubiera sabido el desgraciado fin que esperaba a su hijo en la Tierra de la Libertad de Empresa.
Yo había leído Madame Bovary en West Point. En mi época, todos los cadetes tenían que leerlo, para poder demostrar —llegado el caso— que también nosotros éramos muy cultos. Jack Patton y yo lo leímos al mismo tiempo, para la misma asignatura. Luego le pregunté que qué le había parecido y, como cabía esperar, me contestó:
—Me reí como un poseso.
Lo mismo dijo de Otelo y de Hamlet y de Romeo y Julieta.
Confieso que aún hoy sigo sin haber llegado a ninguna conclusión en lo tocante a si Jack Patton era o no era tonto. Lo cual me deja en la duda sobre el significado de un regalo de cumpleaños que me hizo en Vietnam poco antes de que el francotirador lo matara de un certero disparo, en la localidad de Hué —que se pronuncia como se escribe, «hué»—. Era un ejemplar, envuelto para regalo, de una revista de choque llamada Black Garterbelt, El Liguero Negro. Pero ¿por qué me lo mandó? ¿Por las mujeres desnudas con liguero negro? ¿O por un notable relato de ciencia ficción titulado «Los protocolos de los Sabios de Tralfamadore»?
Pero más adelante volveremos sobre esto.
No tengo ni idea de cuántos de los Consejeros podían haber leído Madame Bovary. A 2 de ellos, en todo caso, tendría que habérselo leído alguien en voz alta. Pero seguro que no era yo el único en preguntarse la razón de que Tex Johnson dijera, con la mano en el picaporte: «Madame Bovary».
Yo, de Tex, me habría largado del campus a toda mecha, quizá para a continuación ahogar las penas en el nada académico ambiente del Black Cat Café. Allí terminaría yo aquella tarde. Visto retrospectivamente, habría resultado divertido que coincidiéramos ambos en el Black Cat, intercambiando los respectivos infortunios.
Y pensar que cualquiera de los dos le podía hacer dicho al otro, borrachos ambos como cubas:
—Eres un hijo de mala madre, pero me caes muy bien. ¿Lo sabes, verdad?
Uno de los Consejeros me la tenía jurada por motivos personales. Me refiero a Sydney Stone, de quien se contaba que había amasado una fortuna de más de 1.000.000.000 de dólares en el breve espacio de 10 años, sobre todo a base de comisiones por mediar en la venta de bienes norteamericanos a capital extranjero. Su obra maestra puede que fuese la transferencia de la propiedad del antiguo patrono de mi padre, E.I. Du Pont de Nemours & Company, a la I.G. Farben alemana.
—Mire, profesor Hartke, hay muchas cosas que yo llegaría a perdonar, si alguien me apuntara con un revólver —me comunicó—, pero no lo que le hizo usted a mi hijo.
El señor Stone no era tarkingtoniano. Era licenciado por la Harvard Business School y por la London School of Economics.
—¿A Fred? —dije yo.
—Por si no se ha dado usted cuenta —dijo él—, no tengo ningún otro hijo en Tarkington. Ni en ninguna parte.
Era de suponer que ese hijo, sin mover un dedo, llegaría alguna vez a ser dueño de 1.000.000.000 de dólares.
—¿Qué es lo que le hice a Fred? —pregunté.
—Lo sabe usted muy bien —dijo él.
Lo que le había hecho a Fred era sorprenderlo robando una jarra de cerveza, de las que fabricaban especialmente para Tarkington, en la librería del colegio. Fred Stone no se limitó a robar. Tomó la jarra de su estantería, hizo como que brindaba repetidas veces, dirigiéndose a la cajera y a mí, que éramos los únicos presentes, y se largó.
Yo acababa de salir de una junta de profesores en que por enésima vez se había tratado el problema de los hurtos en el campus. El gerente de la librería nos dijo que la única institución comparable con mayor índice de mercancías robadas era la Cooperativa Harvard de Cambridge de Massachusetts.
De modo que seguí a Fred Stone hasta el Patio. Iba derecho al aparcamiento de alumnos, en busca de su motocicleta Kawasaki. Le di alcance y le dije con toda calma, con toda la amabilidad posible:
—Me parece que deberías devolver esa jarra de cerveza al sitio de donde la has cogido, Fred. O, si no, pagarla.
—¿Ah sí? —dijo él—. ¿Eso le parece a usted?
Y estrelló la jarra en el pilar de la Fuente de Vonnegut, haciéndola mil pedazos.
—Pues ya que lo dice —añadió—, devuélvala usted mismo a su sitio.
Puse el incidente en conocimiento de Tex Johnson, y éste me aconsejó que lo olvidara.
Pero estaba furioso. De modo que le escribí una carta al padre del chico, la cual quedó sin respuesta hasta aquella reunión del Consejo.
—Nunca le perdonaré que acusara de ladrón a mi hijo —dijo el padre. Y citó a Shakespeare en nombre de Fred. Yo tenía que figurarme que era Fred quien me hablaba:
—«Quien me roba la bolsa basura está robando» —dijo—. «Era mía, ahora es suya: ha sido esclava de l.000es de personas; quien me roba el buen nombre, sin embargo, despojándome a mí no se enriquece, y a miserable estado me reduce».
—Si era un error, lo lamento mucho, señor Stone —dije yo.
—Demasiado tarde —contestó él.