19.
Meses más tarde, ya trabajando en Athena, cuando me enteré de que la Microsecond Arbitrage le había sacado hasta la última gota de jugo a Richard Moellenkamp, y que había tenido que vender sus caballos y su Greco y toda la pesca, di por sentado que también habría salido del Consejo. Se suponía que cada Consejero tenía que donar un montón de efectivo todos los años al colegio. Si no, ¿por qué había sido admitida como miembro del Consejo la madre de Lowell Chung, cuya presencia obligaba a traducir al chino todo lo que se decía en las reuniones?
De hecho, no creo que la señora Chung hubiese llegado al Consejo si otro de los miembros, de raza blanca, compañero de clase de Moellenkamp en Tarkington, a saber: John W. Fedders, Jr., no se hubiera criado en Hong Kong, pudiendo por tanto hacer las veces de intérprete. Su padre era importador de marfil y de cuernos de rinoceronte, que muchos orientales consideran afrodisíacos. También se le sospechaba el comercio de opio en cantidades industriales. Fedders debe de ser el hombre más engreído que he visto en mi vida —entre los que no van de uniforme—. Estaba convencido de que su dominio del chino lo autorizaba a parangonarse en inteligencia con cualquier físico nuclear, como si no hubiera otros 1.000.000.000 de personas, incluyendo, sin duda, 1.000.000 de retrasados mentales, perfectamente familiarizados con el chino.
Hace dos años, cuando me volví a encontrar con los consejeros y los tenían de rehenes en la cuadra, me sorprendió ver a Moellenkamp. Le habían permitido que siguiese en el Consejo, aun estando sin un cuproníquel. Por aquel entonces, la señora Chung ya se había salido. Y habían nombrado a Wilder, como antes he dicho. También había otros consejeros desconocidos para mí.
Todos los consejeros superaron la tremenda prueba del cautiverio, sin nada que comer que no fuera carne de caballo asada al fuego de los muebles, en una enorme hoguera que habían hecho en el Pabellón, pero quien peor lo pasó fue Fedders, por un ataque al corazón que tuvo, sin que nadie pudiera atenderlo. En los más graves trances de la crisis, le dio por hablar en chino.
No tendría yo ahora ningún juicio pendiente si no les hubiera hecho a los rehenes una visita de misericordia. Ni se les habría pasado por la cabeza que yo pudiese andar a menos de 1000 kilómetros de Scipio. Pero cuando fui a visitarlos, ellos, viendo que nadie parecía estorbar mis idas y venidas, y tomando nota de la deferencia con que me trataba aquel Negro que, en realidad, era mi vigilante, en seguida llegaron a la conclusión de que yo era el cerebro organizador de la gran fuga.
Era una conclusión racista, basada en el convencimiento de que ningún Negro puede ser cerebro de nada. Así lo expresaré ante el Tribunal.
En Vietnam, en cambio, sí que fui cerebro organizador. Y aún me sigue fastidiando la idea. Durante mi último año de permanencia allí, cuando gastaba palabras por munición, en vez de balas, inventé para la matanza en que estábamos incurriendo unas justificaciones que hasta a mí me convencían. ¡Era un genio del birlibirloque letal!
¿Quieren ustedes saber cómo empezaba mi discurso a las tropas de reemplazo, todavía no pasadas por la máquina de picar carne? Cuadraba los hombros, sacaba pecho, para que me vieran todas y cada una de las costillas, y rugía por el megáfono:
—¡Muchachos! ¡Quiero que me escuchéis! ¡Sin perder una palabra!
Y me escuchaban, vaya si me escuchaban.
Últimamente me ronda por la cabeza la duda de cuántos hombres habré matado de hecho, con armamento convencional. No creo que sea mi conciencia quien me impulse a plantearme esta cuestión. Fue la lista de mujeres que estaba haciendo, el intento de recordar todos los nombres y las caras y los sitios y las fechas, lo que me llevó lógicamente a la pregunta: «¿Y por qué no haces una lista de todas las personas que has matado?».
De modo que sí, que la haré. No será una lista de nombres, porque nunca supe cómo se llamaba ninguna de mis víctimas. Será una lista de fechas y sitios. Dado que en la lista de mujeres no incluyo las de tiempos del instituto ni las prostitutas, tampoco incluiré los posibles o probables en la de aquellos a quienes arrebaté la vida, ni los muertos en operaciones aéreas o de artillería ordenadas por mí, ni, por supuesto, ninguno de los que murieron, norteamericanos en no poco número, como consecuencia indirecta de mis birlibirloques y mi blablablá.
Hace ya mucho tiempo que llevo una especie de cómputo raro en la cabeza. Estoy convencido de que he matado más gente que mi cuñado. No llevaba mucho tiempo de profesor en Athena cuando se me ocurrió que yo tenía que haber matado, con toda seguridad, más gente que el propio Alton Darwin, homicida múltiple, y más que cualquiera de los allí encerrados. La idea no me inquietó entonces, y sigue sin inquietarme ahora. Me parece interesante, eso sí.
Es igual que una antigua película. ¿Querrá ello decir que hay algo en mi interior que no funciona bien?
He recibido visita de mi abogado, un mero mozalbete. Dada mi falta de recursos, el Gobierno Federal lo paga para que me proteja de la injusticia. No pueden torturarme, además, ni tampoco obligarme a declarar contra mí mismo. ¡Menuda Utopía!
Aquí, entre mis compañeros de cárcel, y entre los 1000es y 1000es de presos que hay más allá del lago, de veras que la Declaración de Derechos es motivo de muchísima alegría.
Le hablé a mi abogado de las dos listas que estoy haciendo. ¿Cómo va a ayudarme si no se lo cuento todo?
—¿Para qué las está haciendo usted? —dijo.
—Para acelerar los trámites el Día del Juicio —dije yo.
—¿No habíamos quedado en que es usted Ateo? —dijo él. Tenía la esperanza de que tal cosa no llegase a oídos del Fiscal del Estado.
—Nunca se sabe —dije yo.
—Yo soy judío —dijo él.
—Ya lo sé, y me da usted lástima —dije yo.
—¿Por qué motivo le doy lástima? —dijo él.
Yo le dije:
—Porque se las tiene que apañar en la vida con sólo media Biblia. Porque pretende viajar de aquí a San Francisco con un mapa de carreteras que sólo llega hasta Dubuque de Iowa.
Le expresé mi deseo de que me enterrasen con una y otra lista, para que en caso de que verdaderamente hubiera Juicio Final le pudiese decir al Juez:
—Señoría, he descubierto el modo de ahorrarle a usted un poco de tiempo Eterno. No hace falta que me busque en el Libro donde Todos los Actos Están Anotados. Ahí va una lista de mis peores pecados. Póngame de patitas en el infierno, y dejémonos de discusiones.
Mi abogado quiso ver las listas, de modo que le enseñé lo que llevaba escrito hasta ese momento. Le encantaron, sobre todo porque le parecieron un revoltijo espantoso. Había toda clase de notas marginales sobre esta o aquella mujer o sobre este o aquel cadáver.
—Cuanto más revueltas, mejor —dijo.
—¿Y eso? —dije yo.
Y él me dijo:
—Cualquier jurado que las analice, si está libre de prejuicio, quedará convencido de que usted se halla en estado de profunda enajenación mental, y de que lleva bastante tiempo en tal condición. Ya de por sí, los jurados tienden a considerar locos a todos los veteranos de Vietnam, porque esa reputación tienen ustedes.
—Pero las listas no son producto de ninguna alucinación —protesté yo—. No me las han dictado los de la CIA, ni los de los platillos volantes, por medio de un receptor de radio implantado en mi cerebro mientras dormía. Todo esto ha sucedido de verdad.
—Así y todo —dijo él, con toda serenidad—. Así y todo, así y todo.