2.

En épocas de mayor optimismo, cuando aún no estaba extendido el convencimiento de que los seres humanos van a matar el planeta con los productos secundarios de su propio ingenio y de que ya no hay quien pare la Nueva Glaciación, el tipo de carreta cubierta que, tirada por caballos, transportaba mercancías y colonos por las praderas de lo que luego serían los Estados Unidos de Norteamérica, llegando incluso más allá de las Montañas Rocosas, hasta el Océano Pacífico, recibía el nombre genérico de «Conestoga» —porque los primeros de aquellos carruajes fueron fabricados en el Valle de Conestoga, en Pennsylvania.

Los tales vehículos atendían, entre otras cosas, al suministro de cigarros puros a los pioneros; de modo que a los puros, hoy, en el año de 2001, de vez en cuando todavía se les da en el inglés de Norteamérica el nombre de «stogies», diminutivo de «Conestoga».

Hacia 1830, quien fabricaba las más resistentes y más solicitadas de aquellas carretas era en realidad la Mohiga Wagon Company, radicada precisamente aquí, en Scipio de Nueva York, en la breve cintura del Lago Mohiga, el más profundo y gélido y occidental de los alargados y estrechos Lagos de los Dedos. De modo que los más entendidos fumadores de puros bien podrían dejar de dar el nombre de «stogies» a sus petardos, pasando a denominarlos «mogies» o «higgies».


El fundador de la Mohiga Wagon Company fue un tal Aaron Tarkington, brillante inventor e industrial que, sin embargo, no sabía leer ni escribir. Hoy en día lo tendríamos por irreprochable heredero del defecto genético conocido por dislexia. Él se parangonaba con el Emperador Carlomagno, que «nunca tuvo tiempo para aprender las letras». Aunque Tarkington, en cambio, sí disponía de tiempo para que su mujer le leyera durante dos horas todas las noches. Poseía una excelente memoria, como viene probado por el hecho de que sus conferencias semanales a los obreros de la fábrica estuviesen sembradas de largas citas de Shakespeare y de Homero y de la Biblia y etcétera etcétera.

Aaron engendró cuatro hijos, tres mujeres y un hombre, capaces todos ellos de leer y escribir. Aunque siguieron transmitiendo el gen de la dislexia, por culpa del cual varios de sus descendientes se verían en la imposibilidad de adentrarse mucho en el campo de la enseñanza normal. Dos de los hijos de Aaron Tarkington estaban tan lejos de ser disléxicos, que incluso escribieron libros; los cuales yo acabo de leer, cosa que, seguramente, nadie más volverá a hacer nunca. Elias, el único varón, escribió un informe técnico sobre la construcción del Canal de Onondaga, que enlazaba el extremo norte del Lago Mohiga con el Canal de Erie, al sur de Rochester. Y la menor de las hijas, Felicia, escribió una novela titulada Carpathia, donde cuenta la historia de una joven del Valle del Mohiga, tan testaruda como aristócrata, que se enamora de un esclusero de aquel mismo canal, mitad indio, mitad blanco.


Dicho canal está ahora cegado y cubierto de asfalto, y es la Carretera 53, que se bifurca en la cabecera del lago, donde antaño estuvieron las esclusas. Un ramal se dirige hacia el sudoeste y, pasando por tierras de labranza, llega hasta Scipio. El otro se dirige hacia el sudeste y, pasando por las tinieblas perpetuas del Bosque Nacional de los Iroqueses, llega hasta el monte pelado en cuya cima se alzan los muros de la Institución Correccional de Máxima Seguridad para Adultos del Estado de Nueva York, situada en Athena, un pueblecito que está directamente al otro lado del lago, mirando desde Scipio.

No se me impacienten, que esto es historia. Estoy tratando de explicar el modo en que este valle, este verde callejón sin salida, llegó a ser lo que es ahora.


Las tres hijas de Aaron Tarkington entraron por matrimonio en familias prósperas y emprendedoras, de Cleveland de Nueva York, y de Wilmington de Delaware —amenazando, sin culpa, con hacer de la dislexia un mal pandémico entre la clase de los banqueros y los industriales, entonces emergente y ahora en gran parte desplazada por los alemanes, los coreanos, los italianos, los ingleses y, claro está, los japoneses.

El hijo varón de Aaron, Elias, se quedó en Scipio para hacerse cargo de los bienes de su padre, a los cuales añadió una cervecería y una fábrica de alfombras con maquinaria de vapor, primera de su tipo en todo el Estado. No había en Scipio energía hidráulica, y su prosperidad industrial, hasta la introducción del vapor, no se basaba en la energía barata y en la disponibilidad de materias primas in situ, sino en la inventiva y el alto rendimiento de sus trabajadores.

Elias Tarkington no se casó. Resultó gravemente herido a la edad de 54 años, hallándose entre los observadores civiles de la batalla de Gettysburg, con sombrero de copa y toda la pesca. Había acudido a presenciar el bautismo de fuego de dos inventos suyos, una cocina portátil de campaña y un mecanismo de retroceso neumático para la artillería pesada. Por cierto que la cocina de campaña, con ligeras modificaciones, fue más tarde adoptada por el Circo Barnum & Bailey, y luego por el Ejército Alemán de la Primera Guerra Mundial.


Elias Tarkington era un hombre alto y flaco, con patillas y barba estrecha y con sombrero de chimenea. En Gettysburg lo hirieron en el lado derecho del tórax, pero no mortalmente.

El hombre que lo hirió fue uno de los pocos soldados Confederados que alcanzaron las líneas de la Unión durante la carga de Pickett. El tal Johnny Reb murió en trance de éxtasis, entre sus enemigos, pensando que le había pegado un tiro a Abraham Lincoln. En la crónica periodística hecha jirones que he encontrado por aquí, en la antigua biblioteca del colegio, ahora biblioteca de la cárcel, se transcriben del modo siguiente sus últimas palabras: «Que se vayan por donde vinieron, los Panzas Azules. Ha muerto el Viejo Satanás».

Desde luego que durante mis 3 años en Vietnam he escuchado no pocas últimas palabras de soldados norteamericanos agonizantes. Ninguno de ellos, sin embargo, moría con la ilusión de haber logrado cosa de gran mérito en su camino hacia el Sacrificio Supremo.

Un muchacho de 18 años me dijo, mientras él se moría y yo lo sujetaba en mis brazos:

—Qué rollo tan chungo.