32.

¡Vaya tarde!

Tres horas antes, estaba tan tranquilo en mi campanario. Ahora me encontraba en el interior de una cárcel de máxima seguridad, con un súbdito japonés enmascarado y con guantes, empeñado en afirmar que los Estados Unidos eran su Vietnam.

Lo que es más, el Alcaide había estado en mitad de las manifestaciones pacifistas estudiantiles que hubo aquí cuando la guerra de Vietnam. Su compañía lo envió a la Harvard Business School a estudiar la mentalidad de los promotores y agitadores que echaban a perder la economía norteamericana en su propio e inmediato beneficio, tomando fondos previstos para investigación y desarrollo y nueva maquinaria y etcétera etcétera, y metiéndolos en monumentales planes de retiro y en incentivos de fin de año para sí mismos.

En el transcurso de nuestro encuentro empleó toda la retórica antibelicista aprendida en Harvard durante los 60 para denunciar el desastre en que incurría su propio país fuera de sus fronteras. Estábamos en un atolladero. No había luz al final del túnel, y así sucesivamente.

Yo, hasta entonces, ni por un momento me había parado a considerar en qué condición mental se hallarían los miembros del creciente ejército de súbditos japoneses instalados en Estados Unidos, encargados de hacer financieramente viables las propiedades que sus compañías nos estaban arrebatando de debajo del trasero. Y la verdad es que casi todos ellos tenían que sentirse en una especie de guerra exterior por vaya usted a saber qué motivo, especialmente si tenemos en cuenta que —al igual que me sucedía a mí en Vietnam— llevaban encima una especie de código de color que los distinguía de la mayor parte de la población nativa.


Hablando de códigos de color: lo previsible, tras la fuga carcelaria, era que la gente del valle se liase a tiros con todo negro que se cruzara en su camino, aunque no tuviera nada que ver con los reclusos. Ciertamente, en el ánimo de los Blancos residentes en el valle estaba la idea de que Negro era igual a fugado.

Disparar primero y preguntar después. Eso, desde luego, era lo que yo hacía en mis tiempos.

Pero el único no fugado que recibió un tiro por el mero hecho de ser negro fue un sobrino del Alcalde de Troy. Y sólo le dieron en el ala. Perdió el uso de la mano derecha, aunque más tarde, gracias al milagro de la microcirugía, le repararan el daño.

De todas maneras, era zurdo.

Le pegaron un tiro en el ala por encontrarse donde no tenía que haberse encontrado, donde no tenía que haberse encontrado nadie de su raza. Estaba de acampada en el Bosque Nacional, vulnerando la ley. Ni siquiera se había enterado de la fuga carcelaria.

Y entonces: ¡Bang!


Y aquí estoy yo, poniendo «Negro» y «Blanco» unas veces con mayúscula y otras sin ella, y no me acabo de quedar conforme con ninguna de las dos maneras de presentar las palabras. A lo mejor es porque la raza, a veces, parece adquirir una importancia tremenda, y otras no tanta. Y todo el tiempo me está apeteciendo escribir «supuesto Negro» y «supuesto Blanco». Calculo que más de la mitad de los inquilinos de Athena, ahora de esta prisión, son de ascendencia Blanca o blanca. Hay muchos que tiran más a blancos que a negros, pero nadie se lo reconoce.

Vaya usted a saber lo que se siente en un caso así.

Hasta yo me he atribuido un antepasado negro, teniendo en cuenta que esta prisión es para Negros solamente y que no quiero que me trasladen a otro sitio. Necesito la biblioteca. A saber qué bibliotecas tendrán en los portaaviones y portamisiles convertidos en cárceles flotantes.


Aquí estoy en mi propia casa.


Mi abogado dice que hago muy bien en no querer que me trasladen, pero por otras razones. El traslado podría volverme a convertir en noticia, suscitando un clamor popular para que me castiguen.

Ahora, tal como están las cosas, el público en general me tiene olvidado, igual que ha olvidado la fuga carcelaria. La fuga fue noticia importante en televisión durante el transcurso de unos 10 días.

Y luego fue desplazada de los titulares por una chica Blanca, ella sola. Era hija de un fanático de las armas, allá en la rupestre California del norte. Se llevó por delante a todo el Comité Organizador del Baile de Fin de Curso de su instituto, con una granada china de la Segunda Guerra Mundial.

La colección de granadas que tenía su padre era una de las más completas del mundo entero.


Ahora ya no estará tan completa, a no ser, claro está, que poseyera más de una granada china procedente de la Traca Final.


Al Alcaide Matsumoto cada vez se le soltaba más la lengua, según avanzaba la entrevista. Me contó que antes de que lo enviaran a Athena había dirigido un hospital con fines crematísticos comprado por su compañía en Louisville. Le encantaba el Derby de Kentucky, pero odiaba su trabajo.

Le dije que yo en Saigón no desperdiciaba una oportunidad de ir al hipódromo.

Él dijo:

—Me gustaría que el Presidente del Consejo de Administración de mi compañía hubiese pasado una hora, sólo una hora, conmigo en la sala de urgencias, rechazando a todo el que no tuviera dinero para pagar nuestros servicios, aunque se estuviese muriendo.


—Supongo que en Vietnam harían ustedes recuento de cadáveres —dijo.

Era cierto. Nos ordenaban contar los que íbamos matando, de modo que en las altas instancias, allá lejos, en Washington, D.C., pudieran calibrar en qué medida, por pequeñita que fuera, estaban nuestros esfuerzos aproximándonos a la victoria. No había otro modo de llevar el cómputo.

—Pues nosotros, ahora, contamos dólares como ustedes contaban cadáveres —dijo él—. ¿A dónde vamos con todo eso? ¿Qué significa? Tendríamos que hacer con los dólares lo mismo que ustedes con los cadáveres. ¡Enterrarlos y olvidarlos! Mejor les iba a ustedes con sus cadáveres que a nosotros con nuestros dólares.

—¿Y eso? —dije yo.

—Con los cadáveres, lo único que se puede hacer es enterrarlos o quemarlos —dijo él—. Se ahorra uno las pesadillas, luego, cuando toca invertirlos y hacerlos aumentar.


—Qué trampa tan astuta nos puso su Clase Dirigente —prosiguió—. Primero la bomba atómica. Ahora esto.

—¿Trampa? —repetí como un eco, sin comprender lo que me decía.

—Su Clase Dirigente empezó desvalijando el tesoro público y el de las empresas, para luego poner la industria en manos de deficientes mentales —dijo—. A continuación hizo que el Gobierno norteamericano contrajera con nosotros una deuda tan fenomenal, que no tuvimos más remedio que enviarles a ustedes un Ejército de Ocupación en Traje de Calle. Nunca antes había encontrado la Clase Dirigente de ningún país el procedimiento para cargar a otro con las responsabilidades inherentes a su riqueza, sin dejar por ello de seguir apaleando dinero de un modo que ni el peor de los avaros había previsto en sus sueños. ¡No me extraña que el comatoso de Ronald Reagan se les antojara tan buen presidente!


Estaba en lo cierto, me parece a mí.

Cuando los tenían en la cuadra en calidad de rehenes y yo fui a hacerles una visita, me sobrevino la neta impresión de que Jason Wilder y los demás Miembros del Consejo consideraban extranjeros a los norteamericanos. Lo que no sabe uno es qué nacionalidad atribuirles a ellos, en consecuencia.


Todos eran Blancos y Varones, porque la madre de Chung había muerto del tétanos. Murió antes de que los médicos lograsen averiguar de qué se moría. Ninguno de ellos había visto antes ningún caso de tétanos, porque en este país, en los viejos tiempos, no quedaba prácticamente nadie sin vacunar.

Ahora que los programas de salud pública se han quedado empantanados, sin que aparezca ningún extranjero deseoso de sacarlos adelante —lo cual, desde luego, resulta comprensible—, están volviendo a aparecer casos de tétanos, especialmente entre la población infantil.

De modo que ahora casi todos los médicos han aprendido a identificar sus síntomas. La señora Chang tuvo la desgracia de ser una adelantada.


Fueron los rehenes quienes me lo contaron. Una de las primeras cosas que yo les pregunté fue:

—¿Dónde está Madame Chang?


Me pareció que debía llevar un poco de ánimo a los Consejeros, tras la ejecución de Lyle Hooper. Les habían enseñado el cadáver, para que les sirviera de advertencia, supongo, para que se dejasen de temeridades. Aquella gente tenía que estar estremeciéndose en el colmo del terror, por así decirlo. Al fin y al cabo, ahí en lo alto tenían al propio Presidente del Colegio, colgando de unos clavos.

Uno de los rehenes dijo más tarde, cuando lo liberaron, en una entrevista por televisión, que nunca olvidaría el ruido de la cabeza de Tex Johnson al ir golpeando contra los peldaños, según lo izaban al piso de arriba, arrastrándolo por los pies. Trató de imitar el ruido. Hizo flof, flof, flof, lo mismo que los neumáticos deshinchados.

¡Vaya planeta!


Los rehenes manifestaron su pesar por lo de Tex, pero no por lo de Lyle Hooper, ni por ninguna de las restantes víctimas que se habían producido en el claustro de profesores y en el pueblo. Los del pueblo eran demasiado insignificantes como para ser tenidos en cuenta por unas personas de tanta alcurnia. No se lo echo en cara. No hacían nada que no fuese humano, me parece a mí.

La Guerra de Vietnam en modo alguno se habría prolongado tanto si, por naturaleza, los hombres no tendiéramos a considerar insignificantes a quienes no conocemos ni queremos conocer, aunque se estén muriendo. Unos cuantos seres humanos han luchado contra esta inclinación tan natural, compadeciéndose de los extraños a quienes veían sufrir. Pero, como la Historia nos enseña, como la Historia nos dice a gritos:

—¡Nunca fueron muy numerosos!


Otro fallo del carácter humano está en que todo el mundo quiere construir, pero nadie quiere ocuparse del mantenimiento.


Y el fallo peor está en que somos lisa y llanamente estúpidos. ¡Reconozcámoslo!

¿A que fue inteligentísimo, lo de Auschwitz?


Cuando intenté que los rehenes supiesen algo de sus captores, hablándoles de su infancia y de sus problemas mentales, y de que igual les daba estar vivos que muertos, y de la vida que llevaban en la cárcel, y todo lo demás, Jason Wilder llegó hasta el extremo de cerrar los ojos y taparse los oídos. El gesto tenía más de teatro que de ninguna otra cosa. No se tapaba los oídos con tanta fuerza como para no oírme.

Otros sacudieron la cabeza e indicaron por diversos procedimientos que tal información no era solamente aburrida, sino también vejatoria. Era como si hubiésemos estado en una tormenta y yo me hubiese puesto a hablar de la circulación de cargas eléctricas en las nubes, y de la formación de las gotas de lluvia, y de los caminos que siguen los rayos, y de qué son los truenos, y etcétera etcétera. A ellos, lo único que les interesaba era saber cuándo acabaría la tormenta, para volver a sus ocupaciones habituales.

Era exacto lo que dijo de ellos el Alcaide Matsumoto. Se las habían apañado para convertir su riqueza —que en un principio estuvo hecha de fábricas y almacenes y otras empresas con responsabilidades específicas— en papel moneda negociable a la vista, en algo tan líquido y tan abstracto, que apenas si les quedaban motivos para recordar, de vez en cuando, que sus responsabilidades iban más allá del círculo de sus familiares y amigos íntimos.


No decían nada contra los reclusos. Echaban pestes del Gobierno, por no haber puesto los medios que hicieran imposibles las fugas. Cuanto más se explayaban al respecto, más claro se me hacía que estaban hablando de un Gobierno que era suyo, no mío ni de los reclusos ni de la gente del pueblo. De un Gobierno cuya primera obligación estribaba en resguardarlos de la clase inferior, no sólo de este país, sino del mundo entero.

¿Acaso no fueron siempre así, los de la Calle de la Facilidad?

Consideremos de nuevo la crucifixión de Jesús y de los 2 ladrones y de los 6000 esclavos que siguieron a Espartaco el gladiador.


Tos.


Mi cuerpo, tal como yo lo entiendo, está tratando de localizar los gérmenes de tuberculosis que tengo dentro y encerrarlos en unas celdas que les construye alrededor. Las celdas son de calcio, el elemento que con más frecuencia se halla en las paredes de las cárceles, incluida Athena. Este sitio está rodeado de alambre de púas. Igual que Auschwitz.

Si muero de tuberculosis, será porque mi cuerpo no habrá logrado construir las celdas suficientes, ni en cantidad ni en solidez.

¿Qué nos enseña lo anterior? Nada de que alegrarse.


Si malos eran los Consejeros, peores los reclusos. Sería yo el último en afirmar otra cosa. Eran gentes que se dedicaban a devastar su propia comunidad, matando y robando y violando, y comerciando con agentes químicos que degradan el cerebro, y todo lo demás.

Pero al menos eran conscientes de lo que hacían, mientras que las personas como los Miembros del Consejo tenían mucho en común con los bombarderos B-52, allá en lo alto de la estratosfera. Casi nunca veían la devastación que causaban según iban desplazando de aquí para allá enormes porciones de la riqueza norteamericana.


A diferencia de mi abuelo Socialista, Ben Wills, que era un nonadie, yo no tengo reformas que propugnar. Creo que todo Gobierno, no sólo el Capitalista, es lo que cada día decidan —sobrios o borrachos, cuerdos o locos— los individuos en cuyas manos está todo nuestro dinero.


El Alcaide Matsumoto era un bicho raro. Muchos de sus arranques eran sin duda alguna consecuencia de que le hubieran arrojado una bomba atómica encima cuando era pequeño. Los edificios y los árboles y los puentes y etcétera etcétera, que hasta entonces habían sido de tanta substancia, se desvanecieron como fantasías.

Como ya he dicho, Hiroshima se convirtió de pronto en una tabla rasa, con duendecillos de polvo danzando aquí y allá.

Después del resplandor, el pequeño Hiroshi Matsumoto era la única cosa real que quedaba sobre la tabla. Estuvo dando vueltas durante mucho rato, buscando cualquier otra cosa que también fuera real. Cuando llegó al borde de la ciudad, se encontró entre estructuras y criaturas reales y fantásticas al mismo tiempo, seres vivos con la piel colgándoles de los músculos y de los huesos, como adornos de tela, y etcétera etcétera.

Estas imágenes de la bomba son todas suyas, por cierto. Pero no se las escucharía sino cuando ya llevaba dos largos años dando clases en la prisión y viviendo en la casa contigua a la suya, junto al lago.


No sé qué otros efectos tendría en él la bomba atómica, pero desde luego que no le destruyó la conciencia. Sufrió lo indecible teniendo que echar a los pobres de la sala de urgencias de aquel hospital con fines crematísticos que regentó en Louisville. Cuando pusieron bajo su responsabilidad la cárcel con fines crematísticos de Athena, pensó en la necesidad de implantar algún programa educativo, a pesar de que su contrato con el Estado de Nueva York no lo obligaba sino a impedir que los reclusos se escapasen, y nada más.


Trabajaba en la Sony. Nunca trabajó en otro sitio que no fuera la Sony.


—El estado de Nueva York —me dijo— no considera que la educación sirva para rehabilitar a criminales como los que acaban aquí en Athena o en Attica o en Sing Sing.

Attica y Sing Sing eran, respectivamente, para Hispanos y para Blancos que, al igual que los reclusos de Athena, fueran reos como mínimo de un asesinato y otros 2 delitos violentos. Estos 2 delitos violentos suplementarios también solían ser asesinatos.

—Yo tampoco lo creo —dijo—. Pero me consta lo siguiente: 1 de cada 10 reclusos que hay entre estas 4 paredes conserva el uso de sus facultades mentales, y aquí no se le ofrece nada en que pueda ejercitarlas. De modo que esta cárcel es 2 veces más penosa para ellos que para los demás. Un buen profesor podría brindarles nuevos juegos, Matemáticas, Astronomía, Historia, qué se yo, algo en que ocupar el cerebro, algo que los ayudara a pasar el tiempo de un modo un poquito más llevadero. ¿Qué le parece a usted?

—Usted manda —le dije.


Y desde luego que mandaba. Había obtenido tal éxito financiero en Athena, que sus superiores le otorgaban plena autonomía. Por contrato, los japoneses recibían por la manutención de los prisioneros una cuota individual equivalente a 2 tercios del costo por cabeza cuando era el estado de Nueva York quien regentaba el local. Esto último venía a ser lo que habría costado enviar a un recluso a una facultad de Medicina, o también a Tarkington. Importando mano de obra joven, barata, no sindicada y con contrato de corta duración, y eligiendo proveedores entre quienes ofrecían mejores precios, en lugar de comprarle a la Mafia, y etcétera etcétera, Hiroshi Matsumoto había logrado reducir el costo por presidiario a la mitad de lo que era antes.

No se le escapaba un detalle. Cuando entré a trabajar con él acababa de adquirir un crematorio último modelo para instalarlo en la cárcel. Antes, la cremación de los reclusos de Athena cuyo cuerpo no era reclamado por nadie correspondía en exclusiva a un crematorio propiedad de la Mafia, situado en las afueras de Rochester, detrás del Complejo Cinematográfico Meadowdale, frente a la Armería de la Guardia Nacional, cruzando la carretera.

Cuando los japoneses compraron Athena, la Mandilandinga incrementó las tarifas en un 100 por 100, alegando que la epidemia de sida los obligaba a tomar precauciones extraordinarias. Y cobraban el doble aunque la cárcel adjuntara certificado médico de que el cadáver se hallaba libre de sida y de que la causa del fallecimiento, como saltaba a la vista, era la navaja o la cuerda o algún instrumento cortante.


Como no había fabricante japonés de crematorios, el Alcaide Matsumoto tuvo que encargar el suyo a A.J. Topf und Sohn de Essen de Alemania. Era la misma casa que fabricó los hornos de Auschwitz, en su época dorada.

Los modelos de posguerra producidos por la Topf incluían los últimos adelantos en materia de depuración de salidas de humo, de modo que los habitantes de Scipio, a diferencia de quienes vivían cerca de Auschwitz, nunca supieron que hubiera un carbonizador de cadáveres funcionando en su entorno.

Nos podíamos haber pasado 24 horas al día gaseando e incinerando reclusos sin que nadie se enterara.


¿A quién le habría importado?


Hace un momento mencioné que la madre de Lowell Chung murió de tétanos. Antes de que se me olvide, me gustaría añadir que el tétanos tiene muy buenas perspectivas astronáuticas, porque es una espora que se robustece muchísimo en cuanto las condiciones de vida se hacen intolerables.


No incluyo el virus del sida entre los jinetes intergalácticos más prometedores, porque —en su actual estado evolutivo— apenas si logra sobrevivir fuera del cuerpo humano.

No obstante, la situación podría cambiar si la concertación de esfuerzos para acabar con ellos mediante nuevos venenos no alcanza todo el éxito deseado.


El crematorio de la Mafia situado detrás del Complejo Cinematográfico Meadowdale ha reanudado sus relaciones comerciales con la cárcel. Los reclusos que permanecieron en Athena o sus proximidades tras la gran fuga pensaron que, en vez de cruzar el lago y atacar Scipio, lo mejor que podían hacer era machacar el crematorio de la casa A.J. Topf und Sohn.

El Complejo Cinematográfico Meadowdale, por su parte, se hundió, porque ya queda muy poca gente que pueda permitirse el lujo de ir en coche.

Lo mismo pasa con los centros comerciales.


Una cosa que me llama la atención, aun no sabiendo cómo explicarla, es que la Mafia nunca venda nada al capital extranjero. Aquí no hay dueño de negocio en marcha, heredado o adquirido, que no esté deseando deshacerse de él y retirarse antes de tiempo. La Mafia, en cambio, se aferra a todo lo que tiene. Ello explica que el ramo de la pavimentación de calles siga siendo un negocio estrictamente norteamericano.

Lo mismo pasa con la venta al por mayor de productos cárnicos y la de servilletas y manteles para restaurantes.


Ni por un momento le oculté al Alcaide que los de Tarkington me acababan de poner de patitas en la calle. Le expliqué que la acusación de comportamiento sexual impropio no era más que una cortina de humo. Lo que de verdad había irritado al Consejo era que yo hubiese minado la fe de los alumnos en la inteligencia y honradez de los líderes norteamericanos, contándoles la verdad sobre Vietnam.

—En esta orilla del lago no hay nadie que crea en la existencia de semejante cosa en este miserable país —dijo él.

—¿De qué cosa, señor Matsumoto? —dije yo.

—De líderes.

En cuanto a mis devaneos sexuales, dijo, todos parecían ser de corte heterosexual, y a este lado del lago no había mujeres. El Alcaide era soltero, y las personas a sus órdenes no tenían autorización para traerse a sus mujeres consigo, en caso de estar casados.

—De modo que aquí va a estar usted como don Juan en los Infiernos —dijo—. ¿Cree que podrá resistirlo?

Dije que sí, de modo que me propuso entrar a prueba. Empezaría a trabajar tan pronto como fuera posible, impartiendo clases de formación general de primer nivel, que era más o menos lo que hacía en Tarkington. El problema que primero se planteaba era el del alojamiento. Sus empleados vivían en barracones junto a los muros de la cárcel, y al Alcaide le habían rehabilitado una casa de la orilla del lago, con lo que venía a ser el único habitante del pueblo o, mejor dicho, de la aldea fantasma de cuyo nombre tomaba el suyo la cárcel: Athena.


Si, por cualquier motivo, la cosa no funcionaba conmigo, él seguiría necesitando un profesor, y éste, fuera quien fuera, se negaría a vivir en los barracones. De modo que pensaba poner en condiciones de habitabilidad otra de las antiguas casas del pueblo fantasma, situada junto a la suya. Pero hasta finales de agosto no la tendrían lista para ser ocupada.

—¿Cree usted que los del colegio le permitirían seguir hasta esa fecha en la casa que ahora ocupa? Mientras, podría desplazarse en coche hasta aquí. ¿Tiene usted coche?

—Un Mercedes —dije.

—¡Estupendo! —dijo él—. Ya tiene usted algo en común con los presos, así, de salida.

—¿A qué se refiere? —dije yo.

—Casi todos ellos eran propietarios de Mercedes —dijo él.

No exageraba mucho. Decía la verdad al afirmar:

—Tenemos aquí un individuo que se compró el primer Mercedes a los 15 años.

Era Alton Darwin, cuyas últimas palabras, mientras agonizaba en el patinadero, tras la fuga carcelaria, fueron:

—No se pierdan al Negrito aviador.


De modo que el colegio, en efecto, nos permitió quedarnos en la casa durante el verano. No había curso de verano en Tarkington. ¿Qué asistencia iba a haber? Y yo iba todos los días en coche a la cárcel.

En los viejos tiempos, antes de que los japoneses se hicieran cargo de Athena, todos los empleados venían en coche desde Scipio y Rochester. Estaban sindicados, y fueron sus constantes reivindicaciones de mejora salarial y beneficios marginales —incluida la compensación por desplazamientos a y desde el punto de trabajo— lo que hizo que el Estado tomara la decisión de vender todo aquel lupanar a los japoneses.


Mi salario era el mismo que me daban en Tarkington. Pude seguir con la cobertura de enfermedad y vejez de la Blue Cross-Blue Shield, porque ésta era propiedad de la misma compañía que llevaba la cárcel. ¡Ningún problema!

Tos.


Ésta es otra de las cosas que me costó la fuga carcelaria: la cobertura de la Blue Cross-Blue-Shield.