5.
Quien ganó aquel año fue una chica de Cincinnati. Resulta que ella también presentaba un trabajo sobre cristalografía, pero habiendo cultivado sus propios cristales, o habiendo recogido especímenes en lechos de torrentes y cuevas y minas de carbón en un radio de 100 kilómetros alrededor de su casa. Se llamaba Mary Alice French, lo recuerdo bien, y quedó muy entre los últimos clasificados en la Final Nacional de Washington, D.C.
Me dijeron que cuando salió de Cincinnati, para acudir a la Final, todos estaban tan orgullosos de ella y tan seguros de que ganaría o, por lo menos, de que saldría muy bien clasificada con sus cristales, que el Alcalde proclamó un «Día de Mary Alice French».
No puedo sino preguntarme, ahora que dispongo de tanto tiempo para pensar en las personas a las que tal vez hiciera daño, si no fuimos indirectamente mi padre y yo quienes enviamos a Mary Alice French a su terrible frustración washingtoniana. No son pocas las probabilidades de que los jueces de Cleveland le dieran el Primer Premio por razón del contraste moral que hallaron entre su trabajo y el nuestro.
Puede que la ciencia no fuera la principal consideración en las deliberaciones de los jueces; puede que —por contraste con nuestra mala fama— Mary Alice French les brindase, en cambio, una oportunidad de oro para dar ejemplo de una norma superior a todas las leyes de la ciencia: no hay mejor táctica que la honradez.
Pero ¿quién sabe?
Muchos, muchos años después de que a Mary Alice French le destrozaran el corazón en Washington y de que yo hubiera accedido al puesto de profesor en Tarkington, tuve un alumno de Cincinnati, la ciudad natal de Mary Alice French. Su familia materna acaba de vender el único periódico diario que le quedaba a la ciudad, junto con su más importante canal de TV, y un montón de emisoras de radio y de revistas semanales, al Sultán de Brunei, considerado el hombre más rico del Planeta Tierra.
Cuando nos llegó, el chico representaba unos 12 años. En realidad tenía 21, pero no le había cambiado la voz y sólo medía 150 centímetros. A resultas de la venta al Sultán, su fortuna personal se calculaba en 30.000.000 de dólares, pero tenía miedo, pánico hasta de su propia sombra.
Había aprendido por sí mismo a leer y escribir, y matemáticas hasta el álgebra y la trigonometría. Era seguramente el mejor jugador de ajedrez que jamás pasó por el colegio. Pero carecía de toda gracia social, y seguramente nunca llegaría a tenerla, porque todo en la vida le daba muchísimo miedo.
Le pregunté si conocía en Cincinnati a una señora más o menos de mi edad que se llamaba Mary Alice French.
Él replicó:
—No conozco nada ni a nadie. No me vuelva usted a dirigir la palabra, por favor. Dígales a todos que no me vuelvan a dirigir la palabra.
Nunca averigüé lo que hizo con todo su dinero, si algo llegó a hacer. Hay quien afirma que se casó. ¡Difícil resulta creerlo!
Lo atraparía alguna cazadora de fortunas. Una chica lista. Se habrá instalado en la Calle de la Facilidad.
Pero volviendo a la Feria de la Ciencia de Cleveland: me lancé en busca de la primera salida en cuanto mi Padre y el juez llegaron a un acuerdo. Necesitaba respirar aire fresco. Necesitaba refugiarme en algún otro planeta, o morirme. Cualquier cosa, con tal de no pasar por lo que estaba pasando.
Bloqueaba la salida un hombre espectacularmente vestido. No se parecía en nada a ninguno de los presentes en aquel auditorio. Era, aunque cueste creerlo, lo que yo sería más tarde: Teniente Coronel del Ejército Regular de los Estados Unidos, con muchas filas de pasadores en el pecho. Iba de gala, con charretera de mención en la orden del día y con las alas y las botas de los paracaidistas. Por aquel entonces no estábamos en guerra con nadie, de modo que la visión de un militar así enjaezado, entre civiles, especialmente a aquella hora tan temprana, resultaba insólita. Venía con el encargo de reclutar retoños de la ciencia para su alma máter, la Academia Militar Norteamericana de West Point.
La Academia fue fundada poco después de la Guerra de la Independencia, porque el país tenía muy pocos oficiales con los conocimientos de matemáticas y de genio civil indispensables para imponerse en lo que entonces se consideraba una guerra moderna, que era sobre todo cosa de cartografía y cañonazos. Ahora, con el radar y los cohetes y los aviones y las armas nucleares y toda la pesca, el mismo problema ha vuelto a plantearse.
Y allí estaba yo, en Cleveland, con una insignia grande y redonda prendida del corazón, igual que una diana de tiro al blanco, en la que podía leerse:
EXPOSITOR
El dicho Teniente Coronel, que se llamaba Sam Wakefield, no se limitaría a meterme en West Point. Luego, en Vietnam, como General de División que era, me concedió la Estrella de Plata por mi extraordinario valor y arrojo. Se retiró del Ejército cuando aún faltaba un año para que terminara la guerra, y pasó a ocupar la Presidencia del Colegio Tarkington, ahora Cárcel de Tarkington. Y, cuando yo me salí del Ejército, me contrató como profesor de Física y tañedor de campanas y campanas y más campanas.
Van a continuación las primeras palabras que Sam Wakefield me dijo nunca, a los 18 años de mi edad y 36 de la suya.
—¿Por qué las prisas, Hijo?