24.

Pamela andaba con su murria a cuestas por los alrededores de la cuadra. La cual aún no se hallaba cubierta por la sombra del Monte del Mosquete. Faltaban 7 horas para que se pusiera el Sol.

Esto sucedía años antes de la fuga carcelaria, pero ya había 2 cuerpos y 1 cabeza humana allí enterrados. Todo el mundo sabía lo de los 2 cuerpos, que habían sido sepultados con todos los honores y cubiertos luego con una lápida. La cabeza resultaría una sorpresa total, cuando hubo que abrir nuevas tumbas con ayuda de un azadón, al acabar la fuga carcelaria.

¿A quién pertenecía?


Todo el mundo sabía que los cuerpos eran del primer profesor de Botánica y Alemán y flauta que hubo en el colegio Tarkington, el maestro cervecero Hermann Shultz, y de Sophia, su mujer. Ambos murieron con 24 horas de diferencia, durante la epidemia de difteria de 1893. Por la época en que me despidieron todavía no llevaban demasiado tiempo en aquella tumba, aunque su inscripción datara de 98 años antes. Habían tenido que trasladarlos, con sepulcro y todo, para dejar libre el sitio donde iban a edificar el nuevo Pabellón Pahlavi.

El de las pompas fúnebres del pueblo, cuando se encargó del traslado de los cuerpos, allá por 1987, afirmó que se hallaban en buen estado de conservación. Me dijo que si quería cerciorarme yo mismo, pero le contesté que lo creía bajo palabra.


¿Será posible? Con todos los cadáveres que había visto en Vietnam, muchos de ellos obra mía, ahora me andaba con remilgos para poner los ojos en 2 que no tenían nada que ver conmigo. No se me ocurre explicación alguna. A lo mejor era que había recuperado mi infantil inocencia de otrora.

He estado hojeando la Biblia del Ateo, las Citas familiares de Bartlett, en busca de algo que sirva para glosar un inesperado renacer de los escrúpulos. Lo más parecido que he encontrado es lo que le dice Lady Macbeth al gurrumino de su marido:

—¿Os asustáis, siendo soldado?


Hablando de Ateos, me acuerdo de aquella vez que Jack Patton y yo asistimos en Vietnam al sermón dado por el Capellán de más alta graduación que había en el Ejército. Era General.

El sermón se basaba en algo que, según él, era de todos conocido, a saber: que en las trincheras no hay Ateos.

Luego le pregunté a Jack que qué le había parecido el sermón, y él me dijo:

—Otro Páter que nunca ha puesto un pie en el frente.


El de las pompas fúnebres, que ahora ocupa una trinchera bien tapada, cerca de la cuadra, era Norman Updike, descendiente de los holandeses que primero se instalaron en este valle. Prosiguió diciéndome, con reverenciosa alegría, allá por 1987, que estábamos todos muy equivocados, en general, con lo deprisa que se pudrían las cosas, para trocarse en tierra o en fertilizante o en polvo o lo que fuese. Me dijo que unos científicos habían encontrado, en lo más profundo de ciertos vertederos urbanos, trozos de carne y hortalizas perfectamente bien conservados, a pesar de los años y más años que sin duda llevaban en semejante sitio. Al igual que Hermann y Sophia Shultz, aquellas obras de la Naturaleza, teóricamente biodegradables, habían dejado de pudrirse por falta de humedad, que es vida para los gusanos y los hongos y las bacterias.

—Sin necesidad de recurrir a las modernas técnicas de embalsamamiento —dijo—, tardamos mucho más tiempo de lo que la gente cree en vernos reducidos a polvo y cenizas.

—Qué noticia tan alentadora —dije.


No vi a Pamela Ford Hall junto a la cuadra hasta que fue demasiado tarde para dar media vuelta y alejarme. La culpa de que me descuidara en mi vigilancia por no tropezar con Zuzu ni con Pamela la tuvo un familiar de alumno que andaba huido de las gaitas del Patio y que me comentó lo deprimido que se me veía, por alguna razón.

No le había dicho a nadie que me habían echado, y desde luego que no me apetecía compartir la noticia con aquel perfecto desconocido. De modo que le dije que me acongojaban los casquetes polares y los desiertos y la bancarrota económica y los motines raciales y etcétera etcétera.

Me dijo, para levantarme el ánimo, que 1.000.000.000 de chinos estaban a punto de sacudirse el yugo del Comunismo. En cuanto así lo hicieran, añadió, les harían falta automóviles y neumáticos y gasolina y toda la pesca.

Le señalé que virtualmente todas las industrias norteamericanas relacionadas con el automóvil habían caído en manos o por mano de los japoneses.

—Y ¿qué le impide a usted hacer lo que yo he hecho? —dijo—. Éste es un país libre.

Me confió que lo tenía todo invertido en acciones de compañías japonesas.

Más vale no imaginar lo que se harían entre sí 1.000.000.000 de chinos en coche, ni cómo quedaría la atmósfera.


Estaba tan empeñado en desembarazarme de aquel cantamañanas típico de la clase dominante, que no vi a Pamela hasta que la tuve prácticamente al lado. Estaba sentada en el suelo, bebiendo aguardiente de zarzamora, de espaldas a la lápida de los Shultz y mirando hacia el Monte del Mosquete. Tenía un grave problema con el alcohol. De eso no me consideraba culpable. Para un alcohólico, no hay peor problema en la vida que el propio alcohol.

Yo tenía delante de los ojos la inscripción de la lápida.


La epidemia de difteria que mató a tanta gente del valle ocurrió cuando casi todos los alumnos de Tarkington estaban de vacaciones.

Fue una suerte para los alumnos. Si el colegio hubiera estado en funcionamiento durante la epidemia, muchos de ellos habrían acabado haciendo compañía a los Shultz, primero donde está ahora el Pabellón, luego junto a la cuadra, a la sombra del Monte del Mosquete, según se va poniendo el Sol.

Y luego el gremio estudiantil volvió a estar de suerte hace 2 años. Andaban todos por ahí fuera, durante la pausa entre trimestre y trimestre, cuando este insignificante pueblo se vio asaltado por unos empedernidos delincuentes.


Milagros.


He mirado a ver qué era un librepensador. Dícese del miembro de una efímera secta, compuesta casi en su totalidad por personas de ascendencia germánica que creían —al igual que mi Abuelo Willis— que sólo el sueño aguarda a los seres humanos, buenos y malos, en la Otra Vida, que la ciencia ha probado la falsedad de todas las religiones, que Dios es incognoscible y que el mejor uso que una persona, hombre o mujer, puede hacer de su tiempo en este mundo es esforzarse en mejorar la calidad de vida de todos los miembros de su comunidad.


Hermann y Sophia Shultz no fueron las únicas víctimas de la epidemia de difteria. ¡Ni mucho menos! Pero sí fueron los únicos que solicitaron ser enterrados en el campus, que, según dijeron en sus respectivos lechos de muerte, era tierra sagrada para ellos.


Pamela no se sorprendió de verme. El alcohol la tenía aislada contra cualquier sorpresa. Lo primero que me dijo fue «No», cuando yo aún no había abierto la boca. Pensó que venía a hacerle el amor. Y no me pareció sorprendente que lo pensara.

Era yo quien lo había pensado antes.

Luego dijo:

—Este ha sido, sin duda alguna, el mejor año de mi vida, y quiero agradecer tu importante contribución al respecto.

Aquello era ironía. Estaba expresándose con corrosiva falsedad.

—¿Cuándo te marchas? —le pregunté.

—Nunca —dijo ella—. Tengo rota la transmisión.

Hablaba de su viejo sedán de 4 puertas, un Buick con 12 años encima que le había correspondido como parte del convenio de divorcio con su ex marido. Éste se mofaba de su empeño en convertirse en artista de verdad, llegando incluso, en alguna ocasión, a darle de cachetes o de patadas. De modo que debía de haberse reído más fuerte que nadie cuando el viento se llevó de sus pedestales la exposición individual de Buffalo.

Dijo que por la transmisión nueva le iban a cobrar 850 dólares en el pueblo, y que el mecánico exigía el pago en yenes, sugiriendo que la reparación saldría mucho más barata si Pamela se acostaba con él.

—Supongo que sigues sin saber dónde escondió tu suegra el dinero —dijo.

—Sí —dije.

—Lo mejor que puedo hacer es buscarlo yo misma —dijo.

—Estoy seguro de que alguien lo ha encontrado ya, y se lo ha callado —dije.

—Hasta ahora no te he pedido nada —dijo—. ¿Qué tal si me pagas la transmisión nueva? Así, cuando alguien me pregunte «¿Dónde has conseguido esa transmisión tan preciosa?», yo podré contestar: «Es regalo de un antiguo amante, un famosísimo héroe de guerra cuyo nombre no estoy autorizada a revelar».

—¿Qué mecánico es? —le pregunté.

—El Príncipe de Gales —dijo ella—. Si me acuesto con él, no sólo me arreglará la transmisión, sino que me hará Reina de Inglaterra. Tú nunca me has hecho Reina de Inglaterra.

—¿Te refieres a Whitey VanArsdale? —pregunté.

Era un mecánico del pueblo que siempre le decía a todo el mundo que la transmisión estaba rota. A mí me lo hizo con el coche que tuve antes del Mercedes, un Chevrolet ranchera del 79. Fui a consultar a otra persona, concretamente a un alumno. A la transmisión no le pasaba nada. Y yo había llevado el coche solamente a que me lo engrasaran. Ahora, también Whitey VanArsdale está enterrado cerca de la cuadra. Disparó por sorpresa contra varios reclusos, y ellos le pagaron con la misma moneda. Su victoria duró, si acaso, 10 minutos. Fue «bang» y luego, unos minutos más tarde, «bang-bang», como respuesta.


Pamela, sentada en el suelo, con la espalda vuelta hacia la lápida, no me hizo lo que Zuzu Johnson no tardaría en hacerme, a saber: localizar en mí la causa principal de todas sus desdichas. A lo más que llegó Pam, en ese sentido, fue a decirme que yo nunca la había hecho Reina de Inglaterra. Zuzu me echaría en cara que jamás había tenido verdadera intención de casarme con ella, a pesar de todo lo que hablábamos, estando en la cama, de fugarnos a Venecia —lugar que ninguno de los dos conocía ni de vista—. Ella pondría una floristería, ya que tan bien se le daba el cuidado del jardín. Yo enseñaría inglés como segunda lengua o me ofrecería a los cristaleros locales para distribuir sus mercancías en los grandes almacenes norteamericanos, etcétera etcétera. Eso le prometí.

A Zuzu se le daba muy bien la fotografía, de modo que también le dije que podía merodear por donde los pasajeros embarcan en las góndolas, para vender a cada turista, ipso facto, una foto Polaroid de la ocasión.

Puestos a soñarnos un futuro, GRIOT™ se quedaba en mantillas a nuestro lado.


Yo consideraba que aquellos sueños eran un ingrediente más de nuestro juego amoroso, mi contrapartida erótica al perfume de Zuzu. Pero ella se los tomaba en serio. Estaba plenamente dispuesta a que nos marcháramos. Y yo no podía, por mis responsabilidades familiares.


Pamela conocía mi asunto con Zuzu, y todo el birlibirloque de Venecia. Fue Zuzu quien se lo contó.

—¿Sabes lo que deberías decir a cada tonta que se enamore de ti? —me preguntó. Tenía la vista puesta en el Monte del Mosquete, no en mí.

—No —dije yo.

Y ella me dijo:

—Bienvenida a Vietnam.


Ella estaba sentada encima de los Shultz y sus féretros. Yo, de pie encima de una cabeza cortada que desenterrarían a golpe de azadón 8 años más tarde. La cabeza llevaba tanto tiempo en tierra, que había quedado reducida a la calavera.

Un experto en Medicina Forense de la Policía Estatal andaba casualmente por aquí cuando apareció la calavera en el hueco del azadón; de modo que le echó un vistazo y nos dio su opinión. No creía que se tratase de un indio, como yo había pensado en principio. Dijo que el cráneo pertenecía a una mujer blanca, tal vez de 20 años de edad. No tenía ningún golpe ni ningún disparo en la cabeza, de modo que el experto no se consideraba autorizado a lucubrar sobre la posible causa de su muerte sin examinar lo que faltaba del cuerpo.

Pero el azadón no sacó a relucir ningún otro hueso.

Por supuesto que la decapitación ya habría sido causa suficiente.

El experto no puso mucho interés. Por la pátina que cubría el cráneo llegó a la conclusión de que su propietaria había muerto mucho antes de que naciéramos todos los presentes. Estaba aquí para examinar los cadáveres de las personas muertas durante la fuga carcelaria y emitir dictamen pericial sobre la causa de su muerte, por disparo o por cualquier otra cosa.

Quedó especialmente fascinado ante el cadáver de Tex Johnson. Me dijo que en su vida profesional ya lo tenía visto todo, menos un hombre crucificado, con clavos atravesándole las palmas de las manos y los pies y etcétera etcétera.


Yo habría querido que nos dijese algo más de la calavera, pero él cambió de tema para seguir hablando de la crucifixión. Dominaba el asunto.

Me dijo algo en lo que nunca había parado mientes: que también los judíos, no sólo los romanos, crucificaban de vez en cuando a quienes encajaban en su noción de reo. ¡Nunca te acostarás sin aprender una cosa más!

¿Cómo era posible que no me hubiese enterado?


Darío, Rey de Persia —me dijo el experto—, crucificó en Babilonia a 3000 hombres que consideró sus enemigos. Una vez dominada la rebelión encabezada por Espartaco —me dijo el experto—, los romanos crucificaron a 6000 rebeldes a todo lo largo de la Vía Apia.

Me dijo que la crucifixión de Tex Johnson se apartaba de lo normal en diversos aspectos, sin contar el primero y principal, es decir, que Tex ya estaba muerto cuando lo clavaron a la madera en la parte alta de la cuadra. No le habían dado de azotes. No tuvo que arrastrar su propia cruz hasta el lugar previsto para la ejecución. No le pusieron en lo alto ningún cartel enunciador de su delito. Y no había en el montante de la cruz ningún traste que le hiriese la entrepierna y los cuartos traseros cuando se revolviera intentando acomodar un poco la postura.

Como ya dije en las primeras páginas de este libro, si por aquel entonces hubiese sido militar, seguramente habría crucificado a quien fuera sin pensármelo dos veces, obedeciendo órdenes.

O habría ordenado a mis subalternos que lo hicieran, indicándoles el procedimiento adecuado, si hubiera sido oficial de alta graduación.


Quizá hubiera enseñado a unos reclutas sin experiencia previa de la crucifixión, ni siquiera como espectadores, una nueva palabra del vocabulario militar de los viejos tiempos. Me refiero a crurifragium. La encontré en una revista médica y me pareció tan interesante que fui a buscar un lápiz para apuntarla.

Es una palabra latina que quiere decir «quebrar las piernas a un crucificado con una barra de hierro, para acortar su padecimiento». Lo cual no hacía de la crucifixión una merienda campestre, de todas formas.


¿Qué clase de animal haría semejante cosa? El antiguo yo, me parece.


El profesor Damon Stern, difunto monociclista, me preguntó en cierta ocasión si yo pensaba que habría mercado para una estatua de Cristo montado en monociclo, y no clavado en la cruz. Era un simple chiste. El hombre no pretendía que le diese una respuesta, ni yo se la di. Seguro que en seguida surgió cualquier otro tema de conversación.

Ahora, no obstante, si no lo hubieran matado cuando trataba de salvar a los caballos, le diría que el mensaje más importante de la cruz, al menos tal como yo lo veo, es el grado de indecible crueldad a que puede llegar un ser humano cuando obedece órdenes del mando.


Pero atención: hojeando distraídamente unos viejos periódicos locales, creo haber descubierto a qué mujer, por supuesto que blanca y joven, perteneció la calavera. Me dan ganas de salir corriendo al patio de la prisión, antes Patio del colegio, gritando «¡Eureka! ¡Eureka!».

Mi dictamen pericial es que la calavera perteneció a Letitia Smiley, una alumna de último curso de aquí de Tarkington, disléxica y con fama de guapa, que desapareció del campus en 1922, tras haber ganado la tradicional Carrera de las Descalzas, desde el campanario a la casa del Presidente, ida y vuelta. Letitia Smiley, por razones que nadie comprendió, se echó a llorar mientras la coronaban Reina de las Azucenas, como premio. Había, evidentemente, algo que la tenía acongojada. Según leo en un periódico de la época, todo el mundo estuvo de acuerdo en que las lágrimas de Letitia Smiley no eran de felicidad.

Cabe sospechar, aunque nadie lo pusiera entonces en letras de molde, que la señorita Smiley estuviera embarazada —puede que de un alumno, puede que de algún miembro del claustro de profesores—. Ahora estoy jugando a los detectives, basándome sólo en una calavera y en unos cuantos periódicos añejos. Pero al menos tengo lo que no fue capaz de encontrar la policía por aquel entonces: algo que en manos de un forense podría ser prueba terminante de que Letitia Smiley ya no está entre los vivos. A la mañana siguiente de que la coronasen Reina de las Azucenas, encontraron en su cama un muñeco hecho con toallas de baño enrolladas. La cabeza era un balón de fútbol norteamericano, regalo de un admirador del Union College de Schenectady. Llevaba la inscripción «Union 31 - Hobart 3».

Después, ni rastro.


Para identificar el cráneo de nada habría valido un dentista, pues su poseedor, quienquiera que fuese, nunca tuvo ni una mala caries que empastar. Quienquiera que fuese tenía una dentadura perfecta. No vive nadie que pueda decirnos si Letitia Smiley, que ya habría cumplido los 100 años, ahora, en el 2001, tenía o no tenía unos dientes perfectos.

Así fue, en Vietnam, como se pudieron identificar con certeza los cadáveres de muchos soldados que habían sufrido mutilaciones: por su imperfecta dentadura.


No hay jubilación en el oficio del asesinato, que es, según dicen, el más espantoso de los delitos. ¿Pero qué edad tendría ahora quien la mató? Si fue quien yo creo, ahora andaría por los 135 años. Creo que no fue otro que Kensington Barber, Administrador del Colegio Tarkington por aquel entonces. Sus últimos días transcurrieron en el Manicomio Estatal de Batavia. Creo que fue él, que tenía autoridad y medios para entrar en los dormitorios, tanto masculinos como femeninos, quien hizo el muñeco con cabeza de balón.

En aquel momento Letitia Smiley ya estaba muerta.

Y queda constancia escrita de que fue el Administrador quien encontró el muñeco.


El forense de la Policía Estatal se extrañó de que no hubiera pelo pegado al cráneo. En su opinión, tenían que haberlo escalpado o hervido antes de enterrarlo, para hacer mucho más difícil la identificación. Y ¿qué es lo que yo he descubierto? Que Letitia fue célebre en su corta vida por su larga melena dorada. La crónica periodística de la carrera que ganó hace continuas referencias a ese detalle.

Exactamente. Y en esa misma crónica se cita a Kensington Barber como origen único de la afirmación de que Letitia Smiley estaba afectadísima por un tormentoso romance con un hombre mucho mayor que ella, de allí, de Scipio. El Administrador decía que ojalá se conociese el nombre de aquel individuo, para que la policía pudiese interrogarlo.

En otra crónica, Barber le cuenta al reportero que tenía previsto pasar aquel verano en Europa con su familia, pero que sin embargo iba a quedarse en Scipio, para colaborar en todo lo posible al esclarecimiento del misterio en torno a lo ocurrido a Letitia Smiley. ¡Qué abnegación en el cumplimiento del deber!

Tenía mujer y 2 hijos, y los mandó a Europa sin él. Como el campus se hallaba virtualmente vacío, con excepción del personal de mantenimiento, que estaba a sus órdenes, pudo fácilmente garantizarse la soledad enviando a sus hombres a la otra punta del campus mientras él enterraba fragmentos de Letitia, empleando quizá una herramienta para hacer agujeros de poste.


He de preguntarme ahora, a la luz de mis propias experiencias en el arte de birlibirloque de las relaciones públicas y de la historia reciente de mi Gobierno, si no hubo muchos, allá por 1922, que habrían podido atar cabos con la misma facilidad con que yo acabo de hacerlo. Para no manchar la buena reputación de lo que había de convertirse en principal actividad comercial de Scipio —el colegio—, bien puede ser que se produjera un encubrimiento colectivo.

A fines de verano, Kensington Barber padeció un ataque de nervios y, como ya he contado, lo recluyeron en Batavia. El entonces Presidente de Tarkington, un tal Herbert Van Arsdale —ningún parentesco con Whitey VanArsdale, el mecánico tramposo—, atribuyó el desfondamiento del Administrador a la extrema fatiga provocada por sus incansables esfuerzos tendentes a esclarecer la misteriosa desaparición de la rubia Reina de las Azucenas.