11.
En cierto momento me hice a la idea de que pasaría el resto de mi vida en este valle, pero no en la trena. Tenía previsto que la edad del retiro obligatorio, en 2010, me llegase trabajando en el Colegio Tarkington. No habría salido del todo mal, entre la Seguridad Social y la pensión del propio Colegio. Contaba con que para aquel entonces ya se hubiera muerto mi suegra, de modo que solamente quedaría Margaret a mi cargo. Alquilaría una casita ahí abajo, en el pueblo. Había una buena cantidad de casas vacías.
Pero este sueño se habría derrumbado aunque no se hubiera producido la fuga carcelaria, ni el colapso del sistema de la Seguridad Social, y aun en el supuesto de que el Tesorero del Colegio no se hubiera escapado con los fondos de pensiones y con todo lo que pescó. Porque, como ya he dicho antes, el Colegio Tarkington me despidió en 1991.
Ahí estaba yo, entrando en la cincuentena, sin apoyos de ninguna clase, en un país en bancarrota total, en un país desvalijado, con todo vendido a los extranjeros, asolado por plagas incontrolables y por la superstición y por el analfabetismo y por la TV hipnótica, prácticamente sin asistencia sanitaria para los pobres. ¿A dónde dirigirse? ¿Qué hacer?
El hombre que me hizo despedir fue Jason Wilder, célebre articulista, conferenciante y presentador de TV de tendencia Conservadora. Me salvó la vida al hacerlo. Si no hubiera sido por él, me habría encontrado al otro lado del lago, en Scipio, y no en Athena, cuando la fuga carcelaria.
Me habría encontrado frente a todos aquellos presidiarios según iban cruzando el hielo, a la luz de la luna, en lugar de contemplarlos con mudo asombro desde la retaguardia, como Robert E. Lee durante la Carga de Pickett en la Batalla de Gettysburg. Ellos no me habrían conocido y yo, a esas alturas, seguiría sin haber visto más que 3 reclusos en toda mi vida.
Habría intentado defenderme de algún modo, aunque, a diferencia del Presidente del Colegio, careciera de armas. Me habrían matado y enterrado junto con el Presidente del Colegio y su esposa Zuzu, y Alton Darwin y todos los restantes. Me habrían enterrado cerca de la cuadra, a la sombra del Monte del Mosquete, según se va poniendo el sol.
La primera vez que vi a Jason Wilder en persona fue en la misma reunión del Consejo en que me despidieron. En aquel momento no era más que un padre ofendido. Más tarde pasaría a formar parte del Consejo y sería, con mucho, el más importante de los rehenes capturados por los presos durante la fuga tumultuaria. Bastó con que amenazaran con matarlo para que se inmovilizase la 82 División Aerotransportada, traída en autobuses escolares desde el Bronx Sur. Los paracaidistas clausuraron el valle por la cabecera del lago, ocupando la orilla de enfrente y del sur de Scipio, y parapetándose en la falda occidental del Monte del Mosquete. Pero no osaron acercarse más, por miedo a causar la muerte de Jason Wilder.
Ni que decir tiene que también había otros rehenes, incluyendo los demás Consejeros, pero él era el único famoso. A mí, en términos estrictos, no podía considerárseme rehén, aunque seguramente me habrían matado si hubiese hecho intento de marcharme. Yo era una especie de observador no beligerante, con autorización para moverme libremente por el Scipio sitiado. Lo mismo que en la Cárcel de Athena, siempre intenté contestar del modo más honrado posible a todo el que se molestaba en plantearme una pregunta. Por lo demás, permanecía en silencio. Nunca ofrecí consejo en Athena, y tampoco en el Scipio sitiado. Me limité a explicar, del mejor modo posible, cuál era la verdadera situación del inquiridor en el contexto del mundo exterior. Lo que luego hiciese era cosa suya.
Eso lo llamo yo enseñar, no ser instigador de un acto de rebeldía. Mi única rebelión fue contra la ignorancia y contra las fantasías autocompensatorias.
Me despidieron sin previo aviso, un Día de Fin de Curso. Estaba yo tocando el carillón, a las doce de la mañana, cuando una chica que acababa de terminar primero vino a poner en mi conocimiento que el Consejo de Administración, reunido en el Edificio Somoza, quería comunicarme algo. Era Kimberley Wilder, una hija de Jason Wilder con dificultades de aprendizaje. Era estúpida. Me pareció extraño, aunque no inquietante, que los Consejeros hubieran acudido a ella para mandarme recado. Ni podía pasárseme por la cabeza que hubiera algún motivo para que aquella chica se encontrase no ya en la Junta, sino siquiera en sus proximidades. Y lo cierto era que acababa de declarar ante los reunidos, atestiguando mi falta de patriotismo, y que luego había recabado el honor de ser ella quien me convocara a la liquidación.
Era uno de los pocos alumnos de cursos inferiores que aún seguían en el campus. Los demás se habían marchado a casa, y sus suites estaban ocupadas por familiares de los que iban a recibir la Diplomatura Asimilada en Arte y Ciencia. No había ningún familiar de Kimberley que fuera a graduarse. Se había quedado para la junta del Consejo de Administración. Y su célebre padre había acudido en helicóptero para respaldarla. El campo de fútbol hacía las veces de helipuerto. Parecía un criadero de pterodáctilos.
Otros se habían desplazado hasta Rochester en vuelos normales, y allí los habían recogido las limosinas que el colegio alquilaba para ponerlas a su disposición. La madrastra de un alumno de último curso dijo, lo recuerdo bien, que tenía la impresión de haber aterrizado en Yokohama, y no en Rochester, por la cantidad de japoneses con que tropezó. La cosa era que el reemplazo de la guardia de Athena coincidía aquel año con el Día de Fin de Curso. Los guardias de relevo, que llegaban cada seis meses y que en su mayoría eran campesinos de Hokkaido y que no hablaban una palabra de inglés y que era la primera vez en su vida que veían los Estados Unidos, venían directamente de Tokio a Rochester, y a continuación los traían a Athena en autobús. Luego, los que ya habían cumplido sus 6 meses de servicio, en los muros y pasadizos, y en las torres de vigía, etcétera etcétera, volvían derechos a sus casas, también por vía aérea.
—¿Cómo es que no has vuelto a casa todavía, Kimberley? —le pregunté.
Me dijo que su padre y ella querían escuchar la conferencia de fin de curso, que correría a cargo de un compañero del Colegio Rhodes y amigo íntimo de su padre, el Dr. Martin Peale Blankenship, economista de la Universidad de Chicago que luego se quedaría tetrapléjico a resultas de un accidente de esquí en Suiza.
El Dr. Blankenship tenía una sobrina en la clase que terminaba sus estudios aquel año. De ahí que se encontrara en Scipio. Su sobrina era Hortense Mellon. No tengo ni idea de qué habrá sido de Hortense. Tocaba el arpa. De eso sí me acuerdo, y también de que llevaba dientes postizos en la parte de arriba. Los auténticos se los echó abajo un atracador cuando salía del Waldorf-Astoria, de la fiesta de presentación en sociedad de una amiga suya. Más adelante, el Waldorf-Astoria fue destruido por un incendio. Lo único que queda ahora es un solar vacío, comprado por los japoneses.
He oído decir que su padre, como tantos otros padres de Tarkington, ha perdido un espantoso montón de dinero en el mayor fraude de la historia de Wall Street, a saber: las acciones de una compañía llamada Microsecond Arbitrage.
Yo tenía catalogada a Kimberley de cotilla, desde luego, pero no había creído que fuera un estudio de grabación con patas. A todo lo largo del año académico que ahora concluía nuestros caminos se habían cruzado con desconcertante frecuencia. Hablase con quien hablase, en cualquier lugar del campus, por allí andaba Kimberley al acecho. Supuse que estaba un poco majareta y que fisgoneaba lo mismo a todo el mundo, ávida de chismorreos. Ni siquiera la tenía como alumna oficial en ninguna de mis clases, aunque sí como oyente, en Física Para No Científicos y en Apreciación Musical para No Músicos. De modo que ¿qué podía interesarle de mí, o a mí de ella? Nunca habíamos charlado de ningún tema.
En una ocasión, lo recuerdo bien, estaba yo jugando al billar en el nuevo centro recreativo, el Pabellón Pahlavi, y la tenía tan cerca que me impedía manejar cómodamente el taco. Entonces le dije:
—¿Te gusta mi perfume?
—¿Cómo? —dijo ella.
—Como siempre te tengo tan cerquita —dije—, se me ha ocurrido que a lo mejor es porque te gusta mi perfume. Sería muy halagüeño, si tal fuera el caso, porque no uso perfume.
Me puedo citar con tanta exactitud porque estas palabras estaban en las cintas que los Consejeros me hicieron escuchar más tarde.
La chica se encogió de hombros, como si no supiera de qué le estaba hablando. No salió del Pabellón seriamente conturbada. ¡Al contrario! Me dejó un poco más de sitio para desplazar el taco, pero siguió prácticamente encima de mí.
Estaba jugando un mano a mano a 8 bolas con el novelista Paul Slazinger, que era nuestro Escritor Residente de aquel curso. El hombre andaba sin un centavo y sin ningún libro en las librerías, que eran las únicas razones por las que alguien, alguna vez, llegaba a venirse de Escritor Residente a Tarkington. Tenía tantos años, que había estado en la Segunda Guerra Mundial. ¡Le concedieron una Estrella de Plata, igual que la mía, cuando yo tenía 3 años de edad!
Slazinger me preguntó que quién era Kimberley, y yo se lo dije, y ella también lo grabó:
—Ni te fijes en ella. Otro espécimen de la clase dirigente.
De modo que el Consejo de Administración quería saber, exactamente, qué era lo que yo tenía contra la Clase Dirigente.
No lo dije entonces, pero me encanta afirmar ahora que lo que yo tenía y tengo contra la Clase Dirigente es que entre sus miembros hay demasiados memos como Kimberley.
Mi teoría para explicar su cotilleo era que la chica se había dejado fascinar por mi fama de ser el John F. Kennedy del campus, en lo tocante al sexo extraconyugal.
Si el Presidente Kennedy, allá en el Cielo, ha hecho alguna vez una lista de todas las mujeres con que se acostó en su vida, seguro que será 2 ó 3 veces más larga que la que yo estoy haciendo aquí en la cárcel. Claro que él tenía a su favor el encanto del cargo, y la plena cooperación del Servicio Secreto y del Personal de la Casa Blanca. Ninguno de los nombres de mi lista significaría nada para el público en general, y muchos de la suya, en cambio, pertenecen a estrellas de cine. Hizo el amor con Marilyn Monroe. Yo no, desde luego. La actriz, evidentemente, tenía la esperanza de casarse con él y convertirse en Primera Dama del país, lo cual a todo el mundo le parecía de chiste, menos a ella.
Al final se suicidó. La vida acabó conturbándola seriamente.
Pero seguía sin conocer apenas a Kimberley cuando se me presentó en la torre del reloj aquel Día de Fin de Curso. No obstante, estuvo muy charlatana, como si hubiéramos sido amigos de toda la vida. Seguía grabándome, a pesar de que ya tenía más que suficiente material para acabar conmigo.
Me preguntó si me había parecido bueno el discurso pronunciado en la Capilla por Paul Slazinger, Escritor Residente. Era, seguramente, el discurso más antinorteamericano que yo había escuchado nunca. Lo dio justo antes de las vacaciones de Navidad, y nunca lo volvimos a ver por Scipio. Acababa de ganar una de las llamadas Ayudas al Genio de la Fundación MacArthur: 50.000 dólares anuales durante cinco años. La noche misma del discurso salió disparado camino de Cayo Hueso de Florida.
Profetizó, lo recuerdo bien, que había de volver la esclavitud humana, que de hecho nunca se había marchado. Dijo que si había tanta gente deseando venirse a los Estados Unidos, era porque aquí resultaba facilísimo robar a los pobres, absolutamente carentes de toda protección gubernamental. Habló de puentes que se caían y de depósitos de agua que se derrumbaban por falta de mantenimiento. Habló de mareas negras y de vertidos radiactivos y de acuíferos envenenados y de bancos en la ruina y de corporaciones liquidadas.
—Y nadie, nunca, recibe castigo por nada —dijo—. Ser norteamericano significa no tener nunca que decir lo siento.
Con las mismas siguió un buen rato. Dijera lo que dijera, nadie le iba a quitar los 50.000 dólares anuales durante 5 años.
Le dije a Kimberley que, a mi parecer, Slazenger había dicho cosas dignas de consideración, pero que, en conjunto, había pintado las cosas mucho peores de lo que eran en realidad, y que seguíamos viviendo, con diferencia, en el mejor país del planeta.
No creo que esa contestación la dejara muy satisfecha.
¿Qué pienso yo de aquella contestación, hoy en día? Que era una mentecatez.
Me preguntó sobre la conferencia que yo había dado en la Capilla no hacía más de un mes. No pudo asistir y, por consiguiente, no la tenía grabada. Quería confirmar lo que otras personas le habían dicho que yo había dicho. Mi conferencia había consistido en una serie de retazos humorísticos de mi abuelo materno, Benjamin Wills, el Socialista de toda la vida.
Me acusó de haber dicho que todos los ricos eran unos borrachos y unos lunáticos. Aquello procedía, por corrupción, de una frase del Abuelo en el sentido que el Capitalismo era lo que cada día decidiesen —sobrios o borrachos, cuerdos o locos— los individuos en cuyas manos está todo nuestro dinero. De modo que aclaré el punto de inmediato, explicándole que se trataba de una opinión de mi abuelo, y no mía.
—Me han dicho que su conferencia fue peor que la del señor Slazinger —dijo ella.
—No lo creo en absoluto —le contesté—. Lo que pretendía era que se viese lo anticuadas que eran las opiniones de mi abuelo. Quería hacer reír a la gente. Y lo conseguí.
—Me han dicho que usted dijo que Jesucristo era antinorteamericano —dijo, con la cinta corriendo sin parar.
De modo que también se lo desentrañé. El original había sido otra de las frases de mi Abuelo, cuando me citó la famosa receta de sociedad ideal propugnada por Karl Marx: «Que cada cual dé según su capacidad, que cada cual reciba según sus necesidades». Y luego me preguntó, tratando con ello de hacer un chiste retorcido:
—¿Habrá algo más antinorteamericano, querido Eugene, que expresarse en ese tono de Sermón de la Montaña?
—Y ¿qué pasa con lo de llevar a todos los judíos a Idaho, para meterlos en un campo de concentración? —preguntó Kimberley.
—¿Cómo? ¿Qué? ¿Qué dices? Pero ¿qué estás diciendo? —respondí, desconcertado. Por fin —por fin—, y demasiado tarde —demasiado tarde—, me daba cuenta de que aquella estúpida era más peligrosa que una cobra. Sería una catástrofe si llegaba a correrse la voz de mi antisemitismo, con la cantidad de judíos, ahora mezclados con los gentiles, que enviaban sus hijos a Tarkington.
—Jamás en mi vida he dicho nada semejante —prometí.
—Puede que no fuera Idaho —dijo ella.
—¿Wyoming? —dije yo.
—Vale, sí, Wyoming —dijo ella—. Y encerrarlos a todos, ¿no?
—Si he dicho «Wyoming» ha sido única y exclusivamente porque allí me casé —dije—. Nunca he estado en Idaho, nunca le he dedicado un solo pensamiento. Estaba tratando de adivinar qué puede ser lo que has tergiversado por completo, de arriba a abajo y de izquierda a derecha. No suena a nada que yo haya podido decir, desde ningún punto de vista.
—Sobre los judíos —dijo ella.
—Cosa de mi abuelo, también —dije.
—O sea que su abuelo odiaba a los judíos.
—No, no, no —dije—. Muchos de ellos le parecían admirables.
—Pero, así y todo, quería meterlos en campos de concentración —dijo ella—. ¿Es eso?
El origen de tan ponzoñoso malentendido estaba en otra cosa que había contado en la capilla, sobre un paseo en coche de caballos que dimos mi abuelo y yo un domingo por la mañana, en Midland City de Ohio, cuando yo era pequeño. Mi abuelo —yo no— se mofaba de las religiones organizadas.
Pasábamos junto a una iglesia católica, relaté en la capilla, cuando él me dijo:
—¿Te parece a ti que tu padre es un buen químico? Pues ahí transforman en carne las galletitas sin sal. A ver cuándo hace lo mismo tu padre.
Al pasar por una iglesia Pentecostaliana, me dijo:
—Los gigantes mentales que viven en ese edificio creen a pies juntillas que son verdaderas todas y cada una de las palabras contenidas en un libro escrito por una bandada de predicadores 300 años después del nacimiento de Cristo. Espero que cuando seas mayor no mantengas unas relaciones tan estúpidas con la palabra impresa.
Digamos, de pasada, que más tarde me enteré de que la mujer con quien se lio mi padre cuando yo estaba en el instituto, y por cuya causa tuvo que saltar por la ventana con los calzones caídos, con los perros mordiéndole los talones y enredándose en las cuerdas de tender la ropa, era miembro de la Iglesia Pentecostaliana.
Lo que aquella mañana dijo sobre los judíos era en realidad otra burla del Cristianismo. Me tuvo que explicar, como yo le expliqué a Kimberley, que la Biblia consiste en 2 libros distintos, el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento. Los judíos practicantes sólo dan crédito a lo que ellos consideran su propia historia, a saber, el Viejo Testamento, mientras que los cristianos aceptan ambos libros.
—Me dan mucha lástima los judíos —dijo mi abuelo—, porque se las tienen que apañar en la vida con sólo media Biblia.
Y luego añadió:
—Es como viajar de aquí a San Francisco con un mapa de carreteras que sólo llega hasta Dubuque de Iowa.
Había acabado por enfadarme.
—Kimberley —pregunté—, ¿por casualidad le has dicho algo de todo esto al Consejo de Administración? ¿Es ése el motivo de que quieran verme?
—Puede ser —dijo ella, haciéndose la lista. La respuesta se me antojó completamente idiota. De hecho, era correcta. El Consejo tenía otras muchísimas cosas que tratar conmigo, aparte de las malas interpretaciones de mi conferencia de la Capilla.
La muchacha me daba asco y pena, al mismo tiempo. ¡Se creía una auténtica heroína, y me tomaba a mí por una víbora! Ahora que yo ya había comprendido a qué se debían sus tejemanejes de los últimos tiempos, le encantaba darme a entender que se sentía orgullosa de lo que había hecho y que no me tenía miedo ninguno. Poco sabía la chica que en cierta ocasión arrojé de un helicóptero a un hombre casi tan grande como ella. ¿Qué me impediría arrojarla por una ventana de la torre? La idea me pasó por la cabeza. ¡Así aprendería a no insultarme!
El hombre a quien arrojé del helicóptero me había escupido en la cara y me había mordido una mano. Así aprendió a no insultarme.
La chica daba pena porque era la tonta de una familia brillante, y ahora pensaba que por fin había hecho algo brillante, ella también, lanzando a los buenos contra un individuo de ideas delictivas. Por aquel entonces yo aún no sabía que todo era instigación de su padre —antiguo colegial de Rhodes y Phi Beta Kappa, a saber: uno de los alumnos más inteligentes de su promoción, en Princeton—. Yo pensaba que la chica había tomado buena nota del convencimiento paterno —expresado frecuentemente en artículos de prensa y, cabía suponer, también en familia— de que ciertos profesores odiaban secretamente a su país, dando lugar a que los jóvenes perdieran la fe en el futuro de la patria y en sus dirigentes.
Creía yo que la chica, por propia iniciativa, se había propuesto localizar a uno de tales villanos y hacer que lo expulsaran, demostrando así que no era tan boba, después de todo, y que era digna hija de su Papá.
Error.
—Kimberley —dije, en vez de arrojarla por la ventana—, todo esto es ridículo.
Error.
—Muy bien —dije—, vamos a aclarar esto inmediatamente.
Error.
Me imaginé entrando en el Consejo con los hombros echados hacia atrás y con una aureola de justa indignación en torno, yo, el profesor más querido de todo el campus, único miembro del claustro de profesores condecorado en la Guerra de Vietnam. Cuando, para ser exactos, fue precisamente por eso por lo que me echaron, aunque supongo que ni ellos mismos se dieron cuenta de que tal fuese la razón: yo sabía, por propia y desagradable experiencia, lo bochornosa que fue la Guerra de Vietnam.
Ninguno de los Consejeros había estado en dicha guerra, y tampoco el padre de Kimberley, y ninguno de ellos había permitido que le mandaran a Vietnam un hijo o una hija. En la orilla opuesta del lago, en la cárcel —por supuesto—, pero también en el pueblo, había un montón de hijos de otras personas que sí que fueron enviados a Vietnam.