Capítulo 62

Joss yacía de espaldas sobre el colchón relleno de paja, que era todo lo que separaba su cuerpo del suelo de tierra. Alrededor hombres de todos los matices y colores entre el blanco y el negro roncaban y se agitaban, aunque los ruidos que ellos producían no era lo que impedía que Joss también se durmiese. Su mente estaba atareada buscando el modo de fugarse. Sabía que eran planes imposibles. Estaba en un calabozo de una fortaleza cuyas paredes tenían un espesor mayor de seis metros. Las muñecas y los tobillos estaban asegurados con cadenas. Carecía de armas. Los guardias jugaban a las barajas frente a la puerta cerrada del calabozo. Más lejos, por el corredor, había otros dos guardias. Carecía de dinero para pagar un soborno, y Lilah era su única amiga en esa maldita isla. Joss sintió deseos de burlarse de sí mismo: bien, San Pietro, encuentra el modo de salir de este agujero.

Todos los prisioneros de sexo masculino, al margen de la raza o el delito, estaban encerrados en ese único y amplio calabozo. La razón de este hecho era sencilla. El resto de la cárcel, que al parecer se había visto dañado durante un severo huracán, unos años antes, aún no había sido reparado. Uno tenía la impresión de que la mayoría de los delitos en Barbados estaban relacionados con el consumo de alcohol; de un total de diecisiete detenidos Joss era el único que, si el asunto llegaba ajuicio, podía terminar ahorcado. El resto, excepto un par de torpes ladrones que habían intentado despojar de su bolso a una dama y habían sido golpeados con el mismo objeto que habían pretendido robar, formaba un grupo heterogéneo y siempre cambiante.

Debía escapar, porque de lo contrario lo colgarían. Vivía amenazado diariamente por la perspectiva de comparecer ante lo que se denominaba justicia en este rincón del infierno; si llegaba ese momento, debería enfrentar a Leonard Remy. Joss no dudaba de que el padre de Lilah bebería hasta la última gota de la copa de la venganza, en perjuicio del hombre que había deshonrado a su hija. Sólo le sorprendía que el hombre necesitara tanto tiempo para decidirse a actuar.

Siempre que pensaba en Leonard Remy, se inquietaba. El hombre había abofeteado a su hija, y Joss transpiraba un sudor frío cuando pensaba en lo que podía estar haciéndole en el mismo momento en que él, Joss, esperaba a que lo obligasen a comparecer ante el tribunal. ¿Era capaz de herirla? ¿A su propia hija? Nada más que pensarlo, inspiraba sentimientos asesinos en Joss. Pero nada podía hacer para ayudarla. A menos que hallase el modo de huir.

El ruido de pasos que se aproximaban por el corredor con su suelo de tierra apisonada arrancó a Joss de su furiosa ensoñación. Acababan de cambiar la guardia, y todavía faltaban algunas horas antes de que le trajeran el repulsivo plato de pescado crudo que generalmente servían como desayuno. ¿Quizá traían detenido a otro borracho?

Los guardias apartaron los ojos de los naipes y trataron de ver a los que llegaban. La pared de piedra a cada lado de la puerta de rejas impedía que Joss viese a los recién llegados.

—Oh, Hindlay, eres tú — rezongó uno de ellos, y se tranquilizó—. ¿Qué demonios buscas ahora?

—Deseo que abras esa condenada celda, y de prisa — fue la respuesta dicha en un rezongo, y cuatro miembros uniformados de la milicia aparecieron repentinamente, llevados a punta de pistola por media docena de marineros.

Joss parpadeó, de pronto sonrió y se puso de pie. Otro preso despertó, vio lo que estaba sucediendo y lanzó un grito.

—¡Es una fuga! — exclamó y corrió hacia la puerta que el irritado guardia acababa de abrir.

Despertados por el grito, los que no estaban borrachos lo siguieron. Joss, el único cargado de hierros a causa de la gravedad de su delito, avanzó hacia la puerta un poco más trabajosamente. Se detuvo frente al guardia encolerizado y sin decir palabra adelantó los brazos. El guardia, rechinando los dientes, abrió las esposas que sujetaban las muñecas y los anillos.

—Gracias, señor — dijo Joss, y sonrió mientras los marineros, sin muchas ceremonias, amordazaban, maniataban y empujaban hacia el interior de la celda a los guardias. El salvador de Joss, un hombre de cabellos muy rubios, giró la llave en la cerradura y después la guardó indiferente en el bolsillo. — Buenas noches, Jocelyn.

David Scanlon inclinó la cabeza con exquisita cortesía. Los marineros que lo acompañaban saludaron a Joss con diferentes grados de afecto.

—Qué alegría verlo, capitán.

—Hola, capitán.

—También yo me alegro de verlos, Stoddard, Hayes, Greeley, Watson, Teaff. ¿Como de costumbre, Davey está metiéndolos en problemas?

Los hombres sonrieron.

—Hablando de problemas, amigo mío... — Mientras hablaba, Davey encabezaba con movimientos rápidos y eficientes la retirada general de la cárcel que ahora carecía de guardias. — Parece que eso es exactamente lo que estuviste haciendo desde la última vez que nos vimos.

—¿Te refieres a mi lamentable carrera de ladrón de caballos? Créeme, no es lo que dicen. — Joss palmeó en el hombro a su amigo—. Davey, gracias por venir tan rápido.

—Por supuesto, yo también me alegro de verte. — Davey miró alrededor con su acostumbrada cautela antes de dirigir un gesto a los demás. Después, acompañado con Joss y con el resto detrás, caminó tranquilamente hacia las puertas abiertas del fuerte—. En realidad, no me refería a eso. Aludía a tu inusitada actitud al deshonrar a una persona que sin duda, antes de conocerte, era una dama joven e inocente.

Joss se detuvo bruscamente, miró a su amigo y su rostro cobró una expresión dura.

—Lilah... ¿la viste?

Davey hizo un gesto de asentimiento.

—No sólo la vi, amigo. Apareció en el Lady Jazmine, hace unas dos horas, y era evidente que estaba en problemas. Me dijo dónde podía hallarte.

Joss atendió sólo a lo que era importante en las palabras de su amigo.

—¿Por qué dices que evidentemente estaba en problemas? ¿Qué le sucedió? ¿Dónde está ahora?

—Todavía en el Lady Jazmine. Para ser exactos en la cabina del capitán. Lamento decirte que parece estar a un paso de perder a tu hijo.