Capítulo 46

Al día siguiente, Lilah se enteró por los comentarios de los criados de que Joss había llegado sano y salvo. Aunque la devoraba el deseo impaciente de verlo, pasaron tres días antes de que ella creyese que podía salir subrepticiamente de la casa, después de la cena, para hacerle una visita clandestina.

Las largas y tranquillas horas del día, cuando su padre y Kevin estaban en los campos y Jane se consagraba a las tareas propias de la administración de la casa, habrían sido el momento más oportuno para ver a Joss sin que nadie lo advirtiese.

Por desgracia, un día después de su llegada lo habían puesto a trabajar cavando orificios para las cañas con un grupo de peones. Su jornada comenzaba a las cinco y media, cuando la campana de la plantación convocaba a los peones que se reunían en el patio principal para recibir instrucciones. Se le suministraba una taza de té de jengibre caliente y después lo llevaban al sector donde debía trabajar. Su jornada duraba catorce horas.

El recinto de los esclavos incluía un lugar separado del resto; allí se desarrollaba una intensa actividad porque las familias preparaban su cena o trabajaban los pequeños huertos que estaban detrás de las chozas. La visita de Lilah a la choza de Joss seguramente sería observada y comentada, a menos que la hiciera muy tarde, cuando los esclavos se hubieran acostado.

Finalmente, tres días después, Lilah llegó a la conclusión de que nunca se le ofrecería la oportunidad perfecta, de modo que esperó que Betsy la preparase para acostarse; entonces la despidió y volvió a ponerse las prendas que eran necesarias para resguardar un mínimo de decencia. Finalmente salió de la casa.

Eran poco más de las diez. Su padre y Kevin jugaban al ajedrez en la biblioteca y creían que ella ya se había acostado. Jane se había retirado a su habitación. Cuando Lilah, con los zapatos en la mano, atravesó subrepticiamente la galería, oyó una voz que llamaba a Maisie y se sintió como paralizada, con el corazón en la boca. Pero la voz provenía de la cocina que estaba al fondo de la casa, y la respuesta de Maisie llegó también de allí. Después de un momento de angustia, Lilah consideró que podía seguir su camino.

Mientras atravesaba el terreno en dirección a las chozas de los esclavos, con sus techos de paja, Lilah prestaba atención a todos los sonidos: el murmullo de las voces y las risas que venían de la cocina, donde los esclavos continuaban lavando la vajilla después de la cena, y Maisie preparaba el pan de la mañana siguiente; el suave mugido de las vacas lecheras alojadas en el establo, al fondo del campo; el relincho ocasional de un caballo en el establo. La noche era cálida, pero una suave brisa impedía que fuese desagradable. El aire estaba cargado con una mezcla familiar de olores: caña de azúcar y melaza, estiércol, la vegetación descompuesta a causa del calor, el de las flores tropicales. La brisa murmuraba a través de las ramas de palmera e impulsaba las hojas chatas del molino donde se procesaba la caña. El sonido crujiente de las paletas movidas por el viento era tan conocido que generalmente Lilah ni siquiera lo oía. Pero esa noche, como el temor de ser descubierta aguzaba sus sentidos, le prestó atención. Incluso el canto de los grillos parecía demasiado estridente, y Lilah llegó a sobresaltarse cuando uno chirrió a poca distancia.

Las minúsculas chozas estaban distribuidas en pulcras filas, semejantes a calles. Lilah sabía por Betsy que habían dado a Joss la choza de un esclavo llamado Nemiah, que había muerto trágicamente poco antes, aplastado por la enorme piedra que molía la caña de la plantación. Lilah se había criado en la isla, y era natural que la choza la inquietase — las religiones locales insistían firmemente en que las almas de los que habían muerto en circunstancias violentas merodeaban cerca de sus residencias terrenales pero sabía que Joss debía ridiculizar ese género de ideas.

La choza estaba al final de la última fila. No había empalizadas alrededor del sector de los esclavos, y no se apostaban guardias. Para él habría sido muy fácil huir — si hubiese existido un lugar adonde ir. Barbados era una isla pequeña, de poco más de veintidós kilómetros de ancho y unos treinta y cuatro kilómetros de longitud. No había modo de salir de allí como no fuese en barco, y se perseguía implacablemente a los esclavos que se fugaban. Si huía, Joss jamás podría salir de la isla. Los jefes de los puertos serían alertados y se mantendría una vigilancia constante. Huir de Barbados era casi imposible. Lilah estaba segura de que uno de los capataces que vigilaban a los esclavos había convencido a Joss de la imposibilidad de intentar nada semejante. De lo contrario, ya habría tratado de huir. Por supuesto, a menos que estuviese esperando hablar primero con ella.

Las persianas estaban cerradas sobre las ventanas, pero se filtraba un poco de luz por las grietas de la pared de lodo y paja. Joss no dormía.

Lilah empujó la puerta. Estaba cerrada pero sin traba y se abrió fácilmente. Moviéndose con rapidez para disminuir la posibilidad de que la viesen y reconocieran su silueta recortada contra la luz que venía del interior de la choza, la joven entró, y cerró la puerta, esta vez con la traba. Después, sintiendo en los dedos de los pies la frescura del suelo de tierra, Lilah se volvió buscando a Joss.

Yacía de espaldas sobre un catre toscamente fabricado, vestido únicamente con los pantalones blancos y anchos que suministraba la plantación, una mano bajo la cabeza. Una lámpara de aceite humeaba sobre un barril, detrás de Joss, e iluminaba la única habitación de la choza. Los restos de una comida que parecía chamuscada estaban sobre la ruinosa mesa puesta contra la pared, detrás de la puerta. El catre, el barril y una sola silla de madera dura eran los únicos muebles. Joss había estado leyendo un libro bastante deteriorado, obtenido quién sabe dónde. Se prohibía a los esclavos que aprendiesen a leer, pero Lilah supuso que, como Joss ya sabía leer cuando se enteró de su condición de esclavo, estaba en una situación distinta. Cuando ella entró y cerró la puerta, Joss apartó los ojos del libro. Lilah se volvió para mirarlo, y él se limitó a contemplarla, los ojos verdes brillando en la semipenumbra.

Durante un momento prolongado se miraron sin hablar. Se había afeitado el bigote y tenía los cabellos cortos. Estaba limpio, un hecho sorprendente si se tenía en cuenta que había pasado el día trabajando duro.

—Hola, Joss.

Lilah se recostó sobre la puerta, las manos presionando la madera áspera, y sonrió a Joss un tanto insegura. No podía saber cuál sería la reacción de Joss ante la visita.

Como respuesta, Joss entrecerró los ojos y apretó los labios. Con un movimiento desenvuelto movió las piernas, y sus movimientos eran cuidadosos y exactos; señaló la página del libro con una pluma y depositó el ejemplar sobre el baúl, al lado de la linterna. Sólo entonces miró a Lilah. Y esa mirada dura dijo a la joven todo lo que necesitaba saber: Joss ardía de furia.

—Caramba, es nada menos que la pequeña señorita Lilah, la bella de Barbados — dijo al fin, sonriendo con aire felino—. ¿Tan pronto cansada de su pulcro prometido? ¿Viene a satisfacer su deseo de carne negra?

Tenía un tono brutal, y mientras decía las dos últimas palabras se puso de pie. Lilah lo miró con los ojos muy grandes mientras avanzaba hacia ella. Adelantó una mano, la palma hacia afuera, para rechazarlo. Los zapatos se desprendieron de sus dedos inertes, y cayeron casi sin ruido sobre el suelo de tierra, al lado de los pies desnudos.

—¡Joss, espera! Puedo explicarte...

—¿Puedes explicarme? — La voz era apenas un sordo rumor, grave y amenazador, mientras él se sentaba—. Dices que me amas, te acuestas conmigo, y a la primera oportunidad me traicionas, ¡y PUEDES EXPLICARLO!

Estas últimas palabras fueron como un rugido, y, mientras explotaban en la cara de Lilah, Joss extendió la mano, la atrajo bruscamente y sus dedos la lastimaron al hundírsele en el brazo.

—Joss, calla... ¡No grites!... ¡Basta! ¿Qué estás haciendo?

—¡Te devuelvo un poco de lo que me diste, señorita Lilah!

La obligó a atravesar la minúscula habitación, se sentó sobre el camastro y la puso boca abajo sobre su regazo, con una rapidez y ferocidad que le impidió hacer nada para salvarse.

—¡No! ¡Joss, suéltame! ¡Suéltame ahora mismo!

Ella se retorció para escapar, pero él la afirmó sobre sus rodillas con un brazo musculoso y con la otra mano le levantó la falda.

—¡Basta! ¡Basta ahora mismo, o yo...! ¡Oh! ¡Ay! ¡Basta!

La mano de Joss cayó sobre las nalgas de Lilah en una palmada ruidosa. Lilah gritó. Trató de apagar el sonido apretando su propia mano contra la boca, porque comprendió que un grito podía atraer a alguien, que vendría a investigar. Era imperativo que no la descubriesen en la choza de Joss, ¡y mucho menos en una posición tan comprometida! Descargó puntapiés y se retorció y luchó, pero en silencio y sin resultado. Lilah hizo todo lo posible para liberarse, moviendo las piernas, golpeando los muslos de Joss con los puños y mordiéndose la lengua porque no quería expresar a gritos su propia cólera. El trasero le dolía con cada golpe, pero él la sostenía con una mano de hierro, y Lilah no conseguía desprenderse. Finalmente, como él no mostraba signos de que estuviese dispuesto a suspender los golpes o a escuchar el jadeo y los ruegos de Lilah, esta perdió los estribos. Cuando la mano se descargó en lo que seguramente era la duodécima palmada, Lilah mordió con la mayor fuerza posible, a través del pantalón de algodón barato, el duro músculo de la pierna de Joss.

—¡Perra del infierno!

Con este juramento, él la arrojó fuera de su regazo. Lilah aterrizó en el suelo, sobre las manos y las rodillas.

—¡Hijo de perra, mezquino, sucio, inmundo y maloliente! — gimió Lilah, al mismo tiempo que se incorporaba.

Estaba tan furiosa que de buena gana le habría abierto la cabeza con un hacha. Lilah echó hacia atrás el brazo y abofeteó a Joss con tanta fuerza que le dolió la palma.

Joss se llevó una mano a la mejilla agredida y se incorporó de un salto. Lilah tuvo que retroceder de prisa para evitar que la derribase de un puñetazo. Cuando se inclinó sobre ella, desprendiendo cólera como una cocina desprende calor, los ojos de Lilah se clavaron en los de Joss, y la joven no cedió ni un centímetro. El la miraba con tanta furia como la que ella sentía y sus labios se curvaban enfurecidos. Durante un momento se miraron hostiles, ambos con expresiones asesinas. Y entonces, cuando él extendió la mano hacia Lilah, sin duda para sacudirla o cometer otra agresión contra su persona, de pronto Lilah recordó que ese era el hombre al que amaba, el hombre que creía que ella lo había traicionado. Con un sonido de fastidio avanzó hacia él y se echó en los brazos que intentaban lastimarla. Alzó sus propias manos para aferrarle las dos orejas.

—¡Estúpido! — dijo, y su voz se suavizó un instante. Después, sin soltarle las orejas, alzándose sobre puntas de pie, unió su boca a la de Joss.