Capítulo 41

Sobre la cubierta del Bettina los piratas fueron agrupados bajo el mástil principal, y con guardia a la vista. Lilah vio con indignación que también a ella se la obligaba a permanecer allí. Joss, todavía inconsciente, fue llevado del bote a cubierta mediante una cuerda atada bajo los brazos. Lo subieron y arrojaron sobre la cubierta con tanto cuidado como si hubiese sido un saco de harina. Lilah, que esperó hasta que el guardia mirase en otra dirección, se acercó furtivamente al costado de Joss. Se quitó el jubón empapado y lo apretó sobre la nuca de Joss, tratando de contener la hemorragia. La herida no era grande pero sí profunda y todavía sangraba profusamente. El golpe que la había provocado seguramente había sido muy fuerte. Era un milagro que Joss no se hubiese ahogado.

La de Joss no era, ni mucho menos, la peor de las heridas. Lo mismo que Silas, la mayoría de los supervivientes estaban terriblemente quemados. Yates había perdido un pie. Lilah y otro pirata eran los únicos que no estaban lesionados.

En total, nueve piratas, incluidos ella misma y Joss, habían sido llevados a bordo del Bettina. El resto fue dejado por muerto, y sus cadáveres se hundieron con el barco o fueron dejados para comida de los tiburones. No se creía que un funeral decente fuera necesario en el caso de los piratas, la chusma del mar.

Excepto Lilah, ninguna de las mujeres había sobrevivido. Atrapadas bajo cubierta cuando explotó el barco, probablemente habían estado entre las primeras víctimas. Lilah abrigaba la esperanza de que la explosión misma las hubiese matado enseguida. No le agradaba imaginar que habían perecido como consecuencia de las quemaduras, o que se habían ahogado.

Ni siquiera en el caso de Nell. La audacia que había demostrado persiguiendo a Joss no merecía un fin tan terrible. En la cubierta reinaba un terrible desorden. El foque había desaparecido en el combate. Yacía destrozado sobre la cubierta, como un recordatorio ominoso de todo lo que el galeón había perdido en el combate. Sus muertos formaban una fila bien ordenada frente al castillo de proa, y parecía que el número superaba la docena.

Fácilmente identificable mientras se movía con frenética energía, el capitán era un hombre bajo y robusto, de labios apretados. En ese momento estaba de pie delante del castillo de proa, la Biblia en una mano y una pistola en la otra. Sonó un disparo. Lilah se sobresaltó, y después comprendió que el disparo era la señal dirigida a todos los hombres, excepto los guardias, con el fin de que se reuniesen para asistir al servicio fúnebre en homenaje a los compañeros caídos.

Cuando las oraciones por los muertos concluyeron y los cadáveres estaban siendo arrojados uno tras otro al mar, Lilah ya se sentía dominada por el miedo. No había motivo para esperar compasión de los que habían sido agredidos de un modo tan implacable.

El capitán vino a detenerse frente a sus prisioneros. Miró con desprecio al lamentable grupo.

—¡Piratas! — dijo—. ¡Bah!

Escupiendo sobre la cubierta para expresar su opinión acerca de los cautivos, se volvió a un hombre alto y delgado que estaba detrás.

—No es necesario llevar esta resaca al puerto. Ahórquenlos.

—¡Sí, capitán!

Por la prontitud con que un hombre respondió era evidente que, como capitán, ansiaba la venganza. El resto de la tripulación que estaba a la vista de Lilah coincidió con gesto sombrío. Los piratas que oyeron pronunciar la sentencia y tenían lucidez suficiente para saber cuál sería su destino, gritaron y gimieron, sollozando y pidiendo compasión. Silas se adelantó de rodillas, tratando de aferrar la pierna del capitán que ya comenzaba a alejarse.

—Compasión, señor, compasión...

El capitán descargó un brutal puntapié en la cara de Silas. El pirata gritó, se llevó las manos a la cara quemada y se desplomó sollozando sobre el suelo de la cubierta. Lilah se sintió descompuesta de miedo y comprendió que debía actuar.

El capitán ya se alejaba. Sin prestar atención al guardia. Lilah retiró de su regazo la cabeza de Joss y se incorporó bruscamente.

—¡Capitán! ¡Espere! — Habría corrido hacia él, pero el mosquete que la apuntaba la indujo a detenerse—. ¡Capitán! Debo hablar con usted.

Vio aliviada que el capitán se volvía bruscamente al oír su voz. Lilah supuso que era porque pertenecía a una mujer.

—Una muchacha. — Sus ojos la recorrieron de arriba abajo y tomaron nota de su sexo. Después se encogió de hombros—. No importa.

—Pero no soy pirata — exclamó desesperadamente Lilah, sin hacer caso de las miradas asesinas que le dirigían sus compañeros de infortunio—. Soy Delilah Remy, y naufragué...

—¡Cierre la boca, trotona!

Uno de los guardias evitó que se acercara al capitán y amenazó con aplastarle la cara con la culata del mosquete. Lilah no le hizo caso, consciente de que no tendría otra oportunidad, y sus ojos y su voz rogaron al capitán que la escuchase.

—Por favor, nos obligaron a embarcar en el Magdalena nunca fuimos parte de la tripulación. Fuimos víctimas de esos piratas tanto como ustedes...

La culata del mosquete se alzó en el aire, y el guardia se preparó para descargar el golpe. Lilah se encogió y alzó el brazo para proteger la cara.

—Papá, trató de decir algo parecido cuando la sacamos del agua, pero yo no estaba de humor para escucharla.

Lilah comprendió entonces que el joven marinero de cara pecosa, el que mandaba el bote de rescate, era hijo del capitán. De reojo alcanzó a ver una cuerda arrojada para enganchar en un peñol de verga. Se elevó en el aire, describió un arco contra el cielo, erró el blanco y volvió a caer. Cuando comprendió lo que eso significaba, Lilah se estremeció y redobló sus esfuerzos.

—Tiene que escucharme. Por favor, se lo ruego...

El capitán se volvió y cruzó los brazos sobre el pecho. Lilah sabía que ni por asomo ella parecía la joven dama que había sido, pero abrigaba la esperanza de que los dos hombres viesen algo que los indujese a reconsiderar la situación. Ensayó una sonrisa insegura y temblorosa. Como eso de nada sirvió y permaneció muda, mirando fijamente a los dos hombres y mordiéndose inconsciente y nerviosamente el labio inferior, mientras se retorcía las manos.

—Permitan que se acerque — ordenó finalmente el capitán. El guardia que la vigilaba retrocedió un paso. Con un profundo sentimiento de alivio, Lilah se adelantó.

—Ahora, diga lo suyo, y dígalo de prisa. ¡Y recuerde que me desagradan los mentirosos!

Bajo el peñol de verga, arrojaron de nuevo la cuerda. Esta vez describió un arco elegante, enganchó y quedó en la posición adecuada.

—Me llamo Delilah Remy... — comenzó a decir Lilah, pero fue interrumpida por un marinero que vino a informar al capitán que la cuerda estaba enganchada y que comenzarían a ahorcar a los piratas.

—Léanles una plegaria, y acaben de una vez.

El marinero fue despedido con un gesto de la mano del capitán. Lilah trató de cerrar los oídos a los gritos desesperados de sus antiguos compañeros de tripulación, mientras uno de los marineros atacaba la rápida recitación de "Padre nuestro..."

Tenía que preocuparse por ella misma y por Joss. Hablando con la mayor rapidez posible explicó de qué modo ella y Joss habían llegado a bordo del Magdalena. Su historia se vio apoyada por el hijo del capitán, que dijo:

—Los hombres que yo retiré del agua parecieron sorprendidos de saber que era una mujer.

—Humm. — El capitán la miró fijamente un momento y asintió—. Está bien. Barbados no está lejos de nuestra ruta. De todos modos, mi barco necesita reparaciones, de modo que imagino que podemos recalar allí lo mismo que en otro lugar cualquiera. Si usted dice la verdad, se alegrará de volver a casa. De lo contrario... bien, imagino que podemos ahorcarla en Bridgetown lo mismo que aquí.

Se volvió, complacido consigo mismo, y dirigió una rápida mirada a su hijo.

—Cédanle una cabina y entréguenle algunas ropas secas; pero que permanezca encerrada.

—Sí, papá.

—Capitán.

El capitán se volvió para mirarla, y a juzgar por su expresión estaba sorprendido de que continuaran importunándolo acerca de un asunto que ya estaba satisfactoriamente resuelto.

—Mi acompañante... tampoco es pirata.

—¿Cuál es?

—El que está acostado allí. El hombre alto, de cabellos negros. Está herido e inconsciente.

—¡Manejaba el cañón de popa! ¡Yo mismo lo vi cargar el arma!

El que había hablado era uno de los marineros, miembro de un pequeño grupo que había estado escuchando el relato de Lilah con diferentes grados de suspicacia.

—¿Es así?

El capitán miró a Lilah con ojos que de pronto eran mucho más fríos.

—El... tuvo que hacerlo. Nos habrían asesinado si no obedecíamos...

—¡Era el artillero! Yo también lo vi, señor... era difícil confundirse, porque es tan alto.

Los ojos del capitán se volvieron hacia Lilah. Al ver la expresión de esa mirada, ella casi se desesperó.

—¡No pueden ahorcarlo! Le digo que lo obligaron...

—No importa cuál sea la verdad de su historia, si estuvo manejando el cañón es un maldito pirata. ¡Lo ahorcaremos con los demás!

Dicho esto, el capitán comenzó a alejarse de nuevo.

—¡No! ¡No pueden hacerlo!

Lilah corrió detrás de él y le aferró el brazo. El la miró impaciente.

—Se lo advierto, muchacha. No estoy de humor para escuchar las inquietudes del corazón de una joven. He perdido casi un tercio de mi tripulación, y uno de los muertos es el hijo de mi hermana. Además, Dios sabe cuánto daño sufrió mi barco. ¿Sabe lo que me costará repararlo? Estoy dispuesto a perdonarle la vida, pero no haré lo mismo con un hombre que disparó un cañón sobre mi barco. Si usted lo ama, lo lamento mucho.

—¡No lo amo! — Las palabras brotaron atropelladas de sus labios mientras Lilah buscaba frenética las que podían salvar a Joss. El capitán estaba preocupado por el dinero... — No es mi... ¡Nada! ¡Es un esclavo, muy hábil y muy valioso! Pertenece a mi padre... y vale más de quinientos dólares norteamericanos. Mi padre querrá ser recompensado si pierde una propiedad tan valiosa. Si lo ahorca, ¡deberá a mi padre esa suma! Pero, si se lo devuelve y me devuelve, yo... me ocuparé de que usted sea bien retribuido por su molestia.

El capitán miró a Lilah y después a Joss.

—Vamos, muchacha, no me venga con cuentos. Es un blanco y...

—Le digo que es un esclavo, y usted no tiene derecho a ahorcarlo. Es lo que llaman un mulato de piel clara; mi padre es el propietario y lo obligará a pagar si usted lo mata. Quinientos dólares...

—¡Echemos una ojeada a este esclavo!

El capitán y el grupo que lo rodeaba se acercaron para mirar a Joss. Lilah los acompañó, con el corazón en la boca. Estaban arrastrando a los piratas, que gritaban y lloraban, para ahorcarlos.

Joss había recuperado la conciencia, pero no estaba del todo lúcido. Parpadeó y alzó de nuevo la cabeza antes de gemir y volver a apoyarla sobre las tablas ensangrentadas de la cubierta.

—¡Traigan un cubo de agua!

Alguien trajo el agua, y vaciaron el cubo sobre Joss. Cuando el agua fría lo mojó y se derramó sobre la cubierta, Joss volvió a levantar la cabeza, parpadeando. Movió un brazo para usarlo como almohada y apoyó sobre él la cabeza. Permaneció con los ojos abiertos, y Lilah supuso que estaba mareado pero consciente. Entonces su mirada se posó en la figura de Lilah, y Joss entrecerró apenas los ojos.

—Muchacho, ¿me oyes? — preguntó el capitán, inclinándose para formular la pregunta, su cara a pocos centímetros de la de Joss.

Joss asintió, con un movimiento apenas perceptible.

—¿Usted disparó el cañón contra mi barco?

Lilah contuvo la respiración.

—No tenía alternativa. Nos habrían asesinado... si no lo hacía. Espero que usted... acepte mis disculpas.

Parecía que le costaba respirar. El capitán se pasó la lengua sobre los labios y se puso en cuclillas.

—¿Conoce a esta... persona?

Hizo un gesto en dirección a Lilah. Los ojos de Joss miraron a la joven y movió la cabeza en lo que pareció un gesto de asentimiento.

—Sí.

—¿Cómo se llama y qué relación tiene con usted?

De modo que el capitán quería también comprobar la identidad de Lilah y comparar su relato con el de Joss. Lilah advirtió que el capitán evitaba usar pronombres que revelasen el sexo de la prisionera y comprendió que Joss no podía saber que ellos ya estaban al tanto de la verdad que se ocultaba bajo el deteriorado disfraz. Y él intentaría protegerla.

—Remy. — Joss habló con voz áspera, pero se movió, tratando de sentarse. Se estremeció y volvió a caer, y Lilah tuvo que hacer un gran esfuerzo para abstenerse de correr al lado del herido—. Es mi...

—Joss, saben que soy una dama — lo interrumpió Lilah. No necesitas continuar protegiéndome.

Joss la miró, el capitán hizo lo mismo. Su mirada era una clara advertencia en el sentido de que ella debía guardar silencio.

—La señorita Remy afirma que usted es negro. Dice que usted vale quinientos dólares y que es su esclavo. ¿Qué responde a eso?

Joss miró de nuevo a Lilah, pero esta vez con dureza.

—Jamás dudo de la palabra de una dama — dijo finalmente y sus labios se curvaron en un gesto que era casi despectivo.

—Entonces ¿usted es esclavo y pertenece a la señorita Remy? ¿O a su padre? Quiero una respuesta clara, sí o no.

—Joss...

Murmuró el nombre casi involuntariamente, desconcertada por la súbita dureza de los rasgos de Joss.

—Señorita, ¡cierre la boca!

Lilah guardó silencio. Sólo podía mirar dolorida a Joss, sabiendo lo que sin duda él estaba pensando. Pero ¿acaso podía haber hecho otra cosa?

—¿Sí o no? ¡No dispongo de todo el día!

Joss la miró durante unos instantes que parecieron infinitos, con los ojos verdes fríos como el hielo. Después dijo:

—No importa lo que ella sea en otros aspectos, la dama no miente. Si dice que es así, entonces es así.

Eso fue suficiente para el capitán.

—Demonios, métanlos en el calabozo. Encierren a este joven en una cabina, y volvamos al trabajo. La carga no admite demoras, y no deseo deber quinientos dólares y además lidiar con una carga que se ha echado a perder. Aclararemos la situación de estos dos cuando lleguemos a Barbados. Y ahora, joven, sepa que no olvido la recompensa que usted prometió.

Unos minutos después Lilah se alejó vigilada por un guardia, y dos marineros se encargaron de Joss y medio lo arrastraron detrás de la joven. Cuando ella se acercó a la escotilla escuchó un ronco grito que venía de la proa del barco. Los ahorcamientos habían comenzado.

Su acompañante la tomó del brazo, con un movimiento de sorprendente cortesía, y siguió con ella por un corredor, mientras los guardias de Joss comenzaban a descender con su detenido hacia las entrañas de la nave. Lilah se detuvo.

—Quiero asegurarme de que esté bien, por favor.

Los tres marineros se miraron, se encogieron de hombros y permitieron que ella los acompañase mientras descendían con Joss los peldaños de la estrecha escalera.

El calabozo del Bettina estaba formado por una sola celda, oscura, húmeda e incómoda. Lilah sintió que se le oprimía el corazón cuando vio dónde dejarían a Joss. Pero por suerte sería por pocos días, y eso era mejor que ser ahorcado. Sólo deseaba que Joss lo viese también de ese modo.

Lilah permaneció en el corredor mientras introducían a Joss y lo depositaban en la más baja de las dos cuchetas que allí había. El joven marinero que la acompañaba ya no le sujetaba el brazo y al parecer actuaba frente a ella dispensándole el trato que correspondía a una dama joven y no a una muchacha pirata. Como nadie se lo impedía, Lilah entró en la celda. Los dos guardias habían dejado a Joss boca abajo, por consideración a la herida en la nuca. Ya no sangraba, por lo que ella podía ver a la escasa luz de la única linterna que colgaba de un gancho, en el corredor. Pero tenía los cabellos apelmazados por la sangre y aún se lo veía débil y mareado.

—Joss... — comenzó a decir Lilah, inclinándose sobre él, y hablando en voz baja mientras los hombres esperaban junto a la puerta de la celda.

El yacía con la cabeza apoyada en el brazo. En la oscuridad sus ojos relucían duros, verdes y brillantes.

—Perrita traidora.

Lilah contuvo el aliento.

—Joss...

—Señorita, tiene que salir de aquí. El capitán dijo que había que encerrarla en una cabina, y yo debo volver a cubierta.

Lilah asintió en respuesta a la indicación del marinero, y se volvió. Había pasado la oportunidad para explicar la situación. Cuando la puerta se cerró tras ella y uno de los hombres que había transportado a Joss corrió el cerrojo, Lilah habló a su acompañante.

—¿Pueden ocuparse de que reciba atención médica? El... como dije es muy valioso.

El marinero se pasó la lengua sobre los labios. — Preguntaré al capitán Rutledge; él tendrá que decidir. Y Lilah tuvo que contentarse con esa respuesta.