Capítulo 21

—Mi niña, mi niña, Virgen Santa, te lo ruego, vela por ella, devuélvemela. Oh, Dios mío, es tan pequeña. Mi niña.

Los murmullos entrecortados de Rosa Barillas le encogían el corazón a Sarah. A las diez de la noche, una multitud se había congregado ya en el pequeño y viejo apartamento de los Barillas. Rosa estaba sentada en el sofá, envuelta en una manta. En la mesa de al lado había una taza de café y un dulce que la mujer no había tocado. De vez en cuando, se levantaba del sofá y se arrodillaba en el suelo, juntando las manos y rezando frenéticamente por que su hija se encontrase sana y salva.

La atmósfera estaba cargada de miedo y dolor. La gente hablaba en voz baja, como si asistieran ya a un funeral. Los dos niños más mayores, Rafael y Lizbeth, estaban acurrucados en una esquina, boquiabiertos, al cuidado de una mujer que Sarah imaginó que debía de ser su tía. Sophia y Sergio se acababan de quedar dormidos y alguien se los había llevado del apartamento para pasar la noche en otro lado. El vaivén de personas era incesante: policías, visitantes, periodistas, todos se detenían unos momentos para decir algunas palabras a aquella madre desquiciada. Sarah era consciente de que el tiempo corría implacable. Tras la terrible desaparición de Lexie sabía por propia experiencia que, pasadas las primeras cuarenta y ocho horas, las posibilidades de recuperar a un niño con vida se reducían casi a cero.

Era como vivir todo por segunda vez. Aquello no tenía por qué haber ocurrido. Y sin embargo lo había hecho.

Angie Barillas había desaparecido de la faz de la tierra.

La habían visto por última vez a las tres de la tarde. Estaba fuera del edificio de apartamentos, mirando cómo Sophia hacía agujeros en la tierra mientras esperaba que acabase una lavadora para poder meter la ropa en la secadora. Un grupo de niños, incluidos Rafael, Sergio y Lizbeth, jugaban en los alrededores al escondite. El alboroto era enorme, por lo que no era sorprendente que nadie hubiese oído un grito, un chillido. Porque nadie — al menos nadie que estuviese dispuesto a admitirlo — había visto u oído algo. Cuando Rafael se dio cuenta de que Angie ya no estaba en el banco leyendo, tal y como le gustaba hacer mientras el resto de ellos jugaban, pensó que debía de haber ido a la lavandería. Pero Angie nunca regresó.

En un primer momento, Rafael la buscó sin darle la mayor importancia; sin embargo, a medida que pasaba el tiempo su preocupación fue en aumento. Después, todos los niños de la familia Barillas, Rafael con Sophia en brazos, buscaron a su hermana por todo el complejo de edificios, por todas partes. Rafael fue incluso al Quik-Pik y al Wang's Oriental Palace para ver si Angie, por algún desconocido motivo, había acudido allí sin advertir a nadie. Al final, todos, los niños, los padres que en esos momentos se encontraban en casa y algunos adultos más, se unieron a la búsqueda. Cuando llegaron a la conclusión de que Angie no estaba ni en el apartamento de alguien ni en ninguno de los rincones en los que los niños solían esconderse, y de que tampoco había subido a tomar el sol al terrado que frecuentaban las muchachas solteras, eran ya las cinco de la tarde y Rosa había regresado a casa.

Rosa desconfiaba de la policía. Le asustaba que trataran de arrebatarle a sus hijos, que la obligasen a regresar a Guatemala, el país de donde procedía, que la arrestasen, la deportasen o le hiciesen algo malo a ella o a los suyos. Pero al ver que Angie no estaba allí, al escuchar lo que le contaron los niños y los vecinos, quienes le aseguraron que habían buscado a su hija por todas partes, recurrió a ella de todas formas. Y después llamó a Sarah, a la señora abogada, a la ayudante del fiscal del distrito que, a sus ojos, era una persona de gran prestigio y poder. Sarah sabía todo esto porque la misma Rosa se lo había contado aferrándole la mano mientras le suplicaba que la ayudase.

Y Sarah se desvivió por ella, llamó a Jake, a los detectives que conocía, si bien dudaba aterrorizada de que todo aquello sirviese para algo.

De nuevo aquella sensación de déjà vu. La policía llegó, rastreó una vez más los sitios en los que ya habían buscado los demás, hizo preguntas, tomó declaraciones, fue de puerta en puerta. Jake advirtió a sus amigos del FBI y éstos acudieron y se pusieron asimismo manos a la obra. Hasta el mismo Jake puso a disposición a todo el personal de Hogan & Sons. Vecinos, amigos e incluso algunas personas desconocidas se sumaron a la búsqueda en las calles y campos adyacentes y en las orillas del riachuelo que había detrás del complejo. Justo antes de anochecer llegó toda la prensa, Hayley Winston y sus rivales, y acampó en el aparcamiento. Exceptuando a los personajes, todo, todo, era idéntico a la vez anterior.

Cuando Lexie desapareció.

Al igual que entonces, todos creían que un desconocido la había raptado.

Sarah pensó que tal vez la desaparición de Angie pudiese tener algo que ver con la de su propia hija o, al menos, con las llamadas telefónicas. Angie había salido en la televisión con ella, y no sólo una vez, sino dos. ¿Estaría todo ello conectado? Cualquiera le habría dicho que había que comprobarlo.

Sarah sintió que estaba viviendo de nuevo una pesadilla. Sintió deseos de echarse a gritar, de tirarse del pelo y de salir corriendo de allí lo más deprisa posible, pero no lo hizo. No hizo nada de lo que sentía deseos de hacer. Sólo ella sabía lo que significaba el dolor, la desesperación, la incredulidad, el sentimiento de irrealidad, el terror, el rogado susurrado con Dios.

Sólo ella sabía que el mero hecho de mantener la esperanza no significaba necesariamente que ésta obtuviese respuesta. Sólo ella podía comprender el horror por el que Rosa estaba pasando.

De forma que permaneció a su lado, la ayudó a soportar la acometida de familiares, amigos y vecinos, el aluvión de preguntas de la policía y de los medios de comunicación; y Rosa se aferró a ella, porque ambas eran conscientes de que ahora formaban parte de una especie de terrible hermandad, y porque Rosa sabía, al igual que Sarah, que era la única persona en el mundo que la podía comprender.

Pasaron doce horas. Se hizo de día. Sarah llamó a la oficina y dijo que se tomaría el día libre. No veía qué otra cosa podía hacer pese a que aquello confirmaba el temor de Morrison de que su vida privada estuviera comprometiendo su trabajo. No podía por menos que quedarse. La televisión y los periódicos mostraban sin cesar la fotografía de Angie. Dieciocho horas. Sacaron algo de comida pero nadie probó bocado. Veinticuatro horas. Un día entero. Las personas que se ocupaban de buscar a la niña se iban turnando, al igual que la policía. El FBI acudió en varias ocasiones. Los medios de comunicación contaron las últimas novedades en el telediario de la noche: la niña de nueve años, Angie Barillas, seguía en paradero desconocido. Todos estaban agotados. La gente volvió a sus casas y regresó después. Rosa se quedó dormida en el sofá.

Para entonces volvía a ser de noche: las ocho, las nueve, las diez. Las horas cruciales pasaban inexorablemente. Angie estaba en alguna parte. Puede que incluso aún siguiera con vida.

O tal vez no.

La esperanza se iba desvaneciendo con la misma lentitud implacable con que los granos caen en el interior de un reloj de arena. Sarah rogó para que Rosa no se percatase de ello.

—Sarah. — Jake se detuvo junto a ella, se inclinó, le puso una mano en el hombro y la sacudió para sacarla de su ensimismamiento. Sarah se dio cuenta entonces de que también se había quedado dormida, sentada en el suelo junto a Rosa, ya que el resto de los asientos estaban ocupados, hecha un ovillo y con la cabeza apoyada en un brazo que descansaba sobre una mesa vecina—. Vamos. Volvamos a casa.

Sarah lo miró parpadeando como una estúpida por un momento, medio dormida aún y sin acabar de comprender lo que estaba sucediendo. Jake tenía los ojos cargados y no se había afeitado. Su camisa blanca, arremangada hasta el codo, estaba arrugada y ligeramente sucia y sus pantalones azul marino tenían las vueltas manchadas de polvo. El vaivén de gente en el apartamento no había cesado; pero ahora el ruido era menor ya que, a todas luces, todos trataban de respetar el agitado sueño de Rosa.

—No puedo... — empezó a decir Sarah, mirando en dirección a Rosa quien estaba acurrucada bajo una manta azul con la que alguien la había tapado, de forma que sólo se le podía ver la cabeza.

—Sí, sí que puedes — le atajó Jake. A pesar de que, en atención a Rosa, su voz era baja, Sarah sólo le había oído hablar con aquella firmeza en una o dos ocasiones—. Y lo vas a hacer aunque tenga que sacarte a rastras de aquí. Sarah, por Dios, aquí ya no tienes nada que hacer, y todo esto te va a matar.

Sarah era consciente de que su amigo tenía razón. Estaba tan cansada, tan aturdida, tan vacía que ni siquiera sentía hambre, tan compungida y destrozada como si tuviese el corazón en carne viva.

Pero nada de eso cambiaría las cosas. De poco servía que tanto ella como el resto de las personas allí congregadas vigilasen eternamente. Hasta el peor de los dolores era inútil ante una situación como aquélla.

Sarah había aprendido con Lexie aquella amarga verdad.

—Sí, está bien — le respondió abatida y permitió que él le ayudase a ponerse de pie. Mientras se dirigía hacia la puerta, apretó con delicadeza el hombro de uno de los familiares, puede que una hermana de Rosa, que hacía punto sentada en una dura silla de cocina que, dadas las circunstancias, alguien había sacado a la sala—. Dile a Rosa que volveré por la mañana.

La mujer asintió en silencio con la cabeza y Sarah dejó que Jake la sacase de allí.

De vuelta en el apartamento de su amigo, Sarah se desplomó en el sofá. Cielito se acercó a ella repiqueteando con sus patas en el suelo, se detuvo a su lado y la miró con aire solemne.

—Pops lo acaba de sacar — dijo Jake, mientras el animal apoyaba su cabeza en el regazo de su ama tratando de consolarla en silencio como si sintiese, en el modo que suelen hacer los perros, que algo terrible había pasado.

A pesar de que Jake se dirigió hacia la cocina, Cielito, en lugar de seguirlo como solía hacer porque aquella estancia era una fuente inagotable de deliciosas sorpresas, permaneció junto a ella. Mientras le acariciaba la cabeza, Sarah pensó que, al igual que ella, el perro había pasado ya por todo aquello. Cielito también había sufrido con la desaparición de Lexie.

—Eres un buen perro — le susurró, sintiéndose reconfortada al sentir el callado peso de su cabeza sobre su muslo y la calidez de su brillante pelo bajo su mano.

—Muy bien, aquí llega una especialidad de la casa. — Jake salió de la cocina transportando algo—. Túmbate, Cielito.

Mientras el perro lo obedecía, Sarah alzó la mirada y se quedó pasmada al ver lo que su amigo depositaba en la mesita de centro que había delante de ella: una bandeja blanca con un cuenco amarillo. Y en el cuenco: una sopa de fideos con pollo.

—¿Me has preparado una sopa? — le preguntó incrédula.

—Te gusta la sopa, de forma que te he preparado una. Come. — Jake permaneció de pie junto al sofá con las manos apoyadas en las caderas mientras la observaba.

Jake no solía cocinar. Preparar el desayuno — cosa que hacía de uvas a peras — era lo máximo que le permitían sus dotes culinarias. El hecho de que le hubiese preparado una sopa...

—Gracias — pronunció con lentitud mientras hacía un esfuerzo por sonreír. Jake la cuidaba, como siempre había hecho, y el mero hecho de saber que estaba allí, que se preocupaba por ella, que todo volvía a ser como en los viejos tiempos, también la reconfortaba.

—Es de lata, pero mejor que nada. — Jake seguía de pie a su lado y Sarah era consciente de que esperaba porque sabía, al igual que ella, hasta qué punto necesitaba comer. ¿Qué había comido aquel día? Poca cosa. Unos cuantos mordiscos aquí y allá.

—¿Y tú?

—Puedes estar segura de que he comido, cariño.

Sarah comió unas cuantas cucharadas de sopa. Estaba caliente, lo cual era bueno, pero tenía demasiada sal y le pareció algo viscosa al tragársela.

A pesar de ello, siguió comiendo, con aire grave, porque sabía que tenía que comer aunque también porque Jake la estaba mirando. Después de una docena de cucharadas, se detuvo y buscó el mando a distancia para distraerse.

CSI. Deportes. Reposición de Seinfeld.

«... al igual que sucedió con Alexandra Mason hace siete años, la niña de nueve años Angela Barillas...»

Oh, Dios mío, las noticias. Sarah no tenía ganas de verlas, como tampoco tenía de comer la sopa. Se apresuró a apagarla.

—¿Crees que la persona que me ha estado llamando se llevó a Angela? — le preguntó en tono neutro. A causa del miedo que no se podía quitar de encima.

—No lo sé. La policía está considerando seriamente esa posibilidad.

—No la encontrarán, ¿verdad? — Se sentía tan cansada que casi le parecía flotar, con la cabeza apoyada en el respaldo del sofá y las manos cayendo flácidamente a ambos lados de su cuerpo.

—Todavía no lo sabemos. — «Oh sí, claro que sí», pensó Sarah, pero se abstuvo de hacer comentarios. Ambos sabían que Jake sólo decía aquello para prolongar lo más posible el eventual resquicio de esperanza que le pudiese quedar a su amiga—. Escucha, acaba tu sopa y vámonos a la cama.

Sarah negó con la cabeza.

—No puedo acabármela. No tengo hambre.

Jake apretó los labios, pero no dijo nada.

Sarah llevó la bandeja a la cocina y a continuación se dio una rápida ducha — se sentía tan sucia que no pudo por menos que hacerlo antes de irse a la cama—, después de la cual se puso el camisón y se metió en la cama. Cielito roncaba ya debajo de ella.

Al apagar la luz, tuvo la impresión de que el angelito de ganchillo resplandecía.

«Lexie», pensó mientras lo contemplaba y sentía que la angustia se apoderaba de ella. «Angie», pensó acto seguido.

Rezó por que Dios las protegiese en tanto que las lágrimas empezaban a deslizársele por las mejillas.

Pese a que estaba exhausta, no conseguía dormirse. Cada vez que cerraba los ojos, poblaban su mente las imágenes más espantosas. Pasado un rato, no pudiendo soportarlo más, se levantó de la cama y se dirigió sin hacer ruido a la sala. El apartamento estaba a oscuras, con la única excepción de unos cuantos rayos de luna dispersos que se filtraban por los bordes de las cortinas entreabiertas. Jake dormía. Aunque su habitación estaba cerrada, por debajo de la puerta no se veía luz y, además, Sarah pensó que si aguzaba el oído podría incluso oírlo roncar. Acurrucada en un rincón del sofá, con las rodillas tocándole la barbilla y abrazada a sus piernas, Sarah lloró en silencio, como si tuviese el corazón desgarrado.

Como, de hecho, lo tenía.

Sarah no oyó llegar a Jake hasta que se materializó junto al sofá. Al sentirlo a su lado se sobresaltó un poco y a continuación alzó la mirada. Iluminado por detrás por los rayos lunares, Jake era en esos momentos algo más que una silueta grande y oscura: una sombra más densa en una habitación abarrotada de ellas.

—Dios mío, Sarah, ¿se puede saber qué estás haciendo aquí? — Parecía malhumorado, encolerizado, incluso—. ¿Será posible que no entiendas que necesitas dormir?

El problema era que Jake no sabía que Sarah había estado llorando hasta que se había percatado de que él estaba a su lado. Y Sarah no quería que se enterase, trataba de evitarlo por todos los medios. Llorar era aparecer ante él vulnerable, desamparada, todas esas cosas que ella odiaba. Y, además, si él sabía que había estado llorando, se preocuparía por ella.

Y Sarah también quería evitar eso.

Inspiró hondo, deseando que no la oyese y, a continuación, volvió a expeler el aire. Enjugarse las lágrimas sería como delatarse, de forma que no lo hizo.

—Me levanté para beber agua — dijo con el tono de voz más normal del que fue capaz, y se puso de pie.

Lo que no se imaginaba era que los mismos rayos de luz que habían iluminado a su amigo por detrás le iban a dar de lleno en la cara.

—Está bien — le respondió severo. A continuación la aferró, la rodeó con sus brazos y la atrajo hacia sí—. No hay nada malo en llorar, Sarah — prosiguió en un tono distinto, más suave—. Como tampoco lo hay en comer, dormir, salir, jugar al sol, hacer el amor...

—No puedo — le replicó ella, mientras rozaba su vigoroso y cálido cuerpo y se daba cuenta de que Jake sólo llevaba puestos los calzoncillos, mientras rodeaba el cuello de su amigo con sus brazos y éste la abrazaba por la cintura. Las lágrimas volvieron a anegar sus ojos, pero Sarah parpadeó furiosamente para contenerlas, miró a Jake, se encontró con sus ojos en la oscuridad, consciente de que él podía ver la expresión de su cara a pesar de que ella no pudiese ver la de él—. ¿De qué sirve llorar si eso no me devuelve a Lexie o cambia en algún modo las cosas? — Su voz empezó a temblar y, a pesar de sus palabras, las lágrimas empezaron correr incontenibles por sus mejillas—. ¿Cómo puedo dormir si cada vez que cierro los ojos sueño con Lexie? ¿Cómo puedo comer si ni siquiera sé si ella tiene algo que llevarse a la boca? ¿Cómo puedo disfrutar del sol mientras ella tal vez se haya perdido para siempre en la oscuridad?

—Sarah...

La voz de Jake reflejaba el dolor que sentía su amiga. La abrazó con más fuerza y sus manos ascendieron por su espalda atrayéndola aún más hacia él. Sarah inclinó la cabeza, ocultándose de la luz de la luna, apoyando la frente en el recio hombro de su amigo, mojándole la piel con sus lágrimas mientras él seguía abrazándola.

—¿Cómo puedo hacer el amor contigo si eso me hace sentir que la pierdo? — susurró desesperada contra su piel mientras la familiar calidez de su cuerpo, la sensación que éste le producía, su olor, la envolvían con la misma firmeza con que lo hacían sus brazos—. No puedo.

—Sabes de sobra que no estás sola en esto. — Sus brazos la estrechaban. Sarah podía sentir que sus labios le rozaban el pelo mientras hablaba, que sus manos le acariciaban la espalda a través del fino algodón de su camisón, podía sentir la solidez de su cuerpo contra el suyo, y se aferró a él para salvarse. Pese a su angustia y la emoción que había surgido entre ellos, el tono de Jake era mesurado, tranquilo, casi imparcial—: Yo también estoy metido en esto contigo. Y verte tan delgada, tan pálida, tan tensa, notar que tratas desesperadamente de llenar todas las horas del día trabajando o haciendo cualquier cosa, saber que rechazas adrede todo aquello que te gusta, que pueda ser divertido o que te pueda procurar algún tipo de placer... me mata. Me desgarra el corazón, Sarah.

El dolor que expresaba su voz la impresionó. Sarah levantó la cabeza y lo miró. Los ojos de su amigo, negros y brillantes a la luz de la luna, se clavaron en los suyos.

—Te quiero — dijo Jake—. Más que a nada en mi vida. Y creo que tú también me quieres.

Sarah se quedó inmóvil, completamente paralizada, mientras las palabras de Jake penetraban por sus poros, fluían por su sangre y por último eran absorbidas por su maltrecho y dolorido corazón. A pesar de estar envueltos en la oscuridad, Sarah podía ver su pelo negro azabache, sus fuertes y pronunciados pómulos y su mandíbula, cuadrada y sin afeitar. Durante años se había apoyado en él, su sólida fortaleza la había sostenido. Jake había sido la única presencia constante e inmutable en su vida, la persona en la que más había confiado, aquella de la que podía fiarse con los ojos cerrados.

Su mejor amigo: Jake.

Y ahora se había convertido en algo más, o tal vez lo fuera desde hacía ya mucho tiempo y ella no había sido capaz de verlo.

—Creo que tienes razón — dijo por fin, percatándose del ligero tono de asombro que había en su voz—. Creo que yo también te quiero.

Jake esbozó entonces una sonrisa que arrugó su piel, y achicó sus ojos.

—Quiero estar seguro — dijo, y la besó.

Sarah le devolvió el beso y entonces Jake la abrazó como si no tuviese intención de volver a soltarla jamás. Sarah se sintió flaquear, como si sus músculos fuesen de gelatina, y el pulso se le aceleró enloquecido. Los labios de Jake eran firmes y ávidos, aunque no por ello carentes de ternura. Sarah unió su deseo al de Jake, con el anhelo de un alma que, cansada de errar en el frío, encuentra por fin su propia fuente de luz y de calor.

Cuando la boca de Jake abandonó la suya y se deslizó por su mejilla para llegar a la oreja, Sarah lo besó con delicadeza en el cuello. Jake la cogió entonces en brazos, la llevó a su habitación e hizo el amor con ella con una ferocidad que aniquiló todo aquello que no fuese él mismo, ellos mismos, que ahuyentó el dolor, el pesar, el miedo y lo remplazó con ardor, deseo, placer.

Y después, con la misma brusquedad con que el viento apaga una vela, ambos se sumieron en un profundo sueño.

El timbre remoto de un teléfono arrancó a Sarah de aquellas profundidades. Parpadeó por un momento en la oscuridad, acurrucada junto a Jake, disfrutando del confort, de la calidez, de la sensación que le producía encontrarse entre sus robustos brazos, el sonido de sus ronquidos por encima de su cabeza. Después, al percatarse de lo que estaba oyendo, se quedó helada: se trataba de su móvil, que se encontraba en la mesita de noche que había en la otra habitación.

Al mirar el reloj comprobó que eran las 3:14 de la madrugada.

A esa hora solo se podían recibir malas noticias.

Completamente despierta ya, Sarah se deslizó fuera de la cama y se precipitó hacia el lugar de donde procedía la llamada.

Que, como no podía ser menos, se interrumpió en el preciso momento en el que Sarah traspasaba el umbral. Al oír un pequeño pero claro campanilleo, supo que le habían dejado un mensaje.

¿Sobre Angie? Oh, Dios mío, ¿se trataría de alguna noticia sobre la niña?

¿O acaso era Lexie — o la persona que hablaba como ella — la que llamaba de nuevo?

Sarah cogió el teléfono con el corazón en un puño y encendió la luz. Abrió el aparato, apretó un botón y vio que la última llamada que había recibido procedía de un número desconocido.

Sarah contuvo el aliento mientras esperaba a oír el mensaje.

—Hola, soy Crystal. — La mujer hablaba deprisa, prácticamente susurrando—. Escucha, he descubierto algo sobre esa niña desaparecida. Te he enviado un correo electrónico. Basta entrar en la red y... — Crystal se interrumpió—. Mierda, tengo que dejarte.

Cuando el mensaje finalizó, el corazón de Sarah latía ya enloquecido. Permaneció de pie por un momento con la mirada clavada en el teléfono, intentando decidir qué hacer. Era la madrugada del miércoles. Según lo que Sarah sabía sobre el horario de Crystal, ésta debía de acabar de salir del trabajo. Dado el terror que había percibido en su voz, devolverle la llamada tal vez no fuese una buena idea.

Lo primero que tenía que hacer era verificar su correo electrónico.

Su ordenador portátil se encontraba en su cartera, en el maletero del coche; que, a su vez, estaba aparcado fuera del edificio de apartamentos de los Barillas. Sarah se sintió impotente. Entonces recordó el ordenador que había en el despacho de Jake. Podía leer su correo en él.

Se dirigió al piso de abajo, encendió la luz, se sentó en la silla con ruedas de Dorothy y encendió el ordenador. La pantalla resplandeció ante sus ojos y el escritorio se llenó con los iconos de Mac, que a ella, acostumbrada a su PC, le resultaban totalmente desconocidos. Tras localizar el enlace a Internet, entró como huésped y se las arregló para acceder a su correo electrónico. Entre la multitud de mensajes, había dos de Crystal. Uno llevaba como asunto «mira esto» y el otro «aquí».

Sarah eligió «mira esto», lo abrió y vio la fotografía de un tipo entrando en un viejo Camaro azul. Nada en él o en el coche le decía algo y vio que había once fotografías más. Sarah pasó a la siguiente: una camioneta roja con otro tipo desconocido. La siguiente correspondía a un Blazer blanco con el conductor prácticamente invisible detrás del volante. A continuación venía la de un coche de policía con Brian McIntyre en su interior. Sarah cayó entonces en la cuenta de lo que estaba viendo: las fotografías que Crystal había sacado con su cámara digital a los vehículos aparcados fuera de su casa. En caso de que aquello fuese en realidad lo que parecía, eso significaba que McIntyre estaba en dificultades ya que estaba delante de la casa de Crystal, violando a todas luces la orden de alejamiento.

Pero ¿qué podía tener que ver aquello con la desaparición de Angie que, según supuso Sarah, era la niña a la que se había referido Crystal? Sarah cerró el mensaje mientras trataba de establecer la conexión entre ambas cosas, y a continuación abrió el segundo.

Decía: «Acabo de encontrar esto en mi ordenador. Eddie lo ha estado usando, creo que me está poniendo los cuernos, así que pensé controlarlo. No sé qué hacer de forma que... aquí tienes. La palabra clave es hombre gusano.»

Crystal no lo había firmado pero había adjuntado al mismo la dirección electrónica en azul de algo llamado La Casa de Juguete de Paul.

Sarah hizo clic sobre la misma y entró en lo que parecía un sitio que vendía equipos para patios de recreo infantiles. En el mismo se podían ver unas pequeñas fotografías de niños columpiándose, tirándose por un tobogán, chapoteando en una piscina o trepando para subir a una casa instalada en un árbol, que rodeaban las palabras: BIENVENDO A LA CASA DE JUGUETE DE PAUL. Debajo de ellas había una pequeña casilla para el password.

Sarah escribió «hombre gusano».

Pocos segundos después aparecía en la pantalla la imagen de Angie.