Capítulo 6
—¿Qué? — Jake la miró ceñudo.
—Acabo de ver a la niña, estoy casi segura, la del supermercado. Allí. — Sarah le señaló a la pequeña, mientras sus dedos desabrochaban temblorosos el cinturón de seguridad.
Jake desvió el Acura hacia el restaurante Wang y lo condujo hasta el final del aparcamiento donde la pavimentación se descomponía en un revoltijo de hierbajos y asfalto. Los niños se habían adentrado en el estrecho callejón de grava que había entre el restaurante y una elevada verja que separaba el centro comercial de la casa vecina. Un batiburrillo de girasoles amarillos, cardos espinosos de color morado y ambrosías de tallo largo crecían junto a la desconchada verja. Un abollado contenedor, rodeado de un montón de cajas y cajones en desorden que alguien había arrojado allí, impedía el paso a cualquier cosa que tuviese las dimensiones del coche de Jake.
—Detente — le dijo Sarah. Jake obedeció.
Mientras abría la puerta y caía rodando fuera (cualquier otra cosa que requiriese algo más de garbo se encontraba, en esos momentos, fuera de su alcance), los niños se habían apiñado junto a una bolsa negra de basura que alguien había dejado junto al contenedor. La abrieron y hurgaron en su interior, hablando tranquilamente entre ellos.
—Eh, vosotros.
Sarah se sentía aturdida y caminaba hacia ellos con algo de dificultad, pese a los cómodos zapatos beis de tacón bajo que llevaba puestos; pero la determinación, tal y como había podido notar en anteriores ocasiones, podía con todo en esta vida. Las rodillas le temblaban como un flan, tenía la sensación de que la cabeza iba a explotarle en cualquier momento y el aroma de especias proveniente del restaurante chino que flotaba en medio de aquel bochorno le causaba punzadas en el estómago; lo cual no quitaba que en esos momentos se dirigiese a donde realmente quería ir, y eso era lo único que importaba.
—¡Eh! — Volvió a llamarlos, agitando las manos.
En ese momento tropezó con un trozo de asfalto y casi estuvo a punto de perder el equilibrio, pero no tardó en recuperarlo tras dar unos vacilantes pasos.
Los niños la miraron con cara de asombro. A Sarah le bastó echar una ojeada a la niña para acabar de convencerse: la más alta de ellas — que, en este caso, no llegaba ni con mucho al metro—, era la niña del supermercado. Aquel enmarañado pelo necesitaba urgentemente un buen cepillado; la camiseta amarilla — ¿la misma que llevaba puesta la noche anterior? — estaba llena de manchas y desgarrada en el hombro; las bermudas, antaño rojas, habían ido perdiendo color hasta alcanzar un desvaído tono rosa; las delgadas piernecitas y los pies descalzos estaban llenos de mugre. Al igual que su cuerpo, sus rasgos eran menudos y delicados. La cálida luz del atardecer confirmó a Sarah la primera impresión que había tenido bajo el estridente resplandor de los tubos fluorescentes: la niña era guapa. Y estaba, a todas luces, desatendida.
—¿Te acuerdas de mí? — le preguntó Sarah, intentando esbozar una tranquilizadora sonrisa. Que no funcionó. O, mejor dicho, lo hizo, pero no como ella pretendía, porque la niña, sin soltar ni por un momento la mano de la más pequeña del grupo, lanzó un chillido ahogado y se apartó de la bolsa de basura, con la boca y los ojos desmesuradamente abiertos.
La pequeña, ya fuese porque sintió el terror de su amiga o porque ésta le hizo daño al apretarle con fuerza los dedos, empezó a gritar también con todas sus fuerzas.
—No, espera, no pasa nada.
Tratando de calmarlas, Sarah intensificó su sonrisa (sin importarle el dolor que eso infligía a su cabeza) y aceleró el paso para llegar junto a ellas. Lo cual supuso un error porque, al hacerlo, sintió un martilleo en las sienes, la vista se le nubló, perdió el equilibrio y se tambaleó hacia un lado antes de poder apoyarse con una mano en una de las paredes del edificio.
—Corred — gritó la niña y, para asombro de Sarah, los niños soltaron la bolsa de basura y echaron a correr por la grava como ciervos que huyen de la escopeta de un cazador. La niña cogió a la más pequeña en brazos, se la colocó en una de las caderas y salió corriendo de esa forma sin mayor problema, lo que a Sarah le hizo pensar que debía de tener ya cierta práctica en ello. Al igual que sus amigos, también era muy rápida.
—Esperad.
Si Sarah no salió en pos de ellos fue porque Jake se lo impidió agarrándola por un brazo y también porque ella misma se dio cuenta de que aquél no era, precisamente, el día más indicado para correr. En cualquier caso, era imposible darles alcance porque habían doblado la esquina en el extremo más alejado de la verja, y ya no se les veía. Sarah permaneció con la mirada clavada en el punto donde habían desaparecido, sorprendida, decepcionada y también un tanto herida. Pensaba que ella y la niña habían quedado de alguna manera unidas por la terrible experiencia que habían vivido juntas. Pero era evidente que la pequeña no compartía su opinión.
—Déjalos — le dijo Jake.
Sarah lo miró. Jake estaba a poco más de un paso de ella y la sujetaba por el brazo como temeroso de que fuera a salir corriendo si la soltaba, pese a lo lamentable de su estado. El sol se estaba poniendo a su espalda, lo que le hacía aparecer más corpulento y, al mismo tiempo, le ensombrecía la cara. Pese a ello, Sarah percibió cierta crispación en sus labios.
—¿Crees que no me reconoció?
Los labios de Jake se abrieron en una amplia sonrisa.
—Pues, la verdad, caminabas hacia ellos como Frankenstein, con el cuerpo lleno de arañazos y magulladuras; tienes la cabeza vendada y, por si fuera poco, la última vez que te vio acababas de desplomarte tras recibir un disparo y estabas sangrando. De forma que no creo que haya salido corriendo porque no te haya reconocido, sino porque el hecho de hacerlo no ha sido, lo que se dice, una experiencia muy positiva.
Sarah apretó los labios.
—¿Me estás diciendo que mi aspecto es tan horrible que puede espantar a unos niños de ese modo?
Jake se echó a reír.
—Lo único que he dicho es que entiendo que echaran a correr — le respondió mientras la ayudaba a regresar junto al coche.
—¡Pero si le salvé la vida! ¿Cómo puede pensar que quiero hacerle daño?
—Puede que piense que eres un fantasma. O un zombi. O cualquier otro monstruo recién salido de una tumba para atraparla.
Cuando llegaron junto al coche Sarah se percató de que, a causa del nerviosismo, se había dejado la puerta abierta. Jake la metió de nuevo en el vehículo sin perder tiempo. Sarah no opuso resistencia. Aunque le costaba reconocerlo, aquella breve persecución la había dejado casi exhausta. En su estado, era incapaz de seguirlos, y poco importaba lo decidida que estuviese a hacerlo.
—Eso es ridículo — le respondió Sarah enojada, mientras su amigo cerraba la puerta. Cuando éste se introdujo también en el coche, ella ya se había atado el cinturón de seguridad—. Sólo quiero asegurarme de que está bien.
Jake puso el coche en marcha y dio una vuelta completa en el aparcamiento para embocar la calle.
—La niña está bien. Ya te dije antes que estaba bien. No tienes por qué preocuparte por ella.
Jake la había llamado aquella misma tarde para contarle que había localizado a la pequeña. Sarah no había dudado ni por un momento que lo conseguiría. Jake era un magnífico detective y ésa era precisamente la razón por la que la oficina del fiscal recurría tan a menudo a sus servicios (que no eran, por otro lado, baratos). Además era una persona en la que se podía confiar, al menos en todo lo referente a ella. Poco importaba lo que le pidiese: Sarah sabía que él haría todo lo que estuviese en su mano por satisfacerla.
No obstante, esta vez, las palabras de su amigo no consiguieron tranquilizarla. Sarah estiró el cuello para ver si alcanzaba a ver la calle que había en el otro extremo del descampado, a la que se accedía doblando la esquina que había al final del callejón. Pero era imposible. Verjas metálicas, setos de madreselva, hileras escalonadas de casas... demasiadas cosas obstaculizaban la vista.
—¿No crees que la persona que me disparó podría querer hacerle daño? El tercer atracador, si es que en verdad existe.
Jake negó con la cabeza.
—No creo. Para empezar se trata de una niña, lo que significa que, en caso de que ese supuesto atracador exista y ella lo hubiese visto, cosa que dudo dadas las circunstancias en las que se desarrollaron los hechos, la niña estaba tan asustada y fuera de sí que lo más probable es que no fuese capaz de identificarlo. Y, aun en el supuesto de que lo hiciese, esas mismas razones restarían valor a su declaración.
—Estás dando por sentado que el tercer atracador es lo bastante inteligente como para llegar a esa conclusión. Por lo que pude ver, sus dos compañeros eran bastante cortos de alcances.
El Acura se encontraba de nuevo en la calle y se dirigía hacia la casa de Sarah. Por un momento, Sarah sintió la tentación de pedirle a su amigo que diese una vuelta para ver si podían dar con los niños, pero luego abandonó la idea. Le bastaba con saber que la niña estaba viva y que, hasta ahora, se encontraba bien. Si su vida no corría peligro — Sarah prefería aceptar la opinión de Jake al respecto por el momento—, no tenía sentido asustarla. Además, aquella persecución le había causado un terrible dolor de cabeza, por no hablar del modo en que le temblaban las rodillas o del sudor que empapaba su cuerpo. ¿Y todo eso para qué? Bastaba una sola palabra para responder: rechazo.
Era evidente que la niña no quería saber nada de ella.
Sarah se arrellanó en el asiento exhalando un suspiro.
—Cuéntame cosas de ella.
Jake se sacó un paquete abierto de M&M's del bolsillo, lo colocó en el posavasos que había a su lado y, tras coger un par con los dedos, se los llevó a la boca. Sarah entornó los ojos con aire de desaprobación.
—Venga, que hoy no he comido. — Jake conocía demasiado bien el significado de aquella expresión, por lo que ni siquiera se molestó en ofrecerle—: ¿Quieres saber algo de la niña o no?
—Sí. — Reñir a Jake por sus costumbres alimenticias era gastar saliva para nada. Lo cual no impedía que Sarah lo siguiese intentando; sólo que en ese momento no se sentía con fuerzas para probar, una vez más, a hacer algún tipo de progreso.
—Está bien. — Jake frenó, dobló hacia la izquierda para adentrarse en Jackson Street, cogió unos cuantos M&M's más y los masticó haciéndolos crujir—: Se llama Angela Barillas. Ella, su madre y sus cuatro hermanos, creo que no me equivoco al asegurar que los niños que acabamos de ver son sus hermanos, viven en el edificio Beaufort Landing, en el apartamento 2C del número 42 de Yamassee Court.
Sarah conocía aquel complejo de apartamentos: se trataba de unos veinte edificios de ladrillo en pésimo estado que albergaban un total de seis apartamentos cada uno. Por lo general, estaban ocupados por inmigrantes recién instalados en el país o por miembros de los estratos más bajos de la clase trabajadora. Se encontraban a poco más de dos kilómetros en línea recta desde su casa. Ella misma había vivido en un edificio como aquél. El recuerdo no fue, lo que se dice, agradable. Sarah se estremeció y trató de apartarlo de su mente.
Jake le había contado todo aquello por teléfono el día anterior.
—Es muy pequeña, para tener nueve años — dijo Sarah—. Y además, ¿cómo es posible que una niña de esa edad vague sola por la calle?
Jake se encogió de hombros.
—No sé ni una palabra sobre niños pequeños. Si quieres, puedo ponerme en contacto con los Servicios de Protección de Menores y pedirles que investiguen a la familia.
Sarah negó con la cabeza.
—Prefiero hacer las indagaciones por mí misma. Si las agencias gubernamentales empiezan a inmiscuirse en esto, puede pasar de todo. — Titubeó y, acto seguido, dulcificó el tono para añadir—: ¿Qué crees que había en esa bolsa de basura?
Le inquietaba pensar que se pudiese tratar de comida, que los niños estuviesen hambrientos hasta ese punto.
—Ni idea. — Jake la miró—. Sarah, las personas tenemos un límite. Trabajas doce horas al día, te ocupas de no sé cuántos casos más de asistencia gratuita, impartes clases sobre violación en la universidad y, no contenta con eso, llevas también comida a domicilio a los necesitados cuando hacen falta voluntarios. Tú...
—Me gusta mantenerme ocupada — le atajó Sarah a la defensiva.
—Ya lo sé. — La voz de Jake se suavizó—: Lo que quiero decir es que no te queda tiempo para ocuparte ahora de esta familia y sus problemas.
—No pretendo «ocuparme» de ellos, lo único que quiero es asegurarme de que esa niña está bien.
—¿Te sentirás responsable de ella para siempre por el mero hecho de haberle salvado la vida? — le preguntó Jake en tono seco.
—Algo por el estilo.
Sarah se negaba a entrar al trapo. Aquellas discusiones solían producirse entre ellos: ella se inquietaba por las comidas de Jake, por el constante desfile de novias cada vez más jóvenes, por el modo despreocupado en que vivía. Él, en cambio, se preocupaba porque ella trabajaba demasiado, involucrándose en cosas y con gente que él consideraba casos perdidos y, en general, porque siempre estaba crispada. En el pasado habían reñido tantas veces sobre todas las posibles variaciones a esos temas que ahora bastaba con que uno de ellos enarcara una ceja, esbozase la más leve sonrisa o mirase de soslayo para prender de nuevo la llama.
—Está bien, haz lo que quieras. — Su amigo era, a todas luces, consciente de que iba a ser imposible sacarle aquella idea de la cabeza.
—Lo haré.
La casa de ladrillos de Sarah se encontraba en Davis Street y formaba parte de una manzana compuesta por construcciones de una o dos plantas. La suya era una tranquila zona residencial de clase media con aceras, patios traseros vallados y coches aparcados en la calle. Jake se detuvo frente a la casa de Sarah — tal y como le había prometido, su Sentra se encontraba a la entrada del garaje—, y ambos se apearon del coche. Sarah cogió el correo de su buzón, saludó con la mano al viejo señor Lunsford que vivía al otro lado de la calle y que, en ese momento, estaba cortando la hierba, y, con Jake a su lado, se dirigió hacia la casa. Tras haber pasado ante los aterciopelados céspedes de las zonas más ricas de la ciudad, a Sarah casi le pareció ridículo su minúsculo jardín: el sol lo había abrasado en algunos puntos y la única planta que ofrecía una seria competencia a la maleza era el diente de león. Un par de yucas con la fecha de caducidad más que superada ostentaban sus flores marchitas a ambos lados del porche delantero y una serie de arbustos redondos desfilaban en sucia hilera a lo largo del muro de ladrillo; mientras que el único punto de sombra lo procuraba una palma enana, más resistente que el resto, en el rincón donde el sendero de entrada se cruzaba con el acceso al garaje. Las jardineras de hierro forjado que colgaban por debajo de todas las ventanas, cortesía del anterior propietario, otorgaban a la fachada su única nota de distinción. Por desgracia, estaban vacías. En los cuatro años que llevaba viviendo en la casa, Sarah nunca había plantado nada en ellas. Se prometió a sí misma hacerlo la próxima primavera. Poco importaba que se lo hubiese propuesto ya en otras ocasiones porque, si en este mundo había alguien negado para las plantas, ésa era, sin lugar a dudas, ella.
—Guau — Cielito la saludó desde la puerta, dedicándole una de sus amplias sonrisas perrunas. Sarah se inclinó desgarbada, al igual que el resto, también este movimiento le hacía daño, para darle un abrazo. El perro le respondió meneando todo su cuerpo con entusiasmo.
—Hola, cariño, ¿te alegras de verme? — le preguntó, interpretando el lametazo que le dio el animal en la mejilla en sentido afirmativo.
Cuando Sarah se irguió y se encaminó hacia la cocina, Cielito la siguió pegado a sus talones y sólo se detuvo para lanzar a sus espaldas un gruñido grave y polivalente dirigido a Jake, que acababa de entrar en la casa.
—También se alegra de verte a ti — le tradujo Sarah a Jake, que puso los ojos en blanco.
Una vez en la cocina, Sarah abrió la puerta de la misma y dejó que Cielito saliese. A continuación se quitó los zapatos y se sentó descalza en la mesa para revisar la correspondencia que, como era habitual, se componía de facturas, facturas y más facturas, alternadas con folletos de publicidad. Jake entró en la cocina tras ella, echó una mirada en derredor y se encaminó hacia la parte trasera de la casa. Sin prestar demasiada atención a lo que hacía su amigo — Jake estaba autorizado a moverse libremente por ella desde hacía ya muchos años—, Sarah percibió sus suaves pisadas, oyó que iba abriendo puertas y pasaba de una habitación a otra, y llegó a la inmediata conclusión de que estaba registrando la casa. Sus labios se curvaron ligeramente — en lo tocante a las precauciones, Jake prefería pecar por exceso que por defecto — y decidió preguntarle si acaso pensaba encontrar al hombre del saco debajo de su cama; pero cuando su amigo entró de nuevo en la cocina, llevaba el móvil en la mano y estaba encargando una pizza. Cuando acabó la conversación, sonó el móvil de Sarah y ésta olvidó por completo sus anteriores intenciones al enfrascarse en una conversación.
Era Ken Duncan, uno de los tres ayudantes del fiscal del distrito, que llamaba para informarle y preguntarle si tenía pensado acudir al tribunal a la mañana siguiente. Había conseguido sin problemas la prórroga para el caso Parker, le dijo, pero Helitzer contra Carolina del Sur, que figuraba en la lista para las nueve de la mañana, era mucho más arduo. Los abogados de Helitzer se oponían de continuo a cualquier tipo de aplazamiento. Querían que fuese atendida su propuesta de sobreseimiento definitivo.
—Allí estaré — le aseguró Sarah, contenta de que Jake hubiese salido de la cocina mientras ella hablaba.
—¿Vas a estar en casa? Hoy nos enviarán unos documentos que tal vez deberías ver. Puedo pasarme por ahí si quieres.
—Eso será perfecto, gracias — le respondió Sarah en el preciso instante en que Jake volvía a entrar en la cocina.
Duncan y ella conversaron durante unos minutos más sobre algunos casos pendientes y luego ella apagó el aparato. Estaba agotada, le dolía todo el cuerpo y le retumbaba la cabeza, pero cuando su mirada se cruzó con la de su amigo enderezó la espalda y trató de aparentar que se encontraba bien. Era obvio que él había oído todo cuanto ella había dicho; de forma que mostrándose mucho menos destrozada de lo que en realidad se sentía se armaba para la que, sin lugar a dudas, se le venía encima.
—Pensaba que mañana no ibas a ir a trabajar — le dijo Jake.
¿Era o no era una persona predecible?
Jake se inclinó sobre la encimera, mirándola con el ceño fruncido, y movió el vaso que llevaba en la mano, de forma que los cubitos que flotaban en el líquido marrón dorado que éste contenía chocaron contra los lados. Jake había cogido de la nevera un poco de Sun Tea, una saludable bebida sin azúcar a la cual había añadido cinco — cinco, sí — paquetes de sacarina que había sacado del tarro donde ella los guardaba. Por fortuna, Sarah nunca tenía azúcar en casa. De haber sido así, Jake habría tenido que inyectarse insulina a esas alturas.
—¿Sabes que tienes un auténtico problema con tu adicción a los dulces? — Aquel comentario tenía la doble virtud de ser, por un lado, cierto, y por otro, adecuado en ese momento como posible fuente de distracción. Mientras hablaba, Sarah se puso a hojear los folletos publicitarios como si estos le pareciesen realmente interesantes—. ¿Has pensado en hacer algún tipo de rehabilitación?
—En cambio tu problema es la adicción al trabajo — le replicó su amigo, imperturbable—. ¿Te morirías si tuvieses que quedarte en casa un día más?
Sarah exhaló un suspiro.
—Mañana es viernes. Acabaré pronto. Pero tengo que ir, aunque sólo sea por un momento.
—¿Qué puede ser tan importante que no se pueda posponer mientras tú te recuperas de un tiro en la cabeza?
—Los abogados de Mitchell Helitzer han propuesto el sobreseimiento definitivo del proceso. La audiencia es a las nueve.
Jake frunció el entrecejo.
—De nuevo uno de tus casos perdidos. ¿De verdad crees que vas a conseguir que declaren culpable a Mitchell Helitzer?
Sarah no podía negar que Mitchell Helitzer había sido en el pasado un famoso quarterback de los Gamecocks y era, además, hijo de una de las familias más antiguas y ricas de Beaufort.
—Mató a su mujer, Jake.
Su amigo dio un sorbo a su té y la miró arqueando las cejas.
—Él asegura que se cayó por las escaleras. ¿Tienes algún testigo que afirme lo contrario?
La respuesta era negativa, y Jake lo sabía. Aquélla era otra de sus habituales discusiones.
—En la escalera había mucha más sangre de la que tendría que haber habido en caso de que Susan Helitzer hubiese rodado, en efecto, por ella. Además, a pesar de que cayó de bruces tenía también una herida en la parte posterior de la cabeza. Pienso que él la golpeó por detrás con algo contundente, tal vez un martillo.
—Las heridas en la cabeza sangran mucho y el golpe en la nuca pudo dárselo durante la caída. Esa escalera es empinada, y de cemento. — Jake sacudió la cabeza mientras la miraba—. Para acusarlo de asesinato te hará falta algo más.
—Bueno, al menos conseguí que Morrison me autorizase a presentar cargos contra él.
Jake hizo una mueca.
—La razón de que te lo permita es que los medios de comunicación adoran ese tema. Si la oficina del fiscal del distrito tuviese algún tipo de miramientos con Mitchell Helitzer, todas las televisiones dirían que los ricos y famosos reciben un tratamiento especial en el condado de Beaufort. Morrison quiere ser gobernador. No puede permitirse entregar en bandeja de plata a los republicanos un argumento como ése.
De nuevo tenía razón. Lo cual no le impedía seguir pensando que Mitchell Helitzer había asesinado a su mujer a sangre fría.
—Bueno, en ese caso investigaré un caso de divorcio.
Los labios de Jake se contrajeron burlones.
—Ya sabes que...
«Tengo razón. Seguro que eso es lo que vas a decir», pensó Sarah; pero, antes de que su amigo pudiese finalizar la frase, llamaron a la puerta principal. Cielito, que seguía fuera, se precipitó hacia el porche posterior de la casa y se puso a ladrar frenéticamente en señal de advertencia.
—La pizza — dijo Jake elevando la voz por encima del alboroto, y acudió a abrir.
Sarah aprovechó aquellos breves momentos de ausencia para coger los analgésicos que el doctor le había recetado del bolso que Jake había apoyado sobre la encimera. Se tragó a toda prisa un par de pastillas con un poco de agua. Si Jake supiera cuánto le dolía la cabeza, la obligaría a volver directamente al hospital.
Comieron en la sala con la televisión encendida y con Cielito a los pies de Sarah, sentados, uno al lado del otro, sobre el sofá de cuero marrón que se encontraba entre las dos ventanas típicas de los años cincuenta que permitían contemplar el jardín delantero cuando las venecianas no estaban echadas, como era el caso. El sofá entonaba con la butaca para dos que había a la izquierda y con la combinación de silla y otomana que había a la derecha. Cuando compró la casa, Sarah efectuó una rápida visita a la tienda de muebles de descuento de la localidad, donde había comprado todo el conjunto así como el resto de piezas que necesitaba para la casa. El grupo formado por el sofá, la butaca y la silla cumplía la doble finalidad de ser funcional, por un lado, y, en unión a tres mesas de roble y un par de lámparas de latón, llenar la habitación, por otro. Puede que careciese de un toque de color y que no resultase, lo que se dice, deslumbrante; pero la habitación era presentable y bastante acogedora y eso era, a fin de cuentas, lo único que a Sarah le importaba.
Las pizzas estaban en la mesita de centro que tenían delante. Jake engullía la suya en tanto que Sarah, que de por sí no tenía un gran apetito en sus mejores momentos y ahora lo había perdido casi por completo, mordisqueaba la suya. Cielito era un declarado carnívoro, de forma que Sarah le iba pasando los trozos de salchicha y jamón que robaba de la pizza de Jake — lo cual, según había hecho notar a su amigo, no era sino hacerle un favor porque evitaba que se le atascaran las arterias por exceso de grasa — mientras sonreía cada vez que su amigo les dirigía, tanto a ella como a Cielito, una mirada asesina. Por fortuna, los analgésicos habían hecho su trabajo: en lugar de tener la cabeza como un tambor, casi se sentía flotar.
Duncan, recién salido del trabajo y vestido todavía con traje y corbata, llegó cuando casi estaban acabando. Era un muchacho bastante atractivo, de casi metro y ochenta de estatura, delgado, con el pelo castaño y ondulado que le empezaba a clarear sobre la frente, y unos brillantes ojos azules. A sus treinta y cinco años, se acababa de divorciar de su mujer, que lo había engañado — si algo tenía de encomiable la red de chismorreo de la oficina era, desde luego, su eficiencia—, y se había convertido en el polo de atracción tanto para Lynnie como para el resto de mujeres solteras del departamento. Llevaba casi dos años en la oficina del fiscal del distrito, después de haber trabajado durante un breve periodo en el sector privado, y era un buen abogado, aunque quizá demasiado preocupado por ganar dinero, lo que lo llevaba a elegir con sumo cuidado los casos de los que tenía que ocuparse. En pocas palabras, al igual que muchos otros abogados, Duncan sólo se ponía manos a la obra si tenía la certeza de que podía ganar. Y precisamente eso lo convertía en un elemento deseable para un equipo.
—Oh, vaya, hola — le dijo Duncan a Jake sin excesiva sorpresa tras entrar en la casa y vislumbrar al detective por encima del tabique divisorio que separaba el vestíbulo de la sala.
Sarah arrastraba mientras tanto a Cielito, quien manifestaba el disgusto que le producía el compañero de su ama en su habitual e inimitable modo, hacia la puerta trasera. Jake, que seguía inmóvil ante el televisor, le respondió con un simple ademán, tras lo cual Duncan siguió a Sarah hasta la cocina, manteniendo en todo momento cierta distancia. Tras haber sacado a Cielito de allí, Sarah se sentó a la mesa y cogió la carpeta que Duncan sacó de su cartera y le ofreció mientras tomaba asiento.
—No sabía que salías con Hogan — le dijo Duncan bajando la voz, al tiempo que Sarah abría la carpeta y empezaba a leer los documentos más recientes.
—Es un amigo. — Sarah alzó la mirada al responder y se sorprendió al ver que algo vacilaba en los ojos de Duncan; algo que no alcanzaba a definir pero que, en cualquier caso, la pilló desprevenida. ¿Estaría interesado en ella como mujer? ¿O se trataba tan sólo de pura especulación lasciva? Fuese lo que fuese, había que neutralizarlo—. ¿Por qué?
La mirada de Duncan volvía a ser firme y serena. Lo que pudiese haber pasado por ella hacía unos instantes, se había desvanecido ya. ¿Se lo habría imaginado? Tal vez. Entre las pastillas, el creciente dolor de cabeza y el trauma que había vivido veinticuatro horas antes, su capacidad de pensar no tenía en esos momentos la agudeza de la que tanto se enorgullecía. De hecho, seguía sintiéndose aturdida.
—Simple curiosidad. — Duncan se encogió de hombros y le sonrió con tristeza—. En el despacho se dice que no sales con nadie.
—Así es — le atajó ella y volvió a concentrarse en los documentos, esperando poner con ello punto final a sus especulaciones. Duncan permaneció callado mientras Sarah leía. Cuando acabó de hacerlo, ésta alzó los ojos y miró de nuevo a su compañero de manera estrictamente profesional—. ¿La propuesta de sobreseimiento se basa en estos argumentos?
Duncan asintió con la cabeza.
—Sí.
—¿Algún problema? — preguntó Jake desde la puerta.
Sarah se percató de que se había quitado los zapatos y de que se dirigía hacia la pila en calcetines, como si estuviese en su propia casa. Duncan lo miró detenidamente. Sarah entendió que, dado el aspecto tan masculino de Jake, a la gente le costase creer que ambos eran tan sólo buenos amigos. Sus propios pies descalzos y las pizzas sobre la mesa no podían sino hacer pensar a alguien como Duncan, que no conocía bien la situación, que ambos compartían cierta intimidad. Lo cual era verdad, aunque no tal y como ellos se lo imaginaban.
—Los abogados de Helitzer tienen la declaración jurada de un experto que asegura que la sangre derramada en la escalera pudo ser causada por la caída — le refirió ella, mientras él abría el armario que había debajo de la pila y sacaba una bolsa de basura de la caja donde ella las guardaba. Sarah advirtió que Duncan se daba cuenta de que Jake sabía exactamente dónde estaban. Al día siguiente lo sabría toda la oficina. Sarah aceptó aquella certeza suspirando para sus adentros y la archivó entre las restantes cosas de las que iba a tener que ocuparse cuando volviera al despacho.
—¿Ah, sí? — preguntó Jake al tiempo que se incorporaba con la bolsa de basura en la mano. No añadió: «Ya te lo dije», pero no hizo falta. Su expresión hablaba por sí sola.
Sarah lo miró con los ojos entornados mientras su amigo regresaba a la sala. Aquella sonrisa tenía más de gesto de satisfacción que de simple respuesta.
—¿Quieres que te guarde la pizza que sobra para desayunar? — le dijo él cuando desaparecía por el pasillo.
«¡Oh, qué discreción!» La expresión de Duncan delataba que, pese a la anterior negación de Sarah, éste no había dejado de preguntarse si su compañera y Jake compartirían el desayuno a la mañana siguiente. Lo que, por descontado harían, aunque por un motivo diferente del que él pensaba.
—No — le respondió Sarah en tono de aguafiestas.
En circunstancias normales, Sarah habría conservado los restos de pizza, para desayunar o para lo que fuese. No le gustaba desperdiciar la comida, y Jake lo sabía. Pero con la mirada de curiosidad de Duncan clavada en ella, decir sí habría sido como echar más leña al fuego.
—Como quieras.
La respuesta de Jake era excesivamente alegre. Sarah sabía que su amigo estaba haciendo el tonto y divirtiéndose a su costa.
Pocos minutos después, Duncan se levantó y Sarah lo acompañó hasta la puerta. Fuera era ya de noche y los porches de las casas vecinas tenían encendidas las luces. Una leve brisa sacudió las hojas de la palmera. Seguía haciendo el mismo calor que, por lo general, solía hacer en Beaufort allá por el mes de agosto; pero la humedad ya no era tan fuerte y el aire olía a madreselva y a hierba recién cortada. Al final de la calle, un grupo de niños gritaba mientras se dedicaba a cazar luciérnagas en el jardín de algún vecino. Un coche dejó un rastro de música al pasar.
—¿Estás segura de que no quieres que me encargue yo del caso mañana? No tienes muy buen aspecto — le dijo Duncan cuando salió al porche.
—Muchas gracias, hombre — le respondió Sarah en tono cortante.
—Bueno, no quería decir eso. — La única luz que iluminaba el porche era la que salía a través de la puerta entreabierta, de forma que, aunque no podía estar muy segura, a Sarah le pareció que Duncan enrojecía—. Tienes buen aspecto, quiero decir, siempre lo tienes, excepto... er... solo quería decir... esto... que con todo lo que ha pasado tal vez no deberías...
—Estaré en el tribunal a las nueve — le interrumpió Sarah sacándolo del apuro—. Gracias por traerme los documentos.
—Oh, sí, bueno, ha sido un placer. Como siempre.
Duncan bajó los escalones, encogiéndose de hombros y agitando la mano, como si se sintiese feliz de escapar por fin de allí y atajó por el césped para llegar cuanto antes junto al coche. Sarah cerró la puerta y al darse la vuelta vio que en ese momento Jake salía de la sala con la bolsa de basura, ahora llena, en la mano.
—Bueno, ha desperdiciado su noche. — Jake se encaminó hacia la cocina.
—¿Qué quieres decir? — Sarah fue en pos de él.
—Es evidente que estaba deseando encontrarte sola. Creo que está tratando de reunir fuerzas para pedirte que salgas con él.
—¡Pero si sólo me ha traído el expediente Helitzer!
—Sí, bueno. Una excusa perfecta, ¿no te parece?
Jake volvió la cara para sonreírle mientras abría la puerta trasera, con la evidente intención de sacar la basura. Cielito, que debía de haberse echado una siesta en el porche trasero, saltó sobre sus pies y se alejó al instante de ellos con una explosión de ladridos. Jake soltó la bolsa y se apresuró a entrar de nuevo en la cocina. Perro y hombre se escrutaron a través de la mampara; Jake tenía los ojos desmesuradamente abiertos y Cielito lo contemplaba enfurecido. Sarah se echó a reír.
—Maldito chucho — murmuró Jake entre dientes y, una vez recuperado, recobró la bolsa.
—Te adora, el problema es que le cuesta manifestarlo. — Jake lanzó un resoplido. Sin dejar de sonreír, Sarah pasó por delante de él y abrió la mampara. Cielito entró en la cocina y lanzó una mirada de través a Jake, que no le quitaba ojo, al pasar por delante de él—. Lamento que te haya asustado.
Se lo tenía bien merecido por burlarse de ella.
No obstante, Jake no picó el anzuelo. Se limitó a hacer una mueca y salió por la puerta trasera mientras Cielito se alejaba en dirección opuesta, probablemente hacia su lugar preferido para dormir: bajo la cama de Sarah.
—Voy a darme una ducha — le dijo Sarah a Jake.
Sin aguardar respuesta, se encaminó hacia el baño. Estaba exhausta, le dolía todo el cuerpo y, a pesar de los analgésicos, volvía a tener la cabeza a punto de estallar. Después de la ducha, se metería en la cama. Tal y como decía Escarlata O'Hara en Lo que el viento se llevó, «mañana será otro día».
Sólo esperaba que fuese mejor que los dos anteriores.
Al final optó por un baño para evitar que se le mojase la herida de la cabeza. Mientras llenaba la bañera se lavó los dientes y se miró al espejo que había encima del lavabo. Incluso a la benévola luz de su propio baño seguía teniendo un aspecto espantoso, concluyó sombría tras proceder a un examen crítico de las partes de sí misma que alcanzaba a ver. Pese a su metro sesenta de estatura, pesaba tan sólo cuarenta y seis kilos, veinte menos que hacía siete años. Sarah era consciente de que se estaba quedando demasiado delgada, y la imagen que le devolvía el espejo no hacía sino corroborarlo. Sus ojos — que tenían la misma tonalidad azul oscuro que los de Lexie, y por eso a ella le costaba mantener su propia mirada — estaban rodeados de profundas ojeras. Su cara, que en el pasado resultaba enormemente atractiva gracias a la delicadeza de sus rasgos, ahora estaba demasiado delgada, demasiado: los huesos le sobresalían tanto que hasta parecían querer desgarrarle la piel para salir por ella. Si a eso se le añadía una extrema palidez, unas cejas rectas y negras como el carbón, y el rojo arañazo que se había hecho en la barbilla al caer al suelo, su aspecto era, sin lugar a dudas, capaz de aterrorizar a un niño. Una enfermera la había ayudado a ducharse durante su estancia en el hospital; por lo que, al menos, su pelo, corto y también negro, estaba presentable por un día más. O tal vez presentable fuese decir demasiado. Pongamos que estaba limpio. Su melena corta y escalonada por delante era estupenda para el trabajo, ya que para peinarla bastaba lavarla y añadirle un poco de espuma. Sin embargo, ya no lo era tanto cuando le faltaba la espuma, o cuando se trataba de ocultar un trozo de esparadrapo color carne casi tan grande como un billete de dólar.
A pesar de todo, tenía que dar gracias por seguir viva.
«Mary ya no lo estaba...»
Mientras intentaba apartar esa idea de su mente, Sarah se introdujo en la bañera y se hundió con deleite en el agua caliente. Si bien la mayor parte de su cuerpo experimentó una maravillosa sensación al hacerlo, el dolor que ello le produjo, en codos y rodillas, cosidos a arañazos, fue insoportable. Dado que era casi imposible mantener las cuatro articulaciones fuera del agua al mismo tiempo, se lavó apresuradamente y salió de la bañera goteando. Mientras lo hacía se tambaleó al sentir un repentino mareo. Por fortuna, pudo apoyarse en el lavabo antes de caer de rodillas. Se aferró con todas sus fuerzas al borde de la pica, inspiró profundamente varias veces y no se movió de allí hasta recuperar el equilibrio. Entonces se secó deprisa, se puso la enorme camiseta azul que usaba para dormir y el albornoz de rizo blanco y se dispuso a dar las buenas noches a Jake.
Su amigo volvía a estar en la sala, arrellanado en el sofá y con los pies apoyados sobre la mesa de centro. Tenía el mando a distancia en la mano y, como no podía ser menos tratándose de un hombre, en ese momento se dedicaba a saltar con él de un canal a otro. Cuando Sarah entró en la sala, Jake alzó los ojos y bajó el mando. A Sarah le bastó echar un vistazo al aparato para comprobar que estaba mirando el telediario de las diez. Hayley Winston ocupaba la pantalla, una imagen rubia y frívola que comentaba el accidente en cadena que se había producido en la autopista 17.
—Tienes un aspecto terrible — le dijo Jake—. ¿Te duele la cabeza?
«Vaya si me duele.»
—Un poco, me voy a la cama.
—Grita si me necesitas.
—Cuenta con ello — le dijo Sarah mientras se daba media vuelta. Acto seguido, volvió la cabeza y le dijo—: ¿Jake?
—¿Sí? — Su amigo se había vuelto a concentrar en la televisión. Parecía encontrarse tan a gusto en el sofá, tan grande, tan moreno, tan desaliñado y querido, que Sarah no pudo contenerse y esbozó una sonrisa.
—Gracias — le dijo con dulzura.
Jake la miró.
—¿Por...?
—Por estar aquí. Por quedarte esta noche. Por haber acudido ayer al hospital. Por todo.
—Lo hago encantado.
Sus ojos regresaron a la televisión y, de repente, se abrieron como platos. Al ver la expresión de sorpresa de su amigo, Sarah siguió su mirada.
La cara de Lexie estaba en la pantalla, regordeta y sonriente, rodeada por unos gruesos tirabuzones cobrizos. Sarah reconoció la imagen de inmediato: era la foto escolar de su hija, la que le habían hecho la tercera semana de guardería.
La punzada de dolor que sintió al verla le cortó la respiración.
—... una historia particularmente conmovedora — decía en esos momentos Hayley Winston—. La ayudante del fiscal del distrito, Sarah Mason, que salvo a la niña de nueve años, Angela Barillas, en el curso del robo que se produjo anoche en un supermercado, es asimismo víctima de una tragedia. Quizá los telespectadores recuerden que su hija de cinco años, Alexandra, era...
La imagen desapareció de repente. Sin más. Jake había usado el mando a distancia.
Se había puesto en pie y ahora se aproximaba a ella con los ojos rebosantes de ansiedad.
—Sarah...
El dolor la hacía temblar como una hoja. Le encogía el estómago, le hacía estremecerse, supuraba por sus poros. La intensidad con que la sacudía no había disminuido con el paso del tiempo, y a ella había acabado por resultarle incluso familiar. Una vez más se preguntó cómo era posible sufrir tanto y, al mismo tiempo, permanecer con vida.
—Sarah. — Jake había apoyado sus manos en los hombros de su amiga, sus manos grandes y cálidas, y la atrajo hacia su pecho.
Por un momento, sólo por un momento, Sarah se permitió a sí misma reposar en sus brazos, abandonarse, recostarse en su sólida firmeza, consolarse con su presencia, con la preocupación que demostraba por ella.
Pero acto seguido se obligó a sí misma a respirar, inspirando y espirando lenta y profundamente; se obligó a sí misma a ahuyentar el dolor, a apretar los dientes, a enderezar la espalda y a borrar de su mente lo que acababa de ver. Si algo había aprendido a lo largo de aquellos terribles años era que sólo se sobrevivía con la fuerza. Había que ser fuerte y tratar de superar la pérdida.
Sarah apartó la cabeza del cuerpo de su amigo y dio un paso hacia atrás. Jake la retuvo a su lado. Sus manos apretaban con firmeza los hombros de su amiga. Trató de mirarla a los ojos.
—Estoy bien. — La voz de Sarah resultaba sorprendentemente clara. Sarah comprendió al mirarlo que Jake compartía su dolor y eso la reconfortó. Para agradecérselo, esbozó a duras penas una tranquilizadora sonrisa—. Estoy bien, de verdad. No me esperaba volver a ver eso.
Jake no parecía muy convencido, pero Sarah no podía hacer nada para evitarlo. Su estado se lo impedía.
—Sarah...
—Me voy a la cama — le interrumpió ella porque, sencillamente, no podía soportarlo más, no podía soportar más dolor, más traumas, más comprensión—. No te preocupes por mí, estoy bien, te lo prometo.
—De acuerdo. — Pese a que el escepticismo no se le había borrado del todo, Jake le soltó los hombros.
—Buenas noches. — Sarah dio media vuelta y se encamino hacia su dormitorio, con la espalda bien erguida y la cabeza muy alta.
—Buenas noches. — La voz grave y profunda de Jake la acompañó mientras cruzaba el vestíbulo.
Su habitación estaba iluminada por el tenue resplandor que procedía de la sala. Tras dejar la puerta abierta para que Cielito pudiese levantarse y salir a beber agua durante la noche, Sarah se quitó el albornoz, apartó las sábanas y se metió en la cama sin siquiera encender la luz. Necesitaba, deseaba y agradecía el sueño como el único refugio que conocía para aliviar el dolor.
Sarah tenía una fórmula, una fórmula comprobada que le había ayudado a superar las 2.587 noches de insondable oscuridad. Con la rítmica respiración de Cielito, que dormía bajo su cama, como fondo, Sarah se hacía un ovillo bajo las sábanas y recitaba todas las oraciones que sabía, las repetía una y otra vez en silencio hasta que las mismas empezaban a desfilar una tras otra por su mente; hasta que ella se abandonaba a la promesa de paz que ofrecían; hasta que, por fin, era engullida por el despreocupado olvido que procuraba el sueño.
Esa noche ni siquiera soñó. Durmió profundamente. No sabría decir durante cuánto tiempo. Lo único que podía asegurar era que, cuando se despertó sobresaltada, la casa estaba silenciosa y a oscuras. Por un momento no supo identificar lo que la había despertado.
Entonces sonó, con un timbre agudo e insistente, el teléfono que había sobre la mesita de noche.
De forma que eso era lo que la había despertado. Sarah refunfuñó y buscó a tientas el aparato. Le retumbaba la cabeza, tenía la boca seca y, para sorpresa suya, se resistía a abandonar las garras del sueño. Los analgésicos la habían atontado. Puede que el sueño intensificase sus efectos. Mientras su mano aferraba el auricular, vio que el despertador luminoso de la mesita marcaba la 1:32 de la madrugada.
A esa hora sólo podía tratarse de malas noticias, y la fuente más probable de ellas era el trabajo. La necesitaban en la cárcel, en la escena de algún crimen...
—¿Sí? — Su voz aún sonaba apagada por el sueño cuando respondió.
—Mamá, mamá, ven a buscarme. Estoy asustada. — La voz se quebró en un sollozo casi inaudible—. Mamá, ¿dónde estás?
Sarah lanzó un grito sofocado y se incorporó de un salto en la cama mientras la trémula voz de la niña erizaba su cuerpo.
Era Lexie. Lexie, que siete años atrás se había alejado de ella para ir a buscar un trozo de pastel de cumpleaños y que, a continuación, había desaparecido sin dejar rastro.