Capítulo 9

—Señoría, lamento tener que decirlo, pero en este caso nos enfrentamos a un fiscal que se deja llevar por el ímpetu. Conoce usted a la señora Mason tan bien como yo y sabe, por tanto, hasta qué punto puede ser demasiado agresiva cuando se trata de asuntos relacionados con violencia ejercida sobre las mujeres. Aducimos que, en este caso, la señora Mason se ha equivocado: los hechos no sostienen la acusación. Y contamos con el testimonio de un experto en el tema para probarlo.

Pat Letts, la costosa abogada defensora de Mitchell Helitzer, tendió la prueba sobre las manchas de sangre al juez Amos Schwartzman, sentado a su mesa de la sala D del Tribunal de Beaufort, popularmente llamado por los abogados, los policías y el resto del personal que trabajaba en él, la Cúpula del Trueno.

Socia del bufete de abogados Crum, Howard & Gustafson, Letts era una rubia de unos treinta años, que casi alcanzaba el metro ochenta de estatura con sus zapatos de diez centímetros de tacón y cuya despampanante figura quedaba resaltada por el minivestido de punto, ajustado y de color verde lima que se adhería a sus curvas como una segunda piel. Su señoría, un tipo rollizo con aire de anciano venerable, una calva reluciente y un par de gafas, tenía fama de sentir debilidad por las mujeres. De hecho, en esos momentos tenía los ojos casi fuera de las órbitas mientras se extasiaba contemplando a la abogada defensora que se encontraba de pie junto a Sarah y frente a él.

—¿En eso basan ustedes su propuesta de sobreseimiento del juicio? — le preguntó el juez, Schwartzman.

Letts asintió con la cabeza.

—Sí, señoría.

El juez Schwartzman se ajustó las gafas sobre la nariz y bajó la mirada para echar un vistazo al documento que tenía sobre la mesa. Letts lanzó a Sarah una mirada penetrante al tiempo que esbozaba una sonrisa de satisfacción. Sarah, que a veces coincidía con ella en el gimnasio al que ambas acudían, era plenamente consciente de que su contrincante, sabedora de que al juez Schwartzman se le iban los ojos detrás de los bombones como ella, se había vestido expresamente así para sacar el mayor partido posible a la situación.

«Mierda, debería haber pensado en ello.» Pero no se le había ocurrido; aquella mañana tenía tanta prisa que el mero hecho de haber salido vestida de casa podía considerarse ya una gran hazaña y, en cualquier caso, ella no tenía ni un vestido de punto tan chillón ni una figura tan despampanante como la de su colega para lucir.

—¿Quieren ustedes entonces que el juicio quede anulado sin prejuicios? — Eso significaba que no podría ser revisado más adelante. El juez Schwartzman miró a Letts por encima de la montura de sus gafas al efectuar la pregunta.

—Sí, señoría.

Letts sonrió al juez. Sarah observó que se había puesto también más maquillaje de lo habitual, incluso un pintalabios de un rojo intenso; y que se estaba aprovechando al máximo de su sex-appeal.

«Está bien, tanto en el amor como en los juicios, todo vale.»

—Señoría, nosotros también contamos con el testimonio de un experto que pondrá en entredicho las conclusiones del testigo de la defensa referentes a la importancia de las manchas de sangre.

Sarah deslizó a su vez sobre la mesa del juez el documento que contenía la oposición a los argumentos de la defensa y que había redactado a toda prisa. Dado que en su estado no podía resultar, lo que se dice atractiva, al menos podía tratar de valerse de él para obtener un poco de compasión. Su vestido era de poliéster negro (una ayudante del fiscal no podía permitirse ropa cara como, por ejemplo, los vestidos de mil dólares que solía lucir Letts), largo hasta la rodilla, e iba acompañado de un par de sencillas medias y de un par de zapatos de tacón bajo, también negros. Lo cual hacía que en esos momentos resultase difícil encontrar algo menos excitante que ella. Además, en el espejo se había visto delgada, pálida, cansada y, gracias al arañazo de la barbilla y al esparadrapo imposible-de-ignorar que llevaba detrás de la oreja parecía además la víctima de un crimen que podía dar gracias a Dios de encontrarse en la sala del tribunal aquel día. Sarah se llevó rápidamente una mano al esparadrapo y puso ojos de pena sin importarle las punzadas que sentía en la herida al tocarla.

—Lamentablemente, todos sabemos que en el condado de Beaufort se ha producido una escalada de crímenes violentos y que aquellos que se cometen contra las mujeres son los que más han aumentado. La oficina del fiscal del distrito se ha visto inundada por este tipo de casos. En contra de lo que afirma la abogada de la defensa, nuestro departamento no presenta cargos contra nadie a la ligera, especialmente en un supuesto como éste. La muerte de Susan Helitzer está siendo objeto de gran atención por parte de los medios de comunicación. Dada la violencia con la que se produjo la misma, la falta de testigos y las cuestiones que plantea el caso, la oficina del fiscal del distrito podría ser acusada de negligencia si no analizase con todo lujo de detalles las circunstancias que concurrieron en el momento de su fallecimiento. Por eso, tras haber realizado una meticulosa investigación, hemos llegado a la conclusión de que contamos con los elementos necesarios para probar que su marido la asesinó. Esa misma razón nos lleva a solicitar a su señoría que rechace la petición de sobreseimiento del proceso que ha planteado la defensa.

Sarah había captado la atención del juez; de forma que decidió aprovechar aquel momento y se llevó una mano temblorosa a la herida, al tiempo que hacía una mueca de profundo dolor. Su señoría la miró comprensivo. Letts, en cambio, lo hizo con desdén, y Sarah se regodeó de aquella breve victoria.

«¡Chúpate ésa, Jessica Rabbit!» Letts no tardó en contratacar.

—Todo el mundo está de acuerdo en que la muerte de Susan Helitzer fue una terrible desgracia. Su familia, incluido su desconsolado marido Mitchell... — quien, haciendo gala de su carácter dominante, estaba sentado en la mesa de la defensa a pesar que su presencia en el tribunal esa mañana no era legalmente necesaria—, está destrozada. Pero fue un accidente. Si leen ustedes el informe que redactó nuestro testigo, el doctor Norman Seaver que, como la acusación sabe, es un conocido experto en la materia, descubrirán que el modo en que se produjeron las manchas de sangre demuestra que la víctima murió al caer por las escaleras. — Letts aprovechó que el juez Schwartzman la miraba para abanicarse la cara como si de repente sintiese un calor insoportable y desabrocharse el botón superior de la chaqueta, de manera que el canesú de encaje blanco que llevaba debajo quedase a la vista. Después añadió en voz baja—: Vaya, qué calor hace aquí.

El juez le sonrió.

—Pues sí.

«No me digas...»

—Señoría, nuestro experto es el doctor Edward Kane, de la Universidad de Carolina del Sur, quien ha testificado ya ante este tribunal en numerosas ocasiones. No creo que la señorita Letts pretenda poner en duda sus conocimientos — dijo Sarah. De hecho, el informe que tenía el juez ante sus ojos lo había redactado la misma Sarah durante la febril hora y media que había precedido a la apertura de la sala. Para hacerlo, se había basado en la información que le había procurado por teléfono el ayudante del doctor Kane ya que éste, cosas del destino, se encontraba disfrutando en ese preciso momento de un crucero por el Caribe y era imposible localizarlo. Pero el doctor Kane era su experto y Sarah sabía que estaba preparado para testificar; además, no era necesario que los jueces estuviesen al corriente de todo—. Lo que solicitamos es que se nos conceda la oportunidad de llevar el caso ante un jurado. Dejemos que sean los ciudadanos del condado de Beaufort los que decidan si la muerte de la señora Helitzer fue o no un accidente.

Al ver que el juez la miraba de nuevo, Sarah se tambaleó hacia un lado, como si quisiese darle a entender que el dolor de cabeza que sentía le hacía incluso perder el equilibrio, y se aferró a la mesa del magistrado. Se rascó el esparadrapo con los dedos intentando acentuar con ello su aspecto demacrado. Lo cual, por otra parte, no requería un gran esfuerzo. Pese a los litros de cafeína y adrenalina que tenía en el cuerpo y de la buena dosis de recto empeño por hacer justicia que la vigorizaba, Sarah se sentía destrozada. Por si fuera poco, trataba de ignorar el terrible dolor de cabeza que la atenazaba.

—¿Se encuentra usted bien, señora Mason? — le preguntó preocupado el juez en voz baja y frunciendo el ceño.

Sarah asintió valerosamente con la cabeza. Además de hacer todo lo posible por obtener su compasión, Sarah jugaba con el hecho de que el juez Schwartzman era lo bastante astuto como para captar la otra parte de su mensaje: «El electorado nos observa. Y no creo que quiera usted echar a perder una ocasión como ésta.»

Sarah esbozó una leve sonrisa.

—El mero hecho de que me encuentre hoy en esta sala debería bastar para que usted entendiese hasta qué punto considero que este caso tiene que ir a los tribunales señoría — dijo Sarah para asegurarse de que el mensaje llegaba a su destino—. Los médicos querían que permaneciese en el hospital un día más. Pero yo he querido venir para hacerle entender que la muerte de Susan Helitzer fue un asesinato a sangre fría.

—Señoría... — empezó a decir Letts, indignada.

El juez le ordenó callar con un ademán de la mano.

—Estoy listo para dictar sentencia — dijo—. La solicitud de sobreseimiento queda rechazada. El proceso seguirá adelante.

A continuación, dio por concluido el asunto con un golpe de mazo.

«Sí.» Sarah hizo un gesto de triunfo.

La dactilógrafa estiró sus dedos entumecidos, los alguaciles se apresuraron a hacer entrar a un nuevo acusado en la sala, uno de los ayudantes del juez mantuvo con éste una conversación en voz baja, y el público desalojó la sala y la volvió a llenar. «Es como el cambio de guardia en Buckingham Palace», pensó Sarah mientras se encaminaba a recoger sus cosas. Letts, cuyos ojos habían perdido toda expresión, lanzó a Sarah una mirada desdeñosa y se dio media vuelta para hablar con su cliente, cuyo rostro, ya de por sí subido de color, estaba ahora completamente encendido en honor a la sentencia. Ahora que estaba de pie, Sarah reparó en que Mitchell Helitzer era tal vez unos centímetros más bajo que su abogada, aunque el hecho de ser tres veces más corpulento que ella los igualaba en algún modo. A sus cuarenta y siete años, Mitchell Helitzer era una especie de bulldog con una cabellera pelirroja y rizada y un aire de matón que lo hacía parecer mal vestido a pesar de que su traje color gris perla le debía de haber costado un ojo de la cara. Según había podido saber Sarah por el informe de la autopsia, su mujer era muy menuda. De forma que era impensable que hubiese podido defenderse del ataque de su fornido marido.

—Me gustaría saber lo que sales ganando con esta especie de caza de brujas — le preguntó Helitzer a Sarah cuando ambos se cruzaron en la puerta batiente que separaba el estrado del público.

Estaba furibundo y lanzó a Sarah una mirada iracunda con sus ojos azules de cerdito. Sarah recordó de golpe las fotos de la autopsia de su mujer y consideró por unos momentos la posibilidad de golpearlo en la cabeza con su maletín, pero su orgullo profesional se lo impidió. Además, tarde o temprano sería suyo. La pena de muerte o la cadena perpetua le harían de seguro mucho más daño que un simple mamporro en la cabeza.

—Justicia para Susan — le respondió Sarah al tiempo que Letts le decía escandalizada:

—¡Match! ¡Cierra el pico!

Agarrándolo del brazo, lo empujó por la puerta y lo arrastró pasillo arriba.

Sarah fue en pos de ellos.

—Debes saber que tenemos la intención de pedir un aplazamiento del proceso — le dijo Letts, volviendo la cabeza mientras se aproximaban al final del pasillo.

—Pelearemos por eso. Estamos listos para acudir a juicio — le replicó Sarah.

Lo cual era casi cierto. Sarah se había visto obligada a interrumpir su trabajo habitual para asumir este caso, heredado junto con el resto de cosas de las que se ocupaba John Carver, y poder preparar la sesión que estaba programada. El anterior supervisor no había sido, lo que se dice, demasiado metódico en su trabajo; de forma que Sarah se había visto obligada a repasarlo prácticamente todo, desde los informes forenses hasta las entrevistas con los testigos, y a corregir innumerables errores. Y eso, unido al resto de cosas que conllevaba la asunción de su nuevo puesto, había implicado por parte de Sarah un gran esfuerzo para preparar este juicio. Cosa que, por otra parte, no le había importado demasiado dado que, tal y como le hacía notar siempre su amigo Jake, su vida privada era, en aquellos momentos, inexistente. El juicio se celebraría en quince días, a contar desde el lunes, y para entonces todas las piezas del puzle debían estar en su sitio. En caso de que no fuese así, estaba dispuesta a improvisar para conseguirlo.

—Perfecto, nosotros no lo estamos — le atajó Letts y, valiéndose de Helitzer, que había vuelto también la cabeza para mirar a Sarah, empujó las puertas batientes de caoba que daban acceso al vestíbulo como ariete personal.

—Es agradable ver que todos te quieren — le dijo una voz al oído cuando Sarah se disponía ya a seguirlos.

Sarah se sobresaltó. No obstante, no le hizo falta darse la vuelta para adivinar de quién se trataba: Jake. Debía de haber estado todo el tiempo en el pasillo, observando lo que sucedía a su alrededor.

Sintiéndose tan ridícula como un niño al que han pillado haciendo novillos, sólo que en su caso era más bien al contrario, Sarah empujó la doble puerta con su amigo a la zaga. El silencioso ambiente de la sala del tribunal fue sustituido por la algarabía del vestíbulo. Las paredes de éste estaban forradas en pino oscuro y la luz que entraba a raudales por los ventanales que había a ambos extremos del mismo quedaba difuminada por las ondulaciones de los cristales de más de cien años. Había un ala más moderna, pero esa parle del tribunal, de diseño clásico, era anterior a la guerra civil. Su antigüedad añadía gravitas a los cientos de procedimientos que tenían lugar cotidianamente entre sus cuatro paredes, pero la iluminación era pobre y el aire acondicionado funcionaba sólo de vez en cuando. Sarah pasaba tanto tiempo en el edificio que el olor a moho que reinaba en su interior, y que ningún perfume era capaz de borrar por completo, había acabado por resultarle tan familiar como el aroma del café; además, había llegado a conocer todas y cada una de sus grietas y rincones. Cada uno de los cuatro pisos estaba integrado por el cuadrado que formaban cuatro amplios vestíbulos conectados entre sí. La sala D se encontraba en el segundo piso. El suelo de mármol tenía el lustre que suelen conferir los numerosos años de uso reiterado; razón por la cual las multitudes que se desplazaban por él arrastraban los pies en lugar de avanzar a grandes zancadas sobre su superficie. Sarah solía pensar que aquél era un buen sitio para efectuar el tipo de encuestas a las que tan aficionados eran los políticos, pues resultaba imposible imaginar una mayor variedad de ciudadanos de Carolina del Sur, metidos todos en el mismo sitio y al mismo tiempo. En efecto, personas de ambos sexos y de todo tipo de raza, edad y condición social se daban cita para enfrentarse entre los muros de la Cúpula del Trueno.

—¿Por qué no estás trabajando? — le preguntó Sarah, fiel a la teoría que afirmaba que la mejor defensa era siempre un buen ataque.

Cuando lo había dejado esa mañana poco después de las 6:00, al salir de casa, Jake roncaba como un bendito, tumbado sobre la colcha en el otro extremo de la cama. Estaba echado de espaldas con las manos bajo el almohadón, y sus prominentes hombros desnudos estaban encorvados como si tuviese frío. Sarah había tenido la delicadeza de taparlo con una colcha antes de dejarlo allí para dirigirse al despacho, cosa a la que él, Sarah era bien consciente, se habría opuesto de plano. Desde entonces, Jake había tenido tiempo de afeitarse, de darse, con toda probabilidad, una ducha, y de ponerse una americana beige, una camisa azul clara y una corbata y unos pantalones azul marino, lo que hizo suponer a su amiga que había pasado por su casa antes de dirigirse al tribunal.

—Estoy de servicio. Esta mañana tengo que testificar para Morrison en el caso Price. Aunque más bien debería ser yo quien te preguntase por qué no estás en casa. — Jake caminaba al paso de su amiga.

No acostumbraba a sucederle, pero aquella vez a Sarah le molestó su presencia. Porque tenía que acudir a un sitio que prefería que él desconociese. Y tenía que estar allí — echó una rápida ojeada a su reloj — en poco más de cuatro minutos.

«Por supuesto.»

Sarah se encogió de hombros.

—Ayer por la noche, cuando te fuiste al cuarto de baño, decidí que esa llamada debía de haberla hecho alguien que está tratando de hacerme perder la calma. Si lo hago, ellos ganarán la partida y como esa idea no me gusta nada, aquí estoy, dando a entender que no me afecta.

En ese momento fueron engullidos por la marea de gente que se precipitaba hacia la doble y florida escalinata que comunicaba los cuatro pisos, y aceleraron el paso para seguirla.

—¿Cómo va tu cabeza? — La tensión que delataban tanto los labios como los ojos de Jake le dio a entender a Sarah hasta qué punto su amigo desaprobaba que ella se encontrase ese día en el tribunal y en aquellas circunstancias. Por desgracia para él, ella no necesitaba su autorización—. ¿O acaso la bala que te metieron y la contusión que te produjiste al caer entran dentro de la categoría de cosas que no te afectan?

Aferrándose al pasamanos de acero, Sarah siguió a la fila de gente que bajaba por las escaleras. Con una ágil maniobra, Jake logró colocarse a su lado.

—Me duele — admitió ella—. Pero no creo que el dolor fuese distinto si me hubiese quedado en casa; además, necesitaba venir para asegurarme de que la petición de sobreseimiento no era aceptada.

Entre muchas otras cosas, que Sarah no estaba dispuesta a revelar.

—Por cierto, has hecho un buen trabajo — le dijo Jake. En ese momento llegaron al fondo de la escalera y Sarah se apartó de la multitud que se dividía para pasar por los detectores de metales. Jake fue en pos de ella. Sarah lo miró. Los ojos de Jake brillaban al devolverle la mirada—: Estoy preocupado por ti, lo reconozco. Por un momento pensé que te ibas a desmayar delante de Schwartzman.

—Gracias — le respondió ella, y se concedió a sí misma una fugaz sonrisa.

Si bien ambos sabían que lo de Sarah había sido puro teatro, hablar de ello en el vestíbulo del tribunal donde cualquiera podía oírles no era lo que se dice una buena idea. La comunidad legal de Beaufort se nutría básicamente de chismorreo, y, con el juicio de Helitzer a punto de empezar, Sarah no estaba dispuesta a perder el favor del magistrado.

—¡Eh, Sarah, el otro día te vi en televisión! ¡Menuda hazaña! — les dijo una voz a sus espaldas.

Sarah miró en derredor y divisó a Ray Welch, un joven abogado que trabajaba para un bufete de categoría media, Bailey & Hudson, agitándole la mano mientras se introducía en el ascensor que había al otro lado del vestíbulo. En el edificio sólo había cuatro, que eran además muy viejos, crujían y estaban siempre abarrotados; de forma que la gente que pasaba buena parte de su tiempo en el tribunal había dejado de usarlos hacía ya tiempo y ahora subía y bajaba por las escaleras.

—Gracias — le respondió ella, mientras se detenía y arrimaba la espalda a la pared para esquivar a la multitud que pasaba.

Jake se paró ante ella y, cuando Sarah alzó los ojos para mirarlo, se percató de que estaba frunciendo el entrecejo.

—Sabes que cabe la posibilidad de que haya alguien ahí fuera que quiera matarte — le dijo al oído para que nadie más los pudiese oír—. Por eso me quedé ayer por la noche en tu casa, ¿recuerdas? ¿Y cómo me lo agradeces? Primero me dejas a merced de una especie de fiera y, a continuación, te dejas ver por este maldito tribunal, el sitio que cualquier persona medianamente inteligente elegiría si quisiese dispararte.

Sarah miró con disimulo hacia la puerta que había al otro lado del vestíbulo y que daba acceso a la pequeña escalera posterior que conducía a los sótanos. Necesitaba llegar a ellos en menos de — su mirada se posó en el enorme reloj que colgaba de la pared de enfrente — tres minutos. Preferiblemente, sin Jake.

—Si alguien quiere dispararme, el Tribunal es, con toda probabilidad, el lugar más seguro donde refugiarse — le replicó entre dientes—. El edificio cuenta con detectores de metales, ¿recuerdas? — Sarah lanzó una significativa mirada a las entradas bien vigiladas—. No se admiten pistolas.

Jake frunció el entrecejo. Sarah supo entonces que se había anotado un tanto.

—¿Así que Cielito te causó problemas? — prosiguió Sarah, sin dejar que su amigo se recuperase y retomara el tema.

—En absoluto — replicó Jake, aunque su tono de afabilidad no concordaba con su iracunda mirada—. A menos que consideres un problema el hecho de que me ladrase durante veinte minutos y me impidiese abandonar la cama después de haberme despertado olfateándome el culo. Tuve que tirarle la colcha por encima y echar a correr para poder salir de casa.

Sarah abrió los ojos desmesuradamente al imaginarse la escena y soltó una risita. Una auténtica risita infantil, de esas que rara vez salían de su garganta desde tiempos inmemoriales. Los rasgos de Jake se suavizaron al verla y el detective esbozó una sonrisa a su pesar.

—Deberías reírte más — le dijo. Acto seguido, la sonrisa se desvaneció de sus labios y añadió, bajando la voz—: Sarah, te estás destrozando en este lugar. Tienes que dejar de correr de un lado para otro como una loca en la medida de lo posible.

Sus miradas se cruzaron, y Sarah leyó en la de su amigo que éste había entendido la verdadera razón de que ella hubiese acudido al tribunal como si se tratase de un día cualquiera: el trabajo era la única cosa que la ayudaba a olvidar a Lexie. Si no se mantenía ocupada, si aminoraba el ritmo de aquella loca carrera que embotaba su mente y maltrataba su cuerpo hasta dejarla al borde del agotamiento, la pena volvería a penetrar en su corazón y lo haría estallar en mil pedazos.

Pero no estaba dispuesta a hablar de ello, ni siquiera con Jake. Puede que en un remoto futuro, cuando el dolor ya no fuese tan desgarrador; pero, desde luego, ahora no.

—Tengo que trabajar — le dijo, alzando desafiante la barbilla—. Para eso me pagan.

Jake apretó los labios. Cuando estaba a punto de responderle, el teléfono móvil sonó. Jake lo sacó de su bolsillo y puso ceño al ver el número que aparecía en la pantalla, pero respondió:

—Hogan.

—Tenemos problemas, colega — dijo una voz al otro lado de la línea.

Sarah apenas podía entender las palabras que salían por el aparato a causa del bullicio que los rodeaba, aunque enseguida comprendió que el autor de la llamada era Pops, Phil Hogan, el abuelo de Jake. Nadie más llamaba a Jake «colega».

Jake exhaló un suspiro y miró a Sarah. Si bien su abuelo tenía ya ochenta y seis años, la palabra «jubilación» no parecía formar parte de su vocabulario. A pesar de la artritis y de los ocasionales momentos en los que se comportaba como el anciano que realmente era, tenía la agilidad propia de un hombre con la mitad de sus años y seguía dedicando unas cuarenta o cincuenta horas semanales a trabajar para la agencia que había fundado.

—¿Qué pasa? — le preguntó Jake con resignación.

—Begley está tratando de arrebatarnos el contrato de seguridad para la DVS — dijo Pops—. A menos que...

Sarah no oyó el resto, porque aprovechó aquel breve momento de distracción de su amigo para alejarse de él.

—Tengo que irme — dijo a modo de despedida, acompañando sus palabras con un ligero ademán de la mano, y a continuación se sumergió en el remolino de gente que abarrotaba el vestíbulo con la presteza de un pez que acaba de escapar del anzuelo.

Jake se dio la vuelta y frunció el entrecejo pero Sarah se dejaba arrastrar ya por la multitud, huyendo de él. Sarah sabía que a Jake no le gustaría nada lo que estaba a punto de hacer y que, de saberlo, le reñiría hasta dejarla sorda.

Por el amor de Dios, todavía se estaba recuperando de un disparo en la cabeza, de una contusión cerebral y de un par de noches extremadamente traumáticas. No veía motivo alguno para tener que añadir a todo ello el sermón de su amigo.

La escalera posterior no era muy frecuentada, por lo que Sarah descendió sola por ella. Una vez abajo empujó la pesada puerta de metal que conducía al nivel inferior de la Cúpula del Trueno. Entró en un pasillo en el que se encontró con más gente que corría ajetreada de un lado para otro — la gente siempre parecía tener prisa en el tribunal — y saludó al pasar a un abogado que conocía. El sótano era enorme, con las paredes de piedra caliza y un perenne olor a moho que ninguna de las tentativas que se había hecho para reducir la humedad había conseguido eliminar. En el pasado se usaba exclusivamente como almacén pero, a medida que la población de Beaufort había ido en aumento y el resto del edificio se había ido quedando más y más pequeño, se habían ido instalando en él despachos y oficinas para paliar las necesidades de espacio. Durante los años ochenta las autoridades habían encargado a un constructor la restructuración total del mismo, con vistas a dar un carácter definitivo a la ampliación. El resultado fue una conejera con habitaciones idénticas las unas a las otras, en su mayor parte sin ventanas, y separadas por unos angostos pasillos iluminados por luces de neón que se cruzaban entre sí y que constituían una especie de laberinto para cualquiera que se adentrase en ellos sin saber muy bien adónde iba. Por fortuna, Sarah lo sabía y por eso no se sorprendió demasiado al ver a una mujer huesuda con una melena de un rojo cuanto menos sorprendente que se balanceaba ante sus ojos. Iba vestida con una camiseta de tirantes rosa chillón, una minifalda negra, unas medias finas casi transparentes, también negras, y unos zapatos con tacones de vértigo. Las cuentas metálicas del bolso que llevaba al hombro tintineaban a cada paso que daba. Parecía haberse perdido.

—Eh, Crystal — dijo Sarah resignada al llegar tras ella.

—Sarah. — Crystal se dio la vuelta con un garbo cuando menos sorprendente, dada la altura de sus tacones, y Sarah tuvo una visión completa de su más que generoso escote. Su tarjeta de presentación podría rezar más o menos así: «Crystal doble D.»; y era evidente que creía a pies juntillas en el lema «ya que lo tienes, enséñalo». Lo que, en el caso del juez Schwartzman habría funcionado a las mil maravillas pero, por desgracia, el magistrado que se ocupaba de su caso era Liz Wessel—. He buscado el despacho 39, como me dijiste, pero supongo que alguien se olvidó de poner los números en las puertas.

—Están encima del timbre.

Sarah le indicó con el dedo la pequeña placa de latón que había encima de los timbres instalados junto a cada puerta cuando habían ordenado cerrarlas bajo llave por motivos de seguridad. El número grabado en ellas era pequeño y difícil de descifrar a causa de la mortecina luz. Sarah no los había visto hasta entonces, probablemente porque sabía moverse a la perfección por aquel sótano.

—¿Cómo es posible que no lo haya visto? — dijo Crystal con cierto retintín en la voz.

Tras observar con ojo crítico las dotes más que abundantes de su clienta, Sarah tuvo una especie de revelación y se quitó la chaqueta. Al hacerlo se quedaba tan sólo con la blusa blanca de manga corta que llevaba puesta; lo cual no era, precisamente, el modo en que le gustaba presentarse ante Liz Wessel, quien exigía que la gente acudiese al tribunal vestida con cierto decoro. En este caso, sin embargo, Crystal necesitaba la chaqueta mucho más que ella, por lo que Sarah estaba dispuesta a hacer un sacrificio.

—Pareces helada — le dijo mintiendo mientras se la ofrecía—. ¿Por qué no te la pones?

Crystal la miró como si Sarah se hubiese vuelto loca.

—Supongo que bromeas, aquí dentro debemos de estar a más de treinta grados.

Sarah suspiró. De nada servía tratar de tener cierto tacto.

—Escucha, el juez que nos recibe ahora es una mujer, ¿lo entiendes? Creo que las cosas irán mejor con ella si te tapas un poco.

Crystal bajó los ojos ceñuda, y a continuación miró de nuevo a Sarah.

—Vaya, así que se trata de una de esas envidiosas. — Sarah asintió con la cabeza rezando por que las cámaras de seguridad no estuviesen grabando aquella escena, de forma que alguien pudiese emplearla en su contra durante un juicio posterior—. No hace falta que lo sea. Si le gustan puede hacérselas ella también. El par sólo cuesta cinco mil dólares. Los jueces ganan mucho dinero y se pueden permitir... — Se interrumpió al ver la mirada de Sarah—. Está bien.

Crystal cogió la chaqueta y se la puso. Le sentaba bastante bien y Sarah se dio cuenta de que, sin contar la nada desdeñable excepción de la doble D, ella y Crystal eran más o menos de la misma talla. Una vez resuelto aquel pequeño objeto de distracción, Sarah podía concentrarse de nuevo en el resto de su clienta. Crystal debía de rondar los treinta y cinco años, tenía los ojos marrones, y una tez muy morena que no pegaba mucho con su melena pelirroja. El arco que formaban sus cejas era cuando menos sorprendente, además tenía la nariz chata; y los labios, bajo el estrato de pintalabios rosa chillón que los cubría, eran finos. El aire de no andarse con tonterías hacía que resultase atractiva. Parecía una mujer que había visto muchas cosas, que había hecho también muchas, y que vivía para lamentar la mayor parte de ellas.

—Espera — dijo Crystal, cuando Sarah se disponía a llamar al timbre del despacho 39.

—¿Qué pasa? — Sarah se quedó con el dedo pegado al botón.

—Alguien me llamó anoche al trabajo y me dijo que abandonara la ciudad porque, de no hacerlo, lo iba a lamentar.

Sarah se estremeció. El recuerdo de su llamada le formó un nudo en la garganta, por lo que lo apartó de su mente. Al parecer, la noche anterior, la luna había fomentado ese tipo de llamadas acosadoras.

—¿Reconociste la voz?

Crystal negó con la cabeza.

—No.

—¿Podría tratarse de alguien relacionado con este caso?

Crystal asintió con la cabeza.

—Creo que se trataba de uno de los policías.

—¿Tienes alguna prueba?

Crystal volvió a sacudir la cabeza.

—No.

El semblante de Crystal se había vuelto a crispar y su mano derecha se abría y se cerraba convulsivamente sobre la hebilla del bolso. Era evidente que aquella llamada le preocupaba.

Sarah le lanzó una significativa mirada.

—¿Estás pensando en abandonar la ciudad? — Si su testigo de cargo estaba a punto de poner pies en polvorosa, ella tenía que saberlo.

—No quisiera tener que hacerlo. Me acaban de contratar en Godfather's, que en teoría era un «bar para caballeros», pero que en realidad era el local número uno de striptease de la ciudad, y me pagan mucho. — El delgado rostro se le iluminó con una sonrisa—. Además, tengo un nuevo novio.

—Me parece muy bien. — Sarah se recuperó del sobresalió—. Trabajas de camarera, ¿no es eso?

—Sí, sí...

Una pareja de secretarias pasó junto a ellas charlando animadamente sobre la nueva temporada televisiva. A Sarah le pareció entender que ambas esperaban deseosas la serie Mujeres desesperadas.

—Yo también la veo — comentó Crystal, mientras ambas se alejaban por el pasillo—. Es muy buena.

—¿De verdad? — Sarah solía pasar los domingos por la noche preparándose para el lunes—. Escucha, ya sabes que puedes dejar esto si quieres. Todavía no hay nada definitivo.

Crystal apretó los dientes en un gesto de obstinación.

—¿Y permitir que salgan impunes de todo esto después de lo que me hicieron? Ellos me «violaron». Puede que yo no sea miembro de la Júnior League como algunas de las mujeres que trabajan aquí, pero eso no quiere decir que no tenga derechos. Yo también soy una persona.

Eso era precisamente lo que le había dicho Sarah cuando Crystal la abordó hacía ya tres semanas durante una de sus clases de Mujeres Contra las Agresiones Sexuales y le contó lo que le había sucedido la noche anterior. Además, aquélla seguía siendo la verdad y Sarah estaba dispuesta a hacer todo cuanto estuviese en su mano para ayudar a Crystal a ejercer sus derechos. El único problema era que Crystal vivía en un mundo completamente diferente al suyo. Un mundo en el que los policías esgrimían un enorme poder y en el que a las mujeres como su clienta se las consideraba disponibles. Sarah le había explicado de antemano las consecuencias que su demanda iba a tener para ella, y con el paso de los días se estaban materializando. Pero, dado que Crystal no se había arredrado por ello y estaba dispuesta a continuar, Sarah quería hacer todo lo posible por ayudarla. Aunque de vez en cuando no pudiese por menos que acalorarse.

—¿Estás segura? — Sarah se lo preguntó por última vez, con el dedo rozando ya el timbre.

—Sí, estoy segura.

De acuerdo. Sarah llamó entonces y, a continuación, ambas entraron en el despacho de la juez Wessel.

—De forma que usted solicita una orden de alejamiento, ¿no es así?

La juez Wessel, una mujer delgada de unos cincuenta años, pelo castaño y ojos azules, miró a Sarah ligeramente ceñuda. Cuando acabase con ellas tenía que acudir a una de las salas del tribunal y por eso se había puesto ya la toga negra. Por el momento, sin embargo, seguía sentada tras la mesa de nogal que presidía su despacho. Su joven ayudante la esperaba impaciente en la puerta. Sarah y Crystal estaban de pie frente a la mesa. Crystal no dejaba de agitarse inquieta mientras Sarah trataba de ignorar el tintineo que hacía el bolso de su clienta al moverse. Sarah acababa de explicarle a la juez los motivos de su solicitud, sin olvidar mencionarle la llamada telefónica que Crystal había recibido la noche anterior, y confiaba en que la expresión sonriente de la magistrada fuese una señal de que ésta estaba dispuesta a concederles lo que pedían.

—Sí, señoría. — La solicitud de una orden de alejamiento era habitual en casos como el de Crystal. Lo que no era tan habitual era la identidad del sujeto que debía mantenerse alejado a unos diez kilómetros del testigo de cargo.

—¿Tiene usted alguna prueba de que el oficial McIntyre ha acosado a la señorita Stumbo?

—Disponemos de una fotografía, señoría. La señorita Stumbo la sacó hace tres días desde la ventana delantera de su casa. — Sarah le tendió la imagen de ordenador impresa que su clienta le había dado.

—La hice con mi cámara digital — dijo Crystal orgullosa.

A pesar de que la foto había sido sacada de noche, la luz de una de las farolas de la calle permitía distinguir con toda claridad un Mustang negro aparcado junto a un contenedor metálico en lo que, por lo visto, era una zona donde podían instalarse las caravanas. Por desgracia, no era posible identificar a la persona que estaba sentada en el asiento del conductor. Aparentemente se trataba de un hombre con el pelo negro y engominado hacia atrás; pero era imposible distinguir sus rasgos, ya que los cristales del vehículo estaban ahumados.

—Soy incapaz de afirmar que esta persona sea el oficial McIntyre, y dudo que usted pueda hacerlo — le dijo la juez a Sarah en tono cortante.

—¿Ve usted la matrícula? — Sarah señaló la imagen con el dedo—. La he ampliado. — Cuando decía eso, tendió una nueva foto impresa a la juez. La hoja estaba ocupada por la matrícula de un coche. Si bien la imagen no era demasiado nítida, era posible descifrar el número que figuraba en ella—. Se trata del coche del oficial McIntyre. ¿Ve usted? Aquí tiene el certificado del Departamento de Automóviles que lo corrobora.

La juez Wessel la miró y asintió con la cabeza.

—Ya veo. — La juez apretó los labios y frunció el en entrecejo mientras observaba los papeles que Sarah le había dejado sobre la mesa. Acto seguido se los devolvió—. Está bien, concederé la orden aunque imagino que usted también es consciente de que el oficial McIntyre podía tener una razón más que legítima para estar en ese lugar. No obstante, no toleraré el menor gesto de intimidación a un testigo.

—Gracias, señoría — dijo Sarah mientras la juez se levantaba.

En tanto su señoría hablaba con su agobiado ayudante, Sarah introdujo los documentos en su cartera y sacó a Crystal del despacho antes de que ésta pudiese hacer, decir o revelar algo (incluso cualquiera de las dos cosas) que pudiese predisponer en su contra a la juez que, con toda probabilidad, presidiría el tribunal donde se celebraría el juicio en el que ella era testigo de cargo.

Sarah había aprendido ya hacía tiempo a tener siempre presente que quienquiera que hubiese asegurado que los tribunales eran sólo una parte de la vida tenía razón a medias, porque en realidad eran sólo una parte escenificada de la vida. Tanto el juez como el jurado veían sólo aquello que los abogados presentaban ante sus ojos. Uno de los trucos para tener éxito en un proceso consistía en dar una versión impecable de la víctima. En este caso, era necesario que Crystal y ella tuviesen una pequeña conversación sobre el guardarropa de su clienta antes de asistir al juicio.

—Haré lo posible por que McIntyre reciba la orden hoy mismo — le prometió Sarah a Crystal cuando ambas se dirigían hacia las escaleras. Sarah se había vuelto a poner su chaqueta y Crystal tintineaba una vez más al caminar.

—Eso lo mantendrá alejado de mí, ¿verdad? — le preguntó Crystal a Sarah mientras ésta mantenía abierta la puerta que daba acceso a la escalera.

Un hombre que entraba en ese momento lanzó una mirada de admiración a los atributos de Crystal. Cuando ésta le sonrió coqueta, el tipo casi tropezó con Sarah.

—Oh, perdone — se disculpó, notando sólo que Sarah estaba también allí cuando ésta se apartó de su camino. Sarah exhaló un suspiro mientras el tipo se alejaba sin dejar de parpadear, e hizo salir a su exuberante clienta por la puerta de un empujón.

—Sí, así es — contestó Sarah retomando el hilo de la conversación.

O así debería ser. Sarah sabía por experiencia que las órdenes de alejamiento jamás habían impedido que quienes realmente querían acosar a una víctima lo hiciesen, lo cual no quitaba que fuesen un instrumento de gran utilidad. En caso de que se incumplieran, por ejemplo, los abogados podían conseguir sanciones más fuertes, como la cárcel. No obstante, a veces ni siquiera eso servía para ayudar a la víctima. En el caso de Crystal, sin embargo, el hecho de que McIntyre fuese un policía y de que, con toda probabilidad, estimase su trabajo, debería jugar a su favor. Si violaba la orden podía enfrentarse a una suspensión de su cargo, así como a pasar una buena temporada en la cárcel.

—¿Crees que puedo conseguir una también contra mi casero?

—¿Qué? ¿Por qué?

—No le he pagado el alquiler. Escucha, todo esto ha afectado realmente a mis ingresos. He tratado de explicarle que me violaron, pero cada vez que vuelvo a casa se pone a aporrear mi puerta apenas han pasado quince minutos. Esta mañana, por ejemplo. Tuve que esperar a que se marchase para poder salir. Tal vez podrías conseguir una de esas órdenes de aleja-no-sé-qué para él; así me dejaría en paz hasta que reúna el dinero que le debo.

Sarah volvió a suspirar. En ese momento subían con cierta dificultad por las escaleras. O al menos Sarah lo hacía con una cierta dificultad. A medida que iba pasando el día, se daba cuenta de que le fallaba su habitual energía. Además del dolor de cabeza, le dolían también las rodillas y las piernas le flaqueaban. Se sentía muy débil. De no haber sido por la barandilla, quizá no habría sido capaz de llegar hasta el primer piso.

—Las órdenes de alejamiento no sirven para los caseros — dijo pensando que lo que necesitaba era más cafeína. Mucha más.

—Pero sí para los policías, ¿verdad? ¿Para todos los policías o sólo para él?

Crystal llegó a lo alto de la escalera y empujó la puerta para salir. Sarah la siguió, y suspiró aliviada para sus adentros. La ascensión y la conversación con su clienta habían tenido efectos devastadores sobre ella.

—Sólo para él — le respondió mientras echaba un vistazo al abarrotado vestíbulo y comprobaba, reconfortada, que Jake no estaba por allí—. ¿Por qué lo preguntas, acaso hay más policías que te molestan?

—He visto más coches, algunos aparcados delante del sitio donde trabajo. — Crystal se encogió de hombros—. Sólo saqué la foto del de McIntyre porque tenía la cámara a mano.

—La próxima vez que veas otro, saca una foto. Y llámame.

Entonces sonó el móvil de Sarah, que la policía le había devuelto aquella misma mañana en una bolsa hermética junto con el resto del contenido de su bolso, confiscado como prueba. Sarah se sentía algo perdida sin el móvil, así que se había metido el teléfono en el bolsillo de la chaqueta y había guardado en el interior del maletín la cartera, el maquillaje y el resto de cosas, al menos hasta recuperar el bolso. Había silenciado el teléfono antes de entrar en la sala del tribunal y ahora éste vibraba tratando de llamar su atención. Sarah lo sacó y frunció el entrecejo al ver el número que aparecía en la pantalla.

—Lo siento, tengo que responder — le dijo a Crystal, quien siguió andando y se despidió de ella con un ademán de la mano—. Hola — contestó Sarah.