Capítulo 8
Quince minutos más tarde, Jake tuvo que reconocerse a sí mismo con algo de ironía que dormir con Sarah era, por toda una serie de razones que ni siquiera podía empezar a enumerar, un error. El principal problema era ser el «Mejor Amigo Para Siempre» de una mujer: él era un tío, con todos los instintos normales de un tío; mientras que el dolor, el sentimiento de culpabilidad y a saber qué otras cosas habían convertido a su amiga Sarah en una especie de eunuco. Jake era tan consciente de que ella no lo consideraba en absoluto desde el punto de vista sexual como de su propio nombre.
O al menos lo bastante para no cometer la estupidez de tratar de cambiar ese estado de cosas. La casa estaba a oscuras y en silencio, exceptuando el suave repiqueteo de la lluvia en el tejado y el débil zumbido del aire acondicionado. A través de las rendijas de las persianas se filtraba un ligero resplandor; de forma que, pese a que las luces estaban apagadas, Jake era capaz de distinguir el contorno de algunos objetos como el del arca que había apoyada contra la pared clara que había frente a la cama o el de las curvas de Sarah acurrucada a su lado. Ambos estaban tendidos en la cama del cuarto de invitados y se habían tapado bien (demasiado, para el gusto de Jake; pero al principio su amiga no dejaba de temblar). Por muy agotado que estuviera, las circunstancias lo habían desvelado; de forma que Jake permanecía tumbado de espaldas con la cabeza apoyada sobre un almohadón y un brazo doblado por debajo de la nuca. Si bien se había quitado la camisa y los calcetines, al menos había tenido el tino de mantener puestos los pantalones. Sarah estaba hecha un ovillo a su lado, sin nada encima salvo la camiseta grande que solía ponerse para dormir; había apoyado la cabeza en el hombro desnudo de su amigo y ahora éste la rodeaba con un brazo para consolarla con su proximidad. A pesar de lo mucho que la compadecía, a pesar de que estaba furioso con quien había efectuado aquella llamada para hacer sufrir a Sarah de nuevo — si bien ella estaba siendo muy valiente y no se movía para hacerle creer que dormía, lo cual él sabía que no era así—, la dulce feminidad de su cuerpo estaba empezando a volverlo loco.
Era la primera vez que compartían cama. Jake juró solemnemente, poniendo a Dios por testigo, que no volverían a hacerlo en su vida.
A menos, por supuesto, que hubiese sexo de por medio.
Cosa en la que él ni siquiera se permitía pensar.
«Apártate de mí, Satanás.»
El problema era que, cada vez que ella inspiraba, le llegaba el ligero aroma a flores de su champú. Jake podía oír el ritmo tranquilo de su respiración; sentía que el vello de su pecho la acompasaba. Podía sentir el roce de la suave piel de Sarah, la calidez de la mano que ésta tenía apoyada en su pectoral izquierdo, la blandura de su cuerpo presionando su costado. Aunque, para ser más exactos, lo que en realidad percibía era la menuda y firme redondez de sus senos. Estos tenían el tamaño, si no de una naranja, de una mandarina; y los pezones estaban flácidos, lo cual indicaba a todas luces que Sarah no lo sentía como hombre. Uno de ellos sobresalía en su caja torácica, justo debajo de la axila, en tanto que el otro estaba apoyado sobre su pecho. Lo que, en su opinión, podía responder muy bien al nombre de tortura personificada. Por si fuera poco, percibía también la hendidura que formaba su grácil cintura, la firmeza de su vientre o la curvatura de sus muslos. Una de las piernas de su amiga yacía sobre las suyas y Jake podía sentir la forma y el calor que emanaba de ella a través de la fina tela de sus pantalones. La conciencia de que dicha pierna estaba desnuda, al igual que todo lo que había bajo aquella camiseta, fue la gota que colmó el vaso. Porque la aterradora verdad era que estaba a punto de tener una erección descomunal y que el mero hecho de tener dificultades de ese tipo le hacían sentirse enormemente culpable.
Sarah lo necesitaba aquella noche como amigo, no como amante.
Lo cual, hablando en plata, era una mierda.
—Jake.
Jake sabía que ella no estaba dormida.
—¿Humm?
—¿Has averiguado algo sobre Lexie últimamente?
Aquello era demasiado para una conversación entre amantes. En su fuero interno, Jake maldijo al bastardo que había hecho aquella llamada, que había vuelto a hacerla sufrir justo cuando él pensaba, suponía, que la herida por fin empezaba a cicatrizar.
—Nada importante. Nada desde aquel programa de televisión en el que alguien afirmó haber visto a una niña pelirroja desayunando con un viejo en Denny que luego resultó ser su abuelo, ¿recuerdas?
Jake notó que ella asentía ligeramente con la cabeza. Sarah seguía inmóvil, demasiado inmóvil, y eso le procuraba a Jake una idea bien precisa de la profundidad de su dolor. Sus brazos la estrecharon con más fuerza, reduciendo si cabe la distancia que aún había entre ellos. Era lo único que Jake podía hacer.
«Maldito hijo de puta.»
—Sabes que si hubiese alguna novedad, te lo habría dicho. — Jake trataba de mantener un tono de voz apacible y sus propias preocupaciones al margen. Sarah estaba molesta, dolida. Lo último que necesitaba en ese momento era una ulterior complicación procedente de su mejor amigo—. Esa llamada la hizo un perturbado, Sarah. Tienes que olvidarla.
Al oírla inspirar, pensó que su amiga oponía resistencia. Pero cuando luego exhaló el aire, lenta y profundamente, se dio cuenta de que, en cambio, daba por bueno todo cuanto él había dicho.
—Lo peor es no saber — murmuró ella con voz velada. Jake imaginó que tenía un nudo en la garganta—. No dejo de imaginar que está ahí fuera y que me necesita. — Se detuvo para inspirar—. Es un infierno.
—Sarah... — Sus entrañas se estremecieron al sentir el dolor en su voz. Dolor que, por mucho que quisiese, no conseguía aplacar—. Han pasado ya siete años. Tienes que seguir adelante con tu vida.
—Lo sé. — Sarah jadeaba, le costaba respirar, y Jake era consciente de que estaba intentando dejar de sentir, ahuyentar el dolor—. Sólo que es muy duro. Sobre todo cuando pasan cosas como ésta. ¿Crees que... se puede tratar de algo más que la simple llamada de un loco? ¿Que alguien puede querer vengarse de mí?
—¿Te refieres al departamento de policía de Beaufort? — Su tono era intencionadamente seco. Dado que no tenía otro modo de ayudarla, procuró distraerla con su misma pregunta—. Es posible, pero lo encuentro demasiado sutil viniendo de ellos y, en cualquier caso, llevas siete años tratándolos como un trapo y nadie ha intentado hacerte nada semejante desde entonces. ¿Recuerdas lo enloquecidos que estaban la primera vez que viniste a verme?
—Sí. — La voz de Sarah se dulcificó y Jake supuso que estaba recordando, al igual que él, su primer encuentro.
Seis meses después de la desaparición de Lexie, Sarah se había presentado de golpe en su oficina, jadeando y exudando determinación por cada uno de los poros de su cuerpo. Jake, entonces recién salido del FBI, acababa de adquirir la agencia de detectives privados de su abuelo, cuyo estado económico era poco menos que ruinoso, y en ese momento se encontraba subido a una silla tratando de clavar de nuevo en una de las desconchadas paredes de su despacho la varilla de una cortina que se había caído. Sarah había dado tal portazo al entrar en el despacho que Jake se había sobresaltado y, al dar instintivamente un paso hacia atrás, se había caído de la silla. Dorothy McAllister, la secretaria cum recepcionista cum ayudante de unos sesenta años que había heredado de Pops, estaba en algún lugar de la parte posterior del despacho rebuscando entre los archivos; de forma que Jake tuvo que enfrentarse solo a su primer cliente tumbado boca arriba en el suelo, con una silla volcada a sus pies y la mugrienta cortina dorada de poliéster, a la cual se había aferrado al caer, enrollada alrededor de la cabeza.
—Quisiera hablar con la persona encargada del despacho — dijo en tono brusco y autoritario, propio de alguien que estaba acostumbrado a llevar la batuta.
Jake enseguida había adivinado que tenía Graves Problemas, puesto que le había hablado mientras él seguía tumbado a sus pies sin siquiera esbozar una sonrisa ante lo ridículo de la situación. De hecho, ni siquiera parecía advertirla.
—Soy yo. — Tras quitarse la cortina de la cabeza, Jake se puso en pie y le tendió la mano—: Jake Hogan.
—Sarah Mason. — Jake aún recordaba lo guapa que le había parecido entonces, con su larga melena negra cayéndole por los hombros y sus enormes ojos, azules como el mar, clavados en él con una intensidad que resultaba casi aterradora. En aquellos días estaba también algo más rellenita, pero lo justo, ya que seguía siendo esbelta, más que delgada, y las curvas de su cuerpo colmaban los vaqueros y la camiseta amarilla que llevaba puestos en puntos que un hombre nunca pasaría por alto. Recordó que, mientras la parangonaba con un bombón, Sarah pronunció las palabras causantes de que ahora se encontrase en la habitación de invitados de su amiga—. Necesito que me ayude a encontrar a mi hija.
Si había algo a lo que nunca había querido dedicarse era, precisamente, a buscar personas desaparecidas. Los veranos que había pasado ayudando a su abuelo en sus tiempos de instituto le habían dejado muy claro que ese tipo de casos eran poco menos que insignificantes. El dinero y la estabilidad se encontraban en los asuntos de protección a largo plazo, en los contratos gubernamentales y en las investigaciones a gran escala que le encargaban las compañías de seguros; no en los miserables casos de personas desaparecidas, pequeños hurtos o divorcios con los que su abuelo se había ganado el pan y que lo habían llevado al borde de la quiebra. Jake pretendía salvar la agencia y, para ello, era imprescindible darle un giro de ciento ochenta grados.
—La policía... — empezó a decir meneando la cabeza, apesadumbrado por el hecho de no poder ayudarla.
Pero lo cierto es que él también tenía sus problemas como, por ejemplo, una ex mujer criada en el norte del país que le costaba un ojo de la cara en alimentos y que odiaba tanto Beaufort como el hecho de que su marido, el fantástico agente del FBI, se estuviese transformando en un detective de una pequeña ciudad de provincias — a veces hasta llegaba a pensar que lo odiaba también a él —; o un negocio familiar agonizante que le había costado la práctica totalidad de los ahorros que tanto le había costado acumular; o un padre que acababa de enviudar, pasaba por la crisis de la mediana edad diez años más tarde de lo normal y que había liquidado el susodicho negocio para huir a Acapulco con una divorciada reincidente y rica; o un abuelo que estaba teniendo auténticos problemas para asumir la jubilación. Todos esos, junto con una cuenta corriente casi en las últimas, eran los problemas más importantes que lo atenazaban. Los de menor importancia eran demasiado numerosos como para ser mencionados.
Lo cual, dicho en otras palabras, significaba que no era el momento de sucumbir ante un par de enormes ojos azules colmados de desesperación.
—... es el mejor recurso en el caso de personas desaparecidas.
Sarah negó con la cabeza. Jake no pudo por menos que notar — con lo que, esperaba, no fuese sino velada admiración—, que las mejillas ya bronceadas se le teñían de rosa y que los senos se le agitaban imperceptiblemente a causa del brusco movimiento.
De acuerdo, era humano. «Que me disparen.»
—La policía culpa a su padre de la desaparición. Pero no es así, él no lo hizo.
Jake cruzó los brazos por encima del pecho — sin importarle la comezón que todavía sentía en el codo a causa del golpe que se había dado en el suelo — y arqueó las cejas con gesto interrogatorio.
—Él no quería tener hijos, y ésa fue precisamente una de las razones del divorcio.
La otra era, tal y como Jake descubriría más tarde, el motivo por el que se habían casado: Sarah se había quedado embarazada cuando tenía diecinueve años y, decidida a procurarle a su futuro hijo la estabilidad que ella misma jamás había conocido, había obligado a su novio a casarse con ella. Lo cual tuvo unas desastrosas consecuencias que, por otra parte, eran más que predecibles. Por lo que Sarah le había contado, la breve convivencia matrimonial — el tipo se había esfumado cuando Lexie debía de tener un año aproximadamente — había sido desde un principio una auténtica batalla campal. El marido de Sarah era un atractivo perdedor, un chiflado que había abandonado la universidad para probar fortuna en los circuitos de carreras de coches. Sarah «la Decidida» había tratado de convertirlo en el padre que, según ella, su hija se merecía.
Si bien Jake estaba a favor de su amiga, ello no impedía que, en ocasiones, sintiese una secreta simpatía por aquel tipo. Él mismo había sufrido en sus propias carnes aquel empeño que algunas mujeres tenían por transformar a quienes las rodeaban.
—La policía cree que, como yo lo perseguía para que me pagase lo que me debía por la niña, él tenía un buen motivo para llevársela. — Sarah pronunció de sopetón aquellas palabras sin dejar de retorcerse las manos, con un tono de voz cada vez más crispado—. Y no dejan de decirme que él no parece en absoluto preocupado por la desaparición de la niña, lo cual no deja de ser un punto a favor de su versión. Dicen también que están siguiendo otras pistas, pero de eso hace ya seis semanas. Mi hija desapareció hace seis meses. Tengo que probar con otra cosa.
A Jake no le costó adivinar que esa «otra cosa» era, ni más ni menos, que él.
—¿Por qué yo?
A Jake le costaba ocultar la exasperación que sentía al hablar. El hecho se había producido hacía seis meses; los casos de personas desaparecidas eran los más difíciles y en éste había, además, una niña de por medio. A menos que aquel padre despreocupado hubiese secuestrado realmente a la niña, las posibilidades de que aquel caso tuviese un final feliz eran, si no nulas, casi. Y él no quería tener que decirle a aquella hermosa flor que su bebé no iba a volver jamás.
—Unas compañeras del despacho me han dicho que era usted agente del FBI. Trabajo como pasante en la oficina del fiscal del distrito.
Jake descubrió más tarde que, en realidad, ella acababa de finalizar su primer año en la Facultad de Derecho de la Universidad de Columbia y que sólo había ido a Beaufort para realizar aquella pasantía durante el verano. Luego resultó que había pasado un año buscando a su hija y, una vez licenciada, había vuelto a Beaufort para instalarse definitivamente. Confiando en que se produjese alguna novedad. Confiando en encontrar por fin a Lexie.
Sarah debía de haber leído en su cara que él la iba a rechazar como cliente, porque se inclinó hacia él y le puso una mano en el antebrazo. Una mano suave, bonita, femenina..., con las uñas mordidas hasta quedar en carne viva. Jake se había estremecido al sentirla.
—Por favor, necesito ayuda.
Él siempre había sentido debilidad por las damiselas en peligro. Jake era bien consciente de ello y agradecía a Dios el haber aprendido a combatir aquella inclinación.
—Soy bastante caro — le advirtió para quitársela de encima sin tener que decirle que no—. Un caso como éste le puede costar unos... eh... pongamos diez mil dólares más gastos, sin garantías. Y la mitad por anticipado.
Sarah contuvo el aliento. Su rostro se ensombreció. Su mano soltó el brazo de Jake.
—No dispongo de todo ese dinero — le dijo y, al ver cómo desaparecía de su cara su bonito rubor, cómo apretaba los labios y cómo anidaba en sus ojos una mirada cargada de dolor Jake empezó a hacerse una idea de lo que aquellos seis meses debían de haber supuesto para ella—. Lo máximo que le puedo pagar ahora son quinientos dólares.
Bastaba verla para darse cuenta de que incluso aquellos quinientos dólares suponían un gran esfuerzo para ella, de que iba a tener que guardar cada centavo que ganase, mendigase o pidiese prestado para dárselo a él. Lo único que Jake tenía que hacer era decirle que aquellos quinientos dólares sólo le servirían para pagar un día de sus servicios; y eso implicaba que, a menos que la niña se materializase de repente, iba a ser imposible cumplir con su encargo. Luego ella se marcharía y él se vería libre una vez más para poner en marcha su nuevo negocio.
Pero, lo que en realidad le dijo, lentamente y sin dejar de pensar que era un auténtico idiota fue:
—Bueno, está bien, podemos hacer eso. Tenemos una especie de plan de financiación, ¿sabe?
Al final, ni siquiera se había quedado con los quinientos dólares. Por descontado, tampoco había encontrado a Lexie. El rastro de la niña era ya muy vago para entonces y, a pesar de que él había contado con la ayuda de sus amigos del FBI, la investigación no los llevó a ninguna parte. El departamento de policía de Beaufort se ofendió al ver que Sarah contrataba los servicios de un detective, de forma que fueron a por ella e hicieron un sinfín de averiguaciones para determinar si Sarah había asesinado o no a su hija. Si bien el asunto no prosperó — dado que la policía fue incapaz de encontrar ninguna prueba que demostrase que su amiga no había sido sino una buena madre—, todo aquel lío enturbió aún más si cabe las circunstancias de la desaparición de Lexie. Jake pensaba que la hija de Sarah había sido secuestrada por un maníaco sexual que la había matado pocas horas después de su desaparición. Pasadas setenta y dos horas, las posibilidades de encontrar con vida a un niño desaparecido se reducían casi a cero. Lo mejor que podía pasar era que, un día, alguien se topase con sus restos. Al menos Sarah podría dar por zanjado todo aquel asunto.
En cualquier caso, él jamás dejó de buscar a la niña para tratar de ayudar a su amiga.
—Tengo la impresión de que han sucedido infinidad de cosas — dijo Sarah en la oscuridad, y se revolvió en la cama como si estuviese tratando de encontrar una posición más cómoda.
De repente, Jake se vio catapultado de nuevo al presente, al interior de aquella cama demasiado caliente, con una sacudida que le hizo rechinar los dientes. El tono y los movimientos de su amiga le indicaron que ésta no sólo pensaba ahora en su hija. Por desgracia, aquello no lo sacaba de ningún apuro. La cálida y suave mano que hasta entonces había tenido apoyada en el pectoral se deslizó por el pecho hasta llegar a la mejilla de su amiga, dejando al pasar una estela de fuego. Las piernas de Sarah también se movieron y Jake no pudo por menos que recordar al sentirlas que tenía un bonito cuerpo de mujer prácticamente a horcajadas sobre una de sus extremidades inferiores.
—¿Una infinidad? — repitió Jake con astucia, tratando de ignorar el muslo, el muslo desnudo y ardiente, que trepaba con inocencia por su pierna inflamada mientras hablaban.
—El robo, el asesinato de Mary, el disparo en mi cabeza, la muerte de Duke Donald, tú que de repente te encuentras con todos los juguetes de Lexie desparramados por el dormitorio, lo que... sucedió anoche... — Su tono era pensativo y era evidente que no tenía la menor idea de la desazón que estaba causándole. El tono vacilante con el que se refirió a la «cosa», que él no tuvo ningún problema en interpretar como la llamada telefónica, le indicó que la seguía obsesionando. Jake se sintió, si cabe, aún más culpable. Pese a la sacudida que sus emociones acababan de sufrir, Sarah era lo bastante adulta como para enfrentarse a su dolor y tratar de encontrar una explicación a lo ocurrido. Mientras tanto él, cuya madurez no superaba la de un fogoso quinceañero, sólo pensaba en acostarse con ella.
—¿Quieres decir que puede haber una relación entre todos esos sucesos?
No era fácil pensar con claridad mientras uno trataba de mantenerse en el buen camino, pensó el inexorable Jake. Sólo esperaba que su amiga no lo encontrase tan torpe como él pensaba que lo estaba siendo en aquellos momentos. La buena noticia era que, al menos, ya no corría el peligro de arruinar la situación, ya que la pierna de Sarah había dejado de ascender hacia la Zona de Peligro; la mala era que, en cambio, se deslizaba hacia abajo.
«Que alguien llame a los bomberos.»
—No lo sé — dijo ella—. ¿Tú qué piensas?
Que si ella no se apartaba de él lo antes posible iba a hacer una excelente exhibición que demostraría la existencia de la combustión espontánea.
—Podría tratarse de meras coincidencias.
—Espera un momento, ¿no eres tú el que siempre dice que las coincidencias no existen?
Puede que sí, cuando estaba en pleno uso de sus facultades mentales. El muslo de Sarah subía otra vez al tiempo que ésta le acariciaba el vello del pecho, como si estuviese haciéndole arrumacos a un gato.
«Dios mío.»
Jake exhaló un lento suspiro.
—Me parece un poco forzado conectar el robo con el resto de cosas que han ocurrido.
—¿Eso piensas?
Por el momento, no. A modo de defensa personal, Jake también empezó a moverse: apartó las piernas delicadamente hacia un lado y posó la mano sobre la de su amiga para inmovilizarle los dedos. El hecho de que Sarah ni siquiera se diese cuenta de lo que estaba haciendo o de la reacción que sus gestos estaban provocando en él, revelaba hasta qué punto había vivido ajena a su propia sexualidad.
«Concéntrate, baboso.»
—Si lo que buscas es una conexión entre todo, lo más probable es que el registro de los juguetes tenga algo que ver con la llamada telefónica. Aunque aún no logro entender cómo alguien pudo esquivar a ese perro. — Al menos volvía a ser capaz de enlazar dos frases coherentes.
—Tú dijiste que alguien me disparó intencionadamente.
—Puede que intencionadamente. — Menos mal, por fin le resultaba más fácil pensar. No mucho, pero sí algo. El muslo de Sarah seguía aplastándole el suyo, pero ya no estaba tan arriba—. El que lo hizo podría haber apuntado a los tipos del supermercado, recuerda.
—O a mí.
—Incluso en el caso de que así fuera, no significa que exista una relación entre el disparo y la llamada telefónica.
—No, pero tampoco significa que no la haya. — Su tono era pensativo—. Esa llamada fue muy cruel. El que la hizo quería herirme.
Los puños de Sarah empezaron a hacer presión por debajo de las manos de su amigo. Al moverse, sus uñas le rozaron ligeramente la piel y sus dedos rastrillaron el vello que le cubría el pecho. Sarah volvió a cambiar de posición y deslizó de nuevo su maldito muslo hacia la parte superior de la pierna de Jake, que tuvo que cerrar bien la boca para evitar que se le escapase un gemido. Sólo esperaba que ella lo bajara una vez más durante, más o menos, el minuto que necesitaba para abrir la boca y contestarle.
—Eso no significa que tenga que ser por fuerza alguien que te conoce. Puede tratarse de cualquiera que haya visto la historia de Lexie en la televisión. — A pesar de sus esfuerzos, él mismo podía sentir la tensión que delataba su voz. De repente se percató de que todos sus músculos estaban tensos; de hecho, se percató de que estaba tumbado en la confortable cama de su amiga, más tieso que un palo—. O incluso alguien que oyó mencionar tu nombre y recordó lo que te había pasado. Cuando Lexie desapareció, todos los medios hablaron de ello.
Si había justicia en este mundo, él debía de estar ganándose el cielo gracias a sus nervios de acero.
—¿Pretendes decirme que todo lo que ha sucedido a lo largo de estos dos últimos días no es sino una serie de acontecimientos inconexos?
Aunque tenía los ojos clavados en el techo para apartar de su mente la reacción física que la mujer que tenía a su lado le estaba causando, Jake no podía por menos que sentir que ella lo estaba mirando. Su error consistió en devolverle la mirada.
Sarah había apoyado la cabeza en el hombro de él, y la tenía inclinada hacia arriba para poder mirarlo a la cara. Sus ojos eran como dos pozos oscuros en su pálido rostro ovalado. Jake podía ver la suave pendiente que formaban sus pómulos y la airosa curva de sus labios.
Que se encontraban a pocos centímetros de los suyos. Ojalá el Señor se apiadase de él: la cálida respiración de Sarah le acariciaba los labios con la delicadeza de una pluma.
Quería besarla. Jamás había deseado algo con tanta intensidad. La ferocidad de aquel sentimiento lo dejó pasmado. Se dio cuenta de que su corazón latía enloquecido. La mano que tenía apoyada en el hombro de Sarah se puso rígida, y ésta no fue la única parte de su cuerpo a la que le sucedió semejante cosa. Hasta el punto de llegar a dolerle.
Todo cuanto tenía que hacer era bajar la cabeza...
—¿Jake? — Sarah lo miraba con los ojos entornados.
«Mierda.»
Para frenar el descenso de su rostro tuvo que hacer acopio de todo el autocontrol de que era capaz. Seguía rígido, rechinando los dientes, con los ojos cerrados para huir de la tentación, concentrado en controlar su respiración, en controlar sus impulsos.
«No puedes hacerlo. Ahora no. Eres su única familia. No tiene a nadie más.»
—¿Estás bien? — La mano de Sarah se apoyó en su pecho dejando sobre él una huella que parecía marcada a fuego y, una vez más, la pierna de su amiga inició la atormentadora ascensión por su muslo.
—Humm. — De alguna manera, en alguna parte, Jake fue capaz de encontrar la fuerza necesaria para mantener la boca, las manos y toda su persona en el lugar que correspondía, y salir de la cama.
—¿Adónde vas? — le preguntó ella, mientras los pies de Jake tocaban el suelo y él abandonaba de un brinco el colchón.
—Al cuarto de baño — consiguió responderle con voz ahogada y, con lo que él consideraba un gesto de auténtica caballerosidad, se alejó resuelto de ella sin darse la vuelta.
Jake permaneció en el baño un buen rato. Ya de regreso, se sentía otra vez listo para afrontar, al menos, cualquier tipo de pregunta. Pero, por fortuna, su amiga estaba completamente tapada y respiraba suavemente de espaldas a la puerta; lo cual, en apariencia, significaba que se había quedado dormida.
Entonces Jake se aproximó con cautela a la cama y se tumbó de espaldas sobre la colcha, mirando de reojo el bulto torneado que tenía a su lado. Si él permanecía sobre la colcha y ella debajo, poco importaba ya que su amiga se diese la vuelta y se acurrucase contra su cuerpo.
Pero Sarah no se movió y él tampoco tardó en quedarse dormido.
Lo despertó una presión sobre su cuerpo. Cálida e íntima, le rozaba las nalgas y a continuación se las oprimía, lo cual le hizo recordar que no estaba solo en la cama.
Todavía aturdido por el sueño, Jake pensó en un primer momento que Danielle estaba tratando de excitarlo; pero luego supo que no podía tratarse de ella.
De golpe recordó con quién había pasado la noche y se quedó de una pieza. En poco menos de un instante vio que se encontraba de cara a la ventana, que la luz del sol penetraba en esos instantes por las rendijas de las persianas y que estaba tumbado de lado en uno de los bordes de la cama, por lo que tenía ante sí la vasta extensión del colchón vacío y las sábanas revueltas donde debería estar Sarah.
Así pues, alguien estaba detrás de él y le acariciaba el trasero a través de los pantalones. Alguien que, a todas luces, no sentía excesiva simpatía por él.
—¿Sarah?
Ella siempre decía que le gustaba su culo...
Aunque todo aquello le parecía muy extraño, volvió la cabeza esperanzado para ver lo que tenía a sus espaldas. Entonces vio una cabeza negra y lisa apoyada sobre el colchón. La imagen se completó con un hocico cuadrado y curioso que olfateaba frenético entre sus nalgas.
¡Guau!
—¡Maldito perro! — gritó Jake, levantando un pie y cayendo de espaldas en medio de la cama.
Cielito también se asustó, retrocedió de un salto y gruñó, mostrando unos colmillos que no tenían nada que envidiar a los de Tiburón.
Ambos se miraron. Pero Cielito ganó la partida ya que, mientras la mirada de Jake era silenciosa, el perro la intensificaba con unos gruñidos capaces de poner la piel de gallina. A medida que la cólera del animal iba en aumento y sus gruñidos se iban haciendo cada vez más amenazadores, Jake empezó a pensar que aquel cruce de miradas asesinas con Cielito no era, tal vez, la cosa más sensata que había hecho en su vida. Pero Jake no era de los que se rinden en combate, faltaría más; en el pasado había sido jugador de fútbol, marine y agente del FBI: un guerrero nato y probado. Infundirse ánimos era algo que jamás hacía.
Por otra parte, Cielito era un perro enorme, con un carácter endiablado, un buen puñado de dientes... y en esos momentos se interponía entre Jake y la puerta.
Al verse enfrentado a aquella especie de perro del Hades que le enseñaba los colmillos, Jake hizo la única cosa posible: gritó «¡Sarah!» a pleno pulmón.