Capítulo 18

A Jake le bastó imaginar la reacción de Sarah si su mascota conociese el mismo final que el perro de lanas de la paciente del dentista, para correr en su ayuda.

—¡Cielito! ¡No!

Por fortuna, el caimán tardó en comprender lo que estaba pasando. La visión de aquel perro enorme e histérico temblando iracundo y haciendo un ruido de mil demonios a pocos centímetros de su hocico pareció pillarlo por sorpresa. Parpadeó, sus ojos saltones y dorados necesitaron unos instantes para centrar la vista. Según pudo comprobar Jake al salir en estampida por la puerta, que previamente había abierto de un manotazo, su atención estaba concentrada en los caramelos blandos que había esparcidos por los desgastados tablones de madera del suelo. En el borde de la mesa había una bolsa de plástico hecha trizas y medio vacía. Jake recordó entonces que se la había sacado del bolsillo el día anterior, lo que explicaba la presencia del caimán allí fuera.

Aquella cosa era tan grande que la terraza sólo estaba ocupada por unos dos metros de su cuerpo quebrado y de color fango; su cola, de poco menos de un metro, colgaba todavía por las escaleras.

Le hubiera bastado abrir las fauces para tragarse a Cielito. Y el animal, no sin razón, ya que aquella especie de bastardo baboso se acercaba y se alejaba de él sin cesar para morderle el hocico, empezaba a dar ligeras muestras de irritación. Aterrorizado, Jake se detuvo en medio de los caramelos, recogió del suelo el extremo de la correa, a pesar de que, al hacerlo, acercaba demasiado la mano a aquella hilera cuando menos impresionante de colmillos amarillos, y tiró de ella con toda su fuerza.

Justo en el momento en que el caimán arremetía contra el perro.

Cielito aulló y saltó por los aires, como si alguien le hubiese puesto unos muelles en las patas. Con la correa en la mano, tirando del perro hacia él como si fuese un pez que acaba de morder el anzuelo, Jake se tambaleó hacia atrás y cruzó de nuevo el umbral dando un traspié mientras Pops y Dorothy lo miraban boquiabiertos.

Por desgracia, mientras recuperaba el equilibrio y recibía un golpe en la cara, comprobó con horror que Cielito ya no estaba atado a la correa. Si bien el collar seguía colgando de ella — el flácido círculo que acababa de dejarle escocida la mejilla derecha—, de Cielito no quedaba ni rastro.

Era evidente que Jake, que se había limitado a pasárselo por la cabeza, no se lo había ajustado bien.

Mientras constataba con horror aquel hecho, Cielito emprendió un nuevo ataque en la terraza y el caimán, esta vez sí, reaccionó y fue en pos de él.

—¡Cielito! ¡Aquí! ¡Aquí, muchacho! — gritó Jake precipitándose hacia la puerta; pero, aun en el caso de que el perro le hubiese oído, era obvio que éste no sentía una gran estima por su vida, ya que no cejó en su ataque.

La terraza no era muy grande. Cielito no tenía escapatoria. El perro saltaba como un canguro acelerado, huyendo del caimán con una explosión de ladridos y gruñidos tan fuerte y feroz que hizo salir volando a un grupo de gaviotas de los robles que había en el jardín trasero y que incluso fue capaz de ahogar el ruido del motor de la lancha que pasaba en esos momentos por delante de la casa. El caimán arremetió contra él, tropezó con una silla e hizo temblar el cristal de la mesa al pasar por debajo de ella. Que Cielito acabase convertido en una ración de sushi era cuestión de minutos.

Sarah no podría soportar aquel dolor.

—¡Mierda! — gimió Jake y, a continuación, hizo la única cosa que se le ocurrió en aquel momento: se abalanzó sobre el perro en una maniobra de defensa digna de sus tiempos de jugador de fútbol. Dos saltos y se encontraba de nuevo en el campo, sintiéndose tan estúpido como si se hubiese interpuesto entre King Kong y Godzilla. Sin perder tiempo, aferró a Cielito por el lomo...

—¡Jake, por Dios, muévete! — aulló Pops.

—¡Fuera! ¡Fuera! — Esta vez era Dorothy, que trataba de alejar al reptil con la escoba que, a todas luces, había tenido el buen sentido de sacar del cuarto de la limpieza.

Jake se arrojó con el perro por la barandilla.

Y ambos cayeron dos metros antes de tocar el suelo. Por fortuna, la hierba era espesa y el suelo seguía mojado a causa de la lluvia que había caído el día anterior. Aun así, el golpe que Jake se dio fue lo bastante fuerte como para dejarlo sin respiración. Por un momento se quedó inmóvil, como si lo hubiesen despanzurrado contra una losa, hasta que la losa en cuestión empezó a moverse y entonces Jake se dio cuenta de que, en realidad, estaba aplastando a Cielito.

Algún día la losa se la iba a echar él encima a aquel perro.

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Toma! ¡Toma! ¡Toma! — Era evidente que Dorothy seguía manos a la obra en la terraza.

—¡Eh, colega! ¿Todo bien ahí abajo? — le gritó Pops.

Sin aliento para contestarle, Jake sintió que algo se movía a su izquierda. Al volver la cabeza se encontró cara a cara con Cielito. Ambos se escrutaron por un momento igual de aturdidos. O al menos en apariencia, ya que Cielito, tras inspirar con fuerza, torció los labios.

En un rictus que no auguraba nada bueno.

—Perrito bueno, Cielito — resopló Jake, rezando por la supervivencia de su nariz.

Al fondo podía ver a la temible Dorothy bajando por las escaleras con sus cómodos zapatos, su vestido de ir por casa (que ese día era verde menta), su moño de abuelita y el resto del equipo, golpeando el suelo con la escoba a cada paso que daba. Por delante de ella, el caimán corría como alma que lleva al diablo en dirección al agua.

Consciente, a todas luces, de haber encontrado a alguien de su calaña.

Cielito tenía que haberse percatado de la huida del caimán, porque volvió la cabeza en dirección a ellos y, sin perder tiempo, salió de debajo de Jake, se sacudió y echó a correr en pos del enemigo que se retiraba. Si bien andaba haciendo curvas y sus ladridos eran demasiado agudos para resultar feroces, nadie le podía negar su victoria aquel día. El caimán se introdujo en el agua y desapareció en ella con un chapoteo. Cielito permaneció en la orilla manifestando ruidosamente su triunfo.

—Gracias — murmuró Jake en dirección a sus ladridos.

—Ha sido tremendo, tío.

Austin apareció en el campo visual de Jake cuando se inclinó hacia éste desde detrás, de forma que su larga melena rubia le tapó la cara. Era un muchacho alto, delgado y de apariencia bastante presentable. Ese día iba vestido con un par de holgadas bermudas color caqui y una camiseta polo naranja fosforito. Dado que era uno de los dos tipos encargados de vigilar el edificio en caso de que la persona que acosaba a Sarah se decidiese a facilitarles la vida a todos y apareciese por allí, su presencia en el jardín no era sorprendente. Sin contar la camiseta, claro está, que probablemente no era muy acorde con la discreción que requería el cometido que tenía que llevar a cabo, o el hecho de que, en teoría, debería haber estado en el interior del coche aparcado frente al edificio.

—¿Te encuentras bien?

La otra persona que, en ese momento, se inclinaba también sobre él era Dave Menucchi, el encargado de vigilar la parte posterior de la casa desde la barca de Jake. A pesar de ser quince años más joven que Pops iba vestido — a diferencia de éste, que ese día llevaba puestos su habitual par de vaqueros y una camiseta azul marino con el anagrama de una marisquería — como un viejo: un par de pantalones marrones de poliéster de cintura elástica y una camisa a cuadros de manga corta abotonada hasta el cuello. Tenía la cara redonda y casi sin arrugas, el pelo canoso y todavía abundante, y una barriga tipo Papá Noel. De hecho, durante la Navidad solía representar este papel para una conocida cadena de tiendas de la ciudad.

—Sí — le respondió Jake, pese a que todavía le costaba respirar.

Pops se acercaba a ellos corriendo al igual que Dorothy, quien todavía empuñaba la escoba. Algunos viandantes — que, según supuso Jake, debían de ser pacientes de Big Jim, porque uno de ellos llevaba todavía una servilleta verde colgada del cuello y el otro una revista en la mano — se habían agrupado en los alrededores del aparcamiento para ver lo que sucedía y miraban ahora al punto donde se estaba desarrollando la acción — es decir, a él — con agitado interés. Haciendo acopio de valor, Jake se incorporó. O, mejor dicho, trató de hacerlo. La última vez que había jugado como defensa era todavía un niño. Ahora tenía treinta y nueve años y levantarse después de un golpe como aquél ya no era tan sencillo. De forma que se puso a cuatro patas, apoyó los pies en el suelo por debajo de su cuerpo y se irguió, conteniendo una mueca de dolor cuando cometió el error de intentar enderezar la espalda.

Al mirarse, comprobó que estaba completamente manchado de hierba y barro.

Cielito seguía ladrando en la orilla y expresaba su bullicioso desprecio por el caimán derrotado golpeando una roca con una de sus patas.

Pops y Dorothy llegaron a la vez junto a él. La secretaria parecía enfadada. Su abuelo, en cambio, sonreía de oreja a oreja.

—Tenemos que hablar, colega — le dijo con ojos chispeantes. Era evidente que, ahora que su único nieto había escapado del caimán con todos sus miembros intactos, Pops encontraba muy cómico aquello que había sucedido entre ambos—. Lo que has hecho ha sido una locura. Si Molly hubiese sido un poco más rápida, ahora te tendríamos que llamar pata de palo.

—Ya lo creo que tenemos que hablar — gruñó Jake—. No quiero volver a verte dando de comer a los caimanes.

Pops perdió la compostura al oír aquellas palabras: soltó una carcajada y, a continuación, al ver el semblante de su nieto, le tendió una mano.

—Está bien. ¡Caramba! ¿Quién sabe? En cualquier caso, fuiste tú el que dejó esos caramelos en la terraza.

—¿Cómo puedes reírte? Podría estar malherido. — Dorothy miró iracunda a Pops—. Por culpa tuya y de las tonterías que haces.

—¿Yo? El que tiene la culpa de todo esto es ese maldito perro de Sarah. ¿Cómo narices se llama, Pichurri? Lo más divertido es que Jake lo odia. — Pops se echó a reír de nuevo.

Jake constató con amargura que Dorothy parecía ser la única persona clemente en aquel grupo. Austin y Dave se reían también entre dientes, aunque sin exagerar, ya que al no ser parientes como Pops corrían el riesgo de ser despedidos.

Notó asimismo que seguía con la correa de Cielito en la mano. Y que el perro en cuestión trotaba en esos momentos de un lado a otro de la orilla, ansiando a todas luces que el caimán volviese a aparecer para el segundo asalto.

—Por mí podría irse al infierno — dijo Jake, apretando disgustado la correa. Pero, lo quisiera o no, había que ir a cogerlo. Tras lanzar una mirada iracunda a tres de sus cuatro empleados, empezó a caminar por la hierba en dirección a Cielito, haciendo lo posible por no cojear—. Ven aquí, Cielito.

Al ver que Cielito lo ignoraba, consciente de que Sarah adoraba a aquel maldito perro y de que, tal y como sabía por propia experiencia, aquel perturbado bastardo sólo obedecía a la voz femenina, volvió a gritar: «Ven aquí, Cielito», sólo que esta vez empleó al hacerlo su mejor tono de soprano.

Procurando que las carcajadas que oyó luego a sus espaldas no hicieran mella alguna en su autoestima.

Jake empleó poco más de una hora en llegar junto a Cielito, deslizar el collar por su cabeza y arrastrarlo hasta la casa. Al llegar a la terraza comprobó aliviado que en ella no había rastro del caimán. En el jardín posterior tampoco había nadie, excepto un cuervo que picoteaba en la hierba. Cielito hubiera preferido quedarse en la terraza, ya que apenas puso el pie en ella empezó a olfatear excitado — era evidente que podía percibir todavía el olor de su enemigo —; pero Jake no estaba de humor para darle gusto, por lo que ambos entraron en la casa. Pops se había dejado caer sobre la silla de Dorothy, dando la espalda al ordenador — que, en cualquier caso, no sabía manejar — con las manos sobre la hebilla de su cinturón y una mirada pensativa en la cara.

—¿Qué pasa? — le preguntó su nieto nada más ver su expresión.

—Han salido a almorzar.

—¿Quienes?

—Dorothy y ese... Dave.

—¿Y qué? — Cielito tiraba de la correa, por lo visto quería volver al piso de arriba con su ama. Por una vez, pensó Jake, ambos compartían el mismo deseo.

—No me invitaron a ir con ellos.

—¿Y qué? — volvió a preguntarle Jake, esta vez con algo de exasperación.

—Creo que a él le gusta ella. Me parece que es algo así como una especie de cita.

—¿Y qué? — repitió Jake por tercera vez.

—¿Y qué... y qué... y qué? — La voz de Pops se fue apagando. Tenía el ceño fruncido lo que daba a entender que en aquellos momentos no se sentía, lo que se dice, demasiado feliz—. Pues supongo que nada.

Jake miró a su abuelo entornando los ojos.

—Si no quieres que vaya a almorzar con Dave invítala tú a hacerlo.

—¿Yo? — Pops pareció asombrarse—. ¿Me estás diciendo que le pida a Dorothy que salga conmigo?

—¿Y por qué no?

—Bueno..., para empezar, es demasiado vieja para mí.

Jake alzó la mirada.

—Es por lo menos diez años más joven que tú. Tienes ochenta y seis años, ¿recuerdas? Ni siquiera Dios es ya demasiado viejo para ti.

Pops apretó los labios.

—¿Desde cuándo te ha dado por hacerte el gracioso?

Jake estaba empezando a hartarse de aquella conversación. Estaba sucio, seguía sujetando a aquel perro como podía y, por si fuera poco, Sarah lo esperaba en su apartamento. Con un poco de suerte, puede que incluso le diese tiempo a ducharse antes de meterse de nuevo en la cama con ella.

—Hablo en serio — dijo—. Tú y Dorothy os habéis estado rondando durante años sin acabar de decidiros. Puede que ella se haya cansado y que ahora apunte en otra dirección... A Dave, sin ir más lejos.

Pops hizo una mueca.

—Está enfadada conmigo desde que me compré la moto. Cuando lo hice, me dijo que ya era hora de crecer un poco. — Pops parecía ligeramente enfadado.

—Tal vez podrías proponerle dar una vuelta con ella.

—¿A Dorothy? — La idea parecía haberle puesto los pelos de punta.

Jake se encogió de hombros.

—¿Y por qué no? En el peor de los casos te dirá que no. — Tras dar por zanjado el asunto, decidió atender a los requerimientos de Cielito, y a los suyos propios, y se encaminó hacia la escalera. Antes de llegar a ella, se detuvo un momento y se dio media vuelta para mirar a su abuelo—. ¿Recuerdas la palabra que alguien escribió ayer en el coche de Sarah? ¿«Igor»?

Jake había informado a Pops de lo sucedido mientras iba camino del parque para buscar a Sarah.

—¿Sí?

—Era una especie de contraseña entre las dos. Sarah cree que nadie más podía saberla. Quiero que pongas a un grupo de gente a revisar los documentos sobre el caso para ver si en algún momento aparece mencionada esa palabra. Cualquier indicio relacionado con ella, diles que lo marquen y que me lo hagan saber.

—¿Están en los expedientes que siguen abiertos?

—Sí, excepto las carpetas que Sarah subió al apartamento ayer por la noche. Te las bajaré más tarde. Dile a Austin que entre, puede empezar por las que siguen en el archivo. Dile que sea minucioso. Lo más probable es que ya no sirva de nada que siga montando guardia ahí fuera. Y luego diles a los demás que entren también. Los quiero aquí al pie del cañón.

—No te preocupes.

—Y cuando vuelva Dorothy dile que me busque, ¿quieres? Necesito que haga algunas indagaciones sobre ciertas personas. — Como Brian McIntyre y el resto de policías involucrados en el caso Stumbo, por ejemplo, o Mitchell Helitzer y su entorno, o cualquiera que, en opinión de Sarah o de él mismo, tuviese algo que ganar con la muerte de su amiga o con la posibilidad de que ésta no pudiese seguir adelante con su tarea de fiscal—. Le daré una lista de nombres y quiero que controle dónde se encontraban esas personas ayer por la tarde. Quiero que me indique a todos aquellos que no puedan justificar lo que estaban haciendo cuando esa palabra fue escrita en el coche de Sarah.

—Está bien — Pops giró la silla y a continuación volvió la cabeza para mirar a su nieto—. Esto... Colega, ¿recuerdas que tenemos que examinar antes del lunes los datos sobre las pérdidas de Beta Corp? Por eso hemos venido Dorothy y yo esta mañana. Y Charlie está acabando de entrevistar al último de los testigos para el caso Kane, que la oficina del fiscal necesita también para el mismo día por la mañana. Si además nos cargas con eso, vamos a ir muy justos de tiempo.

Jake exhaló un suspiro tratando de no pensar en todo lo que iba a tener que desembolsar ese mes en horas extraordinarias.

—Sí, ya lo sé. Espero que podamos con todo. En cualquier caso, la prioridad la tiene Sarah. Hay algo en este asunto que me da mala espina.

—Por cierto, hablando de gente que no se decide...

Jake sabía de sobra por dónde iba su abuelo, ya que éste llevaba años diciéndole que lo intentase con su amiga sin que Jake le hubiese hecho ni caso. Ahora, en cambio, no podía por menos que reconocer que aquel viejo loco podía tener razón, algunas veces.

Aunque no por ello Jake tenía intención alguna de contarle lo que había pasado. Al menos hasta que Sarah y él se hubiesen acostumbrado a aquel cambio en su relación.

—Eso es asunto mío — lo atajó Jake, antes de que la digresión fuese adelante, y a continuación chasqueó la lengua mirando a Cielito, quien se había dejado caer sobre sus pies y que al oírlo se levantó de mala gana, y se dirigió de nuevo hacia las escaleras.

—Te diga lo que te diga, harás lo que te parezca.

Jake ignoró esas últimas palabras.

—Me doy una ducha y vuelvo — dijo, despidiéndose ya mentalmente de la posibilidad de volver a la cama con Sarah. Aquella mañana tenía demasiadas cosas que hacer. Bueno, a menos que se diese prisa, pensó, excitándose al imaginárselo.

—Saluda a Sarah de mi parte — le respondió Pops mientras cogía el teléfono y marcaba un número al tiempo que Jake subía las escaleras con Cielito a la zaga.

Pocos minutos después, al entrar sigilosamente en su apartamento, Jake se encontró con que las cortinas estaban descorridas y el sol entraba a raudales por las ventanas. En el aire flotaba, además, un aroma a café recién hecho. Era obvio que Sarah se había levantado ya. «Estoy en casa», fue lo primero que le vino a la mente al desatar a Cielito, dejándolo un tanto sorprendido ya que aquello no era lo que solía pensar cuando cruzaba el umbral de su apartamento. Bien mirado, era incluso la primera vez que éste le parecía un verdadero hogar y no un simple apeadero. Mientras se incorporaba, se dio cuenta de que jamás, ni cuando estaba casado ni durante la serie de años que habían venido a continuación, había tenido la sensación de estar en el lugar que le correspondía en el mundo. Mientras Cielito se encaminaba a la cocina, Jake analizó casi con tristeza las implicaciones de aquel sentimiento. Se trataba de Sarah, sin lugar a dudas. Sus acompañantes no solían quedarse a pasar la noche con él y, en caso de que lo hiciesen, Jake no veía la hora de desembarazarse de ellas a la mañana siguiente. Había descubierto hacía ya mucho tiempo que él no era el tipo de hombre al que le gusta prolongar los momentos de pasión.

Excepto ahora. Con Sarah habría sido capaz de saborear hasta el infinito el bienestar que éstos procuraban.

Suponiendo que su amiga debía de estar en la cocina, Jake arrastró a Cielito hasta ella con el corazón demasiado acelerado para tratarse de un viejo de treinta y nueve años que, como él, había perdido ya la cuenta del número de mujeres que habían pasado por su cama.

De nuevo se sentía presa del radiante alborozo de las mañanas navideñas.

Al llegar junto a la puerta de la cocina, vio salir a Sarah de su dormitorio. Se detuvo en seco — ella no se había percatado todavía de su presencia — y la contempló de arriba abajo. Se acababa de duchar y llevaba puesta una camiseta negra ajustada a sus menudos y puntiagudos senos, y unos vaqueros blancos que resaltaban sus caderas estrechas y sus piernas largas y esbeltas. Su pelo, que caía en desorden por los delicados rasgos de su cara, brilló como las alas de un mirlo al ser rozado por un rayo de sol. Estaba un poco ojerosa — todavía era relativamente pronto, poco más de las diez y media de la mañana; lo cual significaba que, aun en el caso de que estuviese recién levantada, no había dormido demasiado — y su boca parecía increíblemente carnosa, como si los besos que le había dado él la noche anterior la hubiesen inflamado.

Al pensarlo, se excitó.

Sarah era preciosa, elegante, endiabladamente sexy... y suya.

Alguien que valía la pena conservar.

«Ésta se queda conmigo», pensó en el mismo momento en que ella parecía notar su presencia junto a la puerta de la cocina y posaba sus ojos azules en él.

—Hola — dijo Jake con dulzura mientras ella lo miraba, y le sonrió.

—Hola — le respondió ella.

Su sonrisa, en cambio, fue poco más que un mero estiramiento de labios que no tardó en desvanecerse. Fue un saludo distraído, insignificante y, dadas las circunstancias, impropio. Sarah pasó por delante de él sin detenerse, procurándole a Jake una agradable visión de su bonito trasero.

Era evidente que aquella mañana no iba a cruzar corriendo la habitación para arrojarse en sus brazos. Muy bien, podía soportarlo.

—Cuando te marchaste volví a ver todas las cintas — le dijo sin volverse, aún más distante de lo que él se esperaba—. La película que buscaba no está entre ellas. Voy a tener que pedirle a Sue Turner — la encargada de hacer retratos robot para la policía — que dibuje al tipo que me filmó.

Jake se cruzó de brazos.

—¿Ahora?

Sarah asintió con la cabeza.

—Lo más probable es que no sirva de nada. Todo lo que recuerdo es a un tipo algo fornido con bigote, y la cámara.

—Aun así, podría arrojar alguna luz sobre lo sucedido — comentó Jake, y Sarah volvió a asentir con la cabeza.

—Eso espero.

Jake se había detenido delante de la mesa abarrotada de carpetas. Con las cortinas descorridas, el dorado resplandor de los rayos de sol se desparramaba por ella y por la sala que había a la izquierda. Sarah trajinaba al otro lado de la mesa. Se detuvo junto a ésta para coger algo del suelo — la mesa le impidió ver a Jake de qué se trataba — y a continuación empezó a moverse de nuevo. Jake pensó por un momento que se dirigía al sofá, pero luego se dio cuenta de que su amiga se encaminaba hacia la puerta.

Con el maletín en la mano.

—¿Adónde vas? — le preguntó. La actitud de Sarah le hacía sentirse ligeramente enfadado, desilusionado y, no podía por menos que reconocerlo, también un poco herido.

Sarah lo volvió a mirar de soslayo, con frialdad, sin ningún romanticismo. Aunque Jake no se consideraba un lince, en este caso no le costaba imaginar que, en esos momentos, su amiga no se sentía loca de amor por él.

—Fuera. — Le respondió, mirándolo de pasada con la mano en el picaporte.

—¿Fuera? — repitió Jake, enarcando las cejas. Si bien no se había esperado una calurosa acogida, bueno, tal vez sí, y aquella expectativa no hacía sino agravar el problema, aquella frialdad había empezado a afectarle. Todo un éxito.

Incluso Sarah pareció darse cuenta de que no podía marcharse sin dar más explicaciones. Asintió con la cabeza.

—Duncan me ha llamado. El despacho de Pat Letts nos notificó ayer que el lunes piensan pedir un aplazamiento para el caso Helitzer. Pretenden, además, que se anulen algunas de las declaraciones que éste hizo a la policía sin que estuviese presente un abogado. Hemos quedado para comer y mientras tanto discutiremos el modo en que vamos a responderles y la estrategia que pensamos seguir durante el proceso. Ah, también me ha dicho que el forense acabó ayer la autopsia del cuerpo de Mary. Mañana por la tarde se celebrará el funeral.

—Estás de broma, ¿verdad?

—No, claro que no — le respondió con otra gélida mirada—. A las cuatro, en la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores, en la calle Hudson. — Frunciendo el ceño al mirarlo de nuevo, añadió—: Por cierto, ¿qué te ha pasado? Estás lleno de barro.

—Me caí en el jardín. — No tenía ganas de entrar en detalles. No pensaba utilizar el hecho de haber salvado a su perro de los colmillos de un caimán para tratar de ganar puntos ante ella.

—Oh. — Sin mostrar interés alguno por saber la continuación de aquella historia, Sarah giró el picaporte y se dispuso a abrir la puerta.

—Espera un momento. No te muevas. — Jake se acercó a ella con un par de zancadas mientras ésta lo miraba aproximarse con una expresión de prevención en la cara que a él le resultaba completamente nueva. Jake cerró la puerta, Sarah había soltado el picaporte, y la asió por la cintura. Su piel le pareció fresca y suave, sus huesos frágiles bajo la presión de su mano. Podía sentir su pulso acelerado en sus dedos. Estaba a escasos centímetros de ella, tan cerca que Sarah no podía por menos que alzar los ojos para mirarlo. Tan cerca que Jake podía oler el dulce aroma de su champú—. Imagino que no estarás pensando seriamente en salir a comer con Duncan, ¿verdad?

Sarah enarcó las cejas.

—¿Tienes algún inconveniente?

Jake inspiró hondo.

—¡Es increíble! — Observó su cara. Aquella mirada distante estaba empezando a crisparle de verdad los nervios—. Sí, ya lo creo que lo tengo. De hecho, son varios. Déjame decirte en primer lugar el más apremiante: ¿recuerdas lo que hablamos ayer sobre el hecho de que tal vez alguien esté tratando de matarle?

Sarah apretó los labios.

—He quedado con Duncan en el Macaroni Grill. No creo que nadie me dispare allí.

Tenía razón, pero eso no quitaba para que a él la idea no le gustase en absoluto. Y, además, también podía añadir un par de razones más de tipo personal. Aunque hubiese preferido que lo devorase aquel maldito caimán antes que reconocer que sentía celos de Ken Duncan.

—¿Nunca has pensado que tal vez sea Duncan quien está detrás de todo esto?

Sarah lo miró con una mezcla de asombro y escepticismo.

—No, la verdad es que no.

—En ese caso, tal vez deberías empezar a hacerlo, ya que él podría salir ganando si a ti te ocurriese algo. Para empezar, podrían encargarle, por ejemplo, el caso Helitzer. Nada mal, ¿no te parece? Demonios, hasta podría acabar ocupando tu puesto.

—No seas ridículo.

—¿Lo soy? He estado dándole vueltas. Nada en esta vida es aleatorio, y eso incluye lo que te ha ocurrido en los últimos días. De alguna manera u otra tiene que haber una conexión entre todo ello, ya que son demasiadas coincidencias. Está bien, reconozco que puede que no se trate de Duncan, pero yo no lo descartaría por completo. Podría tratarse de un montón de gente, alguien en el que todavía no hemos pensado. Y hasta que demos con él, preferiría que no te expusieras demasiado.

—¿Qué es lo que pretendes, tenerme bajo arresto domiciliario?

—Siempre es mejor que correr el riesgo de morir.

Sarah lo miró con los ojos entornados.

—Entonces, ¿qué sugieres? ¿Que me esconda en tu apartamento hasta que identifiquemos al que me disparó? ¿Seguirme adondequiera que vaya? Eso no es posible para ninguno de los dos. Tengo un trabajo, ¿recuerdas?, y un montón de cosas que hacer. Y tú también. Agradezco lo que has hecho por mí, que te hayas ocupado de mí con tanto empeño, pero quiero volver a vivir mi vida. Para empezar voy a ir a comer con Duncan y, cuando acabe, regresaré para recoger a Cielito, si no te importa cuidar de él hasta entonces, y para revisar tus carpetas sobre Lexie. Después iré a mi casa y esta noche dormiré sola, como he hecho durante todos estos años. Mañana asistiré al funeral de Mary y el lunes iré a trabajar. Si sucede algo que no pueda afrontar sola, te llamaré.

Le estaba diciendo adiós, educadamente, pero de forma inequívoca. Con una frialdad de la que él jamás la habría creído capaz. Y que a Jake no le gustó. En absoluto.

Se hizo un momento de silencio durante el cual ambos se miraron a los ojos.

Acto seguido, Jake dijo con dulzura:

—¿Quién se está comportando ahora como una idiota?

Sarah se crispó.

—No sé a qué te refieres.

Sarah se desasió de él y Jake no hizo nada para impedírselo. La conocía demasiado bien para saber que estaba mintiendo. Sabía de sobra a qué se refería él. De repente se sintió preparado, dispuesto a correr el riesgo de decírselo en voz alta.

—Me refiero a lo de anoche. A lo que pasó entre nosotros dos. Al hecho de que estuvimos en la cama juntos. Desnudos. Haciendo el amor. — Jake casi disfrutó viendo cómo Sarah se sonrojaba.

Su amiga lo miró con ojos relampagueantes.

—No lo entiendes, ¿verdad? Ésa es precisamente una de las razones por las que no quiero quedarme aquí. Fue un error, ¿comprendes? Un terrible error. No debería haber pasado. Te dije que íbamos a arruinar nuestra amistad y así ha sido.

Si bien Jake se esperaba aquella respuesta casi desde el momento en que ella había empezado a hablar, al oírla en sus labios se enfureció.

Soltó una carcajada, pero hasta sus propios oídos detectaron que aquella risa no tenía nada de alegre.

—Muy bien, ahora lo entiendo. Perfectamente. Es como lo de ir a pescar juntos. Te gustó mucho. Te hizo sentir bien, ¿no es eso? — le espetó entre dientes—. Y Sarah no puede permitirse eso, ¿me equivoco?

Los labios de Sarah se contrajeron mientras ella le lanzaba una mirada furibunda.

—Vete al infierno. — Acto seguido apartó a Jake de un empujón, abrió la puerta, cruzó el rellano y se precipitó escaleras abajo.

Jake tuvo que contenerse para no salir corriendo detrás de ella. Para no lanzar una retahíla de maldiciones, o dar una patada a la puerta, o dar rienda suelta al revoltijo de emociones que se agitaban en su interior mientras ella desaparecía de su vista y oía el repiqueteo de sus pisadas en la escalera.

Minutos más tarde, oyó cerrarse de golpe la puerta principal y sintió una punzada en sus entrañas.

«Aquí se acaba la mañana de Navidad — pensó con tristeza—. Bienvenido a la dura realidad, amigo.»

Acto seguido se encaminó lentamente escaleras abajo, con calma, y lanzó a Pops, que lo había recibido enarcando las cejas y con una sonrisa furtiva, una mirada que lo obligó a tragarse cualquier posible comentario jocoso que estuviese a punto de hacer. A continuación ordenó a Charlie, que acababa de entrar en el despacho, que siguiese a Sarah sin que ésta se diese cuenta y que le hiciese saber si pasaba algo. Hecho esto, subió de nuevo a su apartamento, se dio una ducha y se cambió de ropa, después de lo cual salió en busca de Brian McIntyre, para quien tenía reservado un mensaje personal, directo y que deseaba espetarle a la cara: «Si te vuelves a acercar a Sarah lo lamentarás durante el resto de tu vida.»

El funeral de Mary fue una auténtica manifestación de duelo. La pequeña iglesia estaba abarrotada tanto por familiares, amigos, vecinos y conocidos como por simples curiosos a los que había atraído la publicidad y las particulares circunstancias de la muerte de la cajera. Los bancos estaban llenos a rebosar. La multitud atestaba los laterales del templo y se alineaba en hileras en la parte posterior del mismo. Era una ceremonia católica y, por lo tanto, colmada de incienso, velas, rezos e himnos. Sarah, sentada entre desconocidos en uno de los atiborrados bancos del fondo, apenas entendió una palabra de cuanto se dijo. No podía apartar de su mente la mirada suplicante que Mary le había dirigido pocos minutos antes de morir. Antes de que se produjese aquella explosión de sangre, aquellos coágulos...

«No podía hacer nada», se dijo a sí misma sin que aquel pretexto la consolase. Sin que sirviese para hacer desaparecer el nudo que tenía en la garganta, o el agujero que sentía en el estómago.

Al acabar la ceremonia, cuando el ataúd cubierto de flores fue transportado al exterior de la iglesia y las llorosas hijas y nietos de Mary salieron por el pasillo central para apiñarse en la limusina que debía seguir al coche fúnebre hasta el cementerio, Sarah se levantó para salir a su vez del templo. Antes de llegar a la entrada, se detuvo por unos instantes en la abarrotada nave para intercambiar unos cuantos comentarios inconexos con algunos de los asistentes al funeral que conocía: un par de policías que trabajaban en el caso, un abogado de la Oficina de Víctimas del Crimen y una vecina. Cuando estaba a punto de cruzar el portón en forma de arco y salir al bochorno que reinaba fuera para llegar al aparcamiento a través del césped abrasado, una mano se posó en su hombro.

—¿La señora Mason? — le dijo alguien con un ligero acento hispano.

Sarah miró en derredor y vio a sus espaldas a una mujer baja y regordeta de unos cuarenta años, con la tez morena y unos ojos brillantes y oscuros. Lucía un vestido negro de manga corta y llevaba su larga melena negra recogida en un moño alto. Tenía la cara surcada de lágrimas y llevaba en brazos a una niña rolliza que a Sarah le pareció reconocer.

—¿Sí? — Aquella criatura, al igual que el resto de niños agolpados alrededor de ella, le ayudaron a adivinar la identidad de la mujer.

—Soy Rosa Barillas — le dijo, confirmando lo que Sarah se imaginaba ya—. Quiero darle las gracias por haber salvado la vida de Angie.

—De nada.

A Sarah, en cambio, le habría gustado decirle: «No pude por menos que hacerlo, ¿sabe?, una vez yo también tuve una hija.» Pero se contuvo. En lugar de ello sonrió a Rosa Barillas y a sus hijos: los dos niños, Rafael y Sergio, la hija mediana, Lizbeth, y Angie. La multitud los empujaba fuera de la iglesia, en dirección al porche, a las escaleras que conducían al césped. Sarah vio que en el exterior había un equipo de televisión con una cámara y supuso que el funeral de la mujer asesinada sería el tema principal de las noticias de aquella noche. En contraste con la tristeza reinante, el sol bañaba la escena arrancando reflejos de los techos de los coches, de los cristales de las cámaras y de las piezas de joyería que llevaban los asistentes al duelo. La melena rubia de la reportera, que observaba el gentío y que Sarah reconoció como Hayley Winston, brillaba también bajo sus rayos. La multitud se partió en dos en torno a ella y a su equipo mientras avanzaba camino del aparcamiento, que estaba también lleno a rebosar de coches, algunos de los cuales habían arrancado ya para integrarse en la comitiva que seguía al coche fúnebre.

—Angie quiere darle algo — dijo Rosa Barillas, abriendo el bolso mientras se detenían, componiendo un desgarbado grupo, no muy lejos del equipo de televisión. La mujer rebuscó en su bolso un momento y a continuación extrajo de él un paquete envuelto en papel de seda, del tamaño aproximado de una baraja de cartas, que entregó a su hija—. Vamos — le murmuró a Angie, quien salió de detrás de su madre y tendió el paquete a Sarah con algo de timidez.

—Gracias — le dijo la niña a Sarah, mostrándole, con sus palabras, lo bien que la había aleccionado su madre.

Sarah observó también que en la cara de Angie, al igual que en la de Rosa, había rastros de lágrimas.

—Gracias a ti — le contestó mientras aceptaba el paquete, ligero como una pluma, y se acuclilló delante de la niña para abrirlo. Tras tirar de la cinta deshizo el envoltorio y, al hacerlo, vio un primoroso angelito hecho a ganchillo con un hilo blanco plateado.

—Aquella noche, usted fue como un ángel para ella — dijo Rosa.

—Es precioso. — Sarah balanceó aquel objeto diminuto y delicado en la palma de su mano. Sonrió a Angie—. Lo guardaré como un tesoro.

—Eso es. Ahí tenemos la escena.

Al oír aquel murmullo apenas perceptible, Sarah se volvió de golpe. Procedía del cámara de Canal 5 quien, acompañado de Hayley Winston, se encontraba en ese momento a su lado con la cámara apoyada en el hombro. Era evidente que estaba filmando el ángel que Sarah sostenía en la mano.

Sarah parpadeó indignada.

—¿Echarás de menos a tu amiga Mary? — Hayley Winston apuntó con el micrófono que llevaba en la mano a Angie antes de que ésta pudiese reaccionar.

—Me gustaría que no hubiese muerto. Me gustaría volver a verla — susurró la pequeña antes de empezar a llorar. A continuación echó a correr.

Disculpándose con la mirada, Rosa se precipitó en pos de ella seguida del resto de sus hijos. Sarah se levantó, mirando enojada a Hayley Winston; pero la mujer y su prole se habían alejado ya de ellos. La cámara volvía a enfocar a la reportera, quien hablaba ante ella.

—Acabamos de asistir al conmovedor final del funeral de Mary Jo White: la pequeña Angela Barillas acaba de regalarle un ángel a la mujer que le salvó la vida, la ayudante del fiscal del distrito del Condado de Beaufort, Sarah Mason.

Sarah no estaba dispuesta a seguir escuchando. Sujetando delicadamente el ángel en la mano, dio media vuelta y se dirigió apresuradamente hacia la familia Barillas, que, cuando por fin les dio alcance, se apiñaba en el interior de un viejo monovolumen.

—Señora Barillas — dijo Sarah, y Rosa, que en ese momento se acomodaba en el asiento del conductor mientras la puerta corredera de la parte posterior del vehículo, donde iban sus hijos, se deslizaba, se volvió para mirarla con curiosidad al tiempo que extendía su cuerpo para asir la manilla de la puerta delantera con intención de cerrarla—. Me gustaría que siguiésemos en contacto — le dijo Sarah ofreciéndole una de sus tarjetas de visita, que Rosa aceptó—. Si usted, o sus hijos, necesitan algo, no dude en llamarme.

Rosa miró la tarjeta y asintió con la cabeza.

—Gracias.

—Mamá, aquí detrás nos estamos muriendo — gritó uno de los niños (que Sarah supuso era Sergio) desde detrás y el resto de sus hermanos corroboró bulliciosamente sus palabras. Rafael, sentado en uno de los asientos delanteros para pasajeros, agitó una mano por delante de su cara y simuló que jadeaba.

—Tengo que marcharme — se disculpó Rosa.

Sarah asintió con la cabeza y retrocedió. Rosa cerró la puerta y puso en marcha el vehículo con lo que, probablemente, el aire acondicionado empezó también a funcionar.

Sarah dio media vuelta y se encaminó hacia el extremo más alejado del aparcamiento, donde la esperaba su Sentra cociéndose al sol. Tras abrir la puerta, se introdujo en el coche, haciendo una mueca de dolor cuando la parte posterior de sus piernas — que, en deferencia al calor reinante, llevaba sin medias por debajo de su vestido negro y sin mangas — entraron en contacto con su asiento de vinilo, que estaba ardiendo, y colocó el ángel en el asiento del copiloto. Tras arrancar el coche y retroceder ante el chorro de aire abrasador que salió por las aberturas del aire acondicionado, se apresuró a bajar las ventanillas para hacer salir lo peor del calor.

A continuación dio marcha atrás, giró y se dirigió hacia el extremo de la fila que en esos momentos se encaminaba hacia el cementerio.

Mientras esperaba a poder entrar en ella, su móvil sonó. Sarah lo sacó de la consola que había entre los asientos y bizqueó al mirar la pantalla. El sol casi le impedía leer el número...

Le sorprendió ver que se trataba del suyo. El número de su casa. Alguien — que desconocía, ya que el único que estaba en ella era Cielito y la última vez que lo había comprobado éste seguía sin saber usar el teléfono — llamaba a su móvil desde allí.

Sarah lo abrió y apretó el botón para responder.

—¿Diga?

—Quiero volver a casa, mami — lloriqueó Lexie—. Quiero que me cantes nuestra canción de cuna. Por favor, mami, por favor.

A continuación, oyó el tintineo de las lastimeras notas de When you wish upon a star... en el teléfono.