Capítulo 5

Los juguetes estaban esparcidos por doquier. Una Barbie. Un Corvette rosa de plástico de más de medio metro de largo. Una varita mágica. Un espejito de mano morado con flores que se retorcían alrededor del cristal. Un caballo negro haciendo una cabriola. Un unicornio de trapo.

«When you wish upon a star...»

La horripilante melodía seguía penetrando en los oídos de Jake cuando éste cayó en la cuenta de lo que estaba viendo: los juguetes de Lexie. Éstos habían permanecido guardados durante años en el armario de Sarah sin que nadie los tocase. El lado izquierdo del mueble, de puertas correderas de espejo, estaba entreabierto. La enorme caja azul en la que su amiga había guardado los juguetes estaba volcada de lado y el papel de seda se había desparramado por el suelo oscuro como copos de nieve. Jake divisó la tapa medio oculta debajo de la cómoda, vuelta del revés.

Sintió las mejillas heladas y pensó que la habitación estaba extrañamente fría. Fantasmagóricamente fría.

«Contrólate, por Dios. Esto se debe al aire acondicionado y a la puerta cerrada.»

En el dormitorio no había ni nada ni nadie.

A Jake le bastó echar una mirada en derredor para corroborarlo: a menos que hubiese alguien escondido bajo la cama o al otro lado del armario, la habitación estaba vacía. Al igual que el resto de la casa, el dormitorio de Sarah era pequeño y estaba sencillamente amueblado. La cama de matrimonio estaba colocada contra la pared justo enfrente de la puerta y entre un par de ventanas de guillotina de los años cincuenta. La cabecera era lisa y de madera de roble, y la colcha blanca que la cubría llegaba hasta el suelo. Como no podía ser menos, tratándose de Sarah, la cama estaba hecha con todo esmero. Las persianas estaban echadas de forma que, a pesar de que el sol resplandecía en el exterior, la habitación se encontraba casi a oscuras. Sobre la mesita de noche de la derecha había una lámpara, un despertador y un libro. Justo frente a la cama había una cómoda de roble con un espejo rectangular en lo alto. Los objetos que había apoyados sobre la misma estaban perfectamente alineados. En la habitación no había más muebles. En caso de que Jake hubiese interrumpido un robo, era evidente que los ladrones sólo habían hurgado en el armario.

«No. Rectifico: en la caja de juguetes que había en el armario.»

«Está bien, pero eso es muy extraño.»

Lo que estaba claro era que ningún atracador sería capaz de esquivar al perro.

A menos que, tal vez, éste hubiese entrado en la casa por la ventana y hubiese cerrado la puerta mientras Cielito se encontraba fuera de la habitación.

¿Para entretenerse después con los juguetes de Lexie?

A Jake le costaba aceptar aquella idea. ¿Hasta qué punto era improbable?

Aun así...

Jake se dirigió precavido hacia las ventanas y las examinó: ambas estaban cerradas y con el cerrojo echado. Después se encaminó hacia el armario y, tratando de no tocar la caja volcada o las bolas de papel que había esparcidas por todas partes, abrió el lado derecho de éste lo suficiente como para poder echar un vistazo en su interior. El mueble no era muy profundo, no se podía entrar en él; por lo que le bastó una ojeada para comprobar que allí no había nadie escondido. Por lo visto, todo estaba en su sitio. La ropa de su amiga seguía colgada de la varilla siguiendo una graduación de los colores neutros que Sarah solía elegir para sus vestidos. Sus zapatos — unos seis pares que iban desde las deportivas a los zapatos de medio tacón y que, en cualquier caso, no eran nada sofisticados — estaban colocados sobre un pequeño estante que había en la parte posterior del armario. La repisa que había en lo alto estaba ocupada por una hilera de cajas de plástico dispuestas en perfecto orden.

Antes de que la sacaran, la caja de juguetes se encontraba en el suelo de la parte izquierda del armario. Jake lo sabía porque había visto a su amiga colocarla allí. Que él supiese, nadie los había tocado durante los cuatro años que habían pasado desde entonces.

Y ahora alguien había abierto el armario, volcado la caja y desparramado por el suelo su contenido.

La pregunta era: ¿quién?

Sin dejar de darle vueltas, Jake se arrodilló para echar un rápido vistazo debajo de la cama. Pero allí no había nada, ni siquiera un poco de pelusa; exceptuando, claro está, el viejo lecho de felpa en el que le gustaba dormir a Cielito.

«When you wish upon a star...»

La melodía llegaba de nuevo a sus oídos. Jake apretó los dientes, se levantó y trató de precisar el lugar del que provenía: el unicornio de trapo.

El juguete estaba volcado en el suelo. Al cogerlo, la música se detuvo.

Jake se estremeció al mirarlo. Era, a todas luces, el juguete de un niño muy pequeño; desde el hocico aterciopelado hasta la cola de tela iridiscente, debía de medir unos treinta centímetros, como desde las pezuñas de satén hasta la punta de su resplandeciente cuerno de oro. Salvo el cuerno, el lazo de satén que llevaba atado alrededor del cuello y los ojos de cristal azul cuyas pestañas plateadas eran increíblemente largas, todo él era blanco, de terciopelo y satén. Jake notó que había algo duro bajo la tela, en el medio, y supuso que se trataba del mecanismo que hacía sonar aquella música. Sin embargo, no vio ningún bolón o interruptor, o cualquier otro medio para ponerla en marcha o apagarla; pero cuando le dio la vuelta al juguete para controlar la parte inferior del mismo, la melodía sonó una vez más.

«When you wish upon a star...»

De alguna manera, y dado el contexto, aquel agudo campanilleo estaba a punto de sacarlo de sus casillas. Haciendo un esfuerzo por controlarse, Jake volvió a darle la vuelta al unicornio. La horripilante melodía se detuvo. Probó de nuevo para cerciorarse: estaba claro que la música empezaba a sonar cuando lo ladeaba y se detenía cuando volvía a estar derecho.

En manos de un niño, aquel juguete tenía que resultar insoportable. Jake estaba seguro de que mucho antes de verse obligada a meterlo en la caja, Sarah debía de estar ya harta de él.

Pero ahora se trataba de averiguar la razón de que tanto el unicornio como el resto de los juguetes estuviesen desperdigados por el oscuro suelo del dormitorio de Sarah, en lugar de estar a buen recaudo en la caja que su amiga guardaba en el armario.

¿Se las habría arreglado Cielito para entrar, de una manera u otra, en la caja de juguetes? No parecía muy probable. Al igual que en lo tocante a menear la cola, Cielito no pertenecía a ese tipo de perros. Por lo que él sabía, la vida de Cielito consistía en comer, dormir, gruñir amenazadoramente y salir a la calle. Así que de juguetón tenía bien poco.

Jake miró el juguete pensativo.

Era imposible que hubiese sucedido después de que él entrase en la casa. Habría oído entrar o salir al ladrón. La casa era demasiado pequeña. Si el responsable de aquello era un ser humano, tenía que haberlo hecho antes de su llegada, puede que la noche anterior, mientras Sarah estaba en el hospital.

A menos que lo hubiese hecho ella misma.

Jake recorrió la habitación con la mirada una vez más. Los juguetes estaban esparcidos de cualquier manera sobre el suelo, como si un niño desordenado hubiese abierto la caja y hubiese arrojado fuera de ella todo su contenido. A Jake le costaba imaginarse a Sarah, a la superordenada Sarah, para quien aquellos objetos tenían un enorme valor, haciendo una cosa así.

Aunque, por otra parte, también le costaba imaginarse a un ladrón realizando un acto semejante. En su opinión, todo aquello carecía de sentido. En cualquier caso, no había señales de que hubiesen entrado a la fuerza en la casa. Lo cual le hacía pensar nuevamente en Cielito. Jake se había enfrentado personalmente a innumerables matones armados con pistolas, desde delincuentes de pacotilla hasta traficantes de armas y drogas o a criminales de cuello blanco con mucho más que perder de lo que él sería capaz de ganar en diez vidas; pero aquello no era nada comparado con un fugaz encuentro con aquel perro.

Y eso que conocía a Cielito desde hacía ya varios años, y le enorgullecía saber que se encontraba en la reducida lista de personas a las que el perro no detestaba.

Así pues, cualquier desconocido que hubiese osado entrar en la casa de su amiga y se hubiese tropezado con Cielito habría salido de ella antes incluso de haber recuperado el aliento.

Lo que no hacía sino descartar la posibilidad de un ladrón obsesionado por los juguetes.

Pero si no se trataba de un robo y Sarah tampoco era responsable, el único que quedaba era el perro. Era una simple cuestión de detección rápida: basta eliminar todo aquello que es imposible que haya sucedido para determinar lo que tiene que haber sucedido, por muy improbable que parezca.

Y a él, después de efectuar aquella operación, le quedaba el perro.

Alguien había cerrado la puerta de la habitación.

Lo cual suponía un problema: si Cielito era el causante de lo sucedido ¿cómo había entrado en la habitación?

Sin embargo, cabía la posibilidad de que la puerta estuviese abierta. Sarah siempre la dejaba así, por lo que era probable. Tal vez el perro se hubiese entusiasmado sacando las cosas de Sarah del armario y hubiese cerrado la puerta de alguna u otra manera. Quizás hubiese salido corriendo de la habitación con, pongamos, uno de los juguetes en la boca. O con cualquier otra cosa.

Imaginar a Cielito afectado por un cambio radical de personalidad podía resultar algo forzado, pero Jake no conseguía explicarse de otro modo la escena que tenía ante sus ojos.

A menos que se hubiese tratado de Sarah.

Jake temía esta última posibilidad, ya que la misma suponía toda una serie de implicaciones que prefería ignorar.

Un buen modo de enterarse era, sencillamente, preguntándoselo a ella.

Jake hizo una mueca. Si Sarah no había sido la que había sacado los juguetes y, en su opinión, era muy poco probable que lo hubiese hecho, contarle lo que había encontrado en su dormitorio podía, como mínimo, molestarle. Supondría más bien volver a abrir una profunda herida que acababa de cicatrizar.

Y eso era algo que no podía hacer. Por nada del mundo le habría causado a su amiga un dolor semejante. A menos que no le quedase más remedio.

Fuese lo que fuese lo que había pasado en el dormitorio, ella no tenía por qué enterarse. Él se ocuparía de volver a ponerlo todo en su sitio.

Sin dejar de darle vueltas, Jake enderezó la caja de juguetes, cogió un poco de papel de seda y envolvió el unicornio. A continuación, lo puso derecho en el interior de la caja y lo rodeó con algunos trofeos de plástico que no se habían salido de ella para evitar que se volcase otra vez y volviese a sonar aquella maldita canción. Recogió uno a uno la Barbie, el coche, la varita mágica, el espejo y el caballo; los envolvió en el papel y los guardó. Después, tapó la caja, la colocó en el lugar donde había permanecido durante todos aquellos años y cerró la puerta del armario.

«Misión cumplida.»

Jake miró a su alrededor. La habitación de Sarah aparecía ahora tan ordenada y limpia como siempre. Desaparecido el daño, desaparecía también la falta.

Ante la eventualidad de que el perro fuese al final el culpable, Jake cerró la puerta del dormitorio y se aseguró de que no se pudiese volver a abrir. «A menos que Cielito haga un agujero en la madera, no podrá entrar», pensó con satisfacción. Después efectuó un rápido control en la casa, examinó las ventanas, miró aquí y allá. Todo estaba bien cerrado. No había nada fuera de lugar.

Le gustara o no, lo cierto era que en la casa no había nadie. Y casi podría asegurar que nunca lo había habido.

—¿Fuiste tú el que sacó esos juguetes del armario? — le preguntó a Cielito después de conseguir que éste entrase de nuevo en la casa tentándolo con un rastro de comida para perros estratégicamente colocada.

Cielito estaba tan ocupado devorándola que ni siquiera se molestó en gruñir. Engullía a toda velocidad, con el rabo entre las piernas y un ojo pendiente de todo cuanto sucedía a su alrededor, como si temiese que alguien — llamado Jake y que, en todos aquellos años de relación, tan sólo había sido capaz de llamarle mal perro a la cara — le hiciese alguna jugarreta mientras comía.

Jake suspiró. Genio y figura hasta la sepultura. En el caso de Cielito no podía ser más cierto.

A Jake le costaba imaginarse al perro retozando con los juguetes de Lexie.

Pero si Cielito no era el culpable, ¿de quién se trataba entonces? ¿Tenía algo que ver el registro de la caja de juguetes con el hecho de que hubiesen disparado a Sarah? A primera vista parecían dos acontecimientos sin relación alguna entre ellos, pero...

Sin dejar de considerar todas las hipótesis, Jake cerró la puerta trasera de la casa y salió por la principal.

Mientras se alejaba con el coche, seguía tan lejos de hallar una respuesta como al entrar en la habitación de Sarah; pero también mucho más inquieto de lo que lo había estado en mucho tiempo.

Sarah fue dada de alta en el hospital poco después de las cinco y media de la tarde. Aunque las reglas del centro exigían que los pacientes fueran conducidos a recepción en silla de ruedas, a Sarah le había parecido ridículo ver entrar a la enfermera en la habitación con una de ellas. Sin embargo, cuando se encontraba ya de pie sobre el asfalto y trataba de franquear el bordillo y recorrer la escasa distancia que separaba la silla del coche de Jake, se sentía mareada y realmente agradecida de que éste la llevase del brazo. Pero no tenía ninguna intención de decírselo. Si su amigo tan sólo alcanzase a imaginar lo mal que se sentía, la devolvería al hospital en un abrir y cerrar de ojos.

—Cuídese — le dijo la enfermera, mientras daba media vuelta a la silla y se encaminaba de nuevo hacia el bullicioso vestíbulo del centro.

Sarah le respondió agitando la mano, se echó un rápido vistazo en el cristal ahumado del coche de Jake, e hizo una mueca. En aquel estado recordaba a la heroína de La novia cadáver, la película de Tim Burton, con la única diferencia de que ella llevaba el pelo corto y tenía la piel pálida y no de color azul. Lo cual, en pocas palabras, quería decir que su aspecto era incluso peor. Claro que el enorme trozo de esparadrapo color carne que le cubría la herida de casi ocho centímetros que tenía encima de la oreja derecha no ayudaba demasiado, como tampoco lo hacía el hecho de que le hubiesen cortado casi a cero el pelo que tenía alrededor. El efecto no era precisamente elegante y, dado que no tenía intención de mostrarla al día siguiente en el trabajo, había pasado algunos frenéticos segundos probando mentalmente varios estilos de peinado capaces de ocultar la herida. Cuando llegó a la conclusión de que era inútil y que, de cualquier forma, incluso en el caso de que consiguiese disimular las peladuras que tenía en codos y rodillas con la chaqueta y los pantalones, iba a ser imposible esconder los arañazos que tenía en la barbilla, se desplomó con aire lúgubre en el asiento del copiloto del Acura RL de Jake.

—El cinturón — le recordó él antes de cerrar la puerta.

El vehículo era negro con el interior blanco. Pese al chorro de aire acondicionado, los asientos estaban ardiendo y el contacto de sus piernas desnudas con el cuero no resultaba precisamente agradable, por lo que Sarah cambió repetidas veces de posición tratando en vano de evitarlo. Jake había acudido directamente desde la oficina para recogerla, lo que suponía un trayecto de unos diez minutos. Con una temperatura exterior de 36 grados y un elevado grado de humedad, al coche le estaba costando enfriarse. Sarah llevaba puesto el «equipo de emergencia de la oficina» que le había llevado al hospital su secretaria, Lynnie Sun, y que estaba siempre en el despacho por si necesitaba cambiarse rápidamente de ropa. Éste consistía en una falda ligera de color caqui, una blusa sin mangas, una americana azul, ropa interior limpia, unas medias y unos zapatos de tacón. Por el momento, la americana y las medias, más los analgésicos que le había dado el médico con instrucciones para curarse la herida, se encontraban en el interior de la bolsa de plástico que Jake acababa de arrojar al asiento trasero. El calor y la humedad no admitían más prendas.

Malhumorada, clavó la mirada en el limpiaparabrisas mientras Jake se dirigía hacia el asiento del conductor, al mismo tiempo que se metía algo — probablemente un caramelo — en la boca. Sarah no conocía a otro adulto con una dieta peor que la de su amigo. Esta consistía fundamentalmente en café y caramelos durante el día y en una variada selección de comida basura — McDonald's, Pizza Hut, KFC, Long John Silver's, o cualquier otra marca, con tal de que tuviese la suficiente cantidad de grasa e hiciese engordar — para cenar. A menos, por supuesto, que se encontrase en uno de los intensos periodos que compartía con sus Rubias (el mote privado con el que Sarah se refería a la sucesión de veinteañeras de su amigo, ya que invariablemente se trataba de rubias despampanantes), en cuyo caso, o bien la muchacha cocinaba a veces algo para él, o bien ambos salían a cenar a algún sitio algo más refinado, y, tratando de ser optimistas, nutritivo.

El problema con las Rubias era que se parecían tanto entre ellas que era difícil recordarlas una a una. No obstante, había que reconocer que su amigo tenía una idea muy clara de lo que le gustaba y se mantenía fiel a ella.

Jake se introdujo a su lado en el coche y cerró la puerta. Para mirarlo, Sarah ladeó su pobre y dolorida cabeza, que tenía apoyada contra la parte superior del asiento y que sentía pesada como el plomo.

—Gracias por venir a recogerme.

Por toda respuesta, Jake gruñó mientras ponía en marcha el coche. Su amigo se había afeitado y se había cambiado de ropa de forma que, en lugar de las bermudas y la camiseta que llevaba puestas aquella mañana, ahora lucía unos pantalones de color gris oscuro y una camisa azul claro que a esas alturas estaban tan arrugados como si hubiese dormido con ellos. Se había desabotonado el cuello de la camisa y se había remangado por encima de los codos. Sarah supuso que en algún momento de aquel día debía de haber desechado también la chaqueta y la corbata. Al igual que ella, buena parte del trabajo de su amigo tenía lugar en los tribunales, lo cual suponía en muchos casos tener que mantener cierta apariencia a la hora de vestir.

—Explícame otra vez por qué te han dejado salir hoy — le pidió en tono de malhumor. Parecía malhumorado. Y cansado. Tenía los ojos hinchados e inyectados en sangre. Las cejas no acababan de juntársele sobre la nariz, pero poco les faltaba, y eso no era una buena señal. Jake era un tipo corpulento, ancho de hombros y musculoso, que ocupaba más espacio del que le correspondía en la parte delantera del coche. De no ser porque Sarah lo conocía muy bien, se habría sentido intimidada.

Pero se trataba de Jake, alguien a quien conocía a la perfección y cuya apariencia había dejado de amedrentarle hacía ya muchos años. A pesar de que, algunas veces, volvía a intentarlo como cuando estaban en la universidad.

Sarah se encogió de hombros.

—Supongo que porque no tenían ningún motivo para retenerme.

Sin embargo, lo cierto era que los médicos habrían preferido que permaneciese una noche más en el centro. «Por precaución», había dicho el doctor Solomon. Pero Sarah estaba ya harta del hospital, harta de la gente que entraba y salía de su habitación sin cesar, harta de que la examinaran y le pincharan; cosas, todas ellas, que le hacían sentirse como una atracción. Los telediarios de las emisoras locales pasaban una y otra vez la cinta de seguridad del supermercado y, aunque ella no la había vuelto a ver — no había vuelto a encender la televisión después de la visita de Morrison—, sabía que era así porque se lo repetían una y otra vez las innumerables personas que entraban en la habitación para examinarla, para compadecerse de ella o simplemente para ver en persona a quien las enfermeras de su planta describían a los visitantes como «la heroína del momento». Todos y cada uno de los miembros del personal del hospital, su propia secretaria (et tu, Lynnie?) y hasta la vecina de enfrente se habían dejado caer por allí para torturarla hablando del asunto. Dos agentes del departamento de policía del condado de Beaufort habían pasado a verla para tomarle declaración. Mark Kaminski, el fiscal adjunto a quien Morrison había encargado llevar adelante la acusación contra el agonizante Niño Esqueleto, Maurice Johnson, en caso de que éste se recuperase, había aparecido también por allí para pedirle algunos detalles sobre el crimen. Ella había tratado a su vez de hacerle también algunas preguntas, para enterarse simplemente de lo que sabía; pero, dado que Sarah era una víctima y, en el supuesto de que el asunto llegase a los tribunales, sería también testigo en el proceso, su compañero no estaba autorizado a contarle nada. Incluso en el caso de que hubiese algo que contar, lo cual no era así, ya que, según le aseguró, Johnson no había recuperado el conocimiento desde el tiroteo. Más tarde, cuando el policía que había apostado junto a su puerta se había dado a la fuga para comer, Hayley Winston, una periodista del Canal 5, se había introducido subrepticiamente en su habitación, acompañada de un cámara, para pedirle una entrevista. Sarah se había quedado tan sorprendida que incluso había balbuceado algunas respuestas antes de que el personal del hospital, a quien ella había llamado urgentemente apretando un botón, se presentara en la habitación para echarlos de allí. Todos querían saber lo que había pasado en el interior del supermercado; pero a ella todavía le costaba recordarlo, y no digamos contarlo. Una mujer inocente había sido violentamente asesinada ante ella y la imagen de lo sucedido acudía a su mente apenas cerraba los ojos. Venía a empeorar las cosas el hecho de que ella misma hubiese estado a punto de morir; si bien eso no la había traumatizado por completo, desde luego sí le había impresionado, hasta tal punto que le resultaba imposible compartir aquella experiencia con nadie. A pesar de que, durante mucho tiempo, había creído que deseaba morir, cuando la muerte había llamado por fin a su puerta se había dado cuenta de que lo que realmente quería era seguir con vida.

Esta constatación la acobardaba. Le hacía sentirse casi como una extraña en su propia piel. No desear la muerte... ¿Cuándo había sucedido? Aquello suponía toda una revolución en su manera de interactuar con el mundo, y ella ni siquiera la había previsto. Se había producido de repente.

En cualquier caso, no tenía ninguna intención de contárselo a Jake. Su amigo tenía un sentido maternal muy desarrollado y el menor indicio sobre el terremoto que se estaba produciendo en su mente lo habría preocupado. Además, tratándose de él, lo habría impelido a hacer algo. Algo como ingresarla de nuevo en el hospital, atarla a una cama si era necesario para que no se moviese de allí y contratar a todo un equipo de psiquiatras para que le examinaran el cerebro.

Si bien no negaba que a su salud mental le habría venido bien un poco de ayuda, aquél no era, desde luego, el momento más adecuado.

—Supongo que mañana no irás a trabajar, ¿verdad?

Jake aceleró y el Acura embocó suavemente la autopista 21. El calor hacía reverberar el asfalto del cual emanaba un vapor que ascendía perezosamente hacia el cielo azul. La autopista de cuatro carriles estaba abarrotada de tráfico que, en su mayor parte, salía de la ciudad a marcha lenta. Por fortuna, ellos venían del hospital y por ello viajaban en dirección contraria. En aquellos momentos, Beaufort experimentaba la versión provinciana de un atasco vespertino; lo cual, por regla general, solía durar unos treinta minutos como mucho. El problema era que Beaufort estaba rodeada de agua por todas partes, lo que la convertía en una isla en todos los sentidos. Una carretera principal, la autopista 21, la conectaba con la zona oeste, la más habitada. Si uno comparaba la autopista 21 con una serpiente pitón con la cabeza en el océano Atlántico, el atasco venía a ser como el conejo que la serpiente había engullido para cenar y que se movía ahora lentamente hacia la cola como un bloque compacto. Aunque lo cierto era que a Sarah aquellos tapones no le afectaban demasiado. Normalmente no salía del despacho antes de las siete y media o las ocho de la tarde. Pero no por ello ignoraba que todos los días, alrededor de las seis, todos aquellos que no carecían de vida propia se encontraban por lo general en sus casas y que el tráfico volvía a ser el de siempre: prácticamente inexistente. El centro perdía entonces su habitual ajetreo, sobre todo en verano, cuando la mayoría de sus habitantes se dedicaban a salir en barca, jugar al golf, trabajar en el jardín o improvisar barbacoas en el patio de su casa después del trabajo. Beaufort era una pequeña ciudad abierta, aristocrática, perezosa, anclada en sus propias costumbres, en la que uno era un extranjero por el simple hecho de no haber vivido en ella durante toda su vida. Sarah llevaba residiendo en ella más de cuatro años y aún lo seguía siendo, eso jamás cambiaría.

—Bueno... — le respondió ella sintiéndose culpable. A su derecha, un centro comercial con la habitual oferta triple de McDonald´s, Taco Bell y Pizza Hut, aspiraba coches de la carretera. Jake le lanzó una anhelante mirada. Antes de que su amigo tuviese tiempo de volver a concentrarse en la conversación, Sarah procuró cambiar de tema—. ¿Qué has descubierto sobre Duke? ¿Donald Coomer?

Jake se encogió de hombros y cambió de carril para evitar el tráfico que se desviaba hacia el centro comercial.

—Está muerto.

—¿Te importaría ser más concreto?

—Estaba solo en una de las celdas de detención que hay en el sótano de la cárcel porque lo iban a llevar al tribunal para formular los cargos que tenía en su contra. Por lo visto, se las arregló para hacerse con un cable eléctrico y se colgó de la reja de la puerta.

—¿Cuánto tiempo permaneció solo?

—Bill Canon estaba de guardia en ese momento; asegura que no más de diez minutos.

—¿Quién tenía acceso a la celda?

Jake volvió a encogerse de hombros.

—¿A esas celdas? Todos: cualquier agente, ayudante del sheriff, oficial de los tribunales o abogado... Las celdas se abren desde fuera; de forma que cualquiera que tenga acceso a la cárcel puede girar el picaporte y entrar en ellas.

Sarah conocía perfectamente aquellas celdas. Al igual que en el resto de la cárcel, su antigüedad era incluso peor que la suciedad que reinaba en ellas. Todas tenían una superficie de unos seis metros cuadrados, estaban construidas con cemento armado — excepto en el techo, que era de azulejo acústico—, la puerta de metal que las cerraba tenía una pequeña ventana enrejada y, por último, el conjunto se completaba con un banco metálico incrustado en una de sus paredes. Carecían de cámaras de seguridad, aunque el vestíbulo que daba acceso a ellas estaba vigilado.

—¿Has controlado la cámara de la entrada?

—En ese momento no funcionaba.

—Ah. — Se encontraban en el puente que atravesaba el río Coosaw y desde la ventanilla de Sarah se divisaba el resplandor de sus puntales de acero. Por debajo de ellos, un remolcador arrastraba una barcaza cargada de carbón en dirección a la bahía de Port Royal. Sarah contemplaba distraída el paisaje. Su cabeza seguía considerando todas las posibilidades—: Mal asunto.

—Desde luego.

—¿Alguna idea sobre el modo en el que consiguió el cable eléctrico?

—Nadie lo sabe. La teoría más extendida es que, de una forma u otra, se quedó en el interior de la celda. Están controlando las huellas dactilares, pero no creo que saquen en claro mucho de ellas.

—Entonces, ¿fue un suicidio o no?

—¿Quieres saber mi opinión? Yo creo que no, aunque, a estas alturas, te hablo por pura intuición. — En ese momento salían del puente y el tráfico se iba haciendo cada vez más fluido. Jake se detuvo en un semáforo en rojo y miró a su amiga—: ¿Te apetece que cenemos juntos?

A sus espaldas acababan de dejar un Long John Silver's a la izquierda, y un Arby a la derecha. Sarah supuso que aquellos restaurantes de comida rápida debían estar mandando mensajes subliminales al estómago de su amigo.

Se encogió de hombros. Ella no tenía hambre.

—Tú mandas.

El semáforo se puso verde y el coche arrancó de nuevo.

—He visto que en la nevera no tienes nada digno de mención. ¿Quieres que compremos algo de camino a casa o prefieres que encargue una pizza?

Sarah hizo una mueca.

—Para tu información, en el congelador tengo algo de lasaña, unos sanjacobos y estofado de carne.

Jake resopló.

—Comida congelada para adelgazar. La he visto. Deliciosa.

—Está buena. Y es sana. — Sarah exhaló un suspiro. Era imposible paliar aquella batalla, ya lo sabía, de forma que lo mejor era rendirse cuanto antes y ahorrarse el esfuerzo—. Ni siquiera tengo hambre; pero, si tú la tienes, pedimos una pizza. Vegetariana.

—Excelente elección — le respondió Jake en tono ligeramente sarcástico. Ni que decir tiene que él pediría la especial para amantes de la carne.

—No tienes que cuidarme, ¿sabes? Sólo me duele la cabeza y mi aspecto deja bastante que desear; pero, aparte de eso, me encuentro bien. Si tuviera mi coche — Lynnie había tenido la cortesía de informarle que se encontraba en el depósito de la policía—, yo misma habría conducido hasta casa.

—En ese caso es mejor que no lo tengas.

—Debo ir a recogerlo.

—Ya nos hemos ocupado de eso. Le pedí a Pops — su abuelo, que trabajaba para él — que fuese a recogerlo. Lo tienes en el garaje.

—¡Guau!, gracias. Eres increíble.

—Siempre te lo he dicho.

Sarah sonrió.

—Yo...

El teléfono móvil de Jake los interrumpió. Jake lo sacó del bolsillo, miró el número, murmuró algo indescifrable y finalmente contestó a la llamada.

—¿Sí?

—Hola, Bollito. Tengo unas chuletas de cerdo listas para la parrilla. ¿Cuánto tardarás en llegar?

Sarah podía oír con toda claridad lo que decían al otro lado del aparato y no tuvo ninguna dificultad en reconocer la voz entrecortada de Donna... ¡ay!, Danielle.

—Suena delicioso, cariño — le respondió él, volviéndose rápidamente hacia Sarah, cuya sonrisa se había quedado congelada—, pero no puedo.

—¡Claro que puedes! — Sarah podía verla haciendo pucheros—. He comprado chuletas de cerdo. Ayer te dije que lo haría y tú me contestaste que te parecía una idea fantástica.

—Pero hoy ha sucedido algo.

—Siempre te sucede algo. No haces más que trabajar. Trabajo, trabajo y más trabajo. Hasta tuvimos que interrumpir nuestras vacaciones porque tenías que volver al despacho.

—Lo sé y lo siento. Mete las chuletas en la nevera y nos las comeremos mañana.

Acto seguido, se produjo una brevísima pausa. Sarah estaba convencida de que la Rubia vacilaba entre tener una de sus rabietas o comportarse como una niña buena. Si hubiese estado segura de su hombre, lo más probable es que hubiese optado por la rabieta, pero el problema era que las chicas que salían con su amigo nunca conseguían estar completamente seguras de él. Puede que fuesen todas masocas y que tenerlas en vilo formase parte del atractivo de su amigo.

—¿Me lo prometes? — Danielle había optado por comportarse como una niña buena.

Jake esbozó una leve sonrisa.

—A menos que ocurra algo.

Bueno, al menos era honesto.

Danielle inspiró ruidosamente. Después, pasados un par de segundos durante los cuales debió de sopesar la cuestión, soltó una risita, un sonido gutural e íntimo.

—¡Eres un cachondo! — Su voz se tornó seductora—. Me he comprado un camisón, sólo para ti-i...

Jake y Sarah se miraron. Si hubiese tenido cinco años, Jake no hubiera podido por menos que revolverse en su asiento presa de una gran desazón. Sarah frunció los labios y le envió un beso silencioso.

Jake se concentró de nuevo en la autopista, carraspeó y volvió a hablar por teléfono.

—Mira, tengo que dejarte. Yo...

—Es negro, con muchos lazos. Y deja a la vista...

—Guárdalo también, ¿vale? — le atajó Jake—. Te llamaré mañana.

—Te quiero tan...

Si aquello pretendía ser una confesión de deseo imperecedero, se perdió para siempre ya que Jake, tras farfullar un apresurado adiós, colgó el teléfono.

—¿Cuántos años tiene? — le preguntó Sarah sin poder evitarlo, mientras su amigo colocaba el aparato en la consola que había entre los dos asientos. Jake le dirigió una fugaz mirada.

—Veinticinco.

—Si es la que pienso, debe de estar bien caliente. Yo en tu lugar iría a probar sus chuletas.

—¿Nunca te han dicho que es de mala educación escuchar las conversaciones privadas de los demás?

—¿Y qué se supone que tenía que hacer, taparme los oídos con los dedos?

—Algo así.

—De acuerdo, la próxima vez lo haré, Bollito.

Jake apretó los labios y Sarah casi habría jurado que estaba a punto de enrojecer.

—Le gustan los apelativos cariñosos, ¿y qué?

—Pensándolo bien, ése te va como anillo al dedo, dadas las posaderas que tienes.

Jake la miró, esta vez con los ojos entornados.

—¿Lo dejas estar ya, por favor?

—Es que lo de Bollito me parece tan mono...

—Sarah.

—Está bien. Lo entiendo. Te da vergüenza. Lo siento.

—Eres un demonio. — Las mejillas se le iban apagando poco a poco; pero ahora era ya evidente que se había sonrojado, observó Sarah con interés. Jake prosiguió—: Danielle es una buena chica. Si llegaras a conocerla, estoy seguro de que te gustaría.

—Si esta vez te dura un poco, puede que llegue a conocerla.

En opinión de Sarah y, según sospechaba, también en opinión de Jake, las Rubias eran prácticamente intercambiables. Ninguna le había durado más de seis meses y la mayor parte de ellas incluso menos. Jake llevaba saliendo con Danielle algo más de cinco, lo cual significaba que su amiguita se iba aproximando a la fecha de caducidad.

Jake gruñó. Sarah entendió que su amigo daba por zanjado el asunto. Se estaban acercando al centro de la ciudad. La zona histórica, con sus bonitas casas blancas alineadas, debía de encontrarse a poco más de un kilómetro y medio. Jake aminoró la marcha para evitar acercarse demasiado al carruaje cargado de turistas que acababa de emerger de una de las calles perpendiculares a la suya y que rodaba ahora por delante del coche. El caballo era gris y tenía una mirada cargada de resignación. El carruaje, abierto, y de color negro, estaba decorado con flores. Los ocupantes no dejaban de reírse y de hablar con el cochero que lucía un sombrero de copa y que iba ladeado en su asiento para poder explicar a sus clientes la historia de Beaufort. Sarah se imaginó lo que les debía de estar diciendo: la ciudad era una de las pocas que había sobrevivido intacta a la marcha del general Sherman sobre Georgia durante la guerra civil. Ello se debía, en buena parte, a que las tropas de la Unión habían encontrado el lugar tan encantador (además de estratégicamente bien emplazado, por supuesto) que habían establecido en él su cuartel general. Las mansiones anteriores a la guerra, que poblaban las calles del viejo centro histórico y de los terrenos ribereños de la ciudad, habían salido indemnes de la guerra y ahora las más espectaculares hacían que el condado de Beaufort fuera merecedor de la fama que atraía cada año a miles de turistas.

—Ya sabes — le dijo Sarah a su amigo mientras éste adelantaba al carruaje y volvía a acelerar—, que me puedo comer la pizza sola. O mejor aún, el estofado de carne. No veo por qué tienes que privarte de las chuletas de cerdo de Danielle por mi culpa.

Jake frenó y, a continuación, dobló hacia la izquierda para adentrarse en Bay Street. Las casas de esa zona pertenecían a la era victoriana; lo cual, para Beaufort, significaba que eran relativamente nuevas. Sin llegar a tener las dimensiones de una auténtica mansión, todas ellas eran bastante grandes, antiguas y muy vistosas, y estaban separadas de la calle por unos céspedes impecables y cercadas por unas verjas de hierro forjado. Unos enormes magnolios de relucientes hojas arrojaban sombra sobre los desbordantes jardines. Los cipreses y los robles, estos últimos cubiertos de musgo, se alineaban a lo largo de las calles. Las azaleas, en diferentes tonalidades de rosa y coral, se apiñaban junto a los porches de estilizadas líneas donde sus habitantes se acomodaban en balancines y mecedoras para chismorrear mientras veían pasar el mundo ante sus ojos.

—Te hago saber que no sólo me pienso comer la pizza contigo, sino que además tengo la intención de pasar la noche en tu casa. A menos que quieras venir a la mía.

Sarah lo miró. Pensándolo bien, lo cierto es que prefería no quedarse sola aquella noche. Todavía temblaba al pensar que la noche anterior alguien había tratado de matarla. Aunque no tenía ninguna intención de reconocerlo. No iba a permitir que Jake se diese cuenta de lo frágil que se sentía en esos momentos. Por lo general, Sarah era la señorita Independencia en persona.

—¿Y qué hacemos con Cielito? — le recordó ella. Jake hizo una mueca, que dejaba bien claro lo poco que le apetecía alojar al perro en su casa, cosa que a ella no le sorprendió en lo más mínimo. Jake y Cielito no eran lo que se dice uña y carne. Para disimular, se dirigió a su amigo en tono de desafío—. En cualquier caso, ¿qué pasaría si te dijese que realmente necesito estar sola esta noche?

—Te respondería que te encerrases en el baño al llegar a casa, porque esta noche no vas a conseguir estar sola. — Ese era su Jake, una vez más sin consideración alguna por sus necesidades, tal y como se esperaba. Gracias a Dios—: No sé si te has dado cuenta, pero hace unas dos horas que ya no estás bajo vigilancia policial. Frist... — Lowell Frist era el jefe de policía — dice que no te puede procurar protección las veinticuatro horas del día. En cualquier caso, la policía piensa que no corres ningún peligro.

—¿Y tú?

Jake apretó levemente la mandíbula; lo suficiente para que Sarah comprendiese que su amigo estaba realmente preocupado por ella. Al darse cuenta, sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

Jake negó con la cabeza.

—No lo sé.

Casi habían llegado ya a la zona donde vivía Sarah. Encajonada entre las históricas mansiones de los ricos de larga tradición y los barrios dormitorio de los nuevos ricos se encontraba su gente, los «no-ricos» como ella los llamaba, quienes vivían en las pequeñas casas y en los edificios de apartamentos que se habían ido construyendo alrededor del Centro histórico durante los años posteriores a las dos guerras mundiales, antes de que se iniciase el boom de la edificación suburbana. Sus habitantes constituían todo un batiburrillo de gente: desde grandes familias de inmigrantes recién llegados al país hasta pensionistas, pasando por solteros que trabajaban, como ella misma. La zona, que ostentaba más cemento armado que espacios verdes, estaba salpicada de pequeñas tiendas. Cuando Jake se detuvo ante el semáforo en rojo, Sarah divisó de nuevo el Quik-Pik, rodeado ahora de desagradables recuerdos, que se encontraba al otro lado de la manzana. Incluso a esa distancia se podía ver que estaba cerrado. El aparcamiento estaba precintado con una banda amarilla y había dos coches patrulla aparcados en la esquina. Un agente se apeó de uno de ellos en ese preciso momento. Sarah lo vio saltar ágilmente la cinta amarilla y dirigirse hacia el edificio donde, presumiblemente, debían de estar haciendo averiguaciones. En circunstancias normales, el caso debería estar ya cerrado y el supermercado tendría que haber abierto de nuevo sus puertas; pero el hecho de que un policía hubiese disparado y matado a un sospechoso no podía sino retrasar el procedimiento habitual. A buen seguro, el departamento de policía haría todo lo posible por salir bien parado de aquel asunto.

—Mierda — dijo Jake—. No me he dado cuenta. Tendría que haber venido por otro lado.

—¿Por dónde? — Porque lo cierto era que no había ningún camino entre su casa y el hospital desde el que no se pudiese ver el Quik-Pik. Sarah vivía sólo a cuatro manzanas del supermercado—. No te preocupes, estoy bien.

Y lo estaba, hasta que vio el tablero que había fuera del establecimiento y en el que normalmente tan sólo aparecían escritos los precios de la gasolina. En recuerdo de la tragedia, sus grandes letras negras y magnéticas componían ahora el siguiente texto:

MARY JO WHITE

1939-2006

DESCANSE EN PAZ

Y a continuación, en la parte inferior, alguien había añadido: «Reza por nosotros.»

Sarah sintió un nudo en la garganta. La vista se le empañó. Sentía una opresión en el pecho. Las espantosas imágenes de lo sucedido volvieron a pasar por su mente a toda velocidad: el terror en la cara de Mary, el disparo, los gritos...

Se percató de que, por mucho que quisiese, era imposible escapar a la terrible realidad de lo ocurrido. Sin previo aviso, el mal aleatorio que acechaba al mundo se había introducido de nuevo en su vida, en el reducido espacio que le quedaba para respirar. Bastaba sólo un momento para que todo aquello que iba bien dejara de hacerlo. El velo seguro de la existencia cotidiana se descorría y, a partir de entonces, nada volvería a ser igual.

Por ello se había convertido en fiscal: para luchar contra la incertidumbre del destino. Puede que incluso ésa fuese la razón por la que aún seguía con vida.

Porque tenía que creer que había una razón.

Si pudiese reunir la fuerza suficiente para luchar en favor de quienes no podían hacerlo por sí mismos, tal vez consiguiese hacer surgir el bien del mal y lograse derrotar por fin a este último.

Eso era, al menos, lo que no había dejado de repetirse durante los últimos siete años. Y puede que incluso estuviese empezando a creer en ello. Acababan de pasar por delante del Quik-Pik. Jake aceleró en el cruce. Sarah supuso que intentaba atravesarlo antes de que el semáforo cambiase para dejar cuanto antes el supermercado a sus espaldas. En ese momento divisó a un bullicioso grupo de niños. Salían del destartalado edificio que había al otro lado del cruce y en el que acababa de abrir sus puertas el restaurante chino Wang's Oriental Palace. Eran cuatro; no, cinco, todos con el pelo muy oscuro, casi negro, la tez muy morena, delgados y vestidos con ropa bastante vieja, casi andrajosa. El más alto de ellos era un niño de unos diez años, según los cálculos de Sarah. La más pequeña debía de haber aprendido a andar no hacía mucho. El resto del grupo lo componían un niño y dos niñas de diferentes tamaños. Caminaban por delante de ellos, de forma que Sarah no podía verles la cara; pero estaba segura — casi segura — de que el segundo más alto de ellos, la niña de melena oscura que llevaba de la mano a la más pequeña, era la misma que no había dejado de gritar ni un momento mientras escapaba con ella del supermercado.

—Jake — le dijo a su amigo en tono apremiante—. Párate ahí.