Capítulo 11
—¿Que no puedes encontrarla? — Jake miró entornando los ojos a su abuelo, quien había apoyado los codos sobre la mesa y se inclinaba hacia él, escuchando con evidente preocupación.
—Subí tras ella desde el sótano y luego ella se paró a hablar con dos hombres en el vestíbulo. No quise seguir andando y pasar por delante para evitar que me reconociera, ¿entiendes? De forma que entré en el cuarto de baño de hombres. Cuando salí, ella se había marchado ya; pero yo estaba tranquilo porque sabía que tenía que presentarse en la sala a aquella hora. Sólo que no lo hizo. En su lugar había otro tipo ocupándose del caso. Creo que ya no está en el edificio. — Austin se calló y Jake casi podía sentirlo sudar al otro lado de la línea—. Lo siento, Jake. ¿Qué quieres que haga?
El escalofrío de miedo que recorrió la espalda de Jake era prematuro, y él lo sabía. Sarah podía estar en un millón de sitios. El problema era que a su amiga le habían sucedido tantas cosas últimamente que Jake tenía los nervios de punta.
—No te muevas de ahí hasta que yo llegue. Déjame ver si puedo localizarla en otro sitio.
Jake apagó el teléfono y, tras mirar ceñudo a su abuelo, que a todas luces había oído toda la conversación, apretó el botón que lo conectaba directamente con el número de Sarah.
—Si no me equivoco, te dije que le ordenaras a Dave que no perdiese de vista a Sarah.
La conexión se realizó. El teléfono de su amiga sonó en su oído.
—Tuve que mandar a Austin en su lugar. DVS no quería que Austin volviese.
Jake gruñó. Acto seguido oyó el mensaje del contestador automático de Sarah: «Hola, vuelve a llamar más tarde.» Sin darle tiempo a acabar, se puso de pie de un salto y se precipitó hacia la puerta.
—Creí que habías dicho que Sarah no corría peligro. — Pops se había levantado también, al parecer tan preocupado como Jake—. ¿Quieres que te acompañe?
—No, ve a interrogar a esos testigos del caso Helitzer, tal y como habíamos previsto para esta tarde. — A continuación, y para evitar que su abuelo se inquietase inútilmente, añadió—: No creo que realmente se encuentre en peligro, pero tampoco quiero correr el riesgo de equivocarme. Te llamaré cuando la encuentre.
Camino de la puerta, Jake cogió el revólver de su escritorio, por si acaso.
—Ese hombre debería estar en casa — dijo Crystal, sentada en el asiento de copiloto del coche de Sarah, mientras chupaba el caramelo de menta que ésta le había dado. Había levantado una pierna y ahora se estaba masajeando el pie mientras hablaba. Su zapato de tacón de aguja yacía ladeado en el suelo—. Tengo que estar en el trabajo a las cinco. La noche del viernes es estupenda en Godfather's.
—¿Crees que podrá arreglarlo? — le preguntó Sarah.
Se refería al novio de Crystal y al coche de ésta que, tal y como Sarah había descubierto al salir desconsolada del tribunal, se había averiado en el aparcamiento para minusválidos frente al edificio. Mientras bajaba por las escaleras de éste había visto a Crystal en compañía de dos desconocidos — transeúntes que, deslumbrados a todas luces por su generoso escote, se habían detenido a ayudarla — que habían levantado el capó para controlar el motor de un viejo Lincoln amarillo claro. Sarah se había parado junto a ellos para ver qué pasaba y, a consecuencia de ello, ahora se encontraba llevando a Crystal a casa para que ésta pudiese, o, al menos eso esperaba, despertar a su novio que, presumiblemente, seguía durmiendo (dondequiera que estuviese, e hiciese lo que hiciese en ese momento; el caso era que el novio no contestaba al teléfono, por lo que Crystal había deducido que debía de seguir durmiendo a pesar de ser ya mediodía) y volver con él al tribunal para que le arreglase el coche.
—Ya lo ha hecho antes — dijo Crystal, mordiendo los restos del caramelo. Un débil aroma a menta invadió el coche. Crystal se masajeaba y movía los dedos del pie, primorosamente pintados—. Lo único que me preocupa es que la grúa se lo haya llevado de allí para cuando volvamos.
Su preocupación estaba más que justificada. En el espejo retrovisor del coche, Crystal había colgado la etiqueta para minusválidos que le habían dado cuando se había roto una pierna; y ésta había expirado hacía ya mucho tiempo. Bastaría con que un policía tuviese el suficiente interés — o la vista — por leer las fechas que figuraban en la misma, para que Crystal perdiese su coche. Sarah confiaba en que dicho policía no existiese. O, al menos, que el coche no permaneciese allí el tiempo suficiente para acabar llamando la atención.
—Te sugiero que la próxima vez que tengas que venir al tribunal aparques detrás del edificio. Es gratis.
Crystal negó con la cabeza.
—En ese lado hay demasiados coches patrulla. Y, por si no te has dado cuenta, últimamente los policías no sienten especial predilección hacia mi persona.
—Ya lo he notado — dijo Sarah, pero se abstuvo de añadir que ella misma estaba experimentando también aquel fenómeno.
Crystal se quitó el otro zapato, cambió de posición y empezó a trabajar el otro pie.
—Me paso catorce horas al día de pie — le explicó a Sarah al ver que ésta la miraba de soslayo—. Me duelen siempre.
Sarah no se molestó en aconsejarle que usara zapatos de tacón bajo. Llevaba demasiado tiempo con ella como para no saber que el resto de mujeres consideraban los tacones de diez centímetros una parte esencial de ellas mismas.
—Debe de ser terrible — dijo, en lugar de eso.
Crystal se echó a reír y asintió con la cabeza.
En ese momento se encontraban circulando por la I-21, a unos veinticuatro kilómetros al oeste de Beaufort; habían dejado atrás las ciudades dormitorio que rodeaban la ciudad y ahora se dirigían hacia Burton. Unos cuatro kilómetros antes, justo cuando los centros comerciales empezaban a ser reemplazado por supermercados, largos escaparates y establecimientos que vendían tractores John Deere, habían abandonado la carretera principal y embocado una angosta carretera que cruzaba, en un primer momento, campos de tabaco para luego adentrarse en los bosques del Low Country. En los mismos crecían, codo con codo y entre enmarañados arbustos de hierba cubiertos de diminutas flores blancas, pinos, palmas enanas y plátanos de casi siete metros de altura. Algo más adelante, la carretera se bifurcaba. El camino de la izquierda proseguía por el interior del bosque, mientras que el de la derecha salía de nuevo a cielo abierto y cruzaba las vías del tren, encastradas en un lecho de grava blanca que relucía con el sol.
—¿Por dónde voy? — preguntó Sarah.
—Por la derecha.
Sarah obedeció y frenó al llegar junto a las vías, a duras penas indicadas con una pequeña señal de peligro. Tras mirar a ambos lados, las cruzó con precaución. Cuando llegaron a lo que Sarah consideró literalmente el lado malo de éstas, pudo ver el camping casi de inmediato. Las caravanas debían de ocupar una extensión de unas cuarenta hectáreas de llanura y estaban ordenadamente alineadas. La mayoría de ellas tenía delante un coche viejo o una camioneta y un buen número de accesorios como piscinas de plástico o parrillas de gas. El calor que desprendían los tejados colectivos de la pequeña comunidad de metal formaba un neblinoso velo que ascendía hacia el cielo. Si bien el cartel que había a la entrada rezaba «El Paraíso», Sarah dudaba que nadie, ni siquiera Crystal, pudiese sentirse realmente así en aquel entorno. Ella misma había pasado su adolescencia en un campamento semejante llamado «Rayo de Sol» y jamás había experimentado en él nada de lo que aquel nombre parecía implicar.
Sarah aún podía recordar a la perfección el interior de la caravana donde había vivido: la puerta principal de aluminio conducía directamente a la sala de unos diez metros cuadrados, con las paredes recubiertas de paneles de pino falso y dos ventanas de celosía, una enfrente de la otra, por las que apenas entraba la luz. En la sala había una televisión, un sofá de tweed naranja, un sillón de felpa marrón y una mesa con cuatro sillas para comer. A la derecha de la sala se encontraba la habitación de su madre, con el espacio justo para una cama de matrimonio y una cómoda abarrotada con las botellas de perfume que ésta solía coleccionar. A la izquierda había una diminuta cocina alargada, la habitación que hacía las veces de baño y lavandería y, por último, el dormitorio de Sarah. Las paredes de éste también estaban cubiertas de paneles de madera y en él sólo cabía una cama. Pero Sarah había colgado unas cortinas amarillas en ambas ventanas, había cubierto la cama con una colcha del mismo color que había comprado a un vecino y había colgado unos estantes para colocar en ellos sus libros de bolsillo, los únicos que se podía permitir. Sus abigarradas tapas, alineadas en la pared, habían trocado aquella especie de agujero en un lugar confortable y acogedor. Sarah había pasado horas y horas sumergida en aquellos libros y ellos le habían dado a conocer un mundo que en nada se parecía al de «Rayo de Sol». Le habían mostrado un tipo de vida que no consistía tan sólo en alcohol, peleas, divorcios y angustia constante para llegar a final de mes. De forma que Sarah había acabado por desear que su vida fuese así con la intensidad con la que un niño hambriento anhela la comida.
Con su padre en paradero desconocido, ella y su madre se habían mudado a aquella caja de hojalata, tal y como solía llamarla con desdén cuando tenía doce años. Comparada con la desvencijada pero espaciosa granja del condado de Saunty en la que habían vivido con el tercer marido de su madre y los dos hijos de éste los dos años anteriores, aquella caravana era un cuchitril. Pero al menos ya no tenía que presenciar las peleas entre su madre y su padrastro; lo cual Sarah había considerado toda una ventaja. Además, el campamento se encontraba a las afueras de Columbia, la capital del estado, ciudad que a Sarah, crecida en el campo, le había parecido enorme por aquel entonces. Incluso había un autobús que la llevaba hasta el colegio, un auténtico refugio donde empezaba a destacar por sus notas. Su madre seguía emborrachándose al menos una vez por semana — su bebida preferida era el vodka con naranja; por eso Sarah seguía hoy en día sin poder soportar el olor del zumo de esta fruta —; pero ésa había sido, precisamente, una de las constantes en la vida de Sarah y ella había aprendido ya a convivir con aquel tipo de situaciones. Les hacía frente metiendo a su madre en la cama cuando se la encontraba desplomada en el suelo, preparando la mezcla de zumo de tomate y vodka que su madre prefería cuando se despertaba gimiendo, acudiendo a trabajar (a tiempo parcial en la droguería que había junto al instituto y más tarde, cuando ya era mayor, como camarera) y al colegio, y refugiándose en sus libros cuando la realidad le resultaba insoportable, cosa que sucedía a menudo. Incluso casi a los cuarenta, edad que su madre esteticista tenía cuando vivían en «Rayo de Sol», ésta sólo seguía pensando en divertirse: el alcohol y los hombres eran las dos cosas más importantes de su vida. Por ese motivo Sarah había decidido desde bien pequeña desechar ambas cosas siempre que le fuese posible.
Cuando Sarah se encontraba en su primer año de bachillerato, Candy — como su madre quería que su única hija la llamase — conoció a Jim Lowe. Lowe era un hombre serio, un predicador laico y un déspota carismático que trabajaba de cuando en cuando montando y reparando tejados. Candy se casó con él, lo instaló en la caravana con ellas y no tardó en quedar sometida por completo a él. Si bien Candy dejó de beber, la vida en «Rayo de Sol», que hasta entonces había resultado soportable, se convirtió en un auténtico infierno.
Lowe se encaprichó de su nueva hijastra y cuando Sarah le contó a Candy que su padrastro había tratado de tocarla, que la rozaba «casualmente» apenas podía y que, incluso, había tratado de besarla, ésta se puso de parte de su nuevo marido y acusó a su hija de provocarlo.
Tres meses antes de terminar el bachillerato, Sarah se fue a vivir sola. Abandonó la caravana y se mudó a la ciudad. Alquiló una habitación a una pareja de ancianos, que había transformado la enorme casa medio en ruinas que poseían en una residencia para los estudiantes de la Universidad de Carolina del Sur. Trabajando en dos sitios a la vez, consiguió costearse sus gastos hasta acabar el bachillerato. Gracias a sus buenas notas y a la comprensión de sus profesores logró, además, ahorrar algo de dinero para poder acudir en otoño a la Universidad de Carolina del Sur. Sarah seguía viendo a su madre de vez en cuando, pero la lealtad inquebrantable que ésta demostraba por su último marido empañaba sus relaciones. Candy le pedía una y otra vez que dijese la verdad y pidiese disculpas a Lowe. De hacerlo, todo quedaría olvidado. Sarah se sentía dolida al ver cómo su madre elegía deliberadamente no creer en sus palabras; pero no podía hacer nada. A sus dieciocho años, Sarah era ya lo bastante pragmática como para tratar de olvidar todo aquello y seguir adelante con su vida de la mejor manera posible.
Entonces apareció en escena Robby Mason. Un fanfarrón corpulento y pelirrojo, de risa fácil y con el encanto de tres hombres a la vez. Aunque tenía dos años más que Sarah, el servicio militar había retrasado su entrada en la universidad, por lo que también era un estudiante de primer año. Sarah se enamoró perdidamente de él por primera vez en su vida. En Navidad estaba ya embarazada, en febrero Robby había cumplido con su deber y se había casado con ella y, dos días después de que Sarah cumpliese los diecinueve, nacía Lexie.
Entonces la vida de Sarah cambió para siempre. Cuando por primera vez sostuvo en brazos al bebé pelirrojo y vio aquellos ojos azules idénticos a los suyos, se hizo una promesa: Lexie iba a disfrutar de una vida mejor que la que ella misma o Robby habían tenido. Sarah había regresado a la universidad con ese propósito en la cabeza y, a partir de entonces, había dedicado todo el tiempo que no pasaba allí o en el trabajo a la recién nacida. Consternado al ver que la mujer que antes lo adoraba se había convertido en una resuelta madre, Robby empezó a buscar la diversión en otros sitios hasta que, un día, después de decirle a Sarah que ya no se sentía a gusto y que no estaba preparado para ser padre, la había abandonado. Sin más. Pasada la primera impresión, lo que más le había dolido a Sarah era que su hija iba a crecer, al igual que ella, en un hogar destrozado. Sarah no podía hacer nada para que Robby regresase y además, si tenía que ser sincera consigo misma, de no haber sido por Lexie tampoco lo deseaba demasiado. La llama que había entre ellos se había apagado definitivamente cuando Sarah se había dado cuenta de que él no estaba dispuesto a renunciar a sus diversiones por el bien de Lexie, o de ella misma. Obligada, así pues, a sacar adelante a su hija sin la ayuda de nadie, Sarah se había puesto manos a la obra: acabó la universidad y después fue aceptada por la Facultad de Derecho de la Universidad de Carolina del Sur, una hazaña de la que se había sentido muy orgullosa, hasta el punto de que le había asegurado a su pequeña Lexie que, a partir de entonces, la vida iba a ser para ellas mucho mejor de lo que jamás se habían podido imaginar. Un año más tarde, Sarah estaba ya considerada como una de las alumnas más brillantes de su clase. Sus notas eran excelentes y su compromiso moral era, tal y como le había dicho uno de sus profesores, extraordinario. Razón por la cual Sarah había obtenido el codiciado periodo de prácticas pagadas en el despacho del fiscal del distrito del condado de Beaufort el verano siguiente a su primer año de universidad... y motivo por el que ella y Lexie se habían trasladado a pasar allí el verano en el que Lexie había desaparecido.
Pero Sarah no podía, no quería pensar en eso. No en ese momento. No había motivo alguno para abrir de nuevo aquella herida. Ahora tenía que concentrarse en conducir por aquel angosto camino de grava que rodeaba el campamento de caravanas; en respirar relajadamente; en el chorro de aire frío que sentía en los brazos — a causa del calor húmedo se había quitado la chaqueta y se había quedado tan sólo con su blusa blanca de manga corta—, en el aroma a menta, y en los movimientos rítmicos que hacía la mujer que tenía sentada al lado masajeándose los pies.
En pocas palabras, tenía que circunscribirse al presente.
—Oh, mira, ahí está Eddie. — La excitación que delataba la voz de Crystal arrancó las últimas telarañas del pasado de la mente de Sarah, mientras ésta aparcaba junto a la abollada caravana que su clienta le había indicado.
A todas luces vigorizada por la visión de su novio, Crystal se irguió en su asiento y se puso los zapatos, en tanto que Sarah veía salir por la mampara de la caravana a un hombre en camiseta de tirantes y bermudas negras de nailon, como si hubiese sido alertado por el crujido que causaban los neumáticos al aplastar la grava. Con la puerta todavía golpeando a sus espaldas, el hombre se detuvo en la especie de terraza que había ante la caravana, con los puños sobre las caderas y la mirada clavada en el coche. Crystal sonrió a Sarah casi con timidez.
—Bueno, gracias por haberme traído.
Sarah asintió con la cabeza. El novio de Crystal la había dejado un poco sorprendida. Sarah se había imaginado que su clienta saldría con algún mafioso engominado o con alguien más al estilo hip-hop. Pero ese tipo era al menos diez años más joven que ella y no había nada ostentoso o llamativo en él. Ni siquiera se parecía a uno de esos buenos chicos del Sur adictos a la cerveza con los que Sarah habría podido relacionar a Crystal en su defecto. El sujeto en cuestión debía de tener unos veinticinco años, lucía una melena sucia y rubia que le llegaba hasta los hombros y una palidez cadavérica en la cara que hacía pensar si ésta habría visto alguna vez la luz del sol. Medía alrededor de metro ochenta de estatura y no era particularmente musculoso. Y, además, estaba ese aire de bicho-recién-salido-de-debajo-de-una-roca que inquietaba un poco a Sarah. Si a ello se añadía, por otra parte, el ansia por complacer que Crystal demostraba desde que lo había visto, era inevitable preguntarse por el tipo de relación que debía de haber entre ellos.
—Eddie no parece muy contento — comentó Sarah en un tono lo más cauteloso posible mientras Crystal asía la manilla de la puerta—. ¿Estás segura de que no tendrás problemas?
—Sí, lo más probable es que se esté preguntando quién viene conmigo en el coche. No le gusta que vaya por ahí con desconocidos. — Crystal abrió la puerta y se apeó del vehículo—. Si fueses un hombre estaría muy cabreado. Se pone muy celoso cuando piensa que estoy con otro. Bueno, siempre y cuando no se trate de trabajo, claro está. Porque entonces es sólo algo profesional.
Sarah se sentía una estúpida, pero no podía por menos que experimentar el deseo de proteger a su clienta. Debía de ser por el campamento: de alguna manera, aquel espantoso lugar las hermanaba. Sarah quería que Crystal volviese al buen camino. Puede que aquella mujer hubiese cometido algunos errores en su vida, pero ahora estaba haciendo todo lo posible para superar los obstáculos que el destino había ido poniendo a su paso y para rehacer su vida con las únicas herramientas de que disponía, y eso era todo lo que cualquiera de ellos podía hacer.
—Tienes mi número — dijo Sarah—. Llámame en caso de que McIntyre o cualquier otro agente te moleste. O si... pasa alguna cosa.
—Sí, lo haré.
Crystal cerró la puerta y echó a correr por la grava en dirección a Eddie, que seguía mirando el coche con el ceño fruncido. Sarah dio marcha atrás por el estrecho sendero que conducía a la caravana. Tras subir al primero de los dos escalones de cemento que conducían a la terraza, Crystal se dio media vuelta y agitó una mano en dirección a Sarah. Eddie la escrutaba todavía con los ojos entornados a través del parabrisas.
La malignidad que había en su mirada hizo que Sarah se estremeciese.
«Tal vez el parabrisas refleje la luz y no pueda ver que soy una mujer — pensó Sarah—. Tal vez crea que le ha salido un rival. O tal vez sea tan sólo un imbécil.»
Saltándose a la torera el principio según el cual había que conceder-siempre-a-los-desconocidos-el-beneficio-de-la-duda, Sarah se decidió por la última de las posibilidades.
Al alejarse, miró por el espejo retrovisor para ver el modo en que aquel tipo saludaba a su clienta. Por su expresión, esperaba que le riñera, o que la agarrara violentamente por el brazo, o incluso que le diese una bofetada. Pero no pudo ver nada de eso, en parte porque las nubes de polvo blanco que levantaban los neumáticos al rodar por la grava le obstaculizaban la vista. Al parecer, ambos se limitaron a intercambiar unas cuantas palabras sin acaloramiento alguno y después entraron en la caravana.
Y Sarah tuvo que recordarse a sí misma una vez más que, dejando a un lado su condición de víctima, el resto de la vida de Crystal no le concernía. Una de las cosas que uno debía aprender cuando era fiscal era a no involucrarse personalmente con las personas a las que debía representar. En la vida había muchos problemas, muchas necesidades, y uno no podía cargar con todas ellas y seguir funcionando con normalidad. Sarah era plenamente consciente de ello, pero aun así en ocasiones le costaba recordar que tanto los casos de los que se encargaba como las personas relacionadas con ellos eran tan sólo parte de su trabajo, y nada más.
Incluida Crystal.
Mientras se alejaba del campamento y volvía a adentrarse en la I-21, Sarah comprobó que era casi la una. En circunstancias normales, a esa hora debería haber estado lista para presentarse ante el juez Prince y oponerse a una propuesta de la defensa que pretendía eliminar pruebas en el caso de un incendio premeditado. Pero Duncan había acudido en su lugar y, por primera vez en muchos años, Sarah tenía tiempo libre a su disposición y nada programado con el que ocuparlo.
En el pasado se habría sentido excitada ante la perspectiva de tener toda una tarde para ella sola. El problema era que el tiempo se había convertido ahora en su peor enemigo. Este le otorgaba la oportunidad de rumiar, de reconsiderar, de remover una y otra vez en su mente detalles que era mejor dejar enterrados en ella. Incluso ahora, cuando conducía en medio del tráfico, un semirremolque la adelantaba traqueteando y una caravana con una barca detrás se ponía delante de ella, y cada vez que miraba por el espejo retrovisor veía bailar al ritmo de una música silenciosa a un quinceañero pelirrojo y con el pelo pincho, Sarah tenía que hacer esfuerzos para no volver a pensar en la llamada de Lexie. No, la de Lexie no. La llamada de alguien que tampoco podía pronunciar la palabra asustada. De alguien que tenía el mismo defecto de pronunciación de su hija.
¿Qué posibilidades había de que así fuera?
Probablemente muchas más que el hecho de que Lexie, que ahora debería tener doce años, estuviese todavía viva y la llamase, con la misma voz que tenía cuando desapareció.
Sobre todo porque, dado el síndrome de búsqueda que solían padecer todos los padres con un hijo desaparecido, era posible — seguro no, pero en cualquier caso posible — que hubiese atribuido a aquella voz la misma entonación que durante tanto tiempo había anhelado volver a oír.
Oh, Dios mío, ¿sería ésa la explicación? ¿Había oído la palabra asustada pronunciada de aquel modo porque deseaba creer que era Lexie quien la llamaba?
Al pensarlo, se le hizo un nudo en la garganta.
Déjalo ya, se ordenó a sí misma e hizo un esfuerzo por apartar su mente de todo aquello y por concentrarse en otra cosa. El caso Helitzer. Sí, eso era, algo que requería toda su atención. Si quería ganarlo, debía presentarse ante el tribunal con todos los cabos atados. La prueba forense era, al mismo tiempo, una ayuda y un problema. Por cada experto que pudiese encontrar dispuesto a jurar que tanto la posición en la que habían encontrado el cuerpo de la víctima como la profundidad y la forma de las heridas en la cabeza indicaban que no se podía tratar de una caída accidental, la defensa presentaría otro dispuesto a afirmar lo contrario. Los pelos que habían encontrado en el cuerpo de la mujer pertenecían a su marido; pero dado que, precisamente, se trataba de su marido, la defensa podía alegar que no había nada extraño en el hecho de que éstos estuviesen allí. Además, había también otros pelos en el cuerpo de Susan, y algunos de ellos seguían todavía sin identificar. Por si fuera poco, en las uñas de la víctima no había restos de tejido humano, lo cual indicaba que ésta no había luchado contra su agresor y debilitaba aún más la evidencia que resultaba del informe forense. Sarah pensaba que Susan no había visto llegar el golpe, que su marido se había acercado a ella por detrás y que la había atacado sin previo aviso. Según ella, el móvil inicial (seguía buscando una razón de más peso antes de presentarse ante el tribunal) era que la pareja había peleado por la amiguita de Helitzer (en este punto lo tenía acorralado, ya que la tipa en cuestión estaba dispuesta a testificar) y Susan lo había amenazado con dejarlo. Puesto que la amenaza parecía ir en serio, Helitzer la había golpeado. Para encuadrar bien el caso, para asegurarse de que el jurado interpretaba como ella quería la evidencia que les iba a presentar, tenía que encontrar algún tipo de prueba que demostrase que Mitchell Helitzer había sido violento con su mujer, o con cualquier otra persona en el pasado. Hasta el momento no había dado con nada, pero Jake y su agencia no habían dejado de interrogar a quienes conocían a Helitzer desde niño para ver si descubrían algo que ella pudiese llevar ante el juez. Así que todavía no había perdido la esperanza de encontrarlo.
No obstante, a menos que se descubriese algo realmente determinante, las posibilidades de ganar o perder el caso eran idénticas. Para hacer justicia a Susan Helitzer, iba a tener que poner toda la carne en el asador. Que la defensa cometiese algunos errores y que ella tuviese, además, un poco de suerte era, con toda probabilidad, más de lo que podía esperar; pero, en cualquier caso, ambas cosas serían bienvenidas.
El coche que transportaba al niño danzarín aceleró hasta ponerse a su izquierda y la distrajo. Antes de que la hubiese adelantado del todo, Sarah volvió a mirar pensativa por el espejo retrovisor.
Al hacerlo, se quedó pasmada.
Un coche patrulla se acercaba a ella a toda velocidad. Aunque no daba la impresión de que pretendiese que el coche de Sarah se hiciese a un lado, sino más bien que su conductor tenía mucha prisa por llegar a algún sitio. Lo que, sin embargo, le puso a Sarah la piel de gallina fue la identidad del conductor: Brian McIntyre. Dado que su compañero seguía suspendido de su cargo hasta que el gran jurado decidiese si proseguía o archivaba la causa de violación que ella tenía la intención de presentar la semana siguiente, el oficial iba solo en el coche.
Resultaba indudablemente sospechoso que el policía se encontrara tan lejos de la zona donde solía hacer su ronda y procediera, además, de aquella en la que Crystal vivía. ¿Se habría dado una vuelta por «El Paraíso»?
«Intento de intimidación a un testigo», fue la frase que de inmediato le vino a la mente aunque, por supuesto, no podía probarlo. Ni siquiera tenía una cámara con la que sacarle una fotografía en caso de que tuviese que probar en un futuro lo que el agente podía o no estar haciendo. Lo mejor en esos momentos era llamar a su propio despacho y dejar un mensaje en el contestador automático sobre lo que estaba sucediendo. Al menos, así quedaría grabada la presencia de McIntyre en aquel punto remoto de la I-21, con la fecha y la hora exactas.
Sarah rebuscó con una mano entre los dos asientos antes de recordar que se había dejado el móvil en el bolsillo de la chaqueta y que tanto ésta como su maletín se encontraban en el maletero.
Lo cual eliminaba la posibilidad de realizar la grabación.
En cualquier caso, aquello era lo de menos. Una foto tomada desde la ventanilla de un coche no bastaba para probar que McIntyre estaba acosando a Crystal; como tampoco bastaba la grabación en el contestador que constataba el hecho de que lo tenía detrás en la I-21. A fin de cuentas, tenía tanto derecho a estar allí como cualquiera de los coches que circulaban por ella.
Sin ir más lejos, el mismo derecho que Sarah.
Incluso en el caso de que hubiese recibido ya la orden de alejamiento — lo cual no era posible, dado que no había pasado suficiente tiempo—, no se encontraba dentro del perímetro de diez kilómetros que la misma establecía. Sus sospechas, unidas a la presencia del policía en la I-21, no bastaban para acusarlo de nada y mucho menos para pedirle a la juez Wessel que lo metiese entre rejas.
Mientras el coche patrulla se acercaba a ella, Sarah llegó impotente a la conclusión de que no podía hacer nada. Excepto observarlo por el espejo retrovisor.
McIntyre le pisaba ya los talones en ese momento, vestido de uniforme, y tan cerca de ella que Sarah podía ver todos los detalles de su cuerpo hasta la cintura, punto a partir del cual el salpicadero le entorpecía la vista. McIntyre era un hombre alto y enjuto, con unos ojos marrones de sabueso y un peinado que delataba aquello que, precisamente, trataba de ocultar — el hecho de que el agente se estaba quedando calvo —; y Sarah no había reparado en él hasta que Crystal acusó a su compañero de haberla violado. Desde entonces, Sarah se había enterado de muchas cosas sobre él y la mayor parte de lo que había sabido resultaba, cuando menos, inquietante. Los rumores apuntaban a que él y su compañero, Gary Bertoli, eran poco más o menos como hermanos. Ambos solían trabajar en las zonas más problemáticas de la ciudad, en los alrededores de los bares y de los locales nocturnos del centro; y en la calle se los consideraba, según palabras textuales de uno de sus confidentes, «un par de arrogantes bastardos». Al igual que Bertoli, McIntyre estaba casado y tenía hijos. Y a diferencia de Bertoli, quien todavía estaba bajo los efectos de la suspensión, McIntyre no parecía tener el sentido común necesario para mantenerse alejado de la víctima antes de que ésta presentara — o no — la acusación contra ellos.
Un enorme autobús suburbano plateado pasó como un relámpago por su izquierda y Sarah, movida por el impulso más que por otra cosa, viró hacia el carril de adelantamiento y se puso detrás de él. Cuando el autobús regresó de nuevo al carril de la derecha, Sarah se vio obligada a pisar el acelerador para mantener la velocidad. El rugido del tráfico que circulaba por la autopista la ensordecía. Su Sentra tembló ligeramente como si tratase de no arredrarse ante aquel monstruo que tenía delante. Los dientes de Sarah rechinaron cuando volvió a mirar por el espejo retrovisor: a pesar de su instintivo intento de alejarse de él, McIntyre seguía todavía a sus espaldas; a escasos milímetros de su guardabarros. Si frenaba, McIntyre se le echaría encima.
Sarah podía verlo con toda claridad a través del espejo y estaba casi segura — no del todo, pero casi—, de que él también podía verla; de que sabía perfectamente quién estaba al volante del coche que seguía tan de cerca; de que, de hecho, aquello era una persecución en toda regla.
La pregunta era: ¿por qué?
De repente, una idea acudió a la mente de Sarah: Brian McIntyre había sido uno de los primeros policías en llegar al lugar de los hechos cuando le habían disparado.
A continuación, la asaltó una retahíla de frenéticas preguntas: ¿y si la teoría sobre el tercero que disparó fuese errónea? ¿Y si Floyd Parker, cuya detención la había hecho sentirse más segura, no tuviese nada que ver con el disparo?
¿Y si McIntyre la seguía ahora con la intención de volverle a disparar? ¿O de hacer cualquier otra cosa — como, pongamos por caso, provocar un accidente de coche—, para atentar contra su vida?
Sarah sintió que el corazón le latía enloquecido. Los hombros se le agarrotaron. Tenía la boca seca. El volante vibró bajo sus manos cuando éstas lo aferraron con fuerza. Le había bastado volver a mirar por el retrovisor para confirmar sus sospechas: McIntyre conocía de sobra al ocupante del vehículo que tenía delante.
Sus ojos se cruzaron en el espejo por un instante que, no obstante, fue más que suficiente para confirmar sus temores. Él sabía que se trataba de ella, se podía leer en su cara.
Sarah respiró hondo, apretó los dientes y se volvió a concentrar en la carretera.
En ese momento, encastrada entre un conductor de unos dieciocho años a su derecha y la estrecha franja de hierba de la mediana que era todo cuanto la separaba del tráfico que circulaba en dirección contraria a su izquierda, Sarah se dio cuenta de que no tenía escapatoria. Fuese lo que fuese lo que McIntyre había planeado, por el momento ella no podía hacer nada por impedírselo. Sólo le quedaba seguir conduciendo. Si frenaba de golpe, si aminoraba la marcha, McIntyre chocaría con ella. Y si chocaban, su Crown Victoria empotraría el coche mucho más ligero de Sarah contra el enorme autobús que tenía delante o contra el contenedor metálico del semirremolque que circulaba traqueteando a su derecha, o la haría saltar al otro lado de la vía por donde se circulaba en dirección contraria.
En cualquiera de los tres casos, las posibilidades de salir sana y salva eran más bien escasas.
Y esto podía ser, de hecho, lo que McIntyre pretendía.
Porque el punto crucial era que sin fiscal, el caso se cerraba. Bastaba un simple golpecito en el guardabarros trasero para que Bertoli quedase libre de cargos.
Sarah sintió que el sudor le empezaba a caer por la frente. El muro de acero del semirremolque que tenía a la derecha se difuminó en una inmensidad plateada mientras que la mediana que tenía a su izquierda se fue estrechando hasta convertirse en una línea verde. Sin dejar de mirar el autobús suburbano que tenía delante, Sarah se concentró en el volante mientras el cuentakilómetros se aproximaba a los ciento treinta; lo cual suponía una velocidad excesiva para una carretera como aquélla. Catastrófica, en caso de accidente. E implicaba superar el límite en casi treinta kilómetros.
¿Se podía saber dónde se metía la policía de tráfico cuando uno la necesitaba?
Sarah se maldijo a sí misma por haber olvidado que tenía el teléfono móvil en el bolsillo de la chaqueta en el momento en que la había metido en el maletero. A parte de encender los intermitentes, cosa que, según ella no podía servir de mucho en aquellas circunstancias, no tenía modo alguno de pedir auxilio. En medio de aquella carretera reluciente y abarrotada estaba tan sola como en una persecución a través de un bosque desierto a altas horas de la noche.
En una de las miradas que dirigía sin cesar al retrovisor, sus ojos se volvieron a encontrar con los de McIntyre. El guardabarros del policía casi rozaba el suyo, de forma que hasta un ligero toque en el freno bastaría para que ambos coches chocasen de inmediato. Ella lo sabía... y él también.
El modo burlón con el que miró a Sarah, durante la fracción de segundo que ésta se permitió apartar los ojos de la carretera, y la sonrisa de regocijo que había en su cara no dejaban lugar a dudas.
McIntyre sabía que ella estaba asustada y eso le producía risa.
Al constatarlo, Sarah se enfureció. Se irguió en el asiento y alzó la barbilla. Tanto si iba a morir como si no, le plantaría cara.
Sarah levantó una mano de forma que el oficial la pudiese ver, y a continuación hizo un gesto obsceno con un dedo.
«Los que vamos a morir te saludamos, imbécil.»
Al observar su reacción por el retrovisor observó satisfecha que había conseguido borrarle la sonrisa burlona de la cara.
El autobús se dispuso entonces a adelantar al semirremolque. Sarah lo siguió y, al hacerlo, vislumbró un pequeño espacio vacío entre el morro del camión y el coche que circulaba delante de éste. Justo lo que necesitaba, Sarah aferró una vez más el volante y, conteniendo el aliento, viró hacia la derecha para introducirse en él, quedando prácticamente encajada entre los dos vehículos. El semirremolque tocó ruidosamente el claxon a modo de protesta. McIntyre pasó por su lado como un relámpago.
Y perdió a su presa.
Los músculos de Sarah se relajaron al ver que el coche patrulla desaparecía en la distancia, pegado al autobús.
Cuando, quince minutos más tarde, Sarah se detuvo en el semáforo en rojo que había en la esquina del Quik-Pik, todavía no había dejado de temblar. El supermercado había abierto de nuevo sus puertas. Dado que era viernes por la tarde y estaban en agosto, mucha gente había salido pronto de trabajar y se disponía a abandonar la ciudad para pasar fuera el fin de semana, pese a que las previsiones del tiempo habían anunciado precipitaciones semejantes a las de la noche anterior; de forma que el supermercado estaba abarrotado. El vaivén de clientes que cruzaba la puerta era constante. La gasolinera estaba llena de coches que repostaban para el viaje. Otros estaban aparcados delante del escaparate, cuyo cristal había sido ya reemplazado hasta el punto de que los habituales carteles con las ofertas colgaban ya de él: la caja de doce Pepsi-Colas a 3,99 dólares; helado a cincuenta céntimos al adquirir cuatro kilos; se vende lotería del sábado por la noche.
Si bien la policía seguía analizando el cuerpo de Mary, las palabras de homenaje a la empleada habían sido ya borradas del cartel que había en el exterior del establecimiento, y en su lugar volvía a figurar de nuevo en letras negras la lista con los precios de la gasolina.
La vida seguía su curso, como siempre.
Sarah se preguntó quién trabajaría ahora en la caja. ¿Conocería a Mary? Imposible saberlo. ¿Tendría miedo de morir a manos de un atracador, como su anterior compañera? En caso de que así fuera, la necesidad de ganarse la vida superaba sin duda aquel temor.
Porque, nos guste o no, todos tenemos que comer.
Y hablando de comer, Sarah no estaba muy segura de que hubiese comida para perro en su casa, o comida para ella; pero también sabía que jamás sería capaz de volver a entrar en ese supermercado en su vida.
Lo cual la convertía en clienta oficial del establecimiento de Kroger.
El semáforo se puso en verde y Sarah atravesó el cruce deseosa de poner la mayor distancia posible entre ella y el Quik-Pik. Al pasar por delante del restaurante chino Wang's Oriental Palace, echó una ojeada al callejón donde el día anterior había visto a la otra superviviente de aquella terrible noche. Pero éste estaba ahora vacío, exceptuando el contenedor y los girasoles, las ambrosías y los abrojos, que se balanceaban mecidos por la brisa.
Cuatro manzanas más y llegaría a casa temprano por primera vez en su vida, tratándose de un viernes.
El reloj del salpicadero le indicaba que ni siquiera eran las dos. Sarah tenía ante sí un montón de horas que ocupar. Llevaba el dossier de Helitzer en el maletín; de forma que podría trabajar en casa sobre él o sobre el caso Lutz, que también se encontraba allí dentro, o hacer algunas llamadas, o...
Sarah se percató entonces de que la idea de entrar en su casa la atemorizaba aún más que la de hacerlo en el Quik-Pik.
La mera idea de cruzar el umbral de la puerta principal le encogía el corazón como si un gigante lo estrujase entre sus manos. Le iba a resultar imposible acallar la voz de Lexie o, mejor dicho, la voz que había oído durante aquella maldita llamada. Sarah sentía la necesidad de abrir la caja de juguetes que había en su armario para ver si faltaba alguno, para ver si en su interior había algo que pudiera arrojar luz sobre lo sucedido.
Pero también se veía incapaz de volver a ver esos juguetes. Al menos, no por el momento.
El dolor podía aflorar de nuevo con demasiada facilidad.
De repente, giró a la derecha en el siguiente cruce. Aquél era el momento más oportuno para comprobar dónde vivía Angela Barillas.