Capítulo 2

—¡No! — gritó Sarah.

Vigorizada por el repentino estallido de adrenalina que el pánico le había causado, se volvió y empujó a Duke con toda la fuerza de la que fue capaz. Pillado por sorpresa, concentrado como estaba en la niña que corría, Duke tropezó de lado contra el mostrador y dejó caer la pistola. El arma repiqueteó en el suelo y resbaló hacia el estante de patatas fritas que había en medio del pasillo más cercano.

Sarah abrió los ojos desmesuradamente.

Una oportunidad. Tenían una oportunidad...

Con el corazón brincando como una liebre y el pulso a mil por hora, Sarah decidió aprovecharla y, en un abrir y cerrar de ojos, pasó por delante del Niño Esqueleto con un salto. Agarró por un brazo a la niña, que casi había llegado ya junto a los dos atracadores. Pese a que la pequeña seguía gritando y la miraba aterrorizada con sus ojos grandes y castaños, Sarah cambió de dirección sin perder tiempo y, aprovechando el impulso que ya llevaba la niña, la arrastró en una alocada carrera hacia la puerta.

—Vamos.

Sarah no se fijó en si la niña ofrecía resistencia. Era diminuta, sus huesos podían ser los de un pajarito, no debía de tener más de seis o siete años, pensó Sarah, y era ligera como una pluma. Todo se movía alrededor de ella: había ruido, confusión y caos por doquier. La niña no dejaba de emitir agudos chillidos mientras Sarah la arrastraba, a su pesar o no, tras ella. El Niño Esqueleto maldecía, daba vueltas sobre sí mismo, alzaba la pistola y trataba de apuntar mientras ellas corrían en dirección a la puerta. Duke se arrojó al suelo para coger su pistola, soltando también una retahíla de improperios, y se levantó rebotando como un gimnasta con ella en las manos.

—¡Dispárales! ¡Dispárales! — le gritó al Niño Esqueleto.

—¡Ya lo hago! ¡Ya lo hago!

El terror aguzó los sentidos de Sarah hasta el punto de que todo le parecía desorbitado. La corriente fría que salía del aire acondicionado la sentía de repente como el gélido aliento de la muerte en el cogote. Bajo los gritos, los chillidos y el tamborileo de su propio corazón, creía poder oír el ruido que hacían los pies de los atracadores al arrastrarse, el que hacía el aire al entrar en sus pulmones o el mínimo chasquido metálico de sus armas. El nauseabundo olor a muerte se intensificó, hasta invadir por completo su nariz. Su entorno se difuminó en un incontenible caleidoscopio de colores, mientras se precipitaba hacia aquello que podía suponer su vida... y la de la niña. La calidez de la frágil muñeca de ésta se convirtió en el único punto que la mantenía conectada con la realidad y que le hacía sentir que estaba viviendo una pesadilla. Sus propios movimientos parecía realizarlos a cámara lenta, como quien trata de correr en aguas muy profundas. Le pareció tener un brazo pesado como el plomo cuando lo alargó para tratar de alcanzar la manilla de la puerta, que ahora se encontraba a escasos milímetros de la punta de sus dedos. Los atracadores estaban a sus espaldas, pero ella podía verlos reflejados en el cristal negro y brillante del escaparate.

El Niño Esqueleto les apuntó con su pistola. Al ver su imagen ligeramente desdibujada, Sarah dio un alarido con el que hubiera podido resucitar a un muerto. El corazón le dio un vuelco, el pulso se le aceleró. Duke, de nuevo en pie, se precipitó hacia ellas. Su mano alzó el revólver y lo sostuvo justo por encima de la cintura. Sarah tenía la piel de gallina. Unos segundos más y tendría una bala metida en la espalda...

Entonces asió la manilla, y sintió el frío metal en su palma mientras empujaba la pesada puerta y salía apresuradamente a la acera. Una cálida capa del aire húmedo y cargado de agosto la envolvió en un acogedor abrazo. Las estrellas brillaban sobre sus cabezas. La luna, pálida y en fase creciente, navegaba en el cielo. A sus espaldas, la niña, que no había dejado de gritar, le pareció ligera e inconsistente como una cometa.

«Vamos, vamos, vamos...»

Cuatro coches patrulla, estruendo de sirenas, luces rojas destellando como faros en la noche, lanzadas como cohetes sobre el aparcamiento desde diferentes puntos.

«Gracias, D...»

Mientras hacía volar su oración en dirección al cielo, Sarah sintió un golpe tremendo, como si alguien hubiese descargado sobre un lado de su cabeza una maza de béisbol. El dolor estalló en el interior de su cráneo. La fuerza del impacto la derribó. Aturdida y con los ojos abiertos como platos, contempló lo que parecía ser la entrada en escena de todos los coches patrulla del departamento, a la vez que granizaban sobre ella fragmentos de cristal.

Los escaparates del supermercado habían estallado detrás de ella.

El ¡ra-ta-ta-ta! de disparos que, como una retahíla de petardos, se había desencadenado por encima de su cuerpo la llevó a agachar instintivamente la cabeza. Al hacerlo, se dio un golpe tan fuerte contra el suelo que vio las estrellas. Cayó de bruces sobre el despiadado asfalto. Los brazos, las rodillas y la barbilla quedaron hechos trizas, y le escocían. Cuando todo aquello paró, lanzó un gemido y se acurrucó de forma instintiva. Algo tibio y húmedo le chorreaba por la mejilla derecha.

La rozó con los dedos y, al ver que éstos se ponían rojos, comprendió que era sangre. Acto seguido, cayó horrorizada en la cuenta de que era su sangre.

Fue presa del pánico. «¡Oh, Dios mío, me han disparado...!»

—¡Dos tipos! ¡Por ahí, a la izquierda! — Una voz masculina. Un policía. A lo lejos.

—¡Se nos escapan!

—¡Alto! ¡Alto! ¡Alto!

—¡Cuidado! ¡Tiene una pistola! ¡Mierda!

Un solo disparo. Un tiroteo. Un grito.

—¡Maurice! — Duke lanzó un gemido de angustia.

—¡Arroje su arma! ¡Arroje el arma!

—¡Está bien! ¡Está bien! ¡Pero no disparen! ¡No me disparen! — La voz era la de Duke, y delataba el miedo que sentía. Se oyó a lo lejos un ¡clonc!, como si alguien hubiese dejado caer su arma. El Niño Esqueleto no hizo ruido alguno.

—¡Arriba las manos, vamos!

Todo lo que Sarah alcanzaba a ver de aquella escena era la estampilla de zapatos negros y brillantes que pasaban precipitadamente por su lado. Seguía tumbada en el mismo lugar donde había caído, paralizada por la impresión, respirando con dificultad.

«Me duele. Me duele...»

Unos segundos más tarde, un par de aquellos zapatos negros y brillantes se detuvo a escasos milímetros de su nariz. Un segundo después...

—Es Sarah Mason, está bien. — Un uniforme se agachó junto a ella. Dado que la imagen de cuanto sucedía a su alrededor seguía siendo confusa, Sarah no se sentía completamente segura; pero creyó reconocer a Art Ficus, un oficial de patrulla que conocía bastante bien aunque por casualidad. Sus escasos encuentros habían sido siempre cordiales—. Por lo visto, le han disparado.

—Bueno, no creo que mucha gente se eche a llorar por eso — gruñó su compañero, mientras se alejaba de allí.

Aquella voz le resultaba familiar: Brian McIntyre. Por supuesto. La última vez que había oído su voz había sido justo después de comer, al escuchar la grabación de su declaración en el despacho. Tampoco entonces le había gustado demasiado.

Art le tocó el hombro, cogió su muñeca y le buscó el pulso. Si bien la flacidez de su brazo era alarmante, Sarah sentía que la tocaban.

—¿Puede oírme, Sarah?

«Sí», trató de responder ella. Se sorprendió al comprobar que su boca no respondía. Se abría, eso sí; pero ningún sonido salía de ella. Movió los labios, la lengua, trató de ignorar el horrible gusto a carne cruda de la sangre tibia que seguía goteando en su boca.

«¿Me estoy muriendo? ¿Es esto lo que se siente al agonizar?»

El miedo y la prisa parecían haberla abandonado por completo. Ahora sentía curiosidad, incredulidad, quizá cierto pesar. Toda aquella situación era irreal.

«No quiero morir.»

Aquella idea era fuerte, poderosa, decisiva. Nada ambigua. Al margen de lo sucedido, aquel impulso llegaba para empujarla a permanecer entre los vivos. Pero, se preguntó entonces, ¿acaso tenía elección? ¿En verdad existe la posibilidad de elegir?

Sarah sintió la acuciante necesidad de recordar algo; algo que tenía que decirle a Art antes de hundirse para siempre en la oscuridad que avanzaba hacia ella y que la iba envolviendo lentamente. No obstante, por mucho que lo intentaba, no conseguía hacerlo.

—¡Llamad enseguida a una ambulancia! — gritó Art. Sus dedos soltaron la muñeca de Sarah. Esta sintió que le hacían presión sobre el cuello, justo debajo de la oreja. La parte de su cerebro que percibía ese tipo de cosas le indicó que el policía debía de tener dificultades para encontrarle el pulso y que por eso seguía probando en otras partes de su cuerpo. Después se percató de que Art agitaba una mano para llamar la atención de sus compañeros, y tuvo la impresión de que el policía no debía de estar muy satisfecho con la información que había obtenido—. ¡Una ambulancia! ¡Aquí!

Podía oírlo, podía oír sus gritos de fondo, las sirenas y la conmoción que había a su alrededor; pero todo parecía retroceder, como si una fuerza lo arrastrase lejos de ella.

«¿Es así como se muere? ¿Será este alejarse flotando en la atmósfera? No está tan mal, después de todo...»

Entonces Sarah recordó lo que había estado tirando de las cuerdas que colgaban de su conciencia e inspiró. Un nuevo temor la puso alerta.

—Eso es — mascullaba Art—. Respira, maldita sea, respira.

—La niña — dijo Sarah con un hercúleo esfuerzo.

La niña seguía gritando cuando le dispararon. Recordaba sus agudos chillidos, la sensación de tenerla agarrada por la muñeca. Después se había producido el golpe en la cabeza. La soltó al caer al suelo y, acto seguido, dejó de oírla. Ya no hubo más gritos. Ni contacto. Nada.

«¿Dónde está?»

Las emanaciones que despedía el alquitrán, todavía caliente por el sol, unidas al olor más tenue de los tubos de escape, la gasolina, la pólvora y su propia sangre se le arremolinaban en la nariz y en la garganta amenazando con sofocarla. Para permanecer consciente, necesitaba de toda su fuerza de voluntad. Estaba aturdida, su cerebro funcionaba a muchas menos revoluciones de lo habitual; pero estaba casi segura de que la niña había dejado de gritar casi en el mismo momento en el que ella había recibido el tiro. A partir de entonces, nada. Silencio absoluto. Un escalofrío recorrió su espalda al considerar las diferentes posibilidades. ¿Qué había sido de la niña?

«Encuéntrenla.» Sarah sintió que la boca se le movía sin emitir, no obstante, ningún sonido.

—No hable. — Art le había soltado el cuello. Estaba en pie y seguía agitando las manos de forma apremiante—. ¡Maldita sea! ¡Aquí!

¿Habrían disparado también a la niña? ¿Estaría también tumbada en el suelo a su lado, herida y sangrando como ella? Estaba oscuro, el apareamiento estaba lleno de sombras, a su alrededor sólo había ruido y confusión: demasiado fácil, pues, pasar por alto a una criatura tumbada sobre el asfalto.

—¿Dónde está... la niña? — Al menos en su mente la pregunta era clara y tajante.

No hubo respuesta. ¿Le habría oído Art? ¿Habría hablado realmente? Los labios se le habían movido pero, una vez más, ningún sonido había salido de ellos.

Sarah recorrió con la mirada la zona que tenía al alcance de la vista y que no abarcaba, lo que se dice, demasiado. El supermercado quedaba a sus espaldas. Delante de ella tenía las piernas de Art, una extensión de asfalto negro, los islotes de las gasolineras iluminadas por halógenos y el cruce con el semáforo en rojo, que en ese momento estaba cambiando a verde. Al otro lado de la calle, el restaurante chino y el solar lleno de coches usados tenían las luces apagadas y estaban cerrados. Alrededor de una docena de coches patrulla y un par de ambulancias, todos ellos con las sirenas aullando y las luces del techo moviéndose a toda velocidad, abarrotaban el aparcamiento del supermercado y las calles adyacentes. Más coches patrulla atravesaron el cruce a toda velocidad mientras ella miraba. Un furgón de la policía chirrió al detenerse en el aparcamiento y vomitó agentes de uniforme que hicieron retumbar el suelo al echar a correr. Cascos, corazas, rifles — ¿eran las fuerzas de asalto?—. Dios mío, por lo visto había llegado el departamento de policía en pleno. Más allá de las luces estroboscópicas de los vehículos de emergencia, era imposible ver algo; pero Sarah tuvo la impresión de que un grupo de mirones se agrupaba ya al otro lado de la calle, frente al Banco Popular que tenía sede en aquella esquina. Dondequiera que mirase sólo veía caos... Ahora bien, ni rastro de la niña.

Sarah trató de levantar la cabeza, pero una terrible punzada en el cerebro le hizo desistir. Sintió un vértigo creciente, náuseas, dificultades para respirar. Así que se volvió a echar. La oreja izquierda quedó aplastada contra el asfalto. Las sirenas, los gritos, el estruendo que hacían las botas al correr llegaban hasta ella como vibraciones y ya no como sonidos. Se percató de que se iba alejando nuevamente de allí a cada segundo que pasaba. Pensó que si se quedaba quieta tendría más posibilidades de permanecer consciente. Desde que había dejado de moverse ya no le dolía la cabeza. Sólo la notaba rara, invadida por un extraño hormigueo; como el resto de su cuerpo.

«Lo más probable es que esto no sea una buena señal.»

Pero antes de abandonarse, antes de rendirse a la oscuridad que la acechaba en el confín de su mente como la marea alta, tenía que saber qué había sido de la niña. Mientras no supiera que la habían encontrado tenía que hacer lo posible para resistir.

—Hay una víctima dentro de la tienda — gritó alguien detrás de ella.

—Cielo santo...

Era evidente que habían encontrado a Mary.

Una camilla pasó por su lado traqueteando. Luego, otra. Llegaron los médicos y se agacharon a su lado. Uno de ellos asió su muñeca. Unos dedos se movieron por entre sus cabellos...

Haciendo acopio de todas sus fuerzas, Sarah lo volvió a intentar.

—La niña...

—¿Qué niña? — La doctora, una mujer a la que ni siquiera trató de identificar, taponó la cabeza de Sarah con una gasa justo detrás de su oreja derecha. Tendría que haberle dolido, pero no fue así. «Era raro que se preocupase justo en ese momento por el hecho de no sentir dolor...»

La mujer habló por encima de su hombro.

—Ponedle una máscara.

—Estaba conmigo. — Obligar a salir a aquellas palabras de su boca requirió toda la fuerza de la que Sarah era capaz—. Una niña pequeña. En el supermercado, conmigo...

Una máscara de oxígeno le cubrió la boca y la nariz, interrumpiendo lo que estaba diciendo. La llegada del chorro de aire fresco la distrajo. Inspiró profundamente una vez, dos... La estremecedora oscuridad se desvaneció poco apoco. El dolor, por el contrarío, aumentó.

—¿Alguien ha visto a una niña? — gritó la mujer mientras le ponían a Sarah un collar cervical alrededor del cuello—. Dice que había una niña con ella en el supermercado.

Las respuestas que Sarah alcanzó a oír fueron todas negativas. El pánico le hizo un nudo en la garganta y le aceleró el pulso. ¿Dónde estaba la niña? No podía haber ido muy lejos. Bastaría con echar un vistazo para encontrarla...

Llena de inquietud, intentó decir algo por debajo de la máscara.

—¿Listos para salir? — preguntó una voz masculina al mismo tiempo que dejaba caer una camilla en el suelo junto a Sarah.

—Sí — respondió la doctora, mientras Sarah gritaba «no» en su fuero interno. Se negaba a ir a ninguna parte hasta que no supiese algo de la pequeña.

Intentó coger la máscara, levantar la cabeza, decirles que tenían que esperar, que tenían que encontrarla. Sus movimientos fueron rápidos, instintivos... y supusieron un grave error. La consiguiente punzada de dolor fue tan intensa — tan aguda — que apenas tuvo un segundo para constatar su equivocación antes de que la oscuridad se la llevara lejos de allí como una exhalación.

Sarah comprobó sorprendida que la niña que había a su lado era su propia hija, Alexandra. Alexandra Rose Mason. Lexie para abreviar. Su hija — una niña de nariz respingona, cara pecosa y mejillas regordetas — la miraba fijamente con los ojos azul oscuro muy abiertos y solemnes, y la boca rosa fresa sin el menor atisbo de sonrisa. Sarah sintió una dolorosa y anhelante oleada de auténtico amor cuando su mirada se posó en la dulce carita de la niña. Absorbió hambrienta cada detalle de su aspecto. Llevaba la cara recién lavada y los cobrizos tirabuzones recogidos en dos coletas rematadas con unos finos lazos de satén del color de sus ojos. Estaba en pie y completamente quieta, lo que no dejaba de ser inusual en una niña de cinco años que por lo general no dejaba de moverse; que corría, bailaba o brincaba (jamás caminaba) por doquier; que adoraba jugar al béisbol o al fútbol, nadar, acampar, montar a caballo o cualquier otra cosa que requiriese la misma dosis de acción y que tuviese lugar fuera de casa. Por lo general Lexie iba con la cara sucia, las rodillas llenas de costras y el pelo completamente despeinado; pero en ese momento, vestida con su camiseta azul preferida y con una falda vaquera, parecía recién salida del baño.

Sarah sabía por experiencia que aquella perfección no podía durar demasiado.

—Hola, mami — le dijo Lexie con una sonrisa.

Su hija sonreía como hacía las demás cosas: con todo su corazón. Con los ojos resplandecientes y las mejillas sonrosadas, los labios se le estiraron de tal forma que Sarah pudo verle casi todos los dientes. Incluida la pala que le bailaba y que no tardaría en caer.

Sarah le devolvió la sonrisa, pero no osó decirle nada.

—Emma ha traído una tarta — prosiguió su hija animada, mientras la oleada de placer que Sarah había sentido al verla empezaba a desvanecerse—. Es su cumpleaños. Tiene seis años. ¿Cuándo será el mío?

«El 27 de octubre.»

—¿Yo también cumpliré seis años?

«Sí.»

—Entonces Emma y yo tendremos la misma edad — dijo Lexie—. Pero ahora ella es mayor que yo. Eso me ha dicho. — Frunció el entrecejo, como si el hecho de que su amiga fuese mayor que ella le preocupase; pero su expresión no tardó en iluminarse de nuevo y en recuperar la alegría propia de ella—. ¿Crees que hoy ganaré un trofeo?

Hoy se celebraba la comida al aire libre para clausurar la temporada de béisbol. El acontecimiento se iba a celebrar en Waterfront Park, con un picnic y una entrega de premios. Sin decir nada a los niños, los padres se habían puesto de acuerdo con los entrenadores para asegurarse de que ese año todos recibieran un pequeño trofeo dorado y azul. Al recordarlo, Sarah sintió una punzada agridulce. A Lexie le encantaban los trofeos. Por el momento, en su vida sólo había recibido dos: uno por haber finalizado con éxito su cursillo de natación y otro por la temporada de fútbol de la primavera anterior. A ambos les había concedido un lugar de honor en su mesita de noche, donde no había ya sitio para un tercero, pese a que el que iba a recibir hoy fuese el más pequeño de todos. Tal vez pudiese convencer a Lexie de que los pusiese en la estantería de la sala de estar, aunque la experiencia le decía que no era muy probable que la pequeña accediese. Su única hija tenía, además de unas opiniones muy firmes sobre el modo en que había que hacer las cosas, una mente muy precisa; y había decretado que la mesita de noche era el sitio donde había que guardar los trofeos.

Pero ése era un problema que podían resolver más tarde. Lo que en ese momento preocupaba a Sarah era no arruinarle la sorpresa a su hija.

«No lo sé, cariño. Habrá que esperar, a ver...»

—¿Puedo comer ahora un poco de tarta?

Sarah se estremeció de miedo.

«No. Espérame.»

—Es mi favorita. Chocolate con chocolate escarchado. Y tiene unas rosas de color rosa por encima. Por favor, mamá, ¿puedo?

«No, no, no», chilló Sarah en su fuero interno; pero, a todas luces, Lexie tuvo que oír otra cosa porque, tras dedicarle a Sarah una radiante sonrisa, dio media vuelta y se alejó de ella bailando.

Incapaz de detenerla, Sarah empezó a respirar entrecortadamente, al ver que la figura bailarina se iba haciendo cada vez más pequeña. Pasado un momento, Lexie sustituyó la danza por los saltos, una nueva habilidad que había aprendido apenas unos días antes. «Los otros niños pueden saltar», le había dicho su hija al finalizar el año de guardería. De forma que Sarah se había pasado buena parte del verano, durante el escaso tiempo libre que le quedaba después del trabajo, acompañando a su hija a la acera que había delante del edificio de apartamentos donde vivían para mostrarle con tenacidad el refinado arte del salto. Aquellas semanas de esfuerzo habían dado fruto justo antes de que empezare el nuevo año escolar y ese gran reto que suponía para la niña entrar en el colegio.

—Te guardare un trozo, mamá — le dijo Lexie por encima del hombro y, a continuación, le dedicó una última sonrisa radiante.

Sarah notaba que se le partía el corazón.

«Vuelve, cariño. Vuelve, por favor.»

Pero Lexie siguió avanzando con inconsciente alegría.

Mientras contemplaba cómo se alejaba de ella, Sarah sentía que el dolor le impedía respirar. Con aquellas largas coletas meneándosele de un lado a otro y aquellas rollizas piernecitas subiendo y bajando en esa extraña andadura que recordaba a la de un conejito y que la llenaba de orgullo, Lexie parecía tan feliz, tan dulce, tan despreocupada...

«No, no, no, no, no.»

Los ojos de Sarah se anegaron de lágrimas. Unos sonidos terriblemente penetrantes le desgarraron la garganta que, de repente, sentía en carne viva. El cuerpo se le retorció y se volvió en el vano esfuerzo de escapar a la angustia que sabía que no tardaría en llegar.

«Lexie. Lexie.»

Pero Sarah sabía que la niña no iba a volver, y así fue. Era imposible rehacer el pasado. Este era irrevocable, estaba grabado en piedra, sellado.

Se despertó al oír su ronco sollozo. Lanzó un grito sofocado, parpadeó. Lexie se había marchado. De nuevo...

Una terrible desolación la invadió, dejándola más helada, oscura y sombría que el Ártico a medianoche.

Un sueño. Sólo había sido un sueño. Por supuesto.

«Creías que te habías hecho ya a la idea», se dijo a sí misma mientras trataba de respirar a pesar del peso que parecía aplastarle el pecho en ese momento. Pero no era así y, una vez más, el dolor era casi insoportable. Se le clavó en el corazón como las garras de un halcón, y no lo soltó. El cuerpo se le estremecía, jadeaba, las lágrimas le corrían por las mejillas.

«Lexie.»

Gimió y, al oírse, se detuvo.

«Vamos, aférrate a algo. Déjalo pasar. Puedes hacerlo.»

Pero pese a su feroz resolución, el dolor se negaba a abandonarla. Recién salida del sueño, Sarah no parecía tener la determinación de acero necesaria para obligarlo a dejar su conciencia. Lo único positivo era que, al menos, el dolor físico que la afligía parecía insignificante en comparación. Su corazón era en esos momentos como una trémula masa de terminaciones nerviosas en carne viva aullando en medio de un tormento infernal. Comparado con eso, ¿qué podía importar que le doliese todo el cuerpo, o que tuviese la parte derecha de la cabeza hinchada, o que estuviese sufriendo el peor dolor de cabeza? Todo resultaba insignificante al lado de la monstruosa agonía que parecía haberse asentado de forma permanente en algún lugar recóndito de su alma.

«¿Algún día dejará de dolerme así?»

Sarah estaba casi segura de saber la respuesta: no, jamás.

Lo único que podía hacer era apretar los dientes y seguir adelante.

Apartar las prolongadas imágenes del sueño requería un esfuerzo muy grande, pero lo consiguió concentrándose con ferocidad en el presente. Había aprendido que era la única forma de hacerle frente, de sobrevivir.

Muy bien, lo primero era lo primero. ¿Por qué se sentía como si hubiese sido arrollada por un camión? Ésa, y no otra, era la cuestión candente del momento; de manera que se forzó a buscar la respuesta a tientas en los confusos recovecos de su memoria. Estaba tumbada boca arriba, con la cabeza ligeramente levantada, sobre una superficie resistente que supuso su cama. Por un momento se quedó parpadeando en la oscuridad, tratando de comprender por qué la habitación estaba tan fría, tratando de identificar el origen de aquel tenue olor a vinagre, tratando de encontrar la razón del rítmico pitido que parecía provenir de algún lugar a sus espaldas. Entonces se dio cuenta, sobresaltada, de que aquella oscuridad no le resultaba familiar. Aquélla no era su habitación, ni tampoco su cama. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, se percató también de que no era total. Un extraño resplandor verde la teñía, permitiéndole ver formas, sombras y movimiento.

Al constatar todo aquello, Sarah abrió los ojos de par en par y sintió que el corazón le daba un vuelco. Se crispó e hizo una mueca cuando sintió el dolor que ello le causaba, sin apartar por ello la mirada de aquel punto. Porque la razón de que pudiese distinguir formas, sombras y movimiento era que algo se estaba moviendo, levantando y adquiriendo consistencia en una de las esquinas en penumbra de la habitación. Con los ojos clavados en la silueta que, de repente, tomaba forma ante sus ojos, Sarah contemplaba impotente y aterrorizada cómo ésta se materializaba en la robusta figura del hombre que se precipitaba hacia su cama.