CAPÍTULO 21

Philips llegó a la casa del placer justo cuando el reloj de la cocina declaraba las seis. Había dormido bien, tranquilizó a su personal de que no estaba muerto, ni había sido perseguido por cobradores de deudas, ni arrollado por la tristeza, y respondió a todas sus cartas pendientes. Su cama había parecido vacía sin Helene en ella, y había extrañado el simple placer de su mordaz compañía más de lo que había anticipado.

Se quitó la capa y el sombrero y las colgó en el oscuro pasillo. Las revelaciones de Helene sobre Marguerite junto con la erótica noche que habían compartido parecían haber complicado su relación aún más. Helene era la única mujer que había conocido que parecía comprenderlo instintivamente y, sobre todo, aceptarlo como era.

¿Qué diablos iba a hacer con él mismo cuando los treinta días llegaran a su fin? Estaría a la deriva una vez más, a menos que Helene cumpliera su promesa y le permitiera de algún modo participar en los asuntos de negocios de la casa del placer. Se dio cuenta de que le gustaría eso. No es que él no tuviera nuevas responsabilidades por las que preocuparse y posiblemente aún más en el futuro si el conde de Swansford muriera sin un hijo.

Lentamente abrió la puerta de la cocina y la encontró sorprendentemente llena de gente. Todo el personal de cocina estaba ocupado puliendo los cubiertos bajo la dirección de Judd. Los gemelos de Helene estaban sentados a la mesa comiendo los famosos croissants de Madame Dubois. Hizo una pausa para mirarlos, sonriendo indulgentemente cuando el muchacho bromeó a su hermana ocultándole la taza de chocolate caliente que madame había colocado también sobre la mesa. Le recordó observar a sus propios hijos en la mesa del desayuno.

Philips se obligó a respirar. Era igual que ver a sus hijos en la mesa del desayuno. Se volvió bruscamente hacia su izquierda y chocó con Helene.

Bonjour, Philips.

Dios, no podía hablar con ella ahora. Con una pronunciada inclinación de cabeza, se dirigió torpemente a través de la sala hacia la bodega y bajó ruidosamente por la escalera dentro de la bienvenida oscuridad.

—¡Maldición!

Cogió la primera botella que su mano alcanzó y la lanzó contra la pared de ladrillos. El cristal se hizo añicos con un estrépito satisfactorio, y el fuerte olor del brandy aguijoneó sus sentidos. No se molestó en encender una vela, sólo buscó su camino hacia la pared más cercana y se sentó, las rodillas dobladas contra su pecho, su cabeza entre las manos.

Después de un momento, se las arregló para controlar su respiración y abrir los ojos, no es que él pudiera ver mucho. Y en verdad bien podría haber sido ciego. Se había visto desorientado por los colores rubios de los gemelos y por su propia deliberada decisión de ignorar cualquier descendiente que Helene hubiera creado con otro hombre. ¿Y qué hombre sensato iba por ahí buscando averiguar si él había engendrado algún bastardo, de todos modos?

Pero al menos debería haberlo considerado. Habían sido jóvenes e impetuosos, y a pesar de sus esfuerzos, él evidentemente había conseguido dejarla embarazada. Apretó las rodillas aún con más fuerza. ¿Por qué diablos no se lo había dicho entonces o ahora?

—¿Philips?

Miró hacia arriba, vio el destello de luz de las velas bajar por las escaleras y la distorsionada sombra de la mujer en la pared. Se protegió los ojos cuando Helene giró lentamente alrededor tratando de encontrarlo.

—Philips, ¿estás bien? ¿Te caíste?

Él todavía no podía hablar, siendo consciente de una bola cada vez mayor de ira estableciéndose en algún lugar entre su pecho y su estómago. Se arrodilló junto a él, la suave muselina de su vestido rozaba sobre sus dedos y su perfume floral reemplazaba el ácido olor penetrante del vino embotellado. El ángulo de la luz de las velas mantenía a sus rostros en la sombra, lo que era una especie de alivio.

Ella le tocó el brazo, y él se apartó. Esto en cuanto a conocerla. Esto en cuanto a su extraña creencia de que compartían un alma común. Él respiró hondo, lo que era difícil cuando todo lo que podía aspirar era su familiar esencia seductora.

—¿Cuántos años tienen?

—¿Los... gemelos?

—Sí.

—Acaban de cumplir los dieciocho años.

Se tomó su tiempo para asumir eso, concluyendo que ellos eran realmente quienes él pensaba que eran. Otra mujer que le mentía acerca de sus propios hijos. ¿Lo tomaba por tonto al igual que lo había hecho su esposa?

—¿Por qué no me lo dijiste?

Su brusca inhalación sonó fuerte en los resonantes confines de la bodega. —¿Quién te lo dijo?

Él frunció el ceño en la oscuridad. ¿Por qué ella sonaba tan a la defensiva? Él era el que había sido engañado... de nuevo.

—Nadie tenía que decírmelo. Lo resolví por mí mismo.

—¿Cómo?

—¿Por qué importa?

—Porque he puesto todo el empeño para mantener a los gemelos lejos de ti. Tontamente esperaba que estuvieras demasiado ocupado por otras cosas como para preocuparte por algo que sucedió hace tanto tiempo.

—Demasiado ocupado follando con su madre, quieres decir.

Ella no respondió. Él disfrutó el apresurado sonido de su respiración y el sutil temblor de sus extremidades, cuando estuvo a punto de tocarlo.

—Sé que no me creerás, pero tenía la intención de decírtelo.

—¿Cuándo? ¿En mi lecho de muerte?

—Después que los treinta días terminaran. No quería usar una pieza tan importante y personal de información para que te fueras.

Maldición, ¿cómo se atrevía ella a sonar tan razonable y tan vulnerable, al mismo tiempo? Quería lastimarla tanto como ella lo lastimó a él, que se sintiera tan traicionada como se sentía él.

—Eso es muy equitativo de tu parte. ¿Tal vez no se te ocurrió que yo podría ser capaz de manejar una discusión acerca de mis propios hijos sin sufrir un ataque de furia?

Ella vaciló de nuevo, como tratando de elegir sus palabras con sumo cuidado. —No estaba segura de que quisieras saber que había más niños.

—¿Porque son bastardos? Ya estoy acostumbrado a tener que lidiar con eso a causa de mi esposa y su amante. Y si te hubieras casado conmigo la primera vez que nos conocimos, no serían bastardos, ¿verdad?

—Eso es injusto.

—Pero es la verdad, ¿no?

—No supe que estaba embarazada hasta después que me dejaste.

—Tú fuiste quien hizo que me fuera.

—Me parece recordar que estabas más que dispuesto a irte después de que te dije que era una puta.

—Eso es una mentira.

El silencio cayó entre ellos otra vez, y Philip cerró los ojos para evitar mirar el perfecto perfil de Helene. Ella se sentó a su lado, con la espalda contra la pared, las rodillas hasta la barbilla.

—Cuando llegué a Londres, tenía toda la intención de pedirle al vizconde Harcourt-DeVere que me ayudase a encontrarte para que por lo menos pudiera decirte que estaba embarazada. No es que yo esperara que te casases conmigo ni nada, sabía que no era de la clase adecuada para eso, pero por lo menos quería que lo supieses.

—Pero no me lo dijiste.

Ella suspiró. —¿Cómo podría hacerlo cuando leí en el periódico que ya estabas casado?

Philips miró en la oscuridad, tratando de reconstruir la secuencia de eventos que él con tanto esfuerzo había intentado olvidar.

—No tenía elección. ¿Pensaste que lo hice por despecho? Después de que te dejé en la posada y regresé a la ciudad, pasé varios días bebiendo y yendo de putas esforzándome en olvidarte. En el momento en que me presenté ante mi padre, estaba decidido a decirle que se fuera al diablo. Desafortunadamente, me amenazó con desheredarme, y eso me hizo recobrar mis sentidos.

Él intentó reír. —Tenías razón sobre mí. Era un cobarde. No me podía imaginar viviendo mi vida sin toda la costosa parafernalia a la que me había acostumbrado. También amenazó con casar a Anne con un notorio libertino envejecido, y no pude permitir eso tampoco. Así que nos casamos con una licencia especial al día siguiente.

Él se estremeció cuando sus dedos lo rozaron. Él la tomó de su mano fría y la sostuvo apretada.

—Incluso si hubiera sabido que estaba embarazada, Philips, yo igual te hubiera alejado.

—Lo sé. —Él apretó sus dedos con fuerza. —No estoy seguro de si me hubiera ido, sin embargo.

—No habrías tenido elección al final. Tu padre estaba determinado en que debías casarte con Anne.

—Y si yo hubiera querido mantenerte a ti y a los mellizos, hubiera tenido que casarme con Anne para reclamar su herencia. Qué ironía.

Ella se movió a su lado, y sus faldas hicieron parpadear las velas. —Los gemelos estuvieron bien cuidados. El vizconde Harcourt-DeVere se ocupó de que ellos fueran alojados en el mismo colegio privado que mi hija mayor, Marguerite. Echaba de menos verlos crecer, pero al menos sabía que ellos estaban a salvo.

—Por supuesto, no fuiste capaz de mantenerlos contigo, ¿verdad?

—Me hubiera gustado tenerlos a todos, pero, por desgracia, mi estilo de vida no lo permitía. Como he dicho, ciertamente no podía tenerlos en una casa de placer, aunque fuera exclusiva.

Podía oír el dolor en carne viva detrás de su débil tono de voz y se dio cuenta que él no era la única persona que había sufrido. El caliente resplandor de la ira dentro de él cedió. A medida que él iba creciendo, más se daba cuenta de que la vida no era negra y blanca, que había muchos matices de grises en el medio. Las decisiones de Helene acerca de los gemelos tenían poco que ver con el deliberado engaño de su esposa y su consiguiente falta de interés por los resultados de su adulterio.

—Algunas mujeres simplemente renuncian a sus hijos en los hospitales para niños abandonados.

Ella suspiró. —No podría haber hecho eso. Nunca supe quién fue el hombre en la Bastilla que engendró a Marguerite, pero ella seguía siendo mi hija. Y los gemelos eran doblemente especiales, porque me recordaban a ti.

Tragó saliva. —Si hubieras venido a mí, incluso después de haberme casado, te hubiera ayudado, sustentado, establecido en tu propia casa...

—Lo sé, pero ¿qué hubiera pasado conmigo entonces? Estaría en deuda contigo para todo, a tu entera disposición, simplemente existiendo entre los momentos en que pudiera arrebatarte de tu esposa. Después que mi anciano amante francés murió, juré que nunca volvería a ser una mujer mantenida otra vez.

Él pensó en eso. Permitiendo que su mente considerara las palabras, incluso se dio cuenta que podía aceptar su lógica, a pesar de su dolor. —¿Y tu vida ha sido mejor sin mí?

—Mi vida ha sido diferente. He alcanzado un nivel de independencia y de éxito que muy pocas mujeres consiguen. Tengo tres hijos saludables y suficiente dinero ahorrado para saber que nunca tendré que depender de nadie para nada en mi vejez.

—Eso es ciertamente un logro. —Le soltó la mano. Ella tenía razón. No lo necesitaba en absoluto. —¿Los gemelos saben que soy su padre?

—No, no les he dicho. Supuse que no te habría hecho gracia si decidieran de pronto buscarte y confrontarte.

Philips se puso de pie y sacudió sus pantalones. —¿Vas a decírselo ahora?

Helene cogió la vela y se levantó también, protegiendo la llama con el hueco de su mano. —Esa es tu decisión, ¿verdad?

—¿Me dejas pensar en ello?

—Por supuesto. Sé que esto ha sido una desagradable sorpresa para ti.

—Una conmoción, sin duda. —¿Por qué estaban siendo tan amables y razonables entre sí? ¿Qué había sucedido con su deseo de estrangularla por haberlo engañado? Se había desvanecido, empujado a un segundo plano por el sentimiento del dolor compartido.

Se encaminó hacia la escalera, consciente de ella siguiéndolo.

—Philips... lo siento.

Dio media vuelta, vio su rostro iluminado por la luz por primera vez, las lágrimas brillando en sus mejillas.

—¿Tú lo sientes? Tú tuviste que afrontar la carga de llevar a mis hijos sola. No tienes que disculparte conmigo.

Empezó a subir las escaleras y salió dentro del estrecho fregadero. La puerta de la cocina estaba abierta, y no había ni rastro de los gemelos, una cosa pequeña por la que, en su actual estado de desorden, estaba profundamente agradecido. Dudaba que pudiera hacerles frente ahora sin delatar algunos de sus caóticos sentimientos. Ya había conjeturado que ellos no eran tontos.

El aroma del café tostado capturó sus sentidos, y él entró en la cocina. Madame Dubois asintió con la cabeza hacia él mientras él mismo se servía un poco de café y una rebanada de pan recién horneado. Para su alivio, su estómago estaba restablecido y se dio cuenta de que era capaz de funcionar de nuevo.

Helene no lo había seguido a la cocina. Se preguntó dónde había ido. Dudaba que ella dejara que su agonizante intercambio de confidencias la afectaran tanto como lo habían afectado a él, pero ella había estado llorando...

Philips dejó la taza y se dirigió a la oficina de Helene. No estaba allí, así que empezó a subir las escaleras de la parte trasera y se abrió camino a través de todos los pisos de la casa del placer. ¿Dónde en nombre de Dios se había ido? Sólo había un lugar que le quedaba mirar.

Llamó a la puerta de su suite privada y se sorprendió cuando ella le dijo que entrara. La encontró sentada en el suelo, rodeada de montones de cartas.

—Helene, ¿estás bien?

Ella asintió con la cabeza mientras juntaba algunos de los montones de cartas y las colocaba en una de las cestas de la cocina. Él no se estaba engañado por su conducta serena, había aprendido que eso ocultaba mucho más.

—Quería darte esto. Están todas las cartas que he recibido de las monjas sobre los gemelos desde que fueron alojados en el convento. —Se alisó una de las desvanecidas cintas. —Mantuve a los gemelos conmigo durante su primer año... Después de eso tuve que alejarlos.

Philip se quedó mirando la canasta, casi temeroso de tomarla. Helene lo miraba de cerca.

—Por supuesto, si no deseas leer acerca de ellos, lo entenderé...

Cogió el cesto, sorprendido por el peso, y se dio cuenta que estaba sosteniendo toda una vida de amor.

—Gracias. Prometo que te las devolveré cuando haya terminado.

Ella sonrió. —No hay necesidad. —Apretó el puño contra su pecho. —Creo que las tengo todas en la memoria.

Estudió su rostro, saboreando la fuerza por debajo de la frágil exquisita belleza. La fuerza que había asegurado que sus hijos sobrevivieran hasta la edad adulta a pesar de las probabilidades en su contra. Lamentó no haber podido ver su cuerpo hinchado con su semilla... Con un sobresalto, se dio cuenta que quería ligarla a él de la forma más primitiva y posesiva que un hombre pudiera.

Ella alzó las cejas. —¿Por qué me estás mirando?

Se las arregló para encogerse de hombros. —¿Porque eres hermosa?

—¿Y tú recién te has dado cuenta de eso?

Ella recogió el resto de las cartas, las puso de nuevo en su caja, y las guardó bajo llave en el cajón de su mesita de noche. Su aplomo seguía encantándolo y confundiéndolo, alternadamente.

—Me di cuenta de eso la primera vez que nos conocimos, ¿no te acuerdas?

Ella se encogió de hombros. —Fue hace mucho tiempo. Difícilmente pueda lograr recordar exactamente lo que sucedió.

Avanzó hacia ella y la atrajo a sus brazos, quería que su atención estuviese completamente centrada en él, quería ver esa famosa belleza helada disolverse para revelar su deseo por él y sólo por él.

—¿No te acuerdas que estuve tan duro como una roca durante todo el viaje en el coche, que en lo único en que podía pensar era en tirarte de las faldas hacia arriba y follarte delante de los otros pasajeros?

—No recuerdo nada de eso. En realidad, te portaste como un perfecto caballero.

—Hasta que te apoyé contra una pared y te tomé.

Él adaptó sus acciones a sus palabras y la maniobró contra la pared más cercana, empujando sus faldas hasta la cintura. En este momento particular, necesitaba estar dentro de ella más que nada. Desabrochó rápidamente los botones de su pantalón para revelar su ansiosa polla y la levantó por encima de él.

Le sostuvo la mirada mientras lentamente la bajaba sobre su eje, gimiendo mientras cada gruesa pulgada era encerrada por su apretado húmedo pasaje. Ella se agarró a sus hombros y clavó los talones de sus lujosas zapatillas en su culo.

Con un gemido, él cambió su agarre y la permitió moverse sobre él hasta que no pudo soportarlo más. Tomó el control de sus caderas, presionándola hacia abajo sobre su esforzada polla y empujó hacia arriba, creando un rápido y demoledor ritmo que los condujo a ambos hacia el clímax. Helene llegó primero, gimiendo su nombre, y él la siguió inmediatamente, su polla palpitando incesantemente mientras ella lo ordeñaba.

Él se retiró y la dejó deslizarse hasta el piso, apretándola contra la pared con su peso.

—Todavía me pongo duro cada vez que te veo, Helene.

—Y yo todavía te dejo apoyarme contra las paredes y tomarme a tu manera.

Una curiosa sensación de paz invadió sus miembros, y él luchó contra un fuerte deseo de tomarla de nuevo sobre la cama y olvidarse de todos sus problemas por la alegría de hacer el amor. En las dos semanas desde que había vuelto a verla, su vida había cambiado de manera extraordinaria. Sea lo que sea que pasase entre ellos, él nunca la olvidaría.

La besó en la parte superior de la cabeza. —Si quieres quedarte aquí y descansar, haré la inspección por ti.

Ella empujó su pecho. —No soy una inválida, Philips. Soy muy capaz de seguir mi rutina habitual, a pesar de tus atenciones.

Él sonrió ante su tono serio. ¿Cómo podía ella emerger de sus encuentros amorosos con renovado vigor mientras él se sentía como para tomar una larga siesta de lujo?

—Tal vez yo me quede aquí y descanse en tu lugar.

Ella le clavó una mirada con sus hermosos ojos azules. —No lo harás. Me vas a acompañar.

—¿Aún tienes esperanzas de verme encadenado en el piso superior, entonces?

—Me gustaría eso. —Su mirada se volvió especulativa. —¿Ya estás listo para someterte a mí?

A pesar de su reciente actividad, su polla tembló y comenzó a engrosarse. —¿Al igual que lo estás tú de someterte a mí?

Ella se mordió el exuberante labio inferior, y su eje creció aún más.

—Parece que te gusta cuando te azoto con tu propio cepillo para el cabello.

Su color se intensificó, y giró hacia su vestidor. —Estaré lista en un momento. Tal vez podrías arreglar tu traje.

Bajó la vista a sus pantalones desabrochados, vio la corona de su pene empujando a través de los faldones de su camisa mojada, y sonrió. —Como he dicho, no necesito ninguno de esos instrumentos de tortura de fantasía para ponerme duro, al igual que tú.

Ella no respondió, pero lo hizo golpeando la puerta. Philips sonrió, caminó hacia la puerta y llamó.

—Voy a esperarte en las escaleras.

Cogió el cesto de las cartas y salió, asombrado de que pudiera encontrar a Helene increíblemente seductora y profundamente conmovedora, al mismo tiempo. Su descubrimiento de la identidad de los mellizos lo había conmocionado profundamente y, sin embargo, parecía que su atracción hacia Helene seguía siendo muy fuerte, si no más fuerte. Se detuvo en el fregadero para ocultar las cartas debajo de su capa y siguió hasta la parte superior de la casa.