CAPÍTULO 10
Philip Ross cuidadosamente anudó su corbata y la prendió en su lugar con un único alfiler de perla. Jones, su ayuda de cámara, le entregó un chaleco de color pardo y su abrigo negro favorito.
—Vaya, milord. Se ve muy bien.
Philips consiguió una sonrisa de agradecimiento. Lucía como lo que era: un hombre que se dirigía hacia los cuarenta años y que había permitido que los demás chuparan toda la alegría de su vida. Sabía que Helene se había visto sorprendida por su aspecto austero. ¿Cuándo había dejado de sonreír y de disfrutar de la vida? ¿Cuando había sido la última vez que se rió a carcajadas?
Su esposa no había incentivado la risa. En su cada vez más delicado estado de salud, ella había encontrado aún la risa de sus hijos demasiado difícil de soportar. Después de todo, ellos le habían arruinado la vida, ¿no? Él había odiado eso, había odiado que los obligaran a arrastrarse por la casa como ratones asustados por temor a disgustarla. Su boca hizo una mueca. Tal como una amable tirana, dirigiendo la casa desde su lecho de enferma, pero una tirana, no obstante.
Sin embargo, esta noche un temblor de anticipada emoción corría por sus venas. Helene le había pedido encontrarse con ella en la casa de placer, y él estaba más que dispuesto a satisfacerla. En verdad, no había dejado de pensar en la habitación donde ella lo había llevado. Los eufóricos gemidos del hombre recibiendo placer se habían grabado en su cerebro, poniéndolo duro, húmedo, y necesitado, algo que no le había sucedido en años.
Deslizó la funda con los papeles y una bolsa de monedas en el bolsillo de su abrigo. En algún lugar, profundamente dentro de su alma, se dio cuenta de que Helene podría ofrecerle su última oportunidad de vivir de nuevo. La pregunta era, ¿qué le propondría ella, y cuán alto sería el precio?
Helene comprobó el salón público, complacida de ver que todo parecía estar funcionando perfectamente. Su personal no sólo tenía un buen salario, sino que estaba bien entrenado. A pesar de la naturaleza de los espectáculos que se ofrecían, rara vez habían tenido problemas con los invitados. La oportunidad de satisfacer sus más salvajes fantasías sexuales, asociado al temor de ser borrado de la lista de miembros, hacía que la mayoría de la gente se comportara correctamente.
Debajo de su aparente calma, Helene se dio cuenta de que estaba nerviosa. En un arranque de gallardía, George se había ofrecido a invitar a los gemelos a pasar una semana de vacaciones en su casa en Brighton. Helene había estado feliz de aceptar en nombre de los gemelos y, a pesar de sus protestas, los había despachado muy temprano por la mañana. Tenía una semana de relativa paz para tratar con Philip Ross, a menos que recibiera noticias de Marguerite, por supuesto.
—Madame.
Se volvió para encontrar a Philips detrás de ella. El solemne corte y estilo de su ropa oscura daba un sombrío toque al exuberante salón de color escarlata y oro. Olía a madera de sándalo y brandy, su rostro bien afeitado, su expresión tan hosca como siempre. A pesar de su falta de entusiasmo, o quizá debido a eso, Helene se dio cuenta que esperaba con interés el reto de vencerlo. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que un hombre se le había resistido, y cuánto tiempo desde que había estado realmente interesada en doblegar a un hombre a su voluntad?
Ella sonrió lentamente y permitió que su mirada experimentada viajase por su delgado y largo cuerpo. A diferencia de muchos hombres de su edad, él no había sucumbido a la viruela o al excesivo consumo de alimentos o alcohol. Recordó la sensación de su cuerpo presionando contra el suyo, la sensación de su maravillosa fortaleza y sus poderosos músculos. Si ella tuviera que recurrir a follarlo para salirse con la suya, ciertamente no sería una dificultad. —¿Estás especulando cuánto tiempo voy a resistir en tu cama?
Helene parpadeó y volvió su mirada a la de Philips. —¿Cómo lo has adivinado?
—Por la lasciva mirada en tu cara.
Ella alzó las cejas. —¿No te gusta ser admirado?
Él se encogió de hombros, el gesto casi torpe. —Hay poco que admirar. Soy simplemente un terrateniente.
Helene le apretó la parte superior del brazo como si probara su fuerza. —Un terrateniente que probablemente ayuda a recoger la cosecha, hace juegos de caza, y pasea a los perros.
—Hago esas cosas.
—Y ese es el motivo por el que admirarte valga la pena. No creo que haya una pulgada de grasa en tu cuerpo.
Él dio un paso fuera de su alcance, su boca una tensa línea recta, —¿Qué quieres, Helene?
Ella agitó sus pestañas hacia él. —Sólo hablar contigo.
—¿Aquí? —Su amplio gesto abarcó el salón que se había rápidamente llenado.
—En mi oficina, si lo prefieres.
Él hizo una reverencia y ella puso la mano sobre su brazo y le permitió conducirla a la relativa paz y tranquilidad de la parte trasera de la casa. En el denso silencio, el roce de su sedoso vestido con volantes color crema y de la enagua sencilla sonaba alto. Ella no tenía idea de cómo iba a reaccionar él a su propuesta, pero descubrió que se sentía revigorizada por el pensamiento de hacerlo. Él no era un malcriado joven aristócrata dispuesto a hacer cualquier cosa que ella le pidiera. Era casi refrescante tener un desafío.
Helene ocupó el asiento detrás del escritorio y esperó a que Philips se sentara.
—Tengo una propuesta para ti.
Su sonrisa era irritada. —No te voy a vender las acciones.
Ella le devolvió una sonrisa llena de dulzura. —Estaba pensando más en términos de una apuesta.
—¿Una apuesta? —Se sentó ligeramente más hacia adelante, sus manos entrelazadas, los codos apoyados en sus rodillas. —¿Entre nosotros?
—Así es. —Ella alzó las cejas. —¿Está por debajo de tu recientemente descubierta dignidad apostar?
—Eso depende de la apuesta y de los términos.
Ella vio la chispa de interés en sus ojos castaños que no pudo ocultar. Sus esperanzas crecieron. Por debajo de ese endurecido, glacial exterior, sin duda permanecía alguna chispa del arrogante aventurero.
—Quiero que pases los próximos treinta días trabajando conmigo en la casa del placer. Si te vas antes de que ese período de tiempo termine, las acciones son mías.
—Y si llevo a cabo esta espantosa tarea, ¿esperas que te dé las acciones de todos modos? Dudo que estés ofreciendo darme las tuyas. —Se echó a reír. —Parece que los términos son todos para tu ventaja.
—No, milord. Si completas tus treinta días aquí, no te llevaré a los tribunales para recuperar la posesión de las acciones, y te permitiré seguir siendo un socio silencioso bajo mis muy particulares condiciones.
Su expresión se ensombreció. —No tienes los recursos para llevarme a los tribunales. ¿Quién te escucharía de todos modos?
Helene sostuvo en alto una lista de nombres. —Casi todos los jueces de Londres, la mitad de la Cámara de los Lores, y no pocos de nuestros actuales miembros del Parlamento son efectivamente miembros corrientes aquí. Estoy segura que no verían con buenos ojos un caso que podría resultar en el cierre de uno de sus clubes favoritos.
Se hizo un silencio cuando Philips miró la lista y luego a ella. Ella mantuvo su respiración lenta y constante, su expresión apacible.
—¿Qué es exactamente lo que tendría que hacer en la casa del placer?
Helene se encogió de hombros, decidida a no mostrar ningún signo de triunfo ante su aparente claudicación en caso de que él se arrepienta. —Al principio me acompañarías para aprender cómo funciona la casa. Si demuestras que eres capaz, incluso podría permitirte hacerte cargo de vez en cuando.
—Lo haces sonar como si yo fuera incapaz de realizar tus así llamadas responsabilidades. —Fingió dar un suspiro. —Aunque, puede que tengas razón. No estoy seguro de si me atrevería a follarme a todos los hombres.
—Tal vez podrías follar con todas las mujeres en lugar de eso. Es probable que lo disfruten. —Helene puso la lista nuevamente en el cajón cerrado con llave. —Y yo no follo con todo el mundo. Sólo con los que me interesan o necesitan instrucción en las artes eróticas.
—Lo que es la mayor parte de la aristocracia inglesa.
Ella le sonrió, y él casi le devolvió la sonrisa antes de convertir su diversión en un ceño fruncido.
—Hay más en juego en este establecimiento que el sexo. Apenas tengo tiempo para compartir mi cama con nadie en estos días. Tener un asistente para compartir mis cargas podría ser divertido.
—Así que quieres que yo actúe como un criado no remunerado durante los próximos treinta días en tu burdel.
—No es un burdel, bueno básicamente, sí.
—Y a cambio, no me llevarás a los tribunales.
Ella asintió y él lentamente sacudió su cabeza.
—Las probabilidades siguen pareciendo inclinadas a tu favor.
—¿De qué manera?
—Tienes la oportunidad de decirme qué hacer durante treinta días.
—Puedo mostrarte que tu inversión vale la pena y la forma de proceder si deseas participar en el futuro. ¿Qué diablos tiene de malo eso?
—Todo.
Él se puso de pie y empezó a pasearse por la alfombra tramada, sus manos en la espalda. Helene se puso rígida mientras él giraba por delante de su escritorio.
—Si acepto, quiero algo de ti.
—¿Qué, milord?
—Tu cuerpo por esas treinta noches, de esa manera tendré alguna compensación por mi duro trabajo.
Helene se lamió los labios mientras se imaginaba a ella y a Philips entrelazados, desnudos en su cama.
—Como ya he dicho, mi cuerpo no está en venta.
—No te estoy ofreciendo dinero por ello.
—Deseas utilizarme, sin embargo.
—De la misma manera que tú deseas utilizarme por treinta días.
Sus miradas se encontraron, y ninguno de ellos parecía capaz de mirar hacia otro lado. —¿Y si me niego?
—Entonces no voy a aceptar tus términos, y estaremos de nuevo donde empezamos.
Treinta días acostándose con Philip Ross... ¿Él aún seguiría haciendo el amor con aquel salvaje abandono? De alguna manera Helene lo dudaba. ¿Podría ella inflamar su lujuria, hacer que él la anhelase tanto como había hecho dieciocho años atrás? ¿Ella incluso quería? Era una exitosa mujer por mérito propio, madre de tres hijos que todavía tenía que proteger a pesar de ellos mismos.
—Si acepto, debes prometerme no lastimarme.
—¿Por qué te lastimaría? —Regresó a su asiento y se sentó, una pierna cruzada sobre la otra.
—Porque a pesar de lo que dices, todavía siento que estás enojado conmigo.
Su sonrisa era desdeñosa. —Te equivocas. Si estoy enojado de algún modo, es porque me has puesto en esta ridícula situación.
Cuando su temperamento comenzó a aumentar, Helene se puso de pie y se movió para pararse frente a él, las manos en sus caderas.
—La situación la originaste tú mismo, milord. Si fueras un verdadero caballero, sólo tendrías que renunciar a tu interés en este lugar y marcharte.
—Entonces, tal vez no soy un caballero. —Él envolvió su brazo alrededor de su cintura y tiró de ella en su regazo. Ella se estremeció cuando la besó a su manera desde su hombro hasta su cuello. —Y cuando esté en tu cama, seré el único hombre en ella.
—¿Estás diciendo que no puedo tener otros amantes? —Helene reprimió un suspiro cuando sus dientes se asentaron sobre el pulso en la base de la garganta.
—Me parece justo, ¿no? Tienes toda mi atención durante treinta días y yo consigo la tuya.
Ella lo espoleó con su codo con toda su fuerza y se deslizó de su regazo. No trató de detenerla, simplemente esperó a que volviera a arreglar el corpiño de su vestido.
—Tus pezones están duros.
—Hace frío aquí.
Él arqueó las cejas. —¿Qué tiene eso que ver con el hecho de que tú estés excitada?
Helene recuperó su chal de cachemira de la silla detrás del escritorio y se lo puso sobre los hombros.
—¿Estamos de acuerdo, entonces? Tú pasas tus próximos treinta días conmigo, y yo paso las próximas treinta noches contigo.
Él lentamente se puso de pie, la mirada fija en sus pechos. —¿Y qué pasa si no me presento todos los días?
—Entonces, nuestro acuerdo queda sin efecto, y me das tus acciones.
Ella esperó impacientemente hasta que él asintió con la cabeza.
—Estoy de acuerdo con tus términos, madame. En treinta días, después de que ambos completemos nuestra parte del acuerdo, podemos discutir la situación nuevamente. —Sonrió. —Tal vez para entonces tú estés tan enamorada de mi cuerpo y de mi visión para los negocios que decidas hacer mi participación permanente.
—Como he dicho, si insistes en mantener las acciones, vamos a negociar los términos de tu participación secundaria en mi negocio. —Ella lo miró furiosa. —Por favor, no esperes que entregue el control de todo por lo que he trabajado.
—Madame, quédate tranquila, no me atrevería a asumir nada sobre ti.
Helene trató de no apretar los dientes. Si lo hacía a su manera, él se habría ido mucho antes. Ella le ofreció una reverencia formal y le tendió la mano.
—¿Tal vez deberíamos comenzar inmediatamente y continuar nuestro recorrido por la casa?
Philips besó su mano y la puso sobre su manga, su expresión inquietante. —¿Qué más hay? Supuse que ya había visto lo peor.
Helene le lanzó una mirada de soslayo mientras mentalmente revisaba el horario de los entretenimientos de la tarde. ¿Dónde debería llevarlo primero? ¿Cuáles lo sorprenderían más?
Philips intentó evitar mirar a las tres sexys mujeres desnudas retorciéndose en los grandes cojines de seda detrás de las mesas del buffet. Estaban comiendo uvas moradas y bebiendo vino tinto, mientras se complacían entre sí. Era difícil no mirar. A su derecha, varios hombres se habían reunido para observarlas y comentar la actuación. Mirar a las mujeres no lo excitaba particularmente, a pesar que tal flagrante y pública demostración de su sexualidad lo hacía.
Se sentía como un hombre que había vivido comiendo pan y agua durante veinte años y de repente le ofrecían toda la comida exótica que pudiera querer. Una parte de él deseaba comer glotonamente; la parte más sana sabía que dicho exceso, probablemente lo mataría.
—¿Milord?
Volvió su atención de nuevo a Helene, que había estado explicando las repercusiones financieras de proporcionar ese tipo de buffet de lujo todas las noches. Se puso rígido cuando notó el toque de diversión maliciosa en su rostro. ¿Cómo se atrevía a disfrutar de su desconcierto? Ella no tenía la menor idea de lo difícil que sus deberes maritales habían sido. Percibió el eco de sus propios pensamientos. Por supuesto, ella no tenía ni idea. Ella no podía saber que el sexo se había convertido en algo que debía evitarse, algo tan ajeno a su naturaleza que por años había luchado incluso para mantener una erección.
—¿Monsieur?
La diversión en los ojos azules de Helene había desvanecido, reemplazada por la preocupación. Philips respiró hondo, y su olor invadió sus fosas nasales, una sutil mezcla de lavanda y rosas.
—¿Continuamos? El buffet parece ser más que adecuado.
—Por supuesto, milord. Quiero llevarte al siguiente piso ahora.
Echó un vistazo a las puertas dobles abiertas. —¿Realmente hay más?
—Hay dos plantas más que están abiertas a los clientes y no a sus invitados, a menos que yo personalmente los apruebe.
Él apartó la mirada de una de las mujeres desnudas, que le hacía señas a él, y la fijó en la escalera. Un alto y bien construido lacayo parado en el pilar de la escalera asintió con la cabeza hacia ellos cuando pasaron.
—Buenas noches, Madame. El pecoso hombre pelirrojo tenía un acento irlandés.
—Buenas noches, Sean. Me gustaría presentarte a Lord Knowles. A partir de ahora, él tiene entrada a todas las partes del establecimiento, incluidas las escaleras.
Sean se quedó mirando a Philips por un largo momento, como si quisiera memorizar su cara y luego asintió. —Sí, madame. Le diré a mi hermano.
Helene asintió con la cabeza. —¿Alguna dificultad esta noche?
—Ninguna, madame.
Helene sonrió amablemente mientras él inclinaba su cabeza. Philips se encontró asintiendo con la cabeza también.
—¿Sean está ubicado aquí para evitar que personas no autorizadas puedan subir las escaleras?
—De hecho así es. Su hermano Liam está un poco más allá de la pared.
Philip observó la otra figura descomunal y sólo podía admirar la seguridad de Helene. No muchos hombres se las arreglarían con los dos hermanos irlandeses sin una pelea. Llegaron al segundo tramo de las escaleras, y Philips miró a su alrededor con curiosidad. El pasillo se parecía mucho al de abajo. Revestimiento blanco, gruesa alfombra rosa, y una notable ausencia de ruido. Más puertas se abrieron, y el salón del final parecía más pequeño.
—Esta planta es para nuestros clientes más exigentes. Por lo general, reservan una habitación por adelantado con peticiones concretas acerca de los artículos que desean hallar aquí.
—¿Por ejemplo?
Helene sonrió. —Tal vez sería mejor si te mostrara una de las habitaciones que ya está preparada.
Philips se encontró con que estaba conteniendo la respiración mientras ella lentamente abría una puerta con el número diez sobre ella. Para su sorpresa, la habitación parecía bastante normal. La leña estaba lista a la luz de la chimenea, la cama estaba cubierta de sábanas de seda color crema, y el resto de la decoración parecía bastante normal.
Se encogió de hombros. —Todo parece perfectamente decoroso para mí.
—Es decoroso. —Helene se dirigió a la cama, y él la siguió, a regañadientes admiró el vaivén de sus caderas y la forma en que su vestido de seda delineaba la larga línea de su muslo cada vez que daba un paso. Ella tomó un artículo que había sido colocado sobre la sedosa colcha y se lo mostró.
—¿Por qué estas personas pedirían cuerdas doradas? —Philips tragó saliva, su garganta seca de repente.
—¿Para atarse?
Helene permitió que las finas cuerdas doradas se balanceen en su mano. Philips no podía apartar los ojos de ellas. Se imaginó estar atado a la cama o a la pared como el hombre que había visto el día anterior, permitiendo que se ejecutaran actos sexuales sobre él, sin tener la posibilidad de negarse. Su polla se retorció y se sacudió en sus pantalones.
—¿Qué pasa si una persona no desea ser atada?
—Entonces, probablemente no solicitarían estas cosas, ¿no crees?
Helene puso las cuerdas nuevamente sobre la cama y cuidadosamente las enderezó antes de trasladarse a uno de los grandes armarios pintados en color crema, contra la pared del fondo. Abrió las puertas, y Philips luchó por respirar. En el interior del armario había una selección de látigos, azotadores, esposas y otros elementos que no deseaba identificar.
—Por supuesto, si se aburren con la atmósfera elegida, tienen un montón de otros juguetes para elegir.
Se lamió los labios secos cuando los recuerdos de su tiempo en la India lo inundaron, recuerdos que creía haber olvidado. El olor de las especias y el sexo, su cuerpo aceitado retorciéndose entre dos mujeres, mientras ellas complacían su polla y su boca...
Se volvió hacia la puerta. —¿Todas las habitaciones de esta planta son como ésta?
—La mayoría. Hay dos salones públicos, también, para que los clientes se reúnan si lo desean. También hay una red de mirillas y estrechos pasajes entre las habitaciones para aquellos que simplemente les gusta observar.
—¿Y tú permites esto?
Ella se encogió de hombros, el gesto ocasionó que la abultada manga de su vestido azul se deslice sobre su hombro. —La elección la hacen las personas en las habitaciones. Ellos deciden si abren las mirillas o no.
Philips la miró fijamente. Si él hubiera sabido de este lugar durante los largos años de su estéril matrimonio, ¿habría venido aquí dejándose tentar a sí mismo? Él habría evitado explorar sus opciones sexuales debido a su miedo de lo que Anne pudiera hacerles a los niños si oyera cualquier chisme acerca de él. La idea de ver a otras parejas follando en vez de participar podría haber salvado su cordura.
Él se encogió de hombros. —No puedo decir que nada de esto me excite especialmente.
Helene cerró las puertas del armario y vaciló, su mano sobre el ornamentado revestimiento de madera.
—Hay otra habitación especial, pero no estoy segura de que tú la apreciaras.
—Creí que accediste a mostrarme todo.
Ella suspiró. —Sí, pero...
—Muéstrame. —Él se dirigió hacia la salida y abrió la puerta. —No soy un niño que necesita ser protegido.
Ella lo siguió afuera de la habitación y se dirigió hacia el otro extremo del pasillo. Al final del corredor, una puerta verde decía PRIVADO. Él intentó abrirla y la encontró cerrada con llave.
Helene pasó junto a él, su olor abrumando sus ya excitados sentidos.
—No es esta. Esta conduce por las escaleras al personal y a las habitaciones de servicio. Toda persona que trabaja aquí tiene una llave. Te voy a dar una mañana. —Hizo un gesto hacia su izquierda. —Esta es la puerta a la que me refería.
Philips estudió la puerta. Parecía exactamente igual que todas los demás. En una pequeña placa blanca se leía TODO LO QUE DESEES.
—¿Qué hay de especial en esta habitación?
Helene se apoyó contra la pared y alzó su delicada barbilla para mirarlo a la cara.
—Es diferente porque es un lugar para expresar tus más profundos deseos sexuales.
—¿No es suficiente el resto de esta obscena casa?
—Para algunas personas, no. En la intimidad de esta habitación, puedes compartir un secreto deseo sexual que podría no ser aceptable para tu amante, o tu esposa, o incluso tal vez para ti mismo.
—¿Y entonces?
—Entonces la casa del placer tratará de satisfacer tu requerimiento en el anonimato de esta oscura habitación. Probablemente nunca podrías conocer la identidad de la persona que te prestó el servicio. Es una manera de poner en práctica una nueva faceta de tu personalidad sexual en un ambiente seguro y discreto.
Philips se cruzó de brazos y se recostó contra la otra pared. —Sigo sin entender por qué alguien que paga para disfrutar de este lujurioso lugar repentinamente se sentiría tan tímido como para expresar sus deseos sexuales abiertamente.
—Tal vez solo desean intentar algo una sola vez o experimentarlo sin herir a un ser querido. —Ella sonrió. —O tal vez se trata de algo que no es considerado absolutamente respetable.
—¿Cómo qué?
Ella se encogió de hombros. —¿Besar a un miembro de tu mismo sexo? ¿Probar el juego anal?
Él simplemente se quedó mirándola mientras toda su sangre abandonaba su cerebro para dirigirse a su polla.
—Esas cosas son inmorales.
—¿Y?
—Tú eres una inmoral, perversa mujer.
Ella ni siquiera parpadeó. —Sí, supongo que lo soy.
Él se enderezó alejándose de la pared. —Preferiría ver el resto de la casa del placer mañana.
Ella dirigió su mirada a sus abultados pantalones, y él luchó contra el impulso de agarrarle la mano y presionarla contra su palpitante polla.
—Entonces, ¿tal vez te gustaría acompañarme a mi suite privada?