CAPÍTULO 06
Diciembre de 1819.
Dieciocho años más tarde...
Helene se deslizó de la cama, con cuidado de no molestar al joven que yacía repantingado en las sábanas de seda. Lord Thomas Roebuck había estado demasiado borracho para desempeñarse la noche anterior. En realidad, él se había corrido, pero no en el lugar apropiado y no ofreciéndole a Helene el menor atisbo de placer. Ella suspiró mientras recorría sus deliciosas nalgas desnudas. Prometían tanto y sin embargo, fueron una decepción.
Sin duda, él se olvidaría de su fracaso y se jactaría de su conquista hasta que sus amigos se cansaran de escucharlo o hasta que encontrase a otra mujer dispuesta a aguantar sus insuficiencias. Estaba cansada de instruir a jóvenes en las artes eróticas y había empezado a apreciar su cama para ella sola.
Se dirigió a su camerino y contempló el cielo gris plomo afuera de su ventana. El invierno estaba acercándose. Era el momento que menos le gustaba del año. La vista de los troncos desnudos de los árboles y la crudeza implacable de la tierra la hacía pensar en la muerte y en el pasado. Con un movimiento de cabeza, se puso un liviano corsé y un viejo vestido de encaje que podía atarse ella misma. Sentada en su tocador, ignoró su pálido reflejo en el espejo y rápidamente acondicionó su cabello.
El gran reloj en el pasillo principal dio las seis, haciendo eco en todo el espacio vacío mientras ella caminaba por las escaleras de nuevo hacia el sótano. En la cocina, la señora Dubois ya estaba despierta y trabajando duro. Dos criadas estaban ocupadas preparando las frutas y hortalizas compradas frescas en el mercado esa mañana. El aroma del café recién hecho y cruasanes flotaba en la cocina para tentar a los sentidos de Helene.
—Bonjour, madame Dubois.
—Bonjour, madame. Comment-allez-vous?2
—Je suis bien, madame, et vous?3
—Bien aussi.4
Madame Dubois acomodó un mantel encima de la mesa de pino escrupulosamente limpia y le indicó a Helene que se sentase. En cuestión de segundos, la boca de Helene estaba llena de chocolate caliente y de la cubierta mantecosa de las migas de croissant. Ella suspiró y bebió un sorbo de su café. Madame Dubois hacía los mejores croissants de Londres y se aseguraba de que Helene tuviera algunos para el desayuno todos los días. Con los años, Helene había empleado una gran cantidad de emigrados franceses que habían huido de los sucesivos regímenes del otro lado del canal. Madame Dubois había estado con ella durante mucho tiempo, y Helene esperaba que nunca la abandonara.
Levantándose de la banqueta, Helene murmuró su agradecimiento, puso su taza y plato en el fregadero, y tomó su delantal del gancho. Dudaba que cualquiera de sus clientes aristocráticos la reconocieran con este deslucido atuendo. Cada mañana le gustaba hacer un balance de su negocio de arriba a abajo. Si algunos de sus empleados pensaban que ella era un poco excéntrica, ninguno de ellos se atrevía a decírselo en la cara. Tenía claro que era responsable de cada pequeño detalle, y el éxito estaba en los detalles. Había aprendido bien esa lección durante los últimos dieciocho años.
Respiró hondo y subió cuatro escalones para volver a la parte superior de la casa, debajo del ático, donde estaban situadas las más pequeñas y más privadas habitaciones. Aquí, donde los techos eran bajos y los pasillos estrechos, el olor del sexo y del humo de los puros pesaba en el aire. Helene comprobó cuatro de las pequeñas habitaciones íntimas y luego se dirigió a la zona más pública.
Por una vez no había nadie durmiendo en el suelo, o, peor aún, encadenado a la pared. Helene frunció el ceño. Además, parecía que todo el equipamiento había sido colocado en su lugar. Látigos, mordazas, cadenas, máscaras y las correas de cuero, todos colgaban en sus espacios asignados en las paredes pintadas de negro.
Helene se levantó la falda para evitar una mancha oscura en el suelo.
Había manchas de sangre y otros fluidos corporales en los lisos tablones de madera, pero eso era de esperarse. Los clientes a los que les gustaba hacerse daño mutuamente, o dañarse a sí mismos, se sentirían decepcionados en sus juegos de la noche, si un poco de sangre no estuviera derramada.
A los criados que limpiaban el piso superior se les pagaba salarios más altos a fin de garantizar su total discreción en cuanto a qué y con quién se encontraban en estas habitaciones. A ningún futuro Primer Ministro o Lord del Consejo le gustaría que se diera a conocer que a él le gustaba ser dominado por una mujer, atado, o follado por un hombre.
Helene entró en el segundo cuarto y encontró a uno de los criados ya limpiando.
—Buenos días, Michael.
—Buenos días, Madame. —Hizo una reverencia, la cara enrojecida. Ella notó que su camisa no estaba metida dentro del pantalón y que su uniforme estaba desgreñado.
—Pensé que debía empezar por las habitaciones, madame, ya que estuve aquí hasta muy tarde anoche y todo eso.
Helene estudió su expresión. —¿Lo disfrutaste?
Él encontró su mirada sin vergüenza. —Sí, señora, lo hice.
—Entonces todo está bien. Gracias por tus esfuerzos, pero no olvides buscar algo para comer y descansar antes de tu próximo turno.
Él sonrió y cogió un látigo ensangrentado que alguien había dejado debajo de una silla. —Lo haré. ¿Y, Madame? Gracias por darme la oportunidad de trabajar en este piso. Me siento muy en casa aquí.
Helene inclinó la cabeza. —Me complace oír eso, Michael, pero recuerda, aunque eres un empleado aquí, nadie puede obligarte a hacer algo que no quieras.
—Sí, madame.
Michael se pasó la lengua por los labios ligeramente rugosos y bajó su mirada hacia el látigo. Acarició las trenzas de cuero y se estremeció, una ensoñadora sonrisa en su rostro. Helene le dejó con sus tareas. Ella tenía un talento para detectar los particulares intereses sexuales tanto de los clientes que pagaban como de su personal de servicio, y había sentido la curiosidad de Michael sobre los actos sexuales más extremos desde el principio de su empleo.
Volvió sobre su camino y bajó las escaleras, controlando el polvo de las barandas mientras descendía. Michael se sentía feliz y también lo eran la mayoría de sus clientes. En su establecimiento, ellos tenían completa privacidad para dejarse tentar como lo desearan con otros adultos condescendientes. Ella nunca contrataba prostitutas de ninguno de los dos sexos de las calles, ni nada tan vulgar como el dinero se intercambiaba de manos entre sus clientes y su personal. Todos los que trabajaban para ella tenían una recomendación personal, y cada cliente estaba obligado a mantener las normas de la casa o su membrecía era revocada.
Hizo una pausa para examinar el salón más grande en el tercer piso. La mayoría de las habitaciones principales de este pasillo eran para fantasías privadas o relaciones sexuales más íntimas. Estos eran distintos de los cuartos más públicos de la planta de abajo, donde casi todo podía suceder y que por lo general sucedía. Esas habitaciones estaban equipadas para los voyeurs y exhibicionistas. Las de esta planta eran para los conocedores de la pasión sexual y el deseo erótico. Helene ajustó una cortina color damasco en su lugar y ató la cinta. No es que ella juzgara a cualquiera de las preferencias expresadas por sus clientes. No era su lugar formar una opinión; ella simplemente proveía las más eróticas y exóticas experiencias sexuales que la mayoría de los ricos pudieran desear.
Helene suspiró mientras caminaba a través de las habitaciones, acomodando una silla, moviendo un arreglo floral a una mesa diferente, recogiendo un chal de seda y máscara perdidos. ¿Cuándo la alegría por sus logros se había convertido en tristeza? Había logrado su objetivo. Era en parte dueña y administradora de la casa del placer más discreta y exitosa de la ciudad de Londres. Su lista de espera era de tres largos años, y la calidad de miembro era más difícil de obtener que los vales para Almack's5 o la admisión para White's6.
Se detuvo en el pasillo y escuchó el silencio a su alrededor. La casa estaba deliberadamente diseñada para encubrir el ruido y crear un sentido de intimidad para sus clientes. Esta mañana se sentía demasiado tranquila y también vacía. Helene se agarró de uno de los marcos de las puertas hasta que sus dedos se pusieron blancos. ¿Qué pasaba con ella? Parecía cansada y de mal humor como su viejo amigo Peter Howard.
¿Él estaba en lo cierto? ¿Llegaba un momento en que todo hombre y mujer se daban cuenta de que todas la oportunidades y placeres sexuales en el mundo no compensaban esa soledad, esa cama vacía, sea falta de compañía? Él ciertamente había reducido sus visitas a su establecimiento desde que había encontrado el amor.
—¡Por el amor de Dios, Helene!
En un esfuerzo por recuperarse a sí misma, dijo las palabras en voz alta. Estas se hundieron rápidamente en el mortal silencio de las paredes y de la gruesa alfombra rosa.
—No estoy sola. ¡Y puedo tener a cualquier hombre en Londres con un chasquido de mis dedos! —Helene evidenció el arrebato y se acercó hasta el tramo principal. —Me niego a convertirme en el tipo de mujer que camina por los pasillos hablando con ella misma.
—Pero estás hablando contigo misma.
Helene se quedó sin aliento y miró hacia abajo en la penumbra de la apertura de la escalera. Lord George Grant le sonrió desde el circular hall de entrada dos pisos por debajo. Su negro cabello estaba azotado por el viento, sus mejillas rojas por el frío, y sus ojos marrones insinuaban travesuras. A los cuarenta y cinco años, todavía era un hombre muy atractivo. Helene se inclinó sobre la baranda, la mano en su corazón.
—Miserable, me sorprendiste. ¡No me di cuenta que alguien estaba allí! —Ella comenzó a bajar las escaleras, ofreciéndole las manos a él. —¡Ni siquiera sabía que estabas de vuelta en Londres! ¿Cómo estás, mon ami?
Lord George tomó ambas manos entre las suyas y las besó.
—Estoy bien, gracias, ocupado con toda esta absurda diplomacia con Francia, pero contento de estar en casa por unas semanas.
Ella enlazó su brazo con el de él y le llevó hacia la parte posterior de la casa. —Ven y conversa conmigo mientras contesto mi correspondencia... es decir, si tienes tiempo. —Ella dudó. —¿Ya has ido a casa a ver a tu familia?
—¿A mi amada esposa, quieres decir? —Se encogió de hombros. —Hasta donde sé, Julia aún está muy ocupada follando a Lord Lambdon. Dudo que ella estuviera contenta de verme a las seis y media de la mañana.
Helene le palmeó la mano. —Estoy segura de que tu hija agradecería tu compañía, sin embargo.
Lord George se echó sobre una silla y la miró. —Maldita sea, Helene, tú no eres mi conciencia. Por supuesto que iré a ver a Amanda. Ella es la única razón por la que continúo casado. —La miró bajo sus largas pestañas. —Por supuesto, si tú quisieras casarte conmigo, yo estaría saltando de esta silla y golpeando la puerta de la oficina de mi abogado en un segundo.
—No tengo intención de casarme con nadie.
Él suspiró. —Lo sé, pero eso no me hace perder las esperanzas.
Helene trató de no sonreír mientras llamaba para algunos refrigerios y luego se sentó en su impecable escritorio. Su agenda de cuero yacía sobre el libro de registros. Lo abrió en la fecha correcta y leyó a través de la ya larga lista de tareas que necesitaba culminar antes de que el día terminara. Una anotación en la página siguiente le llamó la atención. Mañana era el cumpleaños dieciocho de los gemelos. Les había enviado una importante suma de dinero y su carta habitual llena de mentiras.
Con un suspiro, cerró el libro y volvió a concentrarse en Lord George. De todos los fundadores originales, George era el que tenía más que ver con el funcionamiento del día a día del negocio. Él trataba con el banco y transmitía los informes mensuales de Helene a los demás socios, que ya no querían asistir a las reuniones. Era uno de los pocos hombres en Londres con el que no se había acostado y en quien realmente depositaba su confianza. Desde Philip Ross, había aprendido a no dormir nunca con hombres que realmente la gustaran. La amistad era demasiado preciosa como para mezclarla con las incertidumbres del sexo.
Un golpe en la puerta no sólo trajo el té, sino también el correo de la mañana. Helene sonrió cuando Oliver, su nuevo lacayo, logró no derramar el té ni hacer caer las cartas. Él había estado con ellos por sólo un par de semanas, pero ya estaba empezando a subir de peso y a recuperar su confianza. Uno de los otros empleados lo había encontrado muerto de hambre y golpeado en la calle después de ser expulsado de un burdel que aprovisionaban hombres, y se lo había llevado a Helene.
George aceptó una taza de té y bebió, su expresión pensativa. Helene ordenaba su correo, haciendo una pausa cuando algo llamó su interés.
—Hay una carta de Sudbury Corte. ¿No es la casa de Lord Derek?
—Sí, lo es. —George se incorporó. —Me pregunto qué quiere la vieja cabra.
Helene frunció el ceño, rompió el sello de cera negro, y examinó la única hoja. Se llevó la mano a la mejilla. —Mon Dieu, esto es horrible.
—¿Qué?
—Es del abogado de Lord Derek. —Helene miró a George. —Ambos están muertos por la viruela. Lord Derek murió rápidamente. Angelique parecía haberse recuperado, pero sucumbió a una infección en los pulmones. —Se las arregló para pasarle la carta. —Aquí, léelo por ti mismo.
Lord Derek siempre había sido un firme defensor de ella. Su esposa había sido amiga de Helene. Imágenes de la vibrante mujer que había ayudado a rescatar de la Bastilla llenaron su mente. A pesar de las severas reglas de la sociedad, Angelique había insistido en reclamar a Helene como su amiga. Habían pasado muchas horas juntas hablando en su lengua materna, compartiendo secretos y recuerdos felices. A la mayoría de las mujeres no solían gustarles Helene.
—Parece que toda la casa cogió la viruela por la nueva criada de la cocina. —Lord George dio un suspiro de fastidio. —Hubiera pensado que habían experimentado la vacuna de Jenner.
Helene se secó las lágrimas en sus mejillas. —Lord Derek fue siempre un poco escéptico con la ciencia, ¿no? Prefería confiar en Dios. —Ella tragó saliva. —Por lo menos están juntos. Al menos ninguno de los dos se quedó solo guardando luto.
George estudió la carta. —Parece que fueron enterrados con cierta precipitación también.
—No es que yo hubiera sido bienvenida en el funeral de todos modos. —Helena trató de sonreír. —Pero me hubiera gustado haberles rendido mis respetos. Tal vez podamos ir a visitar sus tumbas. Me gustaría decirles adiós correctamente.
Él encontró su mirada, su expresión seria. —Por supuesto que iremos. Me encantaría acompañarte. —Frunció el ceño. —Me pregunto quién heredará sus bienes y su título. No tuvieron hijos, y él es el presunto heredero de su tío, el conde de Swansford.
—No puedo creer que estés teniendo pensamientos tan mercenarios en un día tan terrible.
—No estoy siendo mercenario, Helene. —Él arrojó la carta. —A menos que Lord Derek te haya legado su participación en su testamento, el que herede los bienes heredará el quince por ciento de tu negocio.
Helene apoyó la carta en su escritorio y la alisó con los dedos. —No había pensado en eso. He tenido la intención de pedirle a Lord Derek que me revenda su participación durante años, pero siempre parecía tan emocionado de estar involucrado en algo tan escandaloso.
George terminó su té y dejó la taza. —Yo no me preocuparía por eso. Sigues siendo propietaria del setenta por ciento del negocio, así que pase lo que pase, tienes el control de los intereses.
Helene lo inmovilizó con una aguda mirada. —Sería incluso más propio si me permitieras comprar tu parte como el duque de Diable Delamere y el vizconde Harcourt-DeVere han hecho.
Su rostro se ensombreció. —Ellos no necesitan los ingresos que genera este lugar. Yo sí. Los ex caballerosos y diplomáticos espías no son muy bien pagados, ya sabes.
—Lo sé y te pido disculpas. —Ella suspiró. —Supongo que sólo tendré que contactar a los abogados y discretamente comprar las acciones a través de ellos.
George se puso de pie y se estiró. —Eso podría tomar un tiempo, mi querida. Una herencia tan compleja no será gestionada de la noche a la mañana.
—Me doy cuenta de eso, pero probablemente será más fácil tratar con un abogado que con el nuevo heredero.
George se rió entre dientes. —Seguramente será una de las herencias más inusuales que un hombre pueda recibir. Un título y la participación en un burdel.
—No es un burdel, George.
Él le guiñó un ojo mientras se dirigía hacia la puerta. —Lo sé. Y ahora me voy a tomar el desayuno con mi hija y a alejarla de sus clases por unas horas antes de caer en mi cama solo.
Helene asintió con la cabeza. —Si hay un servicio conmemorativo que se celebre en Londres por Angelique y Lord Derek, ¿quieres acompañarme allí?
Hizo una reverencia. —Si mi esposa no espera mi escolta, y de alguna manera dudo que ella lo haga, estoy a tu servicio.
Helene esperó hasta que la puerta se cerró detrás de él antes de descansar su ahora dolorida cabeza en sus manos. A veces, George todavía la sorprendía. Su carencia de angustia por un hombre y su esposa que él había conocido durante casi veinte años parecía fría. En los últimos meses, desde que su esposa había tomado un amante, él parecía incluso aún más distante y cortante. Era como si al cortar sus emociones con su esposa, él había terminado con toda la delicadeza dentro de él también.
Helene se tomó un momento para copiar la dirección de los abogados Knowles y dejó la carta a un lado. Ella siguió ordenando su correo, haciendo a un lado la última revista Ackermann para leerla más tarde. Debajo de un folleto sobre una cura milagrosa para la calvicie, descubrió una delgada carta con una letra familiar. La firma garabateada en la esquina de la carta era demasiado difícil de leer, y el sello rojo era completamente desconocido.
Ella desplegó la hoja y miró de cerca la escritura.
Querida mamá, te escribo para informarte que me he casado. Por favor, no interfieras. Tu hija, Marguerite, Señora de Justin Lockwood.
Helene se quedó mirando la nota hasta que las palabras se borronearon delante de sus ojos. ¿Qué, en nombre de Dios, había hecho Marguerite? Ella era sólo una niña. Helene arrugó la carta en su puño. No, ya no era una niña. Ella tenía veintiún años. Lo suficientemente mayor como para fugarse con un novio. Lo bastante para engañar a su madre y evadir a las monjas que se suponía que cuidaban de ella. Era culpa de Helene. Ella debería haber insistido en que Marguerite viniera a vivir a Inglaterra tan pronto había terminado sus estudios, no haberle permitido quedarse para enseñar.
Helene se levantó y empezó a pasearse por el pequeño espacio, sus manos abrazando su pecho. Ella debería salir para Francia de inmediato, averiguar dónde su hija mayor se había ido, y obtener la anulación del matrimonio. Se detuvo. El nombre del hombre que se había casado con Marguerite le sonaba tanto inglés como vagamente familiar. Cogió el pergamino arrugado y lo releyó.
Lord Justin Lockwood. Una imagen de un hombre de cabello oscuro con una cara bonita se formó en su cabeza. ¿Alguna vez había visitado la casa del placer? Helene entró en la trastienda de su oficina donde guardaba sus registros y sacó algunos de los amplios libros de cuero de la cartera de clientes hasta que encontró la etiqueta L-M.
Limpiando el polvo de la superficie, arrastró el enorme volumen sobre su escritorio y comenzó su búsqueda.
—Ah, sí, aquí está.
Su dedo se posó sobre su nombre. No era un miembro habitual, pero había sido admitido en calidad de invitado en varias ocasiones por el Sr. Harry Jones. Era lamentable que sólo hubiera sido un invitado. Si hubiera sido un miembro, habría mucha más información íntima sobre él y sus preferencias sexuales. Helena trató de imaginar a su amigo, el Sr. Harry, quien, ella sabía, había servido en el ejército durante las campañas napoleónicas en España.
Una repentina imagen bien definida de los dos hombres sentados muy juntos en uno de los salones llegó a Helene, y cerró de golpe el libro. Tenía que llegar a Marguerite. Lord Justin Lockwood no era el tipo de hombre que alguna vez se casara. Parecía demasiado interesado en su mejor amigo. Una repentina conmoción afuera de su puerta la hizo mirar hacia arriba. Judd, su mayordomo, abrió la puerta.
—Pido disculpas, madame, pero estas dos personas insistieron en que quieren verla.
Con una sensación de consternación, Helene miró los decididos rostros del muchacho y de la muchacha que habían pasado sobre su mayordomo. ¿Cómo diablos la habían encontrado? El joven sonrió sin humor e hizo una reverencia.
—Bonjour. ¿No vas a desearnos un feliz cumpleaños, mamá?