CAPÍTULO 02
—¡Maldición!
Philip Ross juró cuando el transporte se tambaleó hacia un lado, se salió por una pendiente, y finalmente se detuvo traqueteando. Desde su posición, adivinó que el cuerpo del chofer ahora se encontraba tendido de costado. Su cuerpo estaba encima de Madame Helene Delornay. Con un gruñido, él apoyó sus brazos contra el asiento y se apalancó para levantarse de ella.
—¿Estás bien?
Ella le miró, su cara un pálido borrón en la oscuridad.
—No estoy segura de si puedo moverme.
Parecía débil, su respiración llegando en cortos jadeos. Philip le tomó la mano y sintió el aleteo irregular del pulso en la muñeca.
—Eso es probablemente porque te dejé sin aliento. —Él sonrió alentadoramente. —Sólo tienes que concentrarte en respirar por un momento mientras escucho.
Él estiró la cabeza y se quedó mirando el contorno de la puerta por encima de él. Sólo podía esperar que el cochero y los caballos salieran ilesos y que puedan venir al rescate antes de que más nieve siguiera cayendo y quedaran enterrados definitivamente. Por encima de ellos, los caballos relinchaban, los arneses tintineaban, y alguien gritaba órdenes. ¿Qué tan lejos habían caído? ¿Eran incluso visibles desde la carretera? Intentó levantarse, acuñando sus pies contra el asiento, y tironeó, la puerta estaba bloqueada. Se negaba a funcionar, y él maldijo en voz baja.
—¿Cree usted que vamos a salir de aquí?
Él deslizó su mirada hacia abajo a Helene. Sus brazos estaban envueltos alrededor de sí misma, y estaba temblando con tanta fuerza que sus dientes rechinaban. Frunció el ceño.
—¿Estás herida, madame?
Ella se estremeció y apartó la mirada. Él manipuló el cierre de la puerta de nuevo, ahora con más violencia.
—Si no puedo abrir la puerta, saltaré por la ventana y podremos salir por ahí.
Ella se rió, el sonido descontrolado y alto, como una tormenta recogida en el mar. —Imagina haber vivido a través de una revolución sangrienta y luego morir en un estúpido accidente de carro. Tal vez hay un Dios vengativo después de todo.
Un golpe en el otro lado de la portezuela del coche lo salvó a Philip de responder.
—¿Está usted bien, señor?
—Estamos bien, aunque la puerta está atascada.
—Atrás, entonces.
Philip se agachó junto a Helena mientras una fornida bota se estrelló atravesando la ventanilla del coche, enviando astillas de madera y cristal cayendo sobre ellos. Arrastró a Helene contra él, escudándola contra lo peor de la situación, dándole la protección de sus anchas espaldas.
La sombría cara del cochero bajó la mirada hacia él.
—¿La dama puede moverse?
Philip asintió y maniobró en torno a sí mismo hasta que pudo aferrar a Madame Delornay alrededor de su moldeada cintura. Con todas sus fuerzas, él la levantó hacia el cochero corpulento, quien la agarró por los brazos y tiró de ella a través de la estrecha abertura. Philip la impulsó desde abajo, ganando un vistazo de los volantes de su enagua por su trabajo, y la siguió.
El chofer fue más que su salvador. Dos de las ruedas habían estallado de sus llantas e hicieron caer en un ángulo extraño al cuerpo del carro. Philip levantó la mirada hacia las nuevas marcas de huellas donde el chofer había serpenteado y dejó escapar el aliento. Tuvieron suerte de haberse detenido donde lo hicieron. Por debajo de ellos había un arroyo cubierto de hielo y rocas dentadas.
—Pasamos por una pequeña posada cerca de media milla atrás del camino, señor. Usted y la señora pueden buscar refugio allí para pasar la noche.
—Gracias.
Philip se estremeció mientras seguía a Madame Delornay y al cochero hacia arriba de la orilla resbaladiza. Le temblaban las manos, ya sea por el frío o por el shock y no le importaba adivinarlo. La nieve en la parte superior del terraplén estaba pisoteada y embarrada, las huellas de los enormes caballos ya estaban cubriéndose con nieve fresca. El cochero titubeó junto a los caballos. Philip le hizo un gesto con la mano.
—Usted necesita ocuparse del ganado. Yo me encargo de la señora.
—Sí, señor. Gracias. Sólo tiene que seguir nuestros pasos por la colina, y estará seguro de encontrar la posada.
Philip lo observó saltar sobre el lomo de uno de los caballos y tomar las riendas del otro. Se volvió a su silenciosa compañera y le ofreció el brazo.
—¿Madame?
Ella metió su mano enguantada en el hueco de su brazo y mantuvo el ritmo con su paso lento. Él se dirigió hacia el lado menos embarrado del camino que discurría junto a un bosquecillo de árboles. Después de enfrentarse con el desastre, sus sentidos parecían más vivos, más conscientes, de todo lo que lo rodeaba. Bajó la vista a su rostro y vio que algo de color había vuelto a sus mejillas. Los copos de nieve flotaban por ráfagas fundiéndose en su piel.
—Parece que todos nuestros planes han salido mal.
Ella hizo una mueca. —Al menos no hemos muerto allí.
Le apretó la mano. —¿Tenías miedo de eso? Hubiera sido muy poco probable.
Su aliento se empañó delante de su rostro cuando se volvió a mirarlo. —He aprendido que las cosas menos probables ocurren todo el tiempo.
Estudió sus ojos azules, vio las sombras en ellos, y dejó de caminar. Tocó su temblorosa rosada boca con la punta de su dedo enguantado.
—¿Como ahora, quieres decir?
—¿Señor?
Ella levantó la barbilla para mirarlo, con expresión perpleja.
—Estamos atrapados juntos hasta la mañana, nadie sabe donde estamos como para poder venir y encontrarnos. ¿No te parece interesante?
Ella continuó mirándole y entonces sonrió. La belleza de eso hizo parpadear a Philip.
—No había pensado en eso. Por primera vez en mi vida, soy absolutamente libre.
Él deslizó su mano alrededor de su cuello y bajó su cara para encontrar la de ella. —¿Libre para compartir mi cama? ¿Libre para permitirme estar dentro de ti? —Incluso mientras su polla se expandía, su corazón parecía aminorarse a medida que ella lo consideraba.
—Oui.
—Eso es sí, ¿no? —preguntó él, su mente moviéndose demasiado lentamente para sus crecientes necesidades. —Dime que es sí.
Sus labios le respondieron, su boca suave y feroz contra la suya, su aliento fluyendo dentro de él. Él gimió y lamió la línea de sus labios, buscando aceptación, y volvió a gruñir cuando le dejó entrar en la calidez de la caverna de su boca. Ella le devolvió el beso, su lengua enredándose con la suya, hasta que él la jaló apretándola contra sí.
Con un gruñido, él abrió su abrigo y presionó toda la longitud del cuerpo de ella contra el suyo. Ella era mucho más baja que él, y su engrosada polla se frotaba contra el duro contorno de su vestido. Sin romper el beso, la levantó hasta que su eje se reunió con las suaves formas entre sus piernas.
Después de cinco meses de casi completo celibato en un velero, estaba demasiado listo para correrse. Su mano hizo un puño en su cabello, casi desprendiéndole el sombrero. Se presionó en contra de ella, deseando poder simplemente levantarle la falda y follársela allí mismo, en la nieve. Pero ella no era una puta del muelle, ella era una señora que él honraría.
Usando toda su resolución, Philip la bajó al suelo. Sus labios estaban hinchados, sus ojos azules suavizados por el deseo.
Él se aclaró la garganta. —Deberíamos ir hasta la posada.
Ella volvió a sonreír. —Sin duda sería más cómodo.
Le acarició un rizo rebelde del rostro. —Para ti, definitivamente. En este momento, no me importa nada más que no sea conseguir estar dentro de ti.
Su sonrisa vaciló y ella le tocó la mejilla. —Entonces tal vez deberíamos darnos prisa.
Mon Dieu, él era hermoso, sus castaños ojos llenos de lujuria, sus mejillas teñidas de rojo por el rubor de su deseo y el cruel azote del viento. Ella le deseaba, su energía, su fuerza vital, y su cuerpo. En su inquietante vida, había aprendido a saborear los fugaces momentos de placer y mantenerlos cerca. Después del horrible choque del accidente del carro, su noche juntos sería un recuerdo perfecto para llevar con ella a su nueva vida.
Helene lo tomó del brazo y, riendo, se deslizaron y se dirigieron abajo, hacia la posada ubicada en la curva de la carretera. El humo brotaba de las chimeneas, y el olor del fresco estiércol y de los caballos se levantaba para saludarlos, mientras caminaban pesadamente a través del patio empedrado.
Una ráfaga de aire caliente con aroma a cerveza les dio la bienvenida en la cantina. Helene se estremeció cuando Philip la arrastró más cerca contra su lado. Una delgada mujer, con cabello entrecano apareció en la puerta y se inclinó en una reverencia.
Philip se aclaró la garganta. —Buenas tardes, señora. Soy el señor Philip Ross. Necesito una habitación para mí y mi esposa. ¿Tiene algo disponible?
—Claro que sí, señor. Yo soy la señora Gannon. Escuché sobre el accidente de carro del cochero; qué cosas tan terribles suceden. ¿Están bien usted y la señora, señor?
Helene hizo un rápido asentimiento con la cabeza y una sonrisa en la dirección de la propietaria y luego bajó la vista nuevamente. En sus ropas raídas y botas remendadas, ella apenas podía ver la parte de la esposa de un caballero. Estaba segura que la señora Gannon se daría cuenta incluso si Philip no lo hacía.
—Les traeré una bandeja con algo de cenar enseguida. Eso es todo lo que necesitarán esta noche después de la conmoción que han tenido. —La señora Gannon continuaba hablando mientras comenzaba a subir por las escaleras. —Sólo pongan la ropa mojada en la puerta, y la tendré lista para ustedes en la mañana. Mi marido va a tratar de recuperar su equipaje del coche.
—Lo haremos. Gracias, señora Gannon.
Helene se encontró empujada con firmeza dentro de la habitación mientras Philips cerraba la puerta detrás de él. Momentos después, la llave giró en la cerradura, y él la tomó en sus brazos. Hizo llover besos por toda su cara y cuello mientras trataba de desatar el sombrero y le quitaba su capa. Sus dedos estaban congelados y torpes contra su piel caliente.
—Dios, te necesito. —Él la giró hasta que su espalda estaba en contra de la puerta. —Necesito estar de ti ahora mismo.
Ella no lo impidió, sus manos trabajaron por igual de afanosamente para quitarle el sombrero y la ropa. Antes de que pudiera comenzar con su chaleco, sus frías manos estaban debajo de sus pesadas faldas, y abriéndole los muslos, levantándola contra la puerta. Siguió besándola, incluso mientras ella trabajaba en los botones de sus pantalones. Ella nunca se había sentido así antes, este calor, esta desesperada necesidad de tener un hombre dentro de ella ahora mismo antes de que la fría realidad tomase el control. Sus dedos helados ahondaron entre sus pliegues, frotando y acariciando dentro de la repentinamente íntima humedad.
Segundos después, la corona de su polla apretaba contra su entrada, y jadeó ante la súbita presión. Aquí estaba la verdad, aquí estaba la gruesa evidencia física de su lujuria. ¿Sería diferente esta vez porque ella lo quería? Él se detuvo, sus manos rígidas en los muslos, respiraba entrecortadamente, sus caderas apenas moviéndose. Él apoyó la frente contra la de ella.
—Llévame al interior, por favor, toma todo de mí.
Helene deliberadamente relajó sus músculos y él se deslizó hacia el interior. Sus apasionados gemidos la hicieron humedecerse aún más. Él ahuecó sus nalgas y empujó duro, presionándola contra la implacable puerta con cada empuje hacia adelante. Se agarró a su musculoso culo con sus tacones y se abandonó a su ritmo, su goce, su necesidad de ella.
—Córrete conmigo.
Él cambió el ángulo de sus empujes, ejerciendo presión sobre su capullo más sensible, construyendo su deseo junto con el suyo. Ella se tensó y se aferró a él con un salvaje abandono que nunca se había permitido a sí misma sentir antes. Pero esta era su noche, su oportunidad robada para experimentar algo totalmente para ella, y tenía la intención de disfrutar de cada minuto de ella.
Su ritmo vaciló, entonces se hizo más rápido y más frenético hasta que ella ya no tuvo ningún control sobre sus movimientos, sólo podía sostenerse y experimentar la furia y el frenesí con él.
—Dios, me estoy corriendo.
Él comenzó a retirarse, pero ella lo abrazó más estrechamente. La fuerza de su propio clímax apretaba su polla llevándola más allá del sentido común, más allá de la razón y la cautela. Él logró retirarse, su semilla seguía drenando como una cálida y húmeda corriente hacia abajo sobre su vientre y muslos. Con un gemido, él hundió la cabeza en su hombro y apretó los dientes sobre su piel.
Helene cerró los ojos y disfrutó de la sensación de su peso desplomado sobre ella. Su corazón latía contra el suyo, el sonido tan audible como su respiración. Los botones de plata de su chaleco presionaban en su suave carne. Él lamió su cuello y retrocedió.
—Lo siento. Eso fue apenas una lamentable demostración de mis presuntas habilidades, ¿verdad? Voy a tratar de hacerlo mejor la próxima vez.
Él le liberó las nalgas y le permitió pararse deslizándola hasta el suelo. Sus piernas temblaban mientras ella trataba de enderezarse, y tuvo que agarrarse a él para mantener el equilibrio. Con una sonrisa, la levantó y la depositó en la silla más cercana al fuego. Ella le miraba fijamente mientras él se quitaba su chaleco y se sacaba su camisa sobre su cabeza. Su pecho estaba tan bronceado como su cara, sus pezones marrones eran visibles a través de la pequeña llovizna de oscuro vello.
Era delgado, sus músculos bien definidos y su estómago plano. Con una sonrisa, él tiró de sus botas y se quitó los pantalones y la ropa interior permaneciendo desnudo delante de ella. Una suave palpitación se asentó entre sus piernas mientras ella lo miraba. Un hombre tan guapo, su polla ya gruesa y llena para ella.
Sin apartar los ojos de él, se quitó la pañoleta de encaje de alrededor de sus hombros y la dejó caer al suelo. Con un gemido, él se acercó sobre una rodilla, su mirada fija en el bulto superior de sus pechos.
—Déjame ayudarte, madame, déjame verte.
Ella se estremeció mientras él quitaba las horquillas que sostenían su corpiño y falda juntos, sus dedos hábiles y seguros mientras trabajaba.
—Puedes llamarme Helene, si lo deseas.
Su lenta sonrisa fue íntima. —Y tú puedes llamarme Philips, siempre y cuando lo digas con esa encantadora manera francesa.
Ella se encogió de hombros, dejando que el corpiño de su vestido caiga. —Es la única manera que sé decirlo.
Sus manos se deslizaron alrededor de su cintura y la instó a seguir. Se puso de pie y le permitió desprenderse de sus empapadas faldas y enaguas, dejándola con las medias mojadas, el corsé, y una camisa de lino. Se sentó sobre los talones y la contempló.
—Eres hermosa, Helene.
Una parte de ella odiaba que él dijera eso, el inevitable comentario estaría seguido por la posesión de un hombre de su cuerpo. Cuando era más joven, había fantaseado con ser fea, preguntándose si su vida hubiera sido diferente. A medida que maduraba, se dio cuenta que su belleza era un arma más para ser usada a su discreción. Y, sin embargo, creía en Philips. Podía verlo en sus ojos y a través de la reverencia de su toque. —Levanta la pierna.
Él le tomó el talón y colocó el pie sobre el brazo de la silla, desplazando su camisa, dejándola abierta a su mirada. Para su sorpresa, él no respondió de inmediato metiendo algo dentro de ella, sino que continuó deslizando la húmeda media sucia hacia abajo por su pierna. Su concentración la excitaba, la hacía moverse en el asiento. La besó en la rodilla y luego en el tobillo mientras la media se unía a la creciente pila de ropa en el suelo.
Sin preguntar, él puso su pie izquierdo sobre el otro brazo de la silla y trabajó la media hacia debajo de su carne fría. Ella estudió su cabeza inclinada, el alto arco de sus pómulos y sus largas pestañas. Acarició su cabello atado y disfrutó de la sedosa sensación contra sus dedos. Él se estremeció y dejó que la media cayera al suelo, su boca descendió y besó su camino a lo largo de la línea de su muslo hasta su sexo.
—Hueles a mí, pero no lo suficiente. Nunca será suficiente. —Lamió su clítoris, la punta de su lengua tan directa como un dedo. —Antes del final de la noche, estarás cubierta con mi semen, mi olor, mi sudor, hasta que te olvides de todos los demás.
Incluso mientras su cuerpo se regocijaba con sus palabras posesivas, la mente de Helene las consideraba cuidadosamente. ¿Podría realmente ser capaz de hacerla olvidarse de sí misma? ¿Hacerla pensar sólo en él? Dios, esperaba eso. Sus encuentros sexuales en el pasado no tenían nada de qué enorgullecerse. Daría una vida entera para olvidarlos. Era una experiencia novedosa tener a un hombre que intentara complacerla en lugar de uno esperando que ella lo entretenga.
Su lengua se arremolinó alrededor de su clítoris, sumergiéndose en sus pliegues regordetes, y separando los hinchados labios de su sexo. Podía oler su especiado aroma mezclado con el suyo propio. Abierta a él de esta manera, sólo podía permitir su toque. Ella contuvo el aliento cuando sus dedos siguieron el camino de su boca, agregando presión, provocando, explorando hasta que ella se retorcía contra él, sus dedos enredándose en su largo cabello.
Él levantó la cabeza para sonreírla, el débil rastro de su barba brillaba con su humedad, sus labios hinchados.
—Estás muy silenciosa.
—Estoy demasiado ocupada disfrutando de mí misma para hablar. ¿Sin duda esto es un elogio a tu habilidad?
—Pero quiero oírte gritando y suplicando, ¿recuerdas? Una de las cosas que aprendí en la India es que la mayoría de los hombres no tienen idea de lo que esconde una mujer entre sus piernas. —Él la sonrió. —Aparte de lo obvio, por supuesto.
—Eso es realmente cierto.
Él se inclinó hacia adelante y curvó su lengua en torno a su clítoris. —Una de las mujeres indias que me instruyó en las artes sexuales me dijo que las mujeres no sólo tienen un sabor similar al de las ostras, sino que tienen una perla oculta entre sus pliegues regordetes, también.
Helene jadeó cuando trazó un círculo alrededor de su clítoris y luego lo golpeteó con la lengua.
—Una vez que entendí eso, fui mucho más capaz de complacer a una amante.
Encorvó su dedo hacia arriba y hacia delante y succionó su clítoris al mismo tiempo. Atrapada entre las dos presiones firmemente, se tambaleó al borde de un brusco clímax. Un gemido se escapó de ella mientras se estremecía de placer, apretando su cabeza para mantenerlo allí. Él luchó para liberarse y salió de ella sonriéndola.
—Y entonces ella me enseñó cómo hacer eso. Mucho mejor, pero voy a esperar para obtener más.
—¿Y tú gritarás también?
Su expresión se intensificó. —Tengo la intención. Es imposible volverte salvaje sin tomarme a mí allí también.
Ella le dirigió una sonrisa de superioridad, consciente de su pene presionando en el interior de sus muslos, dejando un rastro de líquido presemimal sobre su piel. Él frunció el ceño. —¿Qué?
—¿Nunca te has preguntado si alguna de las mujeres que llevas a la cama fingió experimentar el éxtasis?
Él se arrodilló y comenzó a desabrocharle el corsé. —Yo lo sabría.
Su tono confiado la divirtió. —No lo harías. —Sus dedos pasó sobre sus pechos llenos, burlando sus pezones mientras le quitaba el corsé y la camisa. —Vamos a ver eso. Quédate ahí.
Él reunió toda la ropa y se dirigió a la puerta, dándole una hermosa vista de sus delgadas nalgas y largas piernas. Helene se mantuvo en la silla, su cuerpo abierto a él, sus pezones ya apretados y anticipándose para su toque.
Cuando regresó, se sentó sobre sus rodillas frente a ella de nuevo y suspiró. —Parece que tengo mucho que demostrarte acerca de mis habilidades amatorias. ¿Todas las mujeres francesas son tan exigentes?
Ella se encontró sonriéndole. ¿Cuándo tener sexo alguna vez la había divertido? ¿Estas bromas joviales y amorosas burlas, eran... conexión? Él se arrodilló entre sus piernas, ahuecando sus pechos, y cuidadosamente tocaba sus pezones con el pulgar. Situada como estaba, justo en el borde de la silla, su velludo estómago se frotaba contra su húmedo sexo con cada respiración irregular que ella tomaba.
Él se inclinó acercándose a ella y dejó que sus labios rozasen su carne. Ella se puso tensa mientras giraba su pezón con la lengua y luego lo absorbía dentro de su boca. Helene cerró los ojos. Él tenía tanta delicadeza complaciéndola, estaba tan dispuesto a regocijarla. Ella dejó que su cuerpo se deslizase contra el de él mientras succionaba cada seno por turnos, tan húmeda y caliente ahora que le deseaba de nuevo.
Su polla se alargó y acomodó por sí misma entre sus muslos abiertos, la punta de su eje moviéndose entre los hinchados labios de coño, tirando su prepucio hacia abajo para exponer la gruesa, púrpura corona húmeda. Ella trató de levantar las caderas para engullir la corona, pero no lo consiguió.
Él levantó la cabeza, sus ojos castaños estrechados por la pasión. —Todavía no, Helene. No he terminado contigo.
Ella cogió el lazo negro y lo desató, dejando que su cabello se instalase alrededor de sus hombros. Un hombre tan hermoso. Tan inocente de muchas maneras. Los recuerdos de todos los rostros que habían llegado antes que él intentaron burlarse. Con toda su resolución, empujó esas imágenes atrás y se concentró en la textura del cabello de Philips y el tirón de su boca sobre su pecho.
Su mano se curvó sobre su cadera y luego hacia adentro para deslizarse entre sus calientes cuerpos. Ella se estremeció cuando él delicadamente acarició su clítoris en círculos con la punta de su dedo, haciéndola tensarse en su contra. Besó el espacio entre sus pechos y luego el tierno abultamiento de su vientre antes de enterrar su cara de nuevo entre sus piernas.
Ella ya estaba inflamada por sus atenciones, y su carne cedió instantáneamente a la presión de sus labios y dedos. El placer la atravesó, la hizo jadear y gritar su nombre, él se rió suavemente en contra de su sexo y la condujo aún más lejos a lo largo de un desconocido camino de regocijo. Su enfoque se redujo al juego de sus dedos, su boca y las exquisitas sensaciones desplegándose dentro de ella. Llegó a su clímax una vez más, desesperada ahora por sentirlo en su interior.
—Por favor, Philips, te deseo. —Ella casi no podía creer sus propias palabras. ¿Alguna vez le había rogado a un hombre que la follase, queriendo decir eso?
Cuando ella abrió los ojos, él sostenía su llorosa polla en una mano, su pulgar masajeando la gruesa carne de su eje. Guió a su polla entre sus piernas hasta que la corona estuvo dentro de ella y se detuvo. Helene se lamió los labios mientras él la observaba.
—Como has dicho, ¿cómo voy a saber si realmente te corres por mí cuando esté dentro de ti?
Ella bajó la mirada hacia su polla, silenciosamente urgiéndolo a seguir. Ella quiso llorar cuando se retiró hasta que apenas estuvo en su interior.
—¿Cómo voy a saberlo, Helene?
—¿Por qué voy a gritar tu nombre?
Su sonrisa era a la vez tierna y llena de anticipación sexual. —¿Pero tú podrías fingir hacer eso, no? —Él acarició su hinchado clítoris hasta que ella se estremeció. —¿Cómo, Helene?
Ella simplemente lo miró fijamente, su boca seca, su cuerpo ubicado en el borde de lo desconocido.
Su sonrisa desapareció y fue reemplazada por una impactante cruda mirada. —Porque en tu interior, te sentiré apretarme y soltarme la polla como un puño, haciendo casi imposible para mí salir a tiempo, cuando me corra.
Con un impulso rápido, él la llenó y ella le complació, culminando con una fuerza que la cegó para todo menos para su cuerpo y su respuesta a él. Él arqueó su espalda y se mordió con fuerza su labio inferior mientras ella convulsionaba a su alrededor, su eje una gruesa inquebrantable presencia en su interior.
—Todavía no estoy seguro de haber tenido ese derecho.
Helene cerró los ojos mientras sus dedos jugaban con sus pezones, transformándolos en apretados capullos sensibles. Ella tragó saliva.
—Confía en mí, lo sabes. Si experimento un poco más de placer, creo que moriré.
—¿No es así como los franceses lo llaman de todos modos? Le petit mort.
La besó suavemente y comenzó a mover sus caderas con superficiales empujes ascendentes que la hacían jadear. Se agarró a su musculoso antebrazo y clavó sus uñas profundamente cuando otra oleada de satisfacción se estrelló sobre ella.
Él se retiró, y su semen inundó su vientre y se juntó en la silla debajo de ella. La besó en la garganta y se sentó sobre los talones, respirando con dificultad.
—La próxima vez, quiero quedarme dentro de ti más tiempo. —Acariciaba su ahora flácida polla. —Maldición, me gustaría que hubiese una forma de obtener satisfacción sin tener que retirarme. —Su mirada era directa. —Quiero mi semilla en ti.
—No tienes que hacerlo. —Inquieta, Helene contó los días desde su último período mensual. —Tengo algo en mi equipaje que puede ayudar... si alguna vez llega.
Él se apartó de ella, su expresión precavida. —¿Tienes condones de piel de oveja?
—¿Eso no es lo que usan los hombres para protegerse contra las enfermedades? Yo tengo algo para que me proteja a mí.
A pesar de los nervios repentinos en el estómago, ella enfrentó su mirada. ¿Él se había dado cuenta de que ella no era lo que parecía? Ella odiaba el pensamiento de que él pudiera alejarse de ella disgustado. Tenía que haber algo que pudiera decir.
—Los hijos de mi marido de su primer matrimonio no querían diluir su herencia. Mi parte de viuda dependía de asegurarme de que eso no suceda.
Mon Dieu, otra mentira, pero ¿qué otra cosa podía decir? Su sentido de la felicidad y del bienestar la abandonaron.
Philips se puso en pie y se desperezó antes de mirar hacia ella. —Lo siento.
—¿Por qué? —Helene pasó los brazos alrededor de sus rodillas y se retiró más atrás en la silla, deseosa de evitar su mirada penetrante.
—Por hacer suposiciones acerca de tu carácter cuando apenas te conozco. Por traer al mundo exterior a nuestro refugio. —Se pasó la mano por el pelo. —Este es nuestro momento lejos de la realidad. La única vez que realmente podremos ser nosotros mismos, y tenía que arruinarlo.
Ella encontró su apasionada mirada, sorprendida de que él sintiera lo mismo que ella y que tuviera la capacidad de expresar su anhelo en palabras tan elocuentes.
—Nunca somos realmente libres.
Sus hombros cayeron. —Lo sé, pero quería que fuera diferente para nosotros esta noche.
Helene se levantó y se acercó a él. Su semilla pegada en sus muslos y su olor cubriéndola. Ella ya le debía mucho. Le acarició la espalda y rodeó su cintura con sus brazos.
—Si esto es un sueño fuera del tiempo, entonces nosotros hacemos las reglas, ¿oui?
—Supongo que sí.
Frotó su mejilla contra su piel caliente. —¿Entonces, tal vez simplemente debemos disfrutar del otro?
Él suspiró. —Me gustaría eso.
Ella se puso en puntas de pie para besar su deliciosa boca. —A mí también.
Él deslizó una mano dentro de sus cabellos y profundizó el beso hasta que su polla golpeaba contra su vientre de nuevo. Helene sintió una temblorosa respuesta en su sexo. Tener un joven amante tan vigoroso era una revelación. Él cerró sus dedos en su pelo.
—Vamos a la cama.