CAPÍTULO 08

—¿Qué quieres decir con que no pudiste encontrarla?

—Christian...

Helene suspiró al desenredar las cintas manchadas de sal de su sombrero y lo colocó sobre la mesa del vestíbulo. Judd la ayudó a quitarse el abrigo, chaqueta, y guantes, se inclinó respetuosamente y se retiró al sótano. Se volvió hacia la parte posterior de la casa y se dirigió a su oficina, Christian sobre sus talones. No había ni rastro de Lisette, una pequeña misericordia por la que Helene estaba profundamente agradecida.

Ni bien se sentó, Judd reapareció con una taza de chocolate caliente, que la colocó a su lado. Ella le sonrió. —Gracias, Judd.

—Usted es bienvenida, madame. La cocinera pidió que le diga que vaya a visitarla a la cocina tan pronto como haya terminado con su trabajo. Le preocupa que usted no haya estado comiendo correctamente.

Christian murmuró algo en voz baja mientras Judd, guiñándole un ojo a Helene, le acarició la mano. Helene tomó un sorbo de la bebida caliente y casi gimió por el deliciosamente dulce sabor. —¿Vas a decirme lo que pasó o no?

Helene miró a su hijo, que se paseaba por la alfombra, delante de su escritorio, sus manos cruzadas en la espalda.

—Marguerite y su nuevo marido aparentemente están viajando por Europa.

—¿Dónde exactamente?

—No tengo ni idea. No dejaron un itinerario detallado al personal del hotel.

Christian se sentó con un golpe seco. —Tal vez debería ir tras ellos yo mí mismo.

—Eres bienvenido a intentarlo. ¿Alguna vez conociste a Lord Justin Lockwood?

Frunció el ceño. —Creo que los vi juntos caminando en el recinto del convento un día, pero cuando le pregunté a Marguerite quién era el hombre, ella negó haber estado allí.

Helene acunó la taza de chocolate caliente en sus manos, disfrutando de la calidez que se filtraba por su piel fría.

—No es propio de Marguerite ser reservada.

Christian soltó un bufido. —¿Cómo lo sabes? Conoces tanto sobre ella como de mí o Lisette.

Helene dejó la taza. —Christian, estoy cansada. He estado viajando durante más de una semana. La última cosa que necesito es ser atacada en el momento en que atravieso la puerta.

—¿Qué vamos a hacer ahora?

Helene luchaba por ignorar tanto su rudeza como su negativa a reconocer lo mucho que ella había tratado de encontrar a Marguerite. Se levantó agotada, presionando la punta de sus dedos en el escritorio para contrarrestar el movimiento de vaivén de un barco inexistente, y se dirigió hacia la puerta.

—Tengo... amigos que, con un poco de tiempo, serían capaces de localizar a Marguerite si ella de verdad está en Europa.

—Amigos. —La expresión de Christian era escéptica. —No creo que el tipo de conocidos que tienes, mamá, fueran capaces de ayudarnos en absoluto.

Se detuvo junto a él. —Sólo porque tú encuentras divertido desacreditarme y menospreciarme, Christian, no asumas que los demás también lo hacen. Conozco a varios jefes de Estado y dirigentes de gobierno desde antes que tú tuvieras pelos en la cabeza.

Él arqueó las cejas. —Nunca me di cuenta que la prostitución pudiera ser una profesión tan exaltada. ¿Eres la querida del rey?

—No soy la querida de nadie más que de mí misma. —Con la mayor de las dificultades, se obligó a abrir las manos. —Buenas tardes. Tal vez te veré en la cena esta noche. —Él la miró, una perpleja mirada en sus ojos que no la tranquilizó. Era como si él quisiera que ella lo pelee, para demostrarle que él no le importaba en absoluto. A pesar de conocerlo poco, parecía que Christian era tan tenaz como ella cuando se trataba de perseguir sus objetivos. Dudaba que él estuviera dispuesto a salir de su casa hasta que no tuviera mejores noticias de su media hermana.

La desesperación la sacudió mientras tomaba las escaleras de vuelta a su apartamento. Le había dicho la verdad a Christian. Marguerite había dejado París y se dirigía hacia Italia con su nuevo esposo. Ninguna cantidad de oro o amenazas habían logrado obtener mejor información o aclarar algo. Marguerite se había ido, y no había nada que Helene pudiera hacer, salvo cobrarse unos pocos favores de algunos de sus clientes más influyentes, y entonces, sentarse y esperar.

En la intimidad de su apartamento, Helene se dejó caer en una mullida silla junto al fuego y se cubrió la cara con las manos. Por lo menos Marguerite no estaba sola. Al final de cuentas, la joven pareja había pagado sus facturas y se habían marchado con estilo. Marguerite no tendría que enfrentarse a los extremos que debió encarar Helene. Tal vez incluso fuera feliz a pesar de los inicios secretos de su matrimonio.

Helene se quedó mirando las llamas mientras se imaginaba el cabello oscuro de su hija mayor, sus delicados rasgos, y la pálida piel oliva. Marguerite significaba mucho para ella, una hermosa niña sana que la había salvado de los horrores de la Bastilla. Un atisbo de esperanza que había ayudado a Helene a sobrevivir.

Había sido difícil dejar a Marguerite al cuidado de los demás.

Helene había justificado su decisión diciéndose a sí misma que Marguerite estaría más segura en Francia que con ella. Los disturbios de los años transcurridos desde los nacimientos de sus hijos habían provocado que sacarlos del convento fuera casi imposible. Había lamentado la necesidad de esa elección todos los días desde entonces, y ahora se sentía aún más tonta. ¿Había alguna parte del mundo que fuera segura? Helene cerró los ojos y se permitió llorar.

Cuatro horas más tarde, estudió su reflejo en el gran espejo del público salón principal. Había optado por usar seda azul, uno de sus colores favoritos, con la esperanza de que pudieran disminuir las líneas de cansancio evidenciadas en su piel y las sombras bajo los ojos. Diamantes brillaban en sus orejas, alrededor de su cuello, y en los tacones de sus zapatos. Esta noche necesitaba lucir cada pulgada como la propietaria de un club exclusivo en lugar de la angustiada madre de una novia fugitiva.

—Helene, estás de vuelta. —Se volvió para encontrar a George inclinándose delante de ella. Su inspección fue minuciosa y terminó en su cara. —Te ves cansada.

Ella suspiró. —Acabo de pasar una hora tratando de crear la ilusión de que tengo veinticinco años otra vez, y tú lo arruinaste con una sola frase. —Ubicó su mano sobre su brazo y le permitió llevarla a la mesa del buffet. —He estado muy ocupada.

—Judd dijo que tuviste que ir a Francia.

—¿Judd te dijo eso?

—¿Por qué? ¿Tenía la intención de ser un secreto? —George hizo una pausa mientras le alcanzaba un vaso de vino blanco. —Seguimos siendo amigos, ¿no?

—Por supuesto que lo somos. —Ella le miró. —¿Él también te habló de mis huéspedes?

—No. Eso lo mantuvo para sí mismo. ¿Tienes huéspedes?

—Los gemelos llegaron, exigiendo que encuentre a su hermana.

—Ah, entonces ese es el motivo por el que fuiste a Francia. Para encontrar a Marguerite y reincorporar a los gemelos en la escuela. —Él le dio un apretón a sus dedos. —No es de extrañar que estés cansada. Eso debe haber sido toda una odisea.

—Peor de lo que piensas. Los gemelos aún están aquí, y Marguerite se ha fugado para casarse.

—Dios mío, —dijo George. —¿Sabes con quién se casó?

—Algún colega inglés, aparentemente.

—Bueno, entonces supongo que la dejabas seguir su camino. No hay necesidad de interferir si la chica ha conseguido por sí misma un título.

Helene dio un paso atrás de manera de poder mirar a George a la cara. La expresión de él era tranquila, y no estaba sonriendo.

—No estoy contenta con eso, George. De hecho, quería pedirte ayuda.

Él inclinó la cabeza, sus ojos instantáneamente se llenaron de preocupación. —Por supuesto. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Tú tienes contactos en todas las embajadas de Europa. Estaría muy agradecida si pudiera averiguar dónde exactamente Marguerite y su esposo, un tal Lord Justin Lockwood, por fin se establecieron.

—¿Crees que podrían permanecer en el extranjero?

—¿Tú no lo harías?

Su sonrisa era relajada. —Por supuesto. De hecho, yo probablemente no regresaría hasta tener a mi hijo y heredero en mis brazos para ablandar los corazones de mis padres.

Helene se estremeció. —No tengo ningún deseo de ser abuela todavía. Me gustaría saber que está segura y bien.

—¿Has decidido no correr tras ella, entonces?

Helene se encogió de hombros y puso su copa de vino sobre la mesa del buffet. —Si puedo averiguar exactamente donde piensa permanecer, voy a ir a hasta ella entonces.

—Una sabia decisión. Si ella siente que tú estás decidida a encontrarla, podría mantenerse en movimiento. Yo sin duda voy a hacer algunas preguntas discretas para ti en las diferentes embajadas.

—Gracias, George. —Ella le apretó el brazo. —Tú eres una de las muy pocas personas que saben que tengo hijos. Te agradezco tu ayuda.

Él le besó los dedos y luego su palma. —Es difícil creer que tengas la edad suficiente como para tener una hija en absoluto, y mucho menos dos.

—Desafortunadamente, me parece muy creíble en este momento. Te veré más tarde, George. Tengo que ir y relacionarme.

Ella liberó su mano y caminó hacia el salón principal decorado en tonos rojos y dorados, donde una retahíla de gente había comenzado a fluir a través de la puerta doble. Mientras caminaba, asentía con la cabeza a los que la saludaban y a algunos de los hombres más jóvenes que besaban sus dedos. Parecía que en su ausencia, todo había estado bien. Su personal estaba bien entrenado, y Judd supervisó todo a la perfección.

—Madame Helene.

Una voz familiar y una sonrisa aún más familiar la hizo detenerse. Un hombre salió de la presión de personas e hizo una reverencia. Su cabello dorado brillaba a la luz de las velas, su abrigo negro y ropa blanca tenían un corte impecable.

Helene le tendió la mano. —Gideon, ¿cómo estás?

—Muy bien y también lo está Antonia. —Miró alrededor de la rápidamente atestada habitación. —Ella está aquí en alguna parte. Le diré que venga a saludarte más tarde. —Le hizo señas a un alto caballero de pie junto a la puerta. —Hay alguien que me gustaría que conozcas. Mi padre me pidió si podía traerlo como mi invitado.

La hospitalaria sonrisa de Helene se congeló en sus labios cuando el hombre caminó hacia ella. El ruido y la vibración desaparecieron, dejándola en un aterrador vacío de pura emoción. Cuando sus miradas se encontraron, ella no estaba segura si estaba ofendida o aliviada por la falta total de reconocimiento en su mirada.

—Este es el Sr. Philip Ross. —Gideon sonrió. —Él hace poco heredó algún elegante nuevo título, pero para mí vergüenza, no puedo recordar exactamente cuál es.

Helene se humedeció los labios con la lengua. —Sr. Ross, es muy bienvenido.

—Madame.

Le tomó la mano fría, la envolvió dentro de la suya, y rozó sus labios sobre su piel con ceremoniosa, desganada corrección.

—¿Se quedará en Londres un tiempo largo, señor?

—Eso depende. Tengo algunos negocios que atender. No estoy seguro de cuánto tiempo llevará.

Con algo de suerte no mucho tiempo, oró Helene. Las Parcas estaban definitivamente conspirando en su contra. Gracias a Dios, los gemelos no estaban presentes. Ella frenéticamente chequeaba a la multitud. Podrían entrar a hurtadillas en el salón repleto, sin que ella se diera cuenta.

—¿Madame?

Se obligó a que su atención volviera a Philips Ross, notó por primera vez que él usaba los oscuros colores sombríos del duelo y que su rostro estaba huraño y serio. En contraste con la melena de su juventud, su cabello ahora lo llevaba atrozmente corto, acentuando los ángulos duros de sus pómulos. ¿Lo habría reconocido si Gideon no lo hubiera presentado por su nombre? Tenía poco o ningún parecido con el elegante hombre risueño que recordaba de dieciocho años antes.

Ella logró una sonrisa. —Le pido perdón, monsieur. ¿Le apetece un refresco?

—No, gracias.

Helene captó la divertida y especulativa mirada de Gideon. Él probablemente nunca la había visto tan distraída antes. Se obligó a formar otra sonrisa. —Fue un placer conocerlo, señor. Espero que disfruten de la noche.

Gideon, estaba desilusionado. —Pero, madame, le prometí a Philips que como mi invitado, usted le acompañaría a un recorrido personal por las instalaciones.

—¿Sí? —Helene lo miró entrecerrando los ojos. —Estoy segura que el Sr. Ross preferiría pasar su noche con usted.

—Por el contrario, señora. ¿Quién mejor para mostrarme los alrededores que la mujer que creó un establecimiento tan inusual?

Helene recorrió con la mirada tajantemente a Philip Ross, quien aparentaba estar sonriendo a pesar de la despectiva mordedura de sus palabras. Ella hizo una reverencia y levantó la barbilla.

—Me encantaría mostrarle el lugar, señor. Gideon tiene razón. Estoy extremadamente orgullosa de esta casa del placer.

Él puso la mano de ella sobre su manga y asintió con la cabeza hacia Gideon. —Gracias por la presentación. Tal vez te veré mañana en White´s.

Gideon se inclinó y le guiñó un ojo a Helene. —La presentación fue un placer. Madame Helene tiene un lugar muy especial en mis afectos.

—Ya lo creo.

No cabía duda del sarcasmo en la voz de Philips esta vez.

Gideon levantó las cejas. —Conocí a mi esposa aquí. Estoy seguro de que madame te contará todos los detalles.

—Estoy seguro que lo hará.

Gideon giró y se dirigió hacia la puerta, donde un hombre más joven lo estaba esperando. Helene escondió una sonrisa mientras Gideon le daba al joven un beso en los labios. Lanzó una rápida mirada hacia Philip.

—Esa es la esposa de Gideon. A veces le gusta vestirse como un hombre.

Philips ni siquiera parpadeó, en todo caso, su mirada se hizo aún más fría. —Y ellos se conocieron aquí. Qué... interesante.

—Sí, fue muy romántico.

—Voy a tomar su palabra sobre eso.

Helene lo llevó hacia el otro extremo del salón para que pudiera ver la habitación completa. A su derecha, un grupo de jóvenes mujeres y hombres estaban ocupados con un juego de cartas que exigía quitarse diversas prendas de su ropa. Gritos y risas se levantaban de la mesa mientras una de las mujeres lentamente se bajaba las medias y la lanzaba junto con su liga de seda sobre la pila cada vez mayor de la ropa.

—Estas son las habitaciones más públicas. Mis clientes pueden disfrutar de una serie de entretenimientos, participar de actos sexuales grupales, y divertirse sin tener que preocuparse.

—Puedo ver eso.

El tono de Philips era pobremente alentador, su rostro, aún menos.

Helene fingió una sonrisa. —¿Lo desaprueba, señor?

—Por supuesto que lo desapruebo. Tal comportamiento es poco apropiado en público, ¿verdad?

—Depende de cómo se defina “público”, señor. Este es un club privado. La gente paga para pertenecer al mismo y por los privilegios que se les ofrece.

—El privilegio de comportarse como tontos en celo.

Helene se encogió de hombros. —No hay nada de malo en eso, ¿verdad? A veces todos necesitamos ser imprudentes.

—Si usted insiste, madame.

La mirada mordaz que le dio provocó algo feroz y lento en su pecho. ¿Cómo se atrevía a pararse allí y juzgarla a ella y a sus clientes? Levantó la vista hacia él, un desafío en su mirada.

—Tal vez debería irse ahora, señor. Esto es sólo el comienzo de la insensatez. No me gustaría ocasionarle una conmoción.

Un músculo tembló en su mejilla. —Dudo que lo haga. Por favor, muéstrame más.

—Si usted insiste, monsieur.

Ella lo condujo de nuevo a través de los grandes salones públicos, asegurándose de que él obtuviera una buena vista de los malabaristas desnudos y de la exótica mujer de piel oscura que interpretaba la danza de los siete velos. Él no decía nada y su rostro no delataba ninguna emoción. ¿Qué le había pasado para convertirlo en una aburrida imagen de un hombre?

En el pasillo más allá de los dos salones, Helene se detuvo.

—Más allá de las zonas públicas se encuentran habitaciones más aisladas. —Hizo un gesto hacia la línea de puertas. —En esta planta, podemos contemplar las fantasías sexuales más populares.

—¿Cómo hace para decidir cuáles son?

Su tranquila pregunta la sorprendió, y ella alzó la vista y encontró la suya mirándola fijamente.

—Con los años, ciertas situaciones han sido solicitadas por nuestros clientes muchas veces. Guardo una lista de las favoritas. Cuando la gente deja de disfrutar de una situación en particular, simplemente cambio el tema y presento otro de nuestra lista.

—Qué eficiente.

—Esto es un negocio, señor.

¿Por qué estaba tan decidida a impresionarlo? No sólo se había olvidado de ella, sino que él estaba viendo a sus logros con un desprecio absoluto. ¿Qué había esperado encontrar aquí? ¿No le había dicho Gideon exactamente lo que ella proporcionaba? Bien, si ella no podía impresionarlo, se aseguraría de sorprenderlo directamente hasta sus conservadores, chapados a la antigua -sin duda eclesiásticos- dedos de los pies.

—¿Le gustaría entrar en una de las habitaciones?

Era un deliberado desafío, y esperó por su respuesta con una tranquila sonrisa.

—¿Por qué no?

—Tal vez le gustaría elegir en qué habitación entrar. Los temas están en las puertas.

Él la miró. —Prefiero que usted elija. Usted es la experta.

Al azar, Helene señaló a la tercera puerta de la izquierda. La placa en la puerta decía CIEGOS OSTENTOSOS. —Entraremos aquí, ¿de acuerdo?

Él la siguió dentro de la oscura habitación y se sentó a su lado. Ella enfocó su atención en el centro de la sala, donde un hombre desnudo aceitado estaba siendo atado en un escenario pintado de negro. Un angosto pañuelo blanco de seda cubría sus ojos. Cuando las manos del hombre habían sido aseguradas por encima de su cabeza y sus tobillos trabados en su lugar, un suspiro colectivo de aprobación femenina se hizo eco alrededor de la habitación.

Helene escondió una sonrisa cuando una de las mujeres del público se deslizó hacia delante y empezó a tocar al hombre. Pronto, un mar de mujeres lo rodearon, chupando y lamiendo su piel, besándolo en la boca, acariciando su erecta polla.

A su lado, Philip Ross se movió en su asiento. ¿El cuadro erótico lo excitaba o lo disgustaba? Helene no podía decirlo en la semioscuridad, todo lo que ella podía sentir era el calor y la tensión que irradiaba de él. Arriesgó una mirada a su perfil y vio que su mirada estaba fija en la escena, su boca una línea dura. Él se estremeció cuando una de las mujeres cayó de rodillas y tomó la polla del hombre dentro de su boca.

—Me niego a ver tal...

Se puso de pie y se movió a ciegas hacia la puerta. Helene lo siguió lo más tranquilamente que pudo. Lo encontró más adelante en el desierto pasillo, su espalda contra la pared, sus manos apretadas a los costados.

—¿Monsieur? ¿Se siente mal?

Levantó la cabeza para mirarla a los ojos, y ella experimentó un momento de completo terror.

—¿Cómo debería estar sintiéndome después de verme obligado a experimentar un comportamiento tan abrumador?

—No estoy muy segura de qué encontró tan abrumador, señor. Todo el mundo parecía estar disfrutando inmensamente.

—Con la excepción de ese pobre hombre, acosado por esas prostitutas.

Helene le permitió ver su sonrisa. —Ese “pobre hombre” ha estado esperando un mes por esta experiencia.

—¿Está usted tratando de decirme que quería ser utilizado de esta manera?

Ella se encogió de hombros. —Esta es una casa de placer, señor. Si esa es su idea de placer, entonces yo sólo puedo ofrecerle la oportunidad de disfrutarlo.

—Ah, entonces esas arpías son pagadas para fingir que disfrutan de él.

—No, en absoluto. Todo lo que se ofrece aquí es una opción. Nadie está obligado a hacer nada.

Él soltó un bufido. —No puedo creer que ninguna mujer respetable elegiría comportarse de esa manera.

Helene lo tomó del brazo y lo guió hasta el otro extremo del pasillo, donde había menos posibilidades de que sean escuchados.

Él se volvió para mirar a través de la estrecha ventana, sus hombros firmes y su espalda tiesa. Helene estudió su rígida imagen.

—Tal vez se sorprenda de lo que quiere una mujer respetable. Casi todas las mujeres en esa habitación son damas con títulos. —Ella lo miró desde debajo de sus pestañas. —Sólo puedo pedirle disculpas. Tal vez he elegido una habitación que su esposa hubiera preferido más que usted.

—Mi esposa nunca se rebajaría a tal conducta lasciva.

—¿Tal vez debería traerla aquí y ver si eso es cierto? Puede que se sorprenda.

Él dio la vuelta para enfrentarla más plenamente. —Mi esposa está muerta. Pero puedo asegurarle que una exhibición tan erótica la habría abrumado enormemente.

¡Pobrecito!. Esto tomó toda la voluntad de Helene para no decir las palabras en voz alta. Si la esposa de Philips de hecho había sido una dama, no era de extrañarse que él se viera tan reprimido e infeliz.

Ella respiró hondo. —Le pido disculpas de nuevo, señor. No debería haber mencionado a su esposa.

—¿Por qué no? Estoy seguro de que has estado pensando en ella todos estos años.

—¿Perdón?

Philips se encogió de hombros. —Tú sabes quién soy. No intentes mentirme.

—Por supuesto que sí, monsieur. —Helene hizo una pausa para ordenar sus defensas. —Pensé que usted se había olvidado de mí, y dudaba en recordarle de mi existencia.

Su sonrisa fue casi una mueca. —¿Cómo podría olvidarte? No has cambiado en absoluto.

Helene se tocó la cara. —Eso difícilmente sea cierto. Ya no tengo dieciocho años.

Su risa fue áspera. —Gracias a Dios por eso.

—No estoy muy segura de lo que quiere decir. Por cierto, estoy feliz de ya no tener dieciocho años. Tomo decisiones mucho más inteligentes de lo que lo hacía entonces. —Ella tragó saliva. —Lamento sinceramente mis comentarios acerca de su esposa. No tenía intención de causarle dolor.

—No tenías intención de causarme dolor.

Sus tendenciosas palabras flotaban en el aire entre ellos, haciéndola regresar a las noches que habían compartido, la sensación de su piel contra la de ella, su risa y los placeres de sus intercambios sexuales. ¿Le había hecho daño? Helene centró su atención en su sencilla corbata blanca para evitar mirarlo a la cara.

—¿Por qué está usted aquí, señor?

—Porque Lord Gideon Harcourt me trajo y porque me he preguntado a menudo si la infame Madame Helene, posiblemente, podrías ser tú.

—¿Tengo mala fama?

Hizo una reverencia. —Eres famosa por ser la mujer que puede tener cinco hombres por noche y todavía buscar otro para el desayuno. Una mujer que sólo tiene que mirar a un hombre para ponerle de rodillas y hacerle olvidar cualquier cosa menos a ella.

—Si eso fuera cierto, yo de hecho sería una mujer increíble. Pero he aprendido a nunca prestarle atención a los chismes. —Ella trató de reír. —Y ahora que me ha visto, ¿qué va a hacer?

Le levantó la barbilla con el dedo. —¿Seguramente eso depende de ti?

—No entiendo.

Él inclinó la cabeza hasta que su boca se reunió con la de ella y le delineó los labios con su lengua. Antes de que ella pudiera protestar, él la besó, apoyándola contra la pared mientras saqueaba su boca. Ella respondió desde algún profundo lugar dentro de ella mientras los recuerdos de su textura y sabor la inundaban, tomándola con la guardia baja y metiéndola en un mundo de pura sensación.

Ella aplanó sus manos contra los acanalados paneles de madera para impedirse tocarlo. No podía detener su reacción ante el beso, que era tan inmediata y caliente como la de él. Su cuerpo la acorralaba contra la pared desde las rodillas al cuello, su pene estaba duro contra su estómago.

Cuando él retrocedió, ella hubiera tropezado si él no la hubiera tomado del brazo y empujado contra la pared. Observó cómo él sacaba su pañuelo y deliberadamente se limpiaba la roja mancha que su color de labios había dejado en su boca.

—¿Me dijiste que no se le paga a nadie para participar de una actividad sexual en tu establecimiento?

Incapaz de hablar, Helene se limitó a asentir. Él guardó el pañuelo en su bolsillo.

—Entonces, tal vez tú puedas ubicarme en tu, sin duda ya llena, lista para esta noche.

Una ensordecedora sensación destruyó el sentido común de Helene. Ella se adelantó y le dio una dura bofetada en la mejilla.

—También te he dicho que todo el mundo aquí puede elegir si participar de actos sexuales o no. —Ella hizo una reverencia. —Buenas noches, señor Ross.

Él se encogió de hombros. —Avísame cuando cambies de opinión. Estoy seguro que te quedarás sin hombres pronto.

—Yo no dormiría contigo ni si fueras el último hombre sobre la tierra.

Sus cejas se levantaron. ¿Es eso un desafío? Tú deberías pensarlo mejor antes de arrojar el guante de esa manera.

—Buenas noches, señor Ross.

Helene recogió sus faldas y se alejó de él, dirigiéndose a las áreas privadas de la casa. Quería aguantar el cinismo y la aversión de su cara pero se negaba a darle esa satisfacción. ¿Cómo se atrevía a aparecer e insinuar que ella era de algún modo responsable de la forma en que él se había marchado? ¿Si alguien tenía una queja que hacer sobre los resultados de su noche juntos, seguramente era ella?

Mon Dieu, los gemelos... Ella se tocó sus labios con los dedos, recordó su beso posesivo, y se estremeció. A pesar de su irritación, si él la hubiera besado durante un poco más de tiempo, habría entrelazado sus brazos alrededor de su cuello y lo habría mantenido cerca. Eso habría sido un error enorme. Con los gemelos permaneciendo en la casa y la desaparición de Marguerite, ella estaba demasiado vulnerable para hacerle frente a Philip Ross en este momento. Con un poco de suerte él había visto lo que quería y ahora la dejaría en paz.