CAPÍTULO 01

Dover, enero 1801.

—Señor, si usted se acerca más a la señora, terminará adentro de su vestido, en lugar de limitarse a babear sobre ella. ¿Puedo sugerir que se aleje?

La mirada de Helene voló hacia el caballero que hablaba suavemente sentado frente a ella en el coche lleno de gente. Al menos, ella suponía que era un caballero. Su cara estaba oscurecida por el ala de su sombrero de tres picos, pero su arrastrado tono de voz y elegancia, a pesar de la ropa un poco sucia, proclamaba su condición de alta posición en la vida.

El cura gordo sentado a su lado se enderezó abruptamente y retiró la mano de su muslo. Su rostro regordete se ruborizó mientras luchaba para inclinarse hacia adelante.

—Soy un siervo de Dios, muchacho. ¿Cómo te atreves a implicar que estaba haciéndole algo inadecuado a la señora?

—Yo no estoy insinuando nada, señor. Estoy constatando un hecho. Aléjese de ella, o lo arrojaré por la ventana más cercana.

Helene se estremeció al contemplar el paisaje cubierto de nieve afuera del coche. Nadie en su sano juicio podría optar por estar fuera hoy. El cura haría mejor en mantener sus largas manos sobre sí mismo. Ella sonrió. Si el hombre no hubiera intervenido, ella había planeado usar la clavija de tres pulgadas de su sombrero de color rosa sobre los carnosos dedos del cura. Era un arma sorprendentemente efectiva.

Miró de reojo a su insólito salvador, captó el indicio de una sonrisa y asintió con la cabeza a cambio.

Merci, monsieur.

Se tocó el ala de su sombrero con un dedo enguantado.

—No tiene por qué, ma'am.

Su acento inglés sostenía un indicio de lugares extranjeros, de secretos por explorar, de misterio. Los otros pasajeros en el destartalado coche se perdieron en el fondo cuando Helene se centró en el hombre frente a ella. Estaba cómodamente sentado, un codo apoyado contra un lado del oscilante coche, la otra mano metida en el bolsillo de su abrigo.

A su lado, el cura carraspeaba ruidosamente su disgusto, pero sus manos se quedaron en su regazo, visiblemente dobladas alrededor de un desgastado libro de oraciones. Helene cerró los ojos mientras el cansancio se apoderaba de ella. Había estado viajando durante tres días y aún no había llegado a su destino y a la tentadora perspectiva de un nuevo futuro. Ella tocó el deslustrado relicario de plata en su garganta. Las imágenes de su familia, de Margarita y del pasado, amenazaban con apoderarse de ella. Tenía que tener éxito en Londres. Era la única manera de darle sentido a su vida.

El aire en el interior del coche era rancio y fétido, pero nadie se quejaba. Afuera, el viento aullaba a través de los campos estériles. La lluvia azotaba contra las ventanas, ocasionalmente rechinaba cuando caía en forma de granizo. Helene movió los pies fríos y golpeó contra algo duro. El caballero sentado frente a ella, tenía las piernas estiradas hasta que las puntas de sus botas estaban tocando sus pies. Estudió el cuero reluciente, preguntándose dónde estaba su ayuda de cámara, incapaz de creer que un hombre tan elegante limpiase sus propias botas.

Un grito ahogado del chofer y el toque de la bocina hizo sentarse a Helene. ¿Se debía a una parada, o el cochero había decidido no seguir adelante en condiciones tan horribles? Apretó los puños y sintió el tirón del viejo cuero de cabritilla sobre sus nudillos. Quería dejar el pasado detrás de ella y seguir adelante. Otro retraso repentinamente parecía insoportable.

El chofer redujo la velocidad y luego se detuvo. Una puerta se abrió bruscamente, y una ráfaga de aire helado se deslizó a través de la rancia atmósfera. El cochero se bajó el pañuelo envuelto alrededor de la mitad inferior de su cara. —Todos afuera, damas y caballeros. Tenemos que cambiar los caballos de nuevo. Tienen tiempo para un trago rápido y algo de comer antes de seguir... si seguimos.

Helene esperó hasta que los otros cinco pasajeros desembarcaran antes de deslizarse por el asiento y anclarse a sí misma contra el marco de la puerta, lista para saltar. Casi chirrió cuando una mano ahuecó su codo.

—Permítame, ma'am.

Ella miró directamente a la cara del joven que se había sentado frente a ella. Sus ojos eran de un pálido marrón avellana que casi igualaban el color bronceado de su piel. ¿Era realmente inglés o de un país totalmente diferente?

—Gracias, señor.

Ella agachó la cabeza para evitar tanto una ráfaga de nieve como la intensidad de su mirada. ¿Por qué estaba siendo tan servicial? ¿Qué quería? Helene se reprendió por su desconfianza al instante. A pesar de que tenía motivos para saber que la mayoría de los hombres eran hijos de puta, no debería juzgar a un extraño simplemente por querer ayudarla.

Él la sostuvo de la mano mientras se dirigían a la pequeña y pintoresca posada, sólo liberándola cuando entraron en el estrecho pasillo. Helene se alejó para colocarse la capucha de la capa y su sombrero, y arreglar sus cabellos, que estaban en completo desorden.

Era consciente de su compañero esperando detrás de ella, aparentemente inconsciente del parloteo de los pasajeros que se arremolinaban a su alrededor. Con extraña renuencia, se volvió hacia él. No había ningún lugar para ir, salvo de nuevo hacia la puerta principal o entrar con él a la ruidosa cantina más allá.

Él hizo una profunda reverencia, sombrero en mano. —¿Puedo ser tan atrevido como para presentarme? Soy Philip Ross. Reconocido oveja negra y segundo hijo de un insignificante barón, con limitaciones, pero con la tentadora esperanza de un título real algún día.

Se enderezó, con una sonrisa en los labios, como si quisiera que ella supiera que él bromeaba. Ella supuso que tenía unos veinte años, no mucho mayor que ella. Su cabello castaño oscuro estaba atado en su nuca con un lazo negro. Bajo su pesada capa, llevaba un grueso abrigo sencillo, pantalones negros, y un chaleco a juego.

Helene hizo una reverencia a cambio.

—Yo soy Madame Helene Delornay.

Su mirada recorrió su conservador vestido marrón.

—Delaney, ¿eh? ¿Su marido es irlandés?

—Mi marido ha muerto, señor, y, no, no era irlandés. Es Delornay. El nombre viene de la ciudad de Lorme en la provincia de Livernoi.

Él hizo una mueca.

—Por supuesto, usted es francesa. He estado fuera de Inglaterra durante tanto tiempo que mi oído para los acentos, evidentemente, ha desaparecido.

—No tiene importancia, señor. Ella le sonrió. Había practicado las mentiras tantas veces que llegaban con facilidad a sus labios. Para su sorpresa, él frunció el ceño.

—Sólo puedo pedir disculpas por su pérdida, también, ma'am, y expresar mi pesar por ser tan insensato como para recordarlo.

Ella se encogió de hombros mientras él hacía un gesto hacia la cantina llena y le ofrecía su brazo.

—Él murió hace más de un año. Estoy acostumbrada a estar sola.

Hizo una pausa para mirar hacia abajo a ella.

—Si se me permite el atrevimiento, parece un poco joven para haber estado casada y viuda.

Helene enjugó delicadamente su nariz con un pañuelo de encajes.

—Tengo dieciocho años. Mi esposo era mucho mayor que yo. Nos casamos hace menos de dos años.

—Aún así, usted no debe haber sido más que una niña.

Helene levantó las cejas.

—Yo tenía la edad suficiente, señor, para saber exactamente lo que estaba haciendo.

—Realmente. —Él le sostuvo la mirada, un escéptico cuestionamiento en sus ojos color avellana. —Estoy seguro de que tiene usted razón, ma'am.

Sacó una silla para ella y luego se sentó enfrente, sus manos cruzadas sobre la rústica mesa entre ellos, su oscura cabeza inclinada hacia ella. A pesar del bullicio a su alrededor, podía oír cada palabra que él decía con gran facilidad.

—Gracias por ayudarme en el coche.

Miró por encima del hombro al cura gordo, que se sentó solo a beber una jarra de cerveza en el rincón.

—Ese hombre debería estar avergonzado de sí mismo.

—¿Por qué?

—¡Porque él se aprovechó de usted!

Ella miró su cara enrojecida.

—Él simplemente actuó como la mayoría de los hombres cuando ven a una mujer que viaja sola.

—¿Está sugiriendo que esto le ha sucedido antes?

Helene sofocó una risa amarga. Él era, obviamente, un inocente que todavía creía en el honor y en el código de un caballero. ¿Por qué tenía que ser ella quien lo desengañe de sus nociones idealistas?

—Las mujeres que viajan solas, especialmente las viudas, son vistas como un blanco legítimo.

Él frunció el ceño.

—¿Debido a que son vulnerables sin un hombre?

Ella le sostuvo la mirada, demasiado cansada para llevarle la corriente durante más tiempo a su ignorancia.

—Debido a que como ya han tenido antes a un hombre entonces deben desear a otro en su cama.

Él parpadeó.

—Yo no había pensado en eso.

Helene bebió un sorbo de café tibio que una apurada criada colocó delante de ella.

—¿No es por eso por lo que decidió salir en defensa a mi causa en el coche? ¿No esperaba beneficiarse con mi eterna gratitud?

Su expresión cambió, se volvió tan frío como el clima exterior. Bajo su encanto, vislumbró la férrea voluntad del hombre que llegaría a ser.

—¿Usted cree que podría tomar ventaja con usted de esta manera?

Helene levantó las cejas.

—¿Por qué no?

Se puso de pie y se inclinó.

—Le pido perdón, ma'am. Me voy a retirar de su presencia sólo por si acaso me olvido de mí mismo y la obligo a ir a la cama antes de volver al coche.

Su ceremoniosa indignación podría haber sido divertida si Helene no hubiera estado tan cansada o tan segura de que él quería decir cada palabra. Ella tomó una lenta respiración. —Lo siento.

Él ya había dado media vuelta y no dejó de moverse, incluso después de su suave disculpa. Terminó su café, se estremeció ante el horrible sabor, y resolvió centrar sus pensamientos en Londres.

Helene vaciló el tiempo suficiente en la entrada del coche hasta que la puerta se cerró golpeándole el trasero y la empujó hacia adelante. Su solitario compañero de viaje no hizo ningún intento para ayudarla a recuperar el equilibrio cuando el coche se tambaleó en su camino. Ella se acomodó a sí misma y a sus pertenencias en el asiento frente a Philip Ross.

¿Dónde estaba todo el mundo? ¿Todos habían decidido que era demasiado peligroso continuar el camino hacia Londres y se quedaron en la posada?

Ella intentó una sonrisa a su silencioso acompañante.

—Parece que somos las únicas dos personas lo suficientemente desesperadas como para viajar con una tormenta de nieve para llegar a nuestro destino.

Él la miró, todo el buen humor había desaparecido de su rostro.

—¿Se supone que le responda?

Helene frunció el ceño.

—Si así lo desea.

Él miró a su alrededor.

—Pero estamos solos. ¿No tiene miedo que intentara forzarla o algo así?

Helene se enderezó.

—Sr. Ross, me disculpé por mis comentarios. Estaba cansada y quizás un poco cautelosa.

—¿Un poco?

Ella le sostuvo la mirada.

—Tal vez tenga una buena razón para ser cautelosa, monsieur, pero le he dado el beneficio de la duda.

Él se encogió de hombros, un fluido movimiento. —Tal vez tenga razón. He estado fuera de Inglaterra durante cinco años. He olvidado algunas de las nociones más extrañamente peculiares sobre las mujeres que viajan solas.

Su aspecto de estar hastiado del mundo, a pesar de su obvia juventud, hizo a Helene querer reírse. Ella sintió que se relajaba.

—Yo no conozco este país tampoco, monsieur. Esta es mi primera visita.

Él sonrió, sus dientes blancos contrastando con su piel bronceada.

—Entonces, ¿tal vez debemos perdonarnos y empezar de nuevo?

Ella le devolvió la sonrisa, agradecida por el indulto, contenta de haber encontrado a alguien a partir de quien pudiera tener un útil conocimiento.

—Me gustaría eso.

Su sonrisa murió y él se inclinó hacia delante, su expresión resuelta.

—¿Y si yo le dijera, con espíritu honesto y amigable, que usted tiene motivos para no fiarse de mí?

—¿Monsieur?

—Que como la mayoría de los hombres, la deseo, y que estaría encantado si su gratitud se expande a una noche en mi cama.

A pesar de su amplia experiencia con los hombres, Helene simplemente lo miró fijamente. Se humedeció los labios.

—Me gustaría darle las gracias por su honestidad y cortésmente declinar.

Él se reclinó hacia atrás, la escasa luz de la lámpara iluminó los perfectos ángulos de su rostro. —¿Usted no lo siente, entonces? ¿Esta atracción entre nosotros?

—En realidad no. La lujuria es usualmente un problema masculino, creo.

Él le tomó la mano y la apretó con fuerza.

Lujuria es quizá una palabra demasiado áspera. Prefiero llamarlo una atracción inmediata, un deseo de conocerla mejor, una...

—Una oportunidad de tener sexo conmigo.

Ella fue deliberadamente contundente, curiosa por ver cómo iba a reaccionar a su uso del lenguaje grosero. ¿Se retiraría? Para su sorpresa, parte de ella esperaba que no lo hiciera.

Él la miró, su pulgar masajeando la palma de su mano a través de su guante desgastado. —Usted es muy directa.

—He tenido que serlo.

Ella intentó retirar la mano, pero él la retuvo.

—Entonces, quizá, pueda ser igualmente franco. Te deseo. Deseo deslizar mis manos por tu glorioso cabello rubio y oírte gritar de placer mientras me corro profundamente dentro de ti. —Hizo una pausa para llevar su mano a los labios y besar sus dedos. —¿Estoy siendo demasiado honesto para ti ahora?

Helene se dio cuenta que estaba sacudiendo la cabeza. Su cuerpo se agitaba con sus palabras, las imágenes se implantaron en su mente con la claridad del cristal. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que había sentido la piel de un hombre joven contra la suya, un hombre sano, un hombre que la deseara?

—Valoro la honestidad, —susurró.

Él tiró de su muñeca, arrastrándola a través del estrecho espacio para sentarla a su lado.

—Yo también.

Le desabotonó el guante y besó la suave piel de la parte inferior de la muñeca. Se estremeció como su lengua dio golpecitos por encima de su vena. Nunca se había sentido así con un hombre antes, esta sensación de ilícito calor y emoción, el pensamiento de que ella podría tenerlo si quería, en lugar de simplemente ser tomada o vendida o forzada.

Él le quitó el guante, besó el camino alrededor de sus dedos, y jaló su pulgar dentro de su boca antes de soltarlo con un suave pop.

—Te deseo, pero nunca tomaría lo que no es ofrecido libremente.

—Entiendo. —Mon Dieu, ¿esta voz entrecortada era suya? Se aclaró la garganta. —Es lamentable, entonces, que los dos tengamos tanta prisa por llegar a la ciudad.

Él suspiró, su expresión repentinamente distante. —Ah, sí, Londres y mi futuro. Casi me había olvidado.

—¿No desea ir a Londres?

—No tengo otra opción. Mi deber para con mi familia lo exige. —Se encogió de hombros, el gesto tan elocuente como el de cualquier otro francés. —He sido traído todo el camino de regreso desde la India para salvar el nombre de la familia.

—Yo no tengo familia.

Él soltó un gruñido.

—Dichosa de ti.

Ella cruzó las manos sobre el regazo.

—Créame, no es fácil estar sola en el mundo. Usted debe estar agradecido de que su familia se preocupa por usted y lo quiere de vuelta.

—Ellos no se preocupan por mí. Soy la oveja negra oficial, me enviaron al extranjero para que hiciera algo de mí mismo cuando todo lo demás falló. —Levantó la vista, debe haber visto su expresión de asombro, y se rió. —Es una tradición en Inglaterra entre las clases altas.

—¿Obligar a sus hijos a cumplir con su deber?

—Obligar a sus hijos a obedecer y sacrificar todo por la gloria del nombre de la familia.

Su amargura la sorprendió, y le tocó la manga, ansiosa para cambiar de tema.

—Me voy a Londres para comenzar una nueva vida.

—Y yo voy a Londres para vivir la vida de mi hermano.

—No entiendo.

Él se retiró, ubicando un brazo a lo largo de la parte posterior del asiento. —Mi hermano mayor murió, y tengo que casarme en su lugar.

—¿Casarse con una mujer que ni siquiera ha visto antes?

—Oh no, la he visto. Creció con nuestra familia. —Su sonrisa era desagradable. —Mi padre es su tutor. Anne tiene una diminuta pequeña fortuna, ya ves, y la vaga esperanza de un título. Mi padre se resiste a perder su riqueza, ya que ha estado viviendo de los ingresos de sus posesiones durante años.

—Pobre chica.

Philip se puso tenso.

—¿Y qué sobre pobre de mí?

Helene estudió su rostro indignado.

—En verdad, lo siento por los dos, pero usted aún podría reclamar. Ella no tiene esa opción.

Suspiró.

—Supongo que tienes razón. He estado tan ocupado sintiendo lástima de mí mismo que he olvidado lo triste que debe estar.

—¿Ella ama a su hermano?

—¿William? Lo dudo. —Su sonrisa volvió a aparecer. —Si ella mostró alguna preferencia por alguno de los dos, probablemente era por mí.

Helene le palmeó la mano. —Entonces usted tiene la capacidad de complacerla y hacer que su matrimonio sea feliz.

Su rostro se deprimió.

—Pero no quiero estar contento y casarme con alguien que realmente no conozco. Quiero mucho más. —Le sostuvo la mirada. —Quiero conocer a alguien en un baile, enamorarme instantáneamente, y ser terriblemente rechazado de manera que deba deambular por toda Europa en busca de un nuevo amor.

—¿Mientras toma muestras de una sucesión de damas dispuestas a lo largo del camino, supongo?

Philip sonrió.

—Quizás eso sería parte de mi recuperación.

Helene se echó a reír y él, a regañadientes, la imitó. Ella no podía creer que estuviera bromeando con él, flirteando incluso. Dentro de los estrechos confines del coche, se sintió más libre de lo que nunca antes se había sentido. ¿Qué le habría hecho tener esa confianza en el futuro? ¿Soñar con cosas como el amor o la felicidad verdadera?

Su sonrisa se atenuó.

—Pero no voy a tener ninguna de esas cosas. Mi destino es inamovible, y no puedo escapar de él.

Helene dejó escapar el aliento. Tal vez ella no era la única cuya vida no seguiría un camino de felicidad. Al menos, su futuro estaba finalmente en sus propias manos, su destino era suyo para hacerlo.

—Lo siento, señor.

Le apretó la mano.

—No tanto como lo siento yo, créeme. —Se aclaró la garganta. —¿Y qué hay de ti? ¿Por qué viajas a Londres?

Helene lo consideró. ¿Cuánto debería revelar? Era obvio que la consideraba una señora, y ella estaba disfrutando demasiado de la experiencia como para destrozar sus ilusiones.

—Me voy a reunir con mis administradores para considerar mi futuro.

Una verdad a medias, pero lo suficiente, esperaba, como para contentarlo.

Él la fulminó con la mirada.

—No dejes que nadie te obligue a otro matrimonio.

—Puedo asegurarle que no sucederá.

—Bueno, pase lo que pase, asegúrate de que está bien provisto.

Helene luchó para ocultar una sonrisa.

—Ahora habla como mi abuelo.

Se inclinó hacia ella y le rozó el labio inferior con la punta de su dedo enguantado.

—Como he dicho, no me siento particularmente como un abuelo hacia ti.

Ella tragó saliva cuando su cálido aroma especiado llenó su nariz.

—Ya hemos acordado que nuestros asuntos en Londres nos impiden explorar cualquiera de nuestras fantasías.

Su pulgar frotó su labio.

—No recuerdo haber dicho eso. Me gustaría saber algunas de tus fantasías, especialmente si me incluyen a mí, desnudo en tu cama.

Ella lo visualizó allí, todo elástica elegancia y largos miembros enredados, y se preguntó si su piel estaba bronceada por todas partes.

Se inclinó hacia ella y le mordió la oreja.

—Aprendí mucho en la India.

—¿Sobre comercio y contrataciones?

Sus labios rozaron su mejilla.

—Sobre sexo, sobre cómo complacer a una mujer hasta que ella grite.

—¿Por el dolor?

Él se rió entre dientes, su aliento cálido cerca de su oído.

—No del todo. Más cerca del éxtasis, creo.

Helene ladeó la cabeza lejos de él para poder verle la cara.

—La mayoría de los hombres no son conocidos por ser amantes considerados.

—En Europa, tal vez. Pero en la India, es un requisito, y he estudiado duro para llegar a ser competente.

A pesar de su cinismo, su arrogancia era casi imposible de resistir. Su cuerpo se agitó ante el pensamiento de tenerle sobre ella, dentro de ella, poseyéndola.

Con un sobresalto, parpadeó y se alejó. ¿No tenía ningún sentido común en absoluto? ¿Abriéndose de piernas al primer hombre que mostraba interés? ¿Dónde estaba toda su recién descubierta dignidad y su promesa de no permitir volver a depender de la buena voluntad de un hombre nuevamente?

Se enderezó el sombrero y arriesgó una mirada a Philip. Sus ojos avellana tenían los párpados caídos, su erección era evidente, incluso a través de la gruesa tela de sus pantalones.

—Estoy segura de que su nueva esposa apreciará sus habilidades, señor.

—Estoy seguro de que tú las apreciarías más.

—¿Qué quiere decir? —Helene sintió el calor de sus mejillas. ¿Él se había dado cuenta de que ella no era lo que aparentaba?

Él la miró sorprendido por su tono glacial.

—Sólo que me parece que nos entenderíamos mucho mejor juntos en la cama. Mi futura esposa es virgen y es improbable que desee explorar el tipo de satisfacción sexual que ahora anhelo.

—Usted puede enseñarle todo lo que necesita saber.

Él le tomó la barbilla.

—Prefiero mucho más enseñarte a ti.

Helene cerró los ojos cuando él se inclinó más cerca, y su mundo bruscamente se volvió patas para arriba.