29. La última mentira
TARDÉ más de tres horas en llegar al pueblo situado en un terreno más elevado. Habría tardado menos en barca, pero no tenía una barca. No había una senda que condujera hasta allí, y caminé hacia el norte entre los árboles. A menudo tenía que ascender por la masa de terreno principal para bordear las lenguas de los pantanales que lamían las alturas y los torrentes que bajaban de éstas. Finalmente, divisé el humo que salía de las chimeneas de las casas y ascendía hacia los cielos.
El pueblo estaba situado alrededor de una ría que atravesaba las marismas e iba a desembocar al mar. Antes de la peste, debía de ser un puerto lleno de actividad, pero ahora no había barcos mercantes en el puerto, sólo un par de barcazas lo bastante grandes como para que dos o tres hombres pescaran en ellas. Había una iglesia pequeña y robusta, no más grande que una ermita, empequeñecida por una alta torre de techo plano con una almenara en lo alto para que un fuego guiara a los barcos que arribaban con mal tiempo. Muchas de las casas tenían las puertas y las ventanas cubiertas con tablas y lucían la temible cruz negra, pero salía humo de algunos hogares y, aquí y allí, se veía gente ocupada en sus tareas: remendar una red, ir a por agua o hacer la colada. Al descender desde el bosque, vi los montículos desnudos de tierra cruda que había en el otro extremo del pueblo, y los círculos ennegrecidos donde habían ardido las hogueras alrededor de las fosas comunes.
No había más de tres o cuatro parroquianos en la taberna del muelle. La mujer del posadero sirvió vigorosamente un cuenco humeante frente a uno de ellos. Levantó la vista y me miró con curiosidad cuando entré, pero no retrocedió al verme, como hace mucha gente. La mujer de un posadero que tiene una taberna en los muelles está acostumbrada a ver peores mutilaciones que la mía entre los marineros y los pescadores a quienes sirve.
—Sopa de pescado y pan. Es todo lo que tengo, y hay quien daría gracias por ello —proclamó, y lanzó una agria mirada al hombre al que acababa de servir.
—Seguid mi consejo y no pidáis pan. Lo hace con serrín. Es tan duro que estoy pensando en usarlo para herrar los caballos.
Era un hombre corpulento, con la espalda tan ancha como la de un oso, pero tuvo buen cuidado de cubrirse el rostro y esquivar rápidamente el bofetón que la mujer le propinó.
—¡Cuidado con lo que dices, William! Ya me gustaría verte a ti hacer un pan decente cuando todo lo que hay son unas cuantas raíces para moler.
—Vos no haríais buen pan ni con la mejor harina —metió baza otro cliente, pero éste no fue tan rápido en esquivar la certera colleja y sus amigos soltaron una carcajada mientras él, arrepentido, se frotaba la nuca. El mesero seguía sonriendo bobamente, pero la sonrisa se le borró de golpe y porrazo del rostro cuando la mujer del posadero se giró hacia él.
—¿Aún no has atendido a los puercos? Y no me refiero a éstos que tenemos aquí. Mueve el trasero, muchacho, o el maestro Alan no será el único al que le escueza el pescuezo.
Salió rápidamente por la puerta caminando hacia atrás, mientras los hombres reían de nuevo.
—¿Qué os trae por aquí desde la isla del ermitaño? Hay un buen trecho por tierra.
Miré a mi alrededor y, sentado en un banco en un rincón, divisé al hombre que nos había traído las anguilas.
—He oído que vuestra sopa de pescado bien vale la caminata —repuse, y la mujer del posadero sonrió aun sin querer.
—No habréis traído con vos a la niña del pelo blanco, ¿verdad?
Oí un murmullo de interés entre los demás hombres. Uno de ellos se escupió en los dedos. Estaba claro que el hombre de las anguilas les había hablado de ella. Respiré profundamente. No tenía ni idea de si aquello iba a funcionar. Si no funcionaba, aún podía empeorarnos las cosas, pero era la única esperanza que me quedaba.
—Es por ella por lo que he venido —dije, y los hombres se acercaron un poco más.
He contado muchas historias en mi vida para conseguir comida y techo, pero nunca antes había contado una para salvar la vida. La estancia quedó en silencio cuando acabé mi relato.
—Como veis, ha destruido muchos pueblos como el vuestro. Si no hacéis algo ahora, os destruirá también a vosotros. Las demás personas que me acompañan están todas afectadas por su embrujo, y yo soy un hombre anciano. Yo solo no puedo hacer nada, pero os puedo ayudar a ocuparos de ella.
Finalmente, el hombre de las anguilas habló.
—Camelot tiene razón en cuanto a la niña. Todos sabéis que no he pescado ni un triste pez desde que me echó el mal de ojo, y mi pequeño se cayó y se rompió la pierna en el mismo instante en que me miró. Con ese pelo, podría levantar una tormenta capaz de destruir todos los pueblos de la costa. Recuerdo que mi padre me contó que, hace cincuenta años, hubo una tempestad que arrasó pueblos enteros. No quedó ni un alma con vida. Casas, iglesias, campos, todo quedó sumergido bajo el mar. Esa bruja nos destruirá a todos si le damos la más mínima oportunidad. Tenemos que deshacernos de ella.
—Eso está muy bien —dijo la mujer del posadero— pero, si es tan poderosa como decís, ¿cómo vamos a hacerlo?
Todos los ojos se clavaron en mí con expectación.
Había tenido mucho tiempo para pensar aquello en la larga caminata y poder así responder si surgía la ocasión.
—Esta noche, cuando oscurezca, venid en barca a la franja de tierra. Me aseguraré de que mis compañeros estén dormidos, y también la niña. La agarráis, le cubrís la cabeza y la atáis, para que no pueda miraros. Pero debéis taparos los oídos antes de llegar allí. Puede invocar sonidos capaces de haceros enloquecer. Oigáis lo que oigáis, lobos, cisnes o una tempestad, no hagáis caso. No son más que sonidos, y no os pueden hacer daño, pero no os destapéis los oídos hasta que no le hayáis atado bien las manos. Usa las manos para controlar al emisario.
Todos asintieron.
—Usaremos cera para las orejas —dijo el hombre de las anguilas— pero ¿qué hacemos con ella cuando la tengamos?
Vacilé un instante. Me habría gustado decir: «Encerradla bajo llave y mantenedla alejada de nosotros hasta que me haya llevado a Rodrigo y los demás tan lejos que jamás pueda encontrarnos». Sabía, sin embargo, que eso no sería suficiente para protegernos de ella.
El herrero movió su recia espalda sobre el banco.
—A mí me parece que está bien claro: «No dejaréis vivir a la hechicera». No veo que tengamos otra alternativa. Debemos matarla. Es la única forma de levantarle el mal de ojo a Gunter y de evitar que nos haga ningún daño a los demás.
Se produjo un silencio mientras todos digerían aquellas palabras, pero ni siquiera la mujer del posadero protestó.
—Tendremos que hacerlo de forma que no pueda echarnos una maldición al morir —dijo el posadero.
Gunter asintió.
—Y sin que su espíritu pueda levantarse para buscar venganza.
—Primero hay que tener el pescado y, luego, ya discutiremos cómo cocinarlo —sentenció la mujer del posadero.
El posadero adoptó el tono resuelto de quien se siente en la obligación de tomar el mando.
—La traeremos bien atada y amordazada, y la encerraremos en la torre de la iglesia. La iglesia es terreno consagrado, y eso mantendrá a su espíritu a raya. Después celebraremos una reunión para decidir cómo darle muerte.
No quería saber cómo lo harían. Creía que, si lo sabía, los nervios me traicionarían. Me puse en pie.
—Así pues, ¿vendréis esta noche?
Se miraron entre sí y, uno por uno, asintieron. Gunter dijo:
—¿Vos os ocuparéis de que vuestros compañeros no interfieran en nuestra tarea? Los hombres que viajan con vos parecen duchos con el garrote, y yo ya tengo bastantes problemas sin que nadie me abra la cabeza.
—Prenderé una luz a los pies de la cruz que hay en el extremo cuando podáis acercaros con seguridad. Os doy mi palabra.
—Esperaremos a ver la luz, pues.
No fue fácil utilizar el jarabe de amapolas por segunda vez. Sabía que debían verme comer, así que no podía arriesgarme a verterlo directamente en el potaje del caldero, lo que habría resultado sencillo en la oscuridad. Tenía que ponerlo en los cuencos, en todos excepto el mío, pero era Adela quien solía servir la olla. Sin embargo, un pellizco subrepticio en el muslo de Carwyn le provocó el lloro e hizo que Adela se apresurara a consolarlo y agradeciera mi ofrecimiento de servir la olla. Les tendí sus cuencos a Osmond y a Rodrigo, que empezaron a comer inmediatamente, con un hambre voraz después de estar todo el día de caza. No obstante, cuando Narigorm se dirigía con su cuenco hacia su lugar habitual, pareció que tropezaba y el contenido de su recipiente se desparramó por el suelo.
—No importa, os serviré más —dije, con tanta calma como pude.
Ella sonrió dulcemente.
—Oh, no, Camelot, descansad. Yo misma me serviré.
No podía hacer nada. ¿Acaso sabía que la noche anterior la había drogado? Era lo bastante lista como para haberlo intuido.
Adela tardó un buen rato en calmar a Carwyn y, cuando regresó a comer, el cuenco que le había puesto enfrente ya estaba frío. Antes de que pudiera evitarlo, lo vertió en la olla humeante, revolvió el contenido y se sirvió otro cuenco. No importa, me dije, mientras Rodrigo y Osmond durmieran, ya me encargaría de Adela. Además, tal vez hubiera ingerido lo suficiente, ya que parecía igualmente adormilada, lo que era más de lo que se podía decir de Narigorm.
A Osmond y Rodrigo no tardó en entrarles sueño, y Osmond se alegró de que yo me encargara del primer turno de vigilancia. De hecho, apenas si pudo mantener los ojos abiertos el tiempo suficiente como para murmurar que ya le parecía bien. Uno a uno, fui viendo cómo se acurrucaban, hasta que sólo Narigorm se mantenía despierta. Estaba sentada al otro lado del fuego, de espaldas a los pantanales, con los ojos claros destellantes a la luz de la hoguera y el pelo convertido en una maraña de llamas que oscilaban al viento.
Con tanta naturalidad como me fue posible, fui hasta la cruz y encendí una luz debajo de ella. La cruz quedó iluminada bajo el cielo oscuro. El frío era intenso, y el viento cobraba fuerza. ¿Tenía razón Gunter? ¿Era capaz Narigorm de provocar una tempestad con tan sólo sacudir la cabellera? Yo los había animado a creer que así era. Rezaba para que no fuera una de esas mentiras que, al final, resulta ser cierta. Crucé el brazo de tierra para volver hasta la hoguera.
Narigorm observaba atentamente mis movimientos.
—¿Por qué habéis encendido una linterna allí? ¿Acaso creéis que la cruz os va a proteger del lobo?
Asentí con la cabeza. No confiaba en nada de lo que pudiera decir. Aguzaba los oídos para captar el sonido de los remos por encima del zumbido del viento. Las llamas del fuego se movían en todas direcciones dentro del hoyo. Moví una de las piedras para que el fuego quedara algo más resguardado.
—Anoche me pusisteis algo en la comida para hacerme dormir.
No respondí.
—Pensáis que, si yo duermo, el lobo no vendrá. Pero sabéis que esta noche no faltará, ¿verdad? —había un deje de placer en su voz—. Por eso habéis hecho dormir a los demás. Creéis que, si duermen, no oirán al lobo. Pero lo escucharán. Cygnus oía a los cisnes en sueños. Es peor cuando uno oye al lobo en sueños, porque tiene que enfrentarse a él a solas. En los sueños, el lobo puede hacer cualquier cosa.
—¿Por qué haces esto, Narigorm?
—Porque puedo.
La luna permanecía oculta, y las estrellas estaban cubiertas por densas nubes. Daba la impresión de que la tenue luz que se reflejaba en la cruz no alcanzaba más allá de un palmo en la oscuridad. ¿Alcanzarían a verla los aldeanos?
—Siempre hablas de Morrigan. Es una diosa antigua, una diosa cruel. ¿Haces esto para servirla?
Quería hacerla hablar, mantenerla ocupada, pero no me escuchaba.
Había sacado las runas de la bolsa y las había esparcido en el suelo. Vi que ponía algo más en el centro: unos cuantos cabellos de pelo áspero. Los reconocí por el ribete blanco con que estaban atados. Era el pelo que yo solía vender como la barba de santa Librada. Le había regalado una muestra a la novia el día de la boda de los lisiados. El estómago se me encogió. Sabía lo que estaba haciendo Narigorm: quería usar algo que me perteneciera, pero ¿por qué había elegido eso precisamente? Era imposible que supiera lo que significaba para mí. Recé para que no lo supiera.
Giró una de las runas.
—Othel al revés. Othel es el hogar. Os acordáis de vuestro hogar hace años, pero, al revés, significa que ahora estáis solo, y solo seguiréis.
¿Significaba aquello que no vendrían? Intenté no pensar más en la gente del pueblo. Tenía miedo de que, si pensaba en ellos, de algún modo Narigorm los viera en las runas.
—Ahora les preguntaré de qué tenéis miedo —cogió una segunda runa—. No es la runa del lobo. No tenéis miedo del lobo. Es hagall, el granizo. Amenaza y destrucción. Un combate. —Levantó la vista y me miró—. Eso es, ¿verdad? Un combate. Y ahora, ¿cuál es la mentira?
Habría deseado que no siguiera. Sabía que, si le dispersaba las runas, acabaría con aquello por esa noche, pero eso no sería el final. Habría más noches. Sólo si dejaba que siguiera con aquello, tenía alguna oportunidad de ponerle punto y final.
—Beorc invertida, el abedul. La madre, pero al revés. Vuestra familia está muerta, ¿no es cierto? No... no, no es ésa la mentira.
Clavó en mí la mirada, con los ojos desorbitados por la sorpresa. Después, echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír. Cogió el diminuto mechón de pelos de barba, desató el ribete y levantó la mano al viento con ellos encima mientras, con la otra mano, cubría las runas.
Levantó la cabeza y cerró los ojos.
—Hagall, Morrigan. Hagall, hagall, hagall.
Oí gritos de mujeres y niños; ruidos de espadas que entrechocaban; gritos e insultos. Y, sobre todo aquel estruendo, oí a mis propios hijos que gritaban, que me imploraban ayuda. Miré en todas direcciones, buscándolos. La noche era demasiado oscura para que pudiera ver nada. Arrojé una rama al fuego y la saqué rápidamente. El viento apagó la llama de inmediato. El viento rugía con fuerza, pero, por encima del ruido, oía los gritos de mis hijos desde más allá de la cruz. Me llamaban incesantemente, sollozando de miedo y desesperación. Estaban en las marismas; corrían un grave peligro y necesitaban mi ayuda. Eché a correr hasta más allá de la cruz y llegué hasta el borde de la franja de terreno firme en que nos encontrábamos. Divisé sus siluetas oscuras en las marismas, con los brazos extendidos hacia mí. Se estaban ahogando ante mis propios ojos. Podía ir hasta ellos y agarrarlos del brazo, de la mano, de cualquier sitio. Empecé a deslizarme por el borde de la isla y a resbalar y deslizarme hacia las marismas. Hundí el pie en las aguas frías, oscuras y aceitosas. Sentí que me estaba cayendo. Intenté agarrarme a una mata de hierbas para no caer, pero las manos me resbalaban. Me hundía.