21. Las piedras derechas

A media mañana, cuando recogíamos para levantar el campamento, seguía sin salir humo por la chimenea de la curandera. Yo estaba cada vez más preocupado, pero los demás estaban demasiado turbados por la pelea entre Rodrigo y Zophiel para pensar en eso.

Mientras todos cumplíamos con nuestras tareas, la tensión entre Zophiel y Rodrigo era palpable. Osmond los vigilaba ansiosamente por si los ánimos volvían a encenderse y tenía que acudir prestamente a separarlos. Era como vigilar a un par de perros que se gruñen, sabiendo que es sólo cuestión de tiempo que se abalancen el uno sobre el otro en una brutal pelea. Cygnus, por su parte, estaba tan hundido en la tristeza y la humillación que apenas si parecía apercibirse de lo que sucedía a su alrededor. Se había sacudido de encima la mano de Rodrigo cuando éste había intentado ayudarle a levantarse, había agarrado la manta y se había alejado para vestirse solo. Seco, pero sin que los dientes dejaran de castañetearle, volvió al lugar en que estábamos acampados. No miraba a nadie. Cuando Adela intentó darle de beber un poco de caldo caliente para ayudarlo a entrar en calor, Cygnus apartó el cuenco y, sin decir palabra, se fue a preparar a Janto para amarrarla al carro. Ni siquiera las caricias de Janto con el hocico consiguieron arrancarle una respuesta.

Mientras recogíamos, yo no dejaba de mirar hacia la casa de la curandera. Me había prometido no volver jamás a aquel lugar, pero sabía que no podía partir sin averiguar si algo marchaba mal. Una vez más, me sentía culpable. Si hubiera sido yo, en lugar de Zophiel, quien le hubiera llevado la carne asada y el vino el día anterior, éste no habría tenido ocasión de amenazarla. ¿Era posible que hubiera ido más allá de las amenazas? Quizás la había empujado, como había empujado a Cygnus, y estaba herida en el suelo, o algo aún peor.

En los tiempos que corrían era una locura acercarse a una casa en la que no ardía un fuego en el hogar. Me daba cuenta y, aun así, trepé por la senda hasta la casa de la curandera. Al llegar a la valla, la llamé, pero no recibí respuesta. El jardín estaba igual que el día anterior, y las gallinas seguían cloqueando y rezongando entre las hierbas. Subí cautelosamente por el camino. Los peculiares frutos que colgaban del serbal junto a la puerta se mecían pesadamente, cubiertos de escarcha; los diminutos cuerpos lanzaban destellos mientras giraban lentamente movidos por la débil brisa.

Al llegar a la casa, seguía sin obtener respuesta a mis llamadas. Descorrí la pesada cortina de cuero y la sostuve en alto para que la tenue luz invernal iluminara el oscuro interior. Las rocas de la colina sobresalían dentro de la estancia y formaban repisas y baldas naturales que estaban repletas de botes de vidrio y tarros de arcilla. De las vigas del techo colgaban racimos de hierbas secas. El caldero negro de hierro que había suspendido en el centro de la estancia estaba vacío, y el fuego de debajo estaba tan consumido que apenas si desprendía un hilo de humo. Tan sólo algunas vetas rojas como la sangre que se dibujaban sobre las cenizas como venas diminutas atestiguaban que, debajo, las ascuas aún ardían. Los muebles de la estancia eran sencillos: un arcón de madera para guardar ropa, dos escabeles y una cama estrecha a pocas pulgadas del suelo de tierra batida. La cama la ocupaba un gato gris larguirucho que estaba acurrucado en el centro y me observaba impasible con grandes ojos verdes.

—Bueno, ¿dónde esta tu ama?

El gato pestañeó y se lamió la pata.

Volví a salir y busqué en el jardín. Miré detrás de los arbustos, por si la curandera estaba inconsciente en algún lugar, pero no había rastro de ella. Quizás Zophiel la había asustado tanto que había salido huyendo. Oteé el barranco y la colina que había más allá, pero no se veía a nadie. La cascada rugía al chocar contra las rocas y caer en el estanque de aguas oscuras que había debajo. Si se había caído allí y la había arrastrado la corriente, era imposible que pudiera verla bajo la espuma.

Di media vuelta para marcharme y sólo me detuve a dejar junto a la puerta un botellín del vino de Zophiel, que no sabía que yo fuera a obsequiarlo; creí que era lo menos que podía hacer.

Ya había cerrado la puerta de la valla y bajaba por el sendero cuando oí detrás de mí una voz que me llamaba:

—Si es vino lo que habéis dejado junto a la puerta, os doy las gracias.

Me volví. La puerta de la valla estaba abierta y la curandera la agarraba con una mano, aunque no sabría decir si la había abierto desde dentro o desde fuera.

Volví a subir unos cuantos pasos hasta acercarme a ella lo suficiente como para hablar sin tener que gritar, pero no tanto como para que pudiera tocarme la cara.

—He venido a disculparme por Zophiel, el hombre que vino la otra noche, y a aseguraros que, os dijera lo que os dijera, no permitiremos que cumpla sus amenazas.

—Vuestro amigo es un hombre aterrorizado, y tiene motivos para ello, a juzgar por los aullidos que he oído esta noche. Me da pena. Por eso le entregué lo que quería, y no porque me amenazara.

—Así pues, oísteis al lobo.

—Lo oí. Vuestro amigo no ha conseguido matarlo.

Aquello no era una pregunta, sino una afirmación. ¿Qué tan fino sería su oído?

—No mordió el anzuelo. Pero ya nos vamos, y creo que el lobo nos seguirá, así que no debéis temerlo.

—Yo temo a los curas y a quienes piensan que la mejor forma de adorar a Jesucristo misericordioso es con hogueras y potros de tortura, pero no a ese lobo. Sé que no seré yo su presa.

Miré hacia el campamento. Vi que Cygnus colocaba a Janto entre las varas del carro.

—Ahora debo irme, pero muchas gracias por vuestra ayuda. Tanto la mujer como el niño han empezado a mejorar.

—Me alegro.

Di la vuelta y no había avanzado más de un par de pasos cuando volví a mirar atrás. La curandera seguía de pie con la mano apoyada en la puerta, como si estuviera esperando que yo dijera algo más.

—Disculpadme, pero siento curiosidad. ¿Dónde estabais ahora mismo? No os he visto en ninguna parte. ¿Habéis oído que os llamaba?

La mujer sonrió.

—Os he oído, estaba allí.

Me pasó ante los ojos la visión del pelo gris y los ojos verdes y, sin poder contenerme, balbuceé:

—¿El gato?

Soltó una carcajada.

—¿También vos creéis que soy una bruja? No, el gato no, la cascada. El agua es transparente, aunque a veces es más útil para ocultarse que una puerta maciza. Hay una cueva detrás. Hace mucho que la descubrí y mi madre la descubrió antes que yo. Si la gente mirara bien la vería, pero nadie lo hace. Si uno quiere ocultarse, a menudo el mejor lugar es a plena vista, aunque creo que eso vos ya lo sabéis.

Ese día el viaje fue más tenso de lo habitual. El suelo estaba duro y helado, lo que hacía más fácil el trabajo de Janto y la marcha más veloz, pero, a pesar del sol invernal, una nube tempestuosa se había instalado sobre nuestra comitiva. Adela no dejaba de parlotear alborozada, pero no tenía ningún efecto. A Zophiel, su labio hinchado y visiblemente dolorido le recordaba constantemente la humillación, y no era persona que supiera llevar la humillación en silencio. Sólo Narigorm se libraba de las provocaciones de Zophiel, que se había mostrado muy cauto con ella desde la noche que, en la cripta de la capilla, la niña había mencionado a los lobos que vigilan los caminos de los muertos, pero la poca disposición de Zophiel a atacarla no se hacía extensiva al resto de nosotros. Descargó su cólera con Rodrigo, después con Cygnus y, finalmente, con Adela, y los aguijoneó tantas veces como pudo, hasta que Osmond estuvo a punto de ponerle el ojo a juego con el labio. Rodrigo, ignorando a Zophiel, intentó desesperadamente entablar conversación con Cygnus, pero éste, al limitarse a responder con monosílabos, hizo evidente que quería que lo dejaran en paz.

Para colmo, el sendero empezó a bordear un viejo bosque. Por mucho que el sol reluciera en la escarcha acumulada sobre las ramas oscuras y desnudas de los árboles, el bosque nos inquietaba. No había maleza ni hojas en los árboles, pero los gruesos troncos y la maraña de zarzas impedían que pudiéramos ver mucho más allá hacia el interior del bosque. Después del miedo que habíamos pasado la noche anterior, todos estábamos muy nerviosos. Cualquier cosa podría seguirnos entre las sombras, deslizándose sigilosamente entre los árboles. Y no sólo nos preocupaban las bestias: también hay depredadores humanos. Una banda de salteadores podía esconderse fácilmente tras una curva, y cualquier graznido de ave podía ser la señal.

Según iba avanzando la tarde sin que alcanzáramos el final del bosque, apresuramos el paso, sin siquiera detenernos para comer, hasta que llegamos a una bifurcación. La vereda principal continuaba discurriendo entre los árboles, pero el otro sendero, más estrecho y abrupto, parecía alejarse del bosque hacia campo abierto nuevamente. Ninguno de nosotros quería pasar la noche cerca del bosque, así que, siguiendo el sentido común, dirigimos a Janto hacia el sendero más áspero.

El sol estaba bajo y el frío estremecedor de la noche empezaba a notarse. Aparte de la línea de árboles que teníamos a la espalda, lo único que se divisaba en cualquier dirección era un anillo distante de piedras derechas, que se recortaban oscuras contra la vasta extensión de cielo rosáceo. Era un lugar yermo e inhóspito. Me estremecí al pensar en la clase de dioses que antaño debían de haber sido adorados allí.

Pronto quedó claro que aquel sendero conducía hasta las piedras y a ningún otro lugar. Después de tanto esfuerzo, habíamos seguido un camino sin salida, pero era ya demasiado tarde para dar media vuelta antes de que anocheciera, así que seguimos tirando del carro hacia el anillo de piedras.

Las piedras dispuestas en círculo tenían la altura de un hombre y eran doce. Había una roca más alta, como una antigua reina guerrera, erigida fuera del círculo y, entre ésta y el círculo, había varias piedras más pequeñas tendidas en el suelo como si estuvieran postradas ante la reina. Aun de cerca, era un lugar inquietante, aunque no dejaba de ofrecer una cierta comodidad, ya que aquellas piedras se habían mantenido en pie durante siglos de tormentas, invasiones y catástrofes, y habían sobrevivido inalteradas e impasibles.

A los pies de la roca reina encontramos un pilón de piedra profundo y curvado, como la concha de una ostra, pero lo bastante grande como para que cupiera un hombre sentado dentro. Estaba colocado de forma que la lluvia que caía sobre la roca se deslizara por su superficie y goteara dentro del pilón que había debajo. La superficie de la piedra del pilón estaba verde por el limo, pero una vez rota la delgada capa de hielo, el agua que había debajo era limpia y clara. Por lo menos teníamos agua para dar de beber a Janto y cocinar.

El sol descendía rápidamente y, casi antes de que desapareciera, asomaron las primeras estrellas, que añadieron al viento un punto más de gelidez. Acabamos de preparar la cena. Zophiel había vuelto a poner el señuelo envenenado, esta vez a cierta distancia de donde habíamos acampado, pero no creo que nadie más en nuestro grupo pensara que iba a funcionar. Quizás ni siquiera él lo creía. Era un amuleto, un talismán, para mantener alejado el desastre cuando uno es incapaz de evitarlo. A pesar de lo que decía, Zophiel necesitaba mantener viva la esperanza tanto como el resto de nosotros. Cuando el cielo oscureció, empezó a ir de un lado a otro impacientemente y a mirar entre las piedras en todas direcciones, aunque sin salir de su círculo de protección.

—¿No quieres comer nada, Narigorm? —Adela la llamó por encima del hombro mientras me servía un trozo de cordero en el cuenco con un cucharón.

Narigorm estaba agazapada a la sombra de una de las piedras. Estaba encorvada hacia delante y observaba algo que había en el suelo enfrente de ella a la luz de la hoguera. El pecho se me encogió con un dolor impreciso al ver que extendía las manos sobre el suelo de una forma que ya me era familiar.

—Narigorm, ¿no has oído a Adela? Ven a comer ahora mismo.

Adela se dio la vuelta, sorprendida por la dureza de mi tono de voz, pero Narigorm ni se inmutó.

—No me había dado cuenta —dijo Adela con inquietud—. Es mejor no molestarla cuando está leyendo las runas, Camelot. Podría... traer mala suerte. Le guardaré la cena.

Las piedras antiguas parecían más altas e imponentes en la oscuridad. Formas extrañas bailaban sobre ellas a la luz de las llamas, como si estuviéramos rodeados de un nutrido grupo personas situadas más allá de donde alcanzaba nuestra vista y sólo pudiéramos entrever sus sombras.

Cogí un cuenco de cordero y fui hasta donde estaba Narigorm. Me coloqué a propósito entre ella y el fuego para taparle la luz. Le tendí el cuenco con la esperanza de que el vapor caliente y denso que desprendía la hiciera percatarse de que tenía hambre.

—Por favor, Narigorm —le dije en voz baja—, ¿por qué no dejas eso y vienes a comer? Esta noche no leas las runas. Sé buena chica. No las leas aquí.

—¿Qué mal puede hacer? —dijo Osmond—. Tal vez logre decirnos cómo acabar con ese lobo. Si al menos supiéramos por qué nos sigue, me sentiría algo mejor.

¿Qué mal puede hacer? Yo no le había contado, ni a Osmond ni a nadie del grupo, lo que Narigorm había leído en las runas el día en que había nacido Carwyn y Jofre había muerto. Había procurado convencerme de que las palabras de Narigorm no significaban nada. Todos estábamos preocupados por Adela y el bebé aquella noche. Ella sólo había expresado en voz alta lo que todos temíamos en privado. La muerte de Jofre había sido una coincidencia, nada más. Es posible entender cualquier cosa en la predicción de una adivina, cuyas palabras son deliberadamente vagas para que resulten siempre ciertas. Quizás tampoco había leído la muerte de Pleasance en las runas. Puede que la hubiera seguido y hubiera visto cómo se ahorcaba. No hay nada de mágico en eso o, por lo menos, eso me decía yo.

Narigorm cogió una runa y la sostuvo en alto a la luz de la hoguera. El símbolo que había en ella parecía un cazo de lado.

—Peorth invertido.

Osmond examinó el símbolo y, después, retiró inmediatamente la vista.

—¿Tiene eso algo que ver con el lobo?

—Peorth representa un secreto que alguien no ha revelado.

Osmond se rió, incómodo.

—Todos tenemos algún secreto. A ver, que piense... Cuando era niño estaba locamente enamorado de la sirvienta de mi madre, pero era demasiado tímido para decírselo. Ahí tienes. ¿Es ése el secreto?

Narigorm meneó la cabeza.

—Cuando peorth está al revés, representa un secreto oscuro, un secreto que está a punto de revelarse.

Oí un fuerte suspiro en algún lugar detrás de mí. Después, Osmond dijo quedamente:

—Camelot tiene razón. Ahora deberías ir a comer.

Pero Narigorm levantó una segunda runa que tenía grabadas dos formas en «V» entrelazadas y opuestas.

—Jara. La época de la cosecha. La época de madurar. —A la luz del fuego, el pelo blanco de Narigorm se ondulaba con llamas rojas y anaranjadas. Levantó la vista y miró hacia Osmond—. Cuando jara está junto a peorth, significa que pronto alguien recibirá el castigo por su oscuro secreto.

Una expresión de pánico absoluto recorrió el rostro de Osmond, que miró hacia Adela. Ésta le miraba también con los ojos fuera de la órbitas, tenía el cucharón levantado y su contenido se derramaba sobre la hierba.

—¡Basta ya, Narigorm! —le ordené bruscamente.

Quería decir algo más, pero Zophiel me interrumpió desde la penumbra. Su voz sonaba curiosamente tensa, casi suplicante.

—Las runas sólo dicen lo que podría suceder. Tenemos la facultad de cambiar lo que pase al final. Las runas nos advierten de lo que sucederá si no hacemos nada por evitarlo.

Narigorm levantó la cabeza y clavó la mirada en él. La luz de las llamas se retorcía sobre el rostro lívido de la niña, como víboras que se contorsionaran sobre su piel. Después, sin contestar, tomó una tercera runa y la sostuvo en alto. Ésta parecía una cruz.

—Nyd —dijo—. Es la runa del destino. Significa que no hay nada que podamos hacer para cambiar las otras dos. El destino escrito en ellas no se puede cambiar. El oscuro secreto se revelará y recibirá su castigo.

En el silencio que se produjo a continuación, todos permanecimos inmóviles. Los únicos sonidos que se oían eran el crepitar de fuego y el agudo zumbido del viento al pasar entre las rocas.

Finalmente, fue Rodrigo quien rompió el silencio.

—¿A quién atañen todas esas advertencias, Narigorm? ¿Lo sabes?

Alargó la mano, recogió algo más del suelo y lo sostuvo a la luz de la hoguera. Esta vez no era una runa, sino una bolita de mármol negro.

—A quien se le cayera esto.

Nos miramos el uno al otro, perplejos, y de pronto Adela soltó:

—Zophiel, ¿no es ésa la bola que usabais para el truco del cáliz de Cristo...?

La voz de Adela se desvaneció sin acabar la pregunta. Zophiel estaba de pie apoyado contra una de las piedras, con los ojos desorbitados de horror. Aun a la débil luz de la hoguera, se veía que estaba temblando violentamente. Se tapó la cara con las manos y, muy despacio, como un hombre a quien acabaran de apuñalar, resbaló por la roca hasta quedar en cuclillas en el suelo.

—Tenéis que ayudarme... Tenéis que detenerlo... No podéis dejar que me mate.

Nadie se movió. Estábamos todos demasiado atónitos. Ya habíamos visto a Zophiel asustado antes, pero en esos momentos se mostraba colérico y empezaba a bramar órdenes. Verle reducido a un trémulo desecho era mucho más horripilante. Fui hasta él y le puse la mano sobre el hombro. Se estremeció, pero no hizo ademán de sacudírsela.

—Zophiel —dije del modo más amable que pude—, ¿de quién estáis hablando? ¿Quién quiere mataros?

—El lobo —susurró.

—Venga ya, Zophiel, esos aullidos noche tras noche nos están atormentando a todos. Ya sé que no es normal que un lobo nos siga de esa forma, pero son tiempos extraños. Hombres y bestias pasan hambre por igual. Si pensáis en lo que le sucedió a Jofre, él estaba solo y, además, lo más probable es que lo asesinara una jauría de perros que le arrojaron adrede. Mientras nos mantengamos juntos, un lobo solitario no nos atacará.

Zophiel dejó escapar un gemido, sin descubrirse la cara.

—¿Acaso ya os ha atacado antes un lobo? ¿Es por eso por lo que siempre...?

Negó con la cabeza, pero no levantó la vista para mirarme.

De pronto, me asaltó una idea:

—Zophiel, cuando estábamos en aquella cueva, la primera noche que oímos los aullidos, vos dijisteis que si el lobo era animal, el fuego lo espantaría, pero que si era humano, el fuego sólo lo atraería. ¿Es eso lo que creéis que nos acecha, alguna especie de lobo humano?

Se estremeció una vez más.

—Zophiel —le dije con impaciencia—, si sabéis lo que es esa criatura, mejor que nos lo digáis. Debemos saber a qué nos enfrentamos.

Se oyó un siseo cuando Osmond introdujo un palo al rojo en una taza. Avanzó hasta donde estaba Zophiel acuclillado.

—Vino caliente —dijo, no sin cierta incomodidad, y extendió la taza hacia Zophiel, con una expresión de bochorno y lástima en el rostro.

Zophiel tomó la taza, pero las manos le temblaban tanto que, al final, tuve que ayudarle a sostenerla. Hizo un gesto de dolor cuando el vino caliente le rozó el corte del labio, pero bebió ávidamente el contenido de la taza.

Le devolví la taza vacía a Osmond, quien observaba aquella figura temblorosa acurrucada contra la roca.

—Camelot tiene razón. Debéis contárnoslo. Tenemos que estar preparados.

Zophiel se llevó la mano al labio hinchado y clavó la vista en el suelo. Finalmente, asintió.

—Un cuento de lobos —dijo con una risa convulsiva—. Ya hemos escuchado el de Camelot y el de Pleasance, y ahora queréis oír el mío. ¿Por qué no? Si las runas están en lo cierto, pronto os enteraréis. Al menos, si os lo cuento yo, conoceréis la verdad, y no las mentiras que otros puedan contar de mí.

Permaneció en silencio un largo rato y, después, empezó a hablar, con voz trémula al principio, aunque gradualmente fue recobrando el control que lo caracterizaba.

—Érase una vez un niño de familia pobre, ¿no es así como comenzaba vuestra historia, Cygnus? Era uno de cinco hermanos, pero aquel niño era distinto de sus hermanos. Aprendía con rapidez y era inteligente. Era además piadoso, y sus hermanos lo odiaban por eso. Lo acosaban y se burlaban de él, pero lo único que conseguían era que se volviera más devoto. El cura del pueblo animó a sus padres a que el niño tomara órdenes menores a la temprana edad de siete años, para así poder asistir a una escuela de caridad para niños. La educación que allí recibió fue sólida y dura. Le educaron a conciencia, y le pegaron a conciencia también, sin dejar que olvidara nunca que estaba allí por caridad. Pero la disciplina fortalece la voluntad y purifica el alma. El niño ascendió a acólito y aprendió que era apto para servir a Dios, en la ingenua creencia de que Dios vería la honradez que había en su corazón y lo recompensaría por su fiel servicio.

»Tomó órdenes mayores en calidad de subdiácono, y acabó ascendiendo a sacerdote, pero no es fácil para un joven sin protectores ricos conseguir una prebenda. Sirvió a párrocos que eran necios analfabetos cuyo conocimiento del latín era tan pobre que farfullaban la misa de memoria sin saber lo que decían, se pasaban meses sin oficiar y dejaban al joven sacerdote el cuidado de las almas.

»Finalmente, el joven consiguió un beneficio eclesiástico en la ciudad de Lincoln. Pero, aunque es una ciudad grande y rica, su parroquia no lo era. Estaba en el barrio más pobre. No había gremios poderosos que dotaran a la iglesia de capillas y cálices de plata, ni que arreglaran las goteras del techo. La iglesia no estaba en la ruta de los peregrinos hacia los santuarios de san Hugo o del pequeño san Hugo en la gran catedral. Estaba al pie de la colina, junto a los muelles apestosos. Sólo los más pobres acudían a aquella iglesia: ratas del puerto, borrachos, prostitutas y simples marineros. Los mercaderes ricos y los capitanes de los mercantes rendían culto en las iglesias más prestigiosas.

»Aun así, el sacerdote trabajaba mucho e iba cada día a la catedral para dejarse ver, con la esperanza de conseguir una mejor posición. Erradicaba incesantemente el pecado allí donde topaba con él, y atendía a los pobres malolientes en su lecho de muerte, y reprendía a borrachos y prostitutas, sin pensar en su propia salud. En aquella época nuestro joven sacerdote aún tenía fe, fe en que, si cumplía fervorosamente con su obligación, Dios y el obispo le recompensarían con una parroquia en la que la gente apreciara sus conocimientos y su talento.

Zophiel se sobresaltó, como si hubiera oído algo, y escudriñó la oscuridad. Apretó la espalda contra el duro granito de la roca y se cubrió con su sombra como si fuera una manta, como si pudiera desaparecer dentro de ella igual que desaparecían las bolas en sus trucos de prestidigitación. Pero, por oscuro que sea el lugar en que se oculte un hombre, la más débil luz resalta el blanco de sus ojos, tal y como nosotros los veíamos en aquellos momentos, dilatados por el terror y brillantes como dientes deslucidos a la luz de la luna.

Osmond fue a buscarle otra taza de vino, y Zophiel dio un gran trago antes de retomar la historia.

—Entonces, un día se obró un milagro. Estábamos a mediados de invierno, había caído una fuerte nevada, y los barcos tenían que abrirse paso a través del hielo para llegar a los muelles. El sacerdote estaba celebrando el oficio de tercia. Había un puñado de personas en la iglesia, sobre todo ancianos y mendigos que habían entrado para resguardarse del frío, aunque no hiciera mucho más calor en la iglesia que en la calle. De repente, la puerta se abrió de golpe y entró una mujer dando tumbos, con un niño pequeño, inerte y silencioso en los brazos. Estaba jugando en el hielo, el hielo se había roto y él había caído dentro. Su madre había conseguido pescarlo y lo había sacado del agua, pero era demasiado tarde: el niño estaba muerto. La mujer le imploró al sacerdote que rezara por él. No había nada que hacer, pero la madre estaba tan angustiada que el sacerdote cogió el niño y lo llevó hacia la sacristía. Con las prisas, el sacerdote tropezó y cayó encima del niño. El golpe de la caída, o el peso del sacerdote, debió de expulsar el agua de los pulmones del niño, porque, cuando el sacerdote se agachó para recogerlo, el niño tosió y empezó a respirar. Llevó al niño de vuelta a la iglesia y la madre no cabía en sí del gozo al ver a su hijo nuevamente con vida. Nadie había visto caerse al sacerdote y, antes de que tuviera ocasión de explicar lo que había pasado, la gente ya hablaba de cómo el sacerdote había rezado por el niño muerto y le había devuelto la vida.

»La nueva del milagro se extendió y la gente empezó a acudir en multitud en busca del sacerdote para que los ayudara. Primero, los pobres, y después, los ricos, que dejaban dinero y buenos regalos para la iglesia. Enviaban a por él para que acudiera a sus hogares a imponerles las manos a los enfermos y le recompensaban generosamente, llenos de gratitud.

—¿El sacerdote curó a más personas? —lo interrumpió Adela.

Zophiel rió amargamente.

—Los milagros son como los crímenes: después del primero, cada uno es más fácil que el anterior porque, con el éxito, la persona que obra los milagros adquiere mayor seguridad en sí misma. Pero no basta con curar a los enfermos y resucitar a los muertos. La gente quiere espectáculo. Quieren gestos grandilocuentes, del mismo modo que, en la misa, el pueblo ignorante necesita autos y representaciones para apreciar el poder y la gloria de Dios. Si les ofreces una plegaria silenciosa y una sencilla imposición de manos, creen que no ha sucedido nada importante. Así pues, hay que darles sudor y sangre. Hay que posar las manos sobre la cabeza de un hombre, forcejear y gruñir, sacar una piedra y decirle que ésa era la causa de sus sufrimientos; gritar a voz en grito una tormenta de palabras, hacerles ver lo difícil que resulta y, después, levantar un pedazo de cartílago sangriento y decir: «Esto es lo que os he extirpado del vientre».

Rodrigo sacudió la cabeza con disgusto.

—Llamasteis embaucador a Camelot por vender reliquias a la gente, y ahora nos contáis esto.

—Yo no les vendía falsos huesos de santos ni les decía que depositaran su fe en mentiras. ¿No comprendéis? Yo los curaba realmente. Sólo les mostraba las piedras para que apreciaran lo que hacía por ellos, pero eran mis manos las que los sanaban. Tenía el poder de curar a las personas. Dios obraba a través de mí. Me lo mostró cuando resucité a aquel niño muerto. Me había elegido porque mi alma era pura, porque yo me había esforzado porque así fuera. —Zophiel tomó aire para intentar recuperar el control de sí mismo.

—Y así pues, ¿qué fue lo que salió mal? —pregunté en tono tranquilo.

—Una muchacha. Una pequeña y estúpida furcia y su madre. Era la hija menor de unos padres ricos, una muchacha de unos catorce años. Era una niña consentida y mimada. No comía y cuando, con paciencia, la convencían de que comiera, se provocaba el vómito. Pasaba días enteros tendida, sin levantarse, sin hablar y mirando al techo. También sufría ataques y convulsiones, no con mucha frecuencia, pero la suficiente para que sus padres temieran por sus perspectivas de contraer matrimonio. Los médicos no encontraban el modo de ayudarla, así que me llamaron a mí, como muchas personas me llamaban en aquella época. Posé mis manos sobre la joven y declaré que estaba curada. Sin embargo, esa misma noche sufrió otra convulsión, peor que las anteriores.

»Como se negaba a aceptar que estaba curada, sabía que estaba persistiendo en algún pecado grave. La reconocí en privado y, por fin, confesó que se tocaba en sus partes y se excitaba. Le ordené que dejara de hacerlo, pero, aunque ella juraba que lo había dejado, yo sabía que no era así, porque la enfermedad no la abandonaba. Después de aquello, empecé a verla a solas cada día para oírla en confesión. Le imponía penitencias, pero la enfermedad persistía. La desnudé y la azoté con una vara para ayudarla a expulsar de sí la lujuria. Pero estaba tan hundida en la depravación que su disipada lujuria me alcanzó a mí también. Empecé a soñar con su cuerpo desnudo. Cuando intentaba decir misa, se inmiscuía en mis oraciones. Sabía que estaba intentando hechizarme. La azotaba cada vez con más fuerza, y me flagelaba a mí mismo más fuerte todavía. Me flagelaba hasta sangrar. Castigaba mi carne de todas las formas imaginables: ayunando, negándome el sueño, llevando un cilicio que se me clavaba en la carne. Pero nada lograba vencerla.

»Como la enfermedad persistía, empezó a correr el rumor en la ciudad de que había perdido mis poderes de curación. Otros clérigos, celosos de mis milagros, decían que había perdido mis facultades debido a algún pecado grave. Y entonces vino a mi iglesia la madre de la muchacha. Me acometió acusándome de yacer con su hija, me dijo que su hija se lo había contado y me amenazó con revelárselo a su marido.

La mano de Zophiel, con los nudillos blancos que resplandecían a la luz de la luna, surgió de la oscuridad de su capa y, en la penumbra, vi el brillo plateado de la hoja del cuchillo que sostenía.

—Juro por la sagrada sangre de Dios que no tuve conocimiento carnal de la joven. Por mucho que me tentó, me mantuve fiel a mis votos. Me había mantenido casto. Sin embargo, aquel día, mientras la madre me gritaba en mi propia iglesia, supe que Dios me había abandonado y que no podría defenderme de aquellas mentiras. Sabía lo que iba a pasar. Tendría que sufrir la humillación de ser arrestado y, aunque podía exigir que me juzgaran en un tribunal eclesiástico, la acusación de violar a la hija menor de un hombre rico y poderoso no sería tratada a la ligera. Era mi palabra contra la de la joven, y la pena sería severa. Me maldije por haber estado a solas con ella.

»Aunque me hallaran inocente, aunque consiguieran que aquella desdichada joven confesara sus mentiras, sabía que nadie volvería a creer jamás en mis milagros. Nadie acudiría a mí en busca de curación. Perdería todo aquello por lo que había luchado: el dinero, el respeto. Todos mis esfuerzos habrían sido en vano. Volvería a la cloaca de la que tanto había luchado por salir. Después de todo lo que había hecho en nombre de Dios, no merecía aquello.

»No podía quedarme sentado y esperar a que vinieran a buscarme. Así pues, me despojé del hábito de clérigo, recogí cuanto pude y, antes de que anocheciera, ya estaba recorriendo los caminos.

Al término de su relato hubo un largo silencio y Zophiel permaneció sentado, con la cabeza otra vez entre las manos, como si intentara borrar el recuerdo de aquel día. En mi interior brotó una inmensa tristeza, no por el hombre que estaba allí acurrucado contra la roca, sino por el joven ya desaparecido que tanto había luchado y tanta fe había tenido.

Por fin, Adela rompió el silencio.

—¿Vos erais sacerdote? —dijo con gesto de incredulidad; parecía que acabara de asimilar lo que Zophiel había contado—. ¿Cómo es posible? Vos sois un mago, un ilusionista.

Zophiel levantó la cabeza y rió amargamente.

—¿Acaso pensáis que son cosas distintas? Cuando un ilusionista hace sus trucos, la gente ve lo que desea ver. El ilusionista levanta la copa, dice su abracadabra y, vean todos, la bola blanca se ha vuelto negra; el sapo se ha transformado en paloma; el plomo se ha convertido en oro. Cuando un sacerdote levanta el cáliz y recita sus latinajos, la gente dice: «Mirad, el vino se ha transformado en sangre, el pan se ha convertido en carne».

—¡Eso es una blasfemia! —Osmond parecía más escandalizado de lo que nunca lo había oído—. Rodrigo tiene razón: sois un hipócrita. Acusasteis a Cygnus de sacrilegio cuando sugirió que Adela podía dar a luz en la capilla. Y, en cambio, vos, un sacerdote, decís que...

—¿Sabéis lo que es realmente una blasfemia, Osmond? Una blasfemia es la mujer. Es eso lo que constituye una abominación ante Dios. Las mujeres son súcubos que sorben la vida del alma de los hombres. Arrasan todo cuanto éstos edifican y los anulan. Los apartan de Dios y los hacen caer en las trampas del diablo. Ningún hombre está a salvo de ellas porque, aunque se resista a su seducción, ellas encuentran la forma de arruinarlo. Y algún día lo descubriréis por vos mismo, Osmond. Algún día ella os hará lo que las mujeres les hacen siempre a los hombres: traerá la condena a vuestra alma.

Adela se tapó la cara con las manos, se levantó y salió huyendo hacia el carro. Osmond fulminó a Zophiel con la mirada y corrió tras ella.

Cygnus se puso de pie, con el rostro contraído por la ira.

—¿Cómo osáis hablar así de las mujeres, sobre todo de Adela? Ella sólo ha tenido amabilidad para con vos. ¿Olvidáis acaso que fue una mujer la que os trajo al mundo?

Narigorm lo interrumpió.

—No hay ningún lobo en vuestra historia. Dijisteis que era una historia de lobos.

—Narigorm tiene razón —dije yo—. ¿Qué tiene que ver esta historia con el lobo?

Zophiel sorbió los últimos posos de la taza de vino.

—Tiene todo que ver. El lobo que nos ha estado siguiendo es un lobo humano, tal y como vos conjeturabais, Camelot. Supe que me había encontrado la noche que lo oímos desde la cueva, y desde ese día me ha estado siguiendo.

—¿Por lo de la muchacha?

—No, la muchacha ya no importa. Si hubiera sido por lo de la muchacha, habrían enviado a los hombres del alguacil tras mis pasos. Ahí afuera, observándonos desde algún lugar, está el lobo del propio obispo. Los lobos son hombres que la Iglesia paga para recuperar lo que les ha sido arrebatado. Les pagan bien, pero sólo si recuperan lo que está extraviado. Trabajan solos, y siguen a su presa durante meses, a veces años, para recuperar una reliquia o una joya sustraída. Trabajan al margen de la ley. Hay demasiados objetos preciosos en las iglesias y abadías cuya procedencia no resistiría un examen minucioso en un tribunal. ¿Qué obispo o qué abad puede jurar que sus reliquias y sus joyas no fueron antes propiedad de alguien, alguien que, a su vez, podría reclamarlas? Los lobos de la Iglesia no arrestan a las personas para llevarlas ante los tribunales. La Iglesia no puede correr el riesgo. Los lobos tienen su propia clase de justicia, y son juez, jurado y verdugo.

—No lo entiendo. Vos no habéis mencionado ningún robo. ¿Qué sustrajisteis?

—No robé nada. Sólo me llevé lo que era mío. Era yo quien había ganado todo aquello. Me lo habían dado en señal de gratitud por las personas a las que había curado. Era el poder que yo tenía en mis manos lo que los había sanado, no la Iglesia. Era todo mío y podía llevármelo.

Meneé la cabeza en un gesto de incredulidad.

—¿Tomasteis los donativos que habían hecho a vuestra iglesia como ofrendas de gratitud?

—El platillo de metal que palpé dentro de la caja abierta, la noche que me escondí en el carro... Ahora entiendo lo que era —dijo Cygnus de pronto—. Era una patena para la hostia consagrada, ¿no es verdad? Nadie haría un plato tan pequeño para ninguna otra cosa.

—Es una pieza de poco valor, pero es mía.

Cygnus puso cara de entender de repente lo que antes no comprendía.

—Pero, si Jofre sintió curiosidad, registró vuestras cajas y lo vio, debió de pensar que había algo extraño en que un mago viajara con un objeto que sólo deberían tocar las personas que han tomado órdenes religiosas. Eso es lo que quería decir aquel día en la capilla, cuando os amenazó con vender la información de lo que había en vuestras cajas. No debía de saber quién erais vos, pero sabía que un lego no podía tener un objeto como aquél de forma honesta.

—Entonces —dijo Rodrigo indignado—, yo tenía razón. Amenazasteis a Cygnus con entregarle a los hombres del alguacil, pero no teníais ninguna intención de hacerlo. Vos mismo sois un fugitivo. No podíais correr el riesgo de comparecer ante un tribunal y testificar contra él. Le atormentasteis con vuestras amenazas porque eso os divertía, y acusasteis a Jofre de ladrón cuando vos...

—Sólo me llevé lo que era mío —repetía Zophiel tercamente ignorando a Rodrigo, con los ojos encendidos de cólera.

—Lo que no comprendo —dije yo— es que, si sabían que os habíais llevado todo aquello, ¿por qué el lobo no os lo arrebató nada más encontraros?

—No sabían a ciencia cierta si era yo quien se lo había llevado. ¿No pensaréis que, simplemente, me fui de allí con todo? Puse mucho cuidado en que pareciera que había habido un robo en la iglesia. La iglesia estaba rodeada de ladrones y de extranjeros capaces de entrar a robar sólo para pagarse una bebida o una furcia. Era fácil desviar las sospechas hacia ellos. El lobo no poseía ninguna prueba, así que tenía que esperar a tener la ocasión de inspeccionar el carro, o tal vez creía que yo sería lo bastante estúpido como para vender alguna de las piezas.

—Y nosotros os protegíamos sin darnos cuenta, ya que siempre había alguno de nosotros cerca.

—Hasta aquel día en la capilla, en que este lisiado inútil dejó la puerta sin atrancar. Aquel día me robaron un cáliz de plata de las cajas.

—Y vos acusasteis a Jofre del robo —dije yo.

—El lobo se llevó el cáliz como aviso.

Rodrigo apretó los puños con ira.

—Por lo tanto, vos sabíais que Jofre no había robado nada.

Agarré a Rodrigo del brazo, consciente de que Zophiel tenía el cuchillo en la mano.

—Yo no lo sabía aquella mañana. Os lo juro. Creía que había sido Jofre quien lo había cogido y lo había vendido en la ciudad. Aquella misma mañana fui a intentar recuperarlo, pero no hallé ni rastro del cáliz. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que había sido el lobo quien se lo había llevado para advertirme.

Rodrigo respiraba aceleradamente y con dificultad. Sentía la tensión en su cuerpo y rezaba para que fuera capaz de controlar la ira, ya que de lo contrario ni Cygnus ni yo podríamos detenerlo.

—Y lo que le pasó a Jofre... ¿También eso fue una advertencia? —preguntó; la voz le temblaba a causa de las lágrimas que intentaba reprimir.

Zophiel no contestó. El viento estaba arreciando y las llamas no paraban de retorcerse con cada nueva ráfaga. Rodrigo estaba sentado con los puños apretados sobre la boca, como si no se fiara de lo que era capaz de decir. De pronto, me asaltó una idea.

—Pero, si sabéis que el lobo es humano, ¿por qué dejasteis allí la carne envenenada?

—Debe de ayudarse de perros para seguirnos el rastro oculto en la oscuridad. No puede arriesgarse a seguirnos muy de cerca a campo abierto o podríamos verlo. Si podemos deshacernos de los perros, tal vez nos pierda el rastro. Además, si piensa que alguien ha perdido la carne por error o que los perros la han robado, es posible que también él quiera comerla. Después de tantas semanas viajando, no lo debe de haber tenido mucho más fácil que nosotros para encontrar comida.

—¡Dejasteis la carne envenenada con acónito para que la comiera un hombre! —bramó Cygnus—. ¿No sabéis la muerte cruel y dolorosa que provoca?

Zophiel tenía el rostro contraído de terror y odio.

—¡Claro que lo sé! Es dolorosa pero rápida, lo que es más misericordioso que el comportamiento que el lobo ha tenido hacia mí.

De repente, a pesar de todo lo que había hecho, me invadió un sentimiento de lástima hacia él. Aunque no me inspiraba ningún cariño, tampoco le habría deseado a mi peor enemigo que se torturara como aquel hombre.

—Zophiel —dije con tanta amabilidad como pude—, hace más de un mes que se llevaron el cáliz. Lo más probable es que si os estuviera persiguiendo ya hubiera dado algún paso. ¿Qué sentido tendría posponerlo? Si tuviera alguna prueba, ya os habría hecho detener hace semanas.

—¿Cómo podéis ser todos tan estúpidos? —aulló Zophiel—. ¿Es que no habéis oído lo que he dicho? ¿No lo entendéis? Nadie me va a detener. No habrá ningún juicio. A esos hombres les encanta hacer su trabajo. Para ellos, matar es un arte. Quieren que la presa sepa que la están observando y que pueden cazarla cuando les plazca. Disfrutan atormentando antes a sus víctimas. ¿Cómo puede alguien enfrentarse a un hombre al que ni siquiera puede ver? Miro las caras en la multitud y sé que podría ser cualquiera. Podría cruzarme con él por la calle sin saberlo. Está ahí, aguardando el momento, esperando a que no haya testigos. Entonces, me matará... Sé que me matará, y no hay nada que yo pueda hacer para evitarlo.

Como si hubiera estado escuchándonos, se oyó por encima del viento el aullido de un lobo. Zophiel se convulsionó tan violentamente que el cuchillo se le escurrió entre los dedos temblorosos y cayó sordamente sobre la hierba. Aún lo estaba buscando, apoyado sobre manos y rodillas y palpando a tientas en la oscuridad, cuando un segundo aullido reverberó entre las piedras. Se dejó caer al suelo, se tapó con fuerza los oídos con las manos y rompió a sollozar.