22. Manchas en la nieve
OÍMOS los cánticos mucho antes de ver la procesión. Todavía estaba oscuro y las estrellas brillaban con intensidad, pero un tenue resplandor perlado al este, sobre el horizonte, nos decía que el amanecer estaba próximo. Ya estábamos todos despiertos. Ninguno de nosotros había podido dormir mucho con la idea de que el lobo del obispo estaba allí afuera observándonos desde algún lugar. Aunque Zophiel había recobrado en gran parte su habitual compostura cuando cesaron los aullidos del lobo, lo que aquella noche nos había revelado nos había dejado a todos inquietos, incapaces de recobrar la calma. El propio Zophiel había estado media noche dando vueltas al círculo de rocas antes de que el cansancio y el vino pudieran con él. Próxima ya la mañana, el frío se había vuelto tan intenso que era imposible conciliar el sueño. Uno a uno, nos habíamos ido levantando y nos habíamos arrastrado hasta la hoguera para permanecer allí sentados, en silencio, calentándonos las manos en torno a una taza de caldo aguado hecho con huesos, que había estado toda la noche hirviendo a fuego lento sobre las ascuas.
El sonido de los cánticos nos llegaba a ráfagas, traído por el viento. Al principio, pensaba que era el mismo viento que silbaba entre las rocas pero, al llegarnos más nítido, más constante, me di cuenta de que eran voces humanas. Zophiel y Rodrigo se acercaron rápidamente a Osmond, que aún estaba de guardia y escudriñaba el oscuro brezal y el bosque distante.
Percibimos después unos puntitos de luz que oscilaban en la lejanía. Todos nos levantamos y agarramos los cuchillos y los cayados, mientras las luces seguían acercándose lentamente hacia nosotros. Por fin, divisamos una fila de personas con antorchas encendidas que dejaban tras de sí un rastro de fuego y humo, como un banderín ondeando al viento. Osmond se apresuró a llevar a Adela y al bebé hasta el carro y los metió debajo. Les tiró una manta y pidió a Adela que se cubrieran con ella y no se movieran. Después, hizo lo mismo con Narigorm.
Unos veinte hombres y mujeres caminaban hacia nosotros en una larga fila. A pesar de las antorchas, ni por el aspecto ni por los cantos parecían una turba sedienta de venganza. Permanecimos entre las piedras y esperamos nerviosos, sin soltar las estacas. El fuego estaba hundido en un hoyo y las rocas seguían sumidas en la oscuridad, así que al principio dio la impresión de que no se percataban de nuestra presencia. Sin embargo, debieron de ver el carro, ya que la persona que iba en cabeza levantó el brazo y, de pronto, todos se detuvieron.
Se quedaron observándonos igual que nosotros a ellos. La oscuridad estaba aún de nuestro lado ya que, mientras ellos estaban bien iluminados por las antorchas, nosotros estábamos ocultos entre las piedras y no podían saber con certeza cuántos éramos. Al final, tomaron algún tipo de decisión y siguieron adelante. La fila era algo más desordenada, pero los cánticos aumentaron de intensidad y, por fin, pudimos entender lo que decían.
—Ave Maria, gratia plena, Dominus tecum. Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo.
Al llegar a la altura del círculo de piedras, vimos que miraban hacia donde estábamos nosotros y escrutaban ansiosamente la oscuridad. Sin embargo, no entraron en el círculo de rocas. Lo rodearon hasta alcanzar la fila de piedras tumbadas que conducía hasta la roca reina. Sin dejar de cantar, discurrieron por la línea de rocas postradas y, entonces, se pararon y clavaron las antorchas en el suelo. Después, mientras nosotros seguíamos observando en silencio, se quitaron la ropa hasta quedar todos desnudos.
—Benedicta tu in mulieribus, et benedictus fructus ventris tui, Jesus. Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.
Estaban de pie, mirando a levante, abrazándose el cuerpo con los brazos y temblando a causa del intenso frío. El cabecilla del grupo se colocó justo enfrente de la roca reina. Era un hombre bajito con aspecto de rana: sin cuello y de cuerpo caído y redondo, pero con las extremidades largas y delgadas. Daba saltos apoyándose sobre la punta de los pies para mantener el calor, y sus nalgas lívidas y fláccidas se bamboleaban a la luz de las antorchas. Su séquito seguía cantando, pero el sonido quedaba ahora amortiguado por las mandíbulas apretadas y el castañeteo de dientes.
—Salve, Regina, Mater Misericordiae, vita, dulcedo et spes nostra, salve. Dios te salve, Reina y Madre de Misericordia, vida y dulzura y esperanza nuestra: Dios te salve.
Cuando el pálido disco solar asomó sobre el horizonte, el guía del grupo hundió los puños en la capa de hielo que cubría la pila que había a los pies de la roca reina y se metió en su interior. Se sumergió rápidamente y, con las manos, se tiró un poco del agua helada sobre la cabeza y los hombros tres veces, antes de salir apresuradamente. En cuanto estuvo fuera, entró el siguiente. Hombres y mujeres, uno tras otro, fueron pasando por la pila mientras los primeros rayos de sol hacían brillar las gotas de agua que saltaban de los cuerpos temblorosos. Tras aquella tremenda experiencia, todos se vistieron de nuevo todo lo deprisa que sus dedos ateridos y su cuerpo mojado les permitieron. No se secaron, sino que se pusieron la camisa y el sayo sobre la carne de gallina y volvieron a meter los pies húmedos en las calzas de lana. Durante todo el ritual del baño y mientras volvían a vestirse, la sucesión de oraciones a la Virgen continuó con el mismo entusiasmo, a pesar de los escalofríos.
No fue hasta que las mujeres depositaron unos ramilletes de campanillas de invierno alrededor de la base de la roca reina cuando recordé que era el día de la Candelaria, de la Purificación de Nuestra Señora. Aun así, me preguntaba de qué señora debía de tratarse, ya que aquél no era un sitio muy cristiano. No es que hubiera dejado de contar los días, pero todo aquel asunto del lobo me estaba consumiendo la poca inteligencia que me quedaba.
El cabeza del grupo cruzó hasta donde estábamos nosotros y nos saludó gravemente con una inclinación de la cabeza.
—Os ruego nos disculpéis, hermanos, por esta intromisión en vuestro lugar de acampada, pero siempre nos bañamos aquí al amanecer los días de cuarto creciente y menguante. No esperábamos encontrar a nadie. Nadie viene hasta aquí, por norma, salvo nosotros —sonaba un tanto ofendido.
—¿Penitencia para purificar el alma? —dijo Zophiel—. Éste es un lugar pagano, poco apropiado para un acto de contrición.
El hombre se enderezó para mostrar toda su altura, aunque poco efecto tuvo, ya que Zophiel seguía sacándole una cabeza.
—¿Pagano? —dijo en tono de indignación—. ¿Acaso no habéis oído que cantábamos a la Virgen María? Hace muchas generaciones que la gente acude a este lugar. El agua que corre por la roca tiene poderes curativos. Hay lisiados que no podían dar ni un paso y a los que han traído aquí y han entrado en la pila han salido andando por ese camino con ambas piernas.
Zophiel soltó un bufido.
—Tenemos un lisiado con nosotros. Nació sin un brazo. ¿Creéis que vuestra agua hará que le salga el brazo?
—Es fácil hacer burla, buen hombre, pero no reiréis tanto cuando cojáis vos la peste y nosotros no.
—Disculpad a mi amigo, señor —intervine rápidamente—. No ha dormido muy bien esta noche y está de un humor de perros.
—Entonces, tal vez debiera probar el agua —dijo el hombre con sarcasmo.
—Me ocuparé de que así sea. Deduzco que conocéis bien estos parajes. Decidme, por favor, ¿el camino principal que hay más atrás continúa muchas más millas por el interior del bosque?
El hombre estuvo un buen rato pensando ante de contestar por fin:
—En efecto.
—¿Y hay algún cruce, o algún otro sendero que salga del camino?
Volvió a meditar el asunto.
—Sí.
Procuré no impacientarme, pero sacarle cualquier tipo de información era como ordeñar una pulga.
—¿Cuánto hay que seguir por el camino del bosque hasta alcanzar una bifurcación?
—Una milla, poco más o menos.
—¿Y el camino que nace en la bifurcación conduce a algún lugar?
—Va en la misma dirección que éste. Atraviesa el brezal, pero un poco más allá.
—Perdonadme, señor, lo que quiero decir es si se trata de un camino sin salida o lleva a alguna parte, ¿a un pueblo o a una ciudad, tal vez? —vi que Osmond estaba sonriendo detrás del hombre e intenté evitar su mirada.
—Lleva hasta el mar pero, cuidado, hacen falta un par de semanas o más para llegar hasta allí —y luego, como quien asume un riesgo temerario, añadió—: Pero si tomáis ese camino, no llegaréis a ninguna parte antes del anochecer, y seguramente querréis estar antes en algún sitio. —Miró hacia el cielo; oscuros nubarrones se cernían desde el norte—. El viento ha cambiado. No tardará demasiado en nevar.
Se giró para irse, pero se detuvo al pensar algo más.
—Hay una cabaña de arrieros cerca de un redil en el sendero que atraviesa el brezal. Podríais llegar hasta allí si aguanta lo suficiente sin nevar. Así podréis descansar bajo techo. También hay una fuente para abrevar al caballo. No obstante —añadió, fulminando de nuevo a Zophiel con la mirada—, no tiene poderes curativos, así que, si queréis quitarle el humor de perros a vuestro amigo, yo en vuestro lugar le daría un buen baño en la pila.
Dicho esto, se dio media vuelta y se fue sin decir palabra hacia su grupo de postulantes para encabezar nuevamente la comitiva por el camino de regreso a la vereda del bosque.
—Bien hecho, Zophiel —dijo Osmond—. Os habéis asegurado bien de que no podamos pedirles alojamiento. Cuando corra la noticia, nos recibirán con horcas y hierros de marcar al rojo vivo. —Nos miró a Rodrigo y a mí—. ¿Nos encaminamos hacia la cabaña de los arrieros? Si va a nevar, necesitaremos mejor refugio que estas piedras.
Todos asentimos.
—Entonces, desmontemos rápidamente el campamento —dijo Zophiel—. Nuestro amiguito no nos ha dicho a qué distancia está la cabaña y, si el camino es igual que éste, no quiero viajar con nieve. Cygnus, ocupaos de que Janto beba lo suficiente antes de partir, a menos, claro está, que antes queráis probar el agua vos mismo. Quién sabe, si nuestro diminuto amigo tiene razón y rezáis lo suficiente, igual os vuelve a crecer el ala.
Los hombres dicen muchas cosas bajo el manto de la oscuridad que luego, cuando llega la fría luz del alba, se arrepienten amargamente de haber contado, y Zophiel no era una excepción. Estaba visiblemente molesto por habérsenos confiado la noche anterior. Y, como suele pasar con los hombres como Zophiel, no se culpaba a sí mismo, sino a quienes habían sido testigos de su momento de flaqueza. No nos perdonaría el hecho de haber presenciado aquella noche su angustia, y estaba claro que no tenía ninguna intención de volver a dejarse llevar por el miedo. Sin embargo, es fácil olvidar los terrores nocturnos cuando se hace de día, pero no es tan fácil evitarlos cuando vuelve a caer la noche.
La carne envenenada no había servido para atrapar nada más que media docena de cuervos que yacían muertos alrededor de la pierna de cordero. Ninguno de nosotros esperaba realmente encontrar allí al lobo. Sin embargo, no habíamos perdido tampoco la esperanza, ya que la alternativa era reconocer que lo que nos venía siguiendo no era un animal. Rodrigo quemó la carne antes de ponernos en marcha. Al menos, ya no morirían más aves.
Encontramos la cabaña de los arrieros hacia el mediodía. Nuestro amigo tenía razón: por lo menos, tenía techo. La cabaña era alargada y estrecha, y estaba hecha de adobe y cañas. No estaba mal para guarecerse de una tormenta de verano, pero de poco servía contra el frío del invierno. La techumbre era una estructura igualmente endeble de tejas de madera hechas con puntas de troncos superpuestas, pero parecía bastante sólida y tenía una pendiente muy fuerte, lo que sería una auténtica bendición si en verdad nevaba. Lo más sólida que había en la choza era una chimenea de piedra tóscamente tallada en un extremo.
El redil más cercano a la cabaña era lo bastante grande como para que cupiera un rebaño de ovejas. Dentro había un abrevadero de piedra, por lo que Janto estaría bien. A cierta distancia había otros rediles con paredes de piedra medio derruidas en algunas partes. La cabaña en sí estaba completamente vacía, salvo por una pila de sacos de lana que usaban como colchones los arrieros, los pastores y los campesinos que allí dormían. En un rincón había un saco de nabos mustios. No estaba seguro de si Janto había comido algo así antes, pero si no encontrábamos otro forraje, lo agradecería, y nosotros también.
Pusimos a hervir sobre el fuego los últimos restos del cordero. Sería una cena exigua, pero el agua absorbería la grasa y el sabor y por la mañana tendríamos también un caldo ligero. Le pedí a Narigorm que rebuscara dentro del saco de nabos y añadimos también unos cuantos de los que estaban en mejores condiciones. Estaban arrugados y su textura era leñosa, pero serían comestibles después de hervirlos lo suficiente.
Mientras yo removía la olla, Adela se sentó a dar de mamar a Carwyn. Ahora tenía algo más de leche y el bebé estaba más fuerte, pero eso no duraría mucho si no éramos capaces de encontrar pronto más comida.
Como si me hubiera leído el pensamiento, Narigorm levantó la vista.
—No queda más carne después de esto, ¿verdad? Si Adela no come carne, el bebé morirá pronto, ¿no es cierto?
Vi el terror en los ojos de Adela y rápidamente respondí:
—No digas tonterías, Narigorm. Aún tenemos las hierbas que nos dio la curandera. Carwyn no corre ningún peligro.
—Tendríamos carne para un día más al menos si no la hubiéramos desperdiciado en trampas inútiles —dijo Osmond mientras, a través de la puerta, lanzaba una mirada de rencor a Zophiel, que estaba bajando sus cajas del carro.
—Los reproches no nos van a devolver la carne —dije yo—. Asegurémonos de guardar un pedazo de la que tenemos para que Adela coma cuando se levante. El resto podemos pasar sin carne mañana.
Zophiel entró con la última de sus cajas, que había apilado tan ordenadamente como siempre en un rincón.
—¿Tenemos que guardarlas aquí dentro? —protestó Osmond—. Apenas si hay sitio para los siete.
—No seríamos más de seis si vuestra esposa hubiera aprendido a mantener las piernas cerradas. Yo tengo que aguantar que vuestro mocoso me tenga media noche en vela con sus lloriqueos.
—Y nosotros tenemos que aguantar no pegar ojo en toda la noche por los aullidos de vuestro lobo —le espetó Osmond, con los puños apretados, pero Rodrigo le puso la mano en el hombro para tranquilizarlo.
—Zophiel —dije yo—, ¿por qué, simplemente, no dejáis que el lobo encuentre los tesoros de la iglesia? Ya sé, ya sé —añadí enseguida, al verle la cara de indignación— que son vuestros, que vos los ganasteis, pero ¿acaso vuestra vida no vale más que unos cuantos objetos de plata? De nada os servirán si estáis muerto.
—¿Creéis que con eso bastaría para que me dejara en paz? El obispo tal vez quiera sus tesoros, pero los lobos se alimentan del miedo y la sangre. Se trata de vengarse y castigar a la víctima, y no sólo de recuperar lo perdido.
—Pero vos mismo dijisteis que el obispo le recompensará generosamente si recupera los objetos. Por eso, cuando los tenga en sus manos, estará ansioso por volver a Lincoln lo antes posible para recibir su recompensa. No tendrá ganas de perder más tiempo a la espera de una oportunidad para encontrarse a solas con vos.
—Si la peste ha llegado a Lincoln, la ciudad estará tan atestada que el mal correrá más deprisa que el agua. El obispo no va exponer su gordo trasero a los repugnantes humores de la ciudad. Hará ya tiempo que se ha marchado y nuestro lobo no creo que tenga ninguna prisa por ir a buscarle. Si el obispo sobrevive, es posible que el lobo regrese a Lincoln cuando haya pasado la peste, o que, sencillamente, desaparezca y se quede con los tesoros. Después de todo, lo que le paguen por ellos será sólo una fracción de lo que valen. ¿Quién va a saber si ha muerto o no a consecuencia de la peste? Otra buena razón para matarme. Después de todo, siempre se me podría ocurrir ponerme a merced de la Iglesia y confesarlo todo, incluso que es él quien tiene los objetos. No, Camelot, no voy a entregarle sin más todas mis propiedades a un cazarrecompensas. Puedo esperar. Quizás él me esté acechando, pero hay algo más que nos acecha a todos, incluido el lobo. Por mucha habilidad que tenga para matar, no puede luchar contra la pestilencia ni contra el hambre. Sea lo que sea lo que acabe matándole, espero que tenga una muerte larga y dolorosa.
»Además —añadió con una fría sonrisa—, nuestro diminuto amigo dijo junto a las rocas derechas que este camino lleva hasta el mar y, si es así, finalmente podré obtener un pasaje para Irlanda. El poder del obispo de Lincoln llega lejos, pero no tanto. Allí estaré a salvo, tanto de la peste como del lobo.
Era inútil discutir con él, pero no sabía yo si, cuando oscureciera y volviéramos a oír los aullidos del lobo, Zophiel aún hablaría tan alegremente de seguir esperando. Si el hombre de las rocas tenía razón, nos faltaban al menos dos semanas de viaje para llegar al mar y, cuando el lobo se diera cuenta de hacia dónde se dirigía Zophiel, seguramente intentaría detenerlo antes de que subiera a un barco.
Zophiel miró a través de la puerta hacia las gruesas nubes que se cernían sobre nosotros.
—Al menos, si nieva, esta noche no nos molestará. No querrá dejar rastros que puedan conducirnos hasta él, ni suyos ni de los perros. Así que lo único que puede mantenernos despiertos esta noche es el mocoso. ¿Sabíais que los antiguos solían dejar a los niños enfermos fuera de la casa, entre la nieve? O los mataba o los curaba. Tal vez deberíamos retomar la costumbre.
Adela estrechó a Carwyn con fuerza contra su pecho, como si temiera que Zophiel se lo arrebatara de los brazos.
Cygnus vio el rostro de ira de Osmond y dijo rápidamente:
—Dormiréis mucho mejor bajo un techo, Zophiel, y ni siquiera oiréis al pequeño Carwyn.
Zophiel entornó los ojos.
—¿Qué queréis decir exactamente, Cygnus?
Cygnus vaciló un instante.
—Si me persiguieran a mí, me inquietaría mucho dormir a la intemperie. Esos aullidos aterrorizan a cualquiera. Me da mucha pena... —sus palabras se desvanecieron cuando vio la expresión de cólera en el rostro de Zophiel.
—Espero no caer jamás tan bajo como para necesitar que un lisiado se apene de mí —dijo Zophiel con crueldad—. ¿Para qué servís vos? No podéis cazar, y tenéis que recurrir a Rodrigo para que luche por vos. Decidme, Cygnus, ¿qué sentido tiene alguien como vos?
Sólo la fuerza con que Rodrigo lo sujetaba por el hombro evitó que Osmond se abalanzara sobre Zophiel.
Zophiel se enrolló la capa sobre los hombros.
—Voy a buscar forraje para Janto. Necesitaremos todo el que podamos encontrar si nieva. No me puedo permitir un caballo muerto.
—Pero, si el lobo nos persigue, no deberíais salir ahí fuera solo —dije yo.
—Dejadlo ir, Camelot —dijo Osmond—. Tendrá lo que se merece si el lobo lo atrapa.
Zophiel se inclinó en una burlesca reverencia.
—Me conmueve vuestra preocupación, amigo mío, pero no se arriesgará a salir a campo abierto a la luz del día.
Salió a grandes zancadas sin volver la vista atrás. A Osmond se le encendió la cara de furia.
—Sé que sería demasiado pedirle que fuera amable, pero, teniendo en cuenta que esa comadreja nos suplicó anoche que le ayudáramos, creía que intentaría morderse la lengua, sabiendo que somos lo único se interpone entre él y el lobo del obispo.
Cygnus susurró algo sobre la necesidad de ir a ver qué hacía Janto y salió apresuradamente al aire gélido.
—Si Zophiel no deja en paz a Adela y a Cygnus, juro que le mataré —masculló Osmond, con la mandíbula encajada, y se puso la capa—. Voy a ver si encuentro algo que echar a la olla. Si descargo la ira con unos cuantos pájaros o conejos, tal vez eso evite que haga papilla a Zophiel.
Adela esperó hasta que Osmond no pudiera oírla. Después, miró ansiosamente a Rodrigo.
—Seguidle, Rodrigo, os lo ruego. Evitad que cometa alguna atrocidad. Tengo miedo de que Osmond pierda los estribos y le dé una paliza. Puede que él utilice los puños, pero Zophiel siempre busca el cuchillo, y Osmond no es tan bueno defendiéndose como cree.
Rodrigo estiró el brazo y le tomó la mano.
—Os juro que no permitiré que le hagan ningún daño, Adela.
Ella levantó el rostro y le sonrió.
—Sois un buen hombre, Rodrigo.
Rodrigo le estrechó la mano, pero no le devolvió la sonrisa. Salió fuera detrás de Osmond.
El hombre de las rocas derechas tenía razón en cuanto a la nieve: a media tarde, empezaron a caer los primeros copos y, poco después, la nieve se arremolinaba con la ventisca que soplaba. Rodrigo y Osmond volvieron ambos apresuradamente con escasos minutos de diferencia, cerraron la puerta con un golpe e hicieron que el humo del hogar rebufara dentro de la cabaña. Osmond dejó caer al suelo un par de agachadizas.
—Es todo cuanto he podido cazar. He fallado más veces que he acertado, y tampoco había mucho a lo que disparar. Han bajado todas a tierra. Parece que supieran que la nieve estaba al caer. —Se acuclilló a los pies de Adela y le buscó la cara con preocupación—. Lo siento. Mañana volveré a intentarlo. Si deja de nevar, tal vez pueda seguir a una o dos liebres hasta la madriguera.
Adela le sacudió la nieve de los hombros y le sonrió cariñosa.
—Has cazado bien. ¿Hace muy mal tiempo ahí afuera?
—La nieve le golpea a uno en la cara con tanta fuerza que cuesta ver algo.
La puerta se abrió con gran estrépito por tercera vez. Cygnus apareció en el umbral. Adela levantó la vista por la ráfaga repentina de aire frío y dio un gran chillido. Todos miramos aterrados. Cygnus tenía la mano empapada de sangre de un rojo vivo.
Osmond, después de recuperarse del susto, fue hacia él.
—¿Qué ha pasado Cygnus? ¿Estáis herido?
Cygnus parecía desconcertado, como si no supiera de qué le estaba hablando Osmond.
—¡La sangre que tenéis en la mano!
Miró hacia abajo y parecía que fuera la primera vez que la veía.
—Sangre... Sí, ha salido mucha sangre... Tenía que darme prisa.
Se descolgó el saco que traía al hombro y, cuando se quitó la capa, vimos que también tenía la pechera del jubón empapada de sangre. Abrió la boca del saco y por ella asomó la pierna de una oveja recién desollada.
—Adela necesita carne. Si no deja de nevar, es posible que no podamos conseguir más comida. Estará un poco dura, pero si la hervimos...
—¿Habéis matado una oveja? —Osmond puso cara de alivio—. Pero ¿a quién diablos se la habéis comprado? He caminado varias millas y no he visto ninguna casa.
Cygnus bajó los ojos y volvió a mirarse la sangre de la mano.
—No la he comprado.
Adela emitió un chillido ahogado.
—¿La habéis robado? Eso está penado con la horca. Decidme que no os habéis arriesgado para conseguirme algo de carne.
Cygnus se encogió de hombros y evitó los ojos horrorizados de Adela.
—He enterrado la piel manchada bajo unas piedras. Nadie va a venir hasta aquí con esta nieve y, si alguien viene, ¿quién va a saber que no es la misma oveja que compraron Zophiel y Camelot?
Tragué saliva.
—Si os ven cubierto de sangre y comiendo cordero fresco en la cabaña de los arrieros, creedme, no se pararán a hacer muchas preguntas. —Estaba tan atónito como Adela. La pena por robar ovejas era terrible. No podía creer que Cygnus, de entre todas las personas de este mundo, fuera capaz de correr ese riesgo.
—Camelot tiene razón. Debéis lavaros inmediatamente la sangre —dijo Adela—. Dadme vuestro jubón y vuestra camisa. Si las lavo en agua fría antes de que se seque la sangre, las manchas desaparecerán.
—¡No! —dijo Cygnus con brusquedad y, después, al ver la cara ofendida de Adela, añadió en tono más suave—: No, gracias. Los lavaré yo. No quiero que os manchéis la ropa de sangre.
No podíamos devolverle la vida a la oveja, así que no había más remedio que comernos la prueba del delito. Pusimos la cabeza, las pezuñas y las asaduras a hervir de inmediato y colgamos el resto del cuerpo en el exterior, dentro del saco, para que la nieve mantuviera la carne fresca. El viento había amainado temporalmente y ahora la nieve caía a plomo. Empezaba a cuajar y el suelo del redil ya estaba blanco. Cuando Cygnus regresó de la fuente vestido únicamente con la capa y las calzas, tiritaba violentamente y estaba cubierto de nieve. Colgamos las ropas mojadas junto al fuego para que se secaran, y éstas empezaron a desprender vapor. Sin embargo, Cygnus insistió en volver a enfrentarse a la nieve para acercar a Janto al refugio. La amarró junto a la pared trasera de la chimenea, al abrigo de la cabaña, para que sintiera la calidez de las piedras del hogar.
La nieve se colaba por la ventana abierta, desde la cual se veía al redil. No había postigos, ya que los pastores y arrieros que usaban la cabaña tenían que mantener vigilados los animales. Me ofrecí para ir al carro a buscar algo con lo que atar uno de los sacos de lana sobre la ventana para que no entraran la nieve ni el frío.
Janto estaba apoyada contra la pared cálida de la chimenea, agradecida por ello, con la cabeza inclinada. Cygnus había atado algunas viejas pieles de cordero sobre la amplia espalda del animal para protegerlo del frío, y la nieve empezaba a formar una dura costra sobre las pieles. Pensé que debía coger también una pala del carro. Si seguía nevando así toda la noche, quizás tuviéramos que retirar la nieve para poder salir de la cabaña.
Al menos, tendríamos comida para llenar el estómago unos cuantos días. Aunque le estaba agradecido por ello, maldecía a Cygnus con cuantas imprecaciones conocía por haber corrido un riesgo tan estúpido. Me acordé del día en que habíamos visto a Cygnus por primera vez cuando contaba su historia en la plaza del mercado, y de los rostros morados y abotargados de aquellos hombres que se iban ahogando lentamente hasta morir colgados del extremo de una soga, en aquella misma plaza. Cygnus sabía perfectamente la suerte que corrían los ladrones de ovejas. Aquel día, Osmond me había preguntado qué podía llevar a un hombre a arriesgarse a sufrir tan severo castigo. ¿Eran las provocaciones de Zophiel las que habían llevado a Cygnus a hacer algo tan peligroso? ¿O era lo que una vez me había dicho: que alguien que permite que un niño reciba algún daño no merecía ningún perdón? ¿Se había arriesgado a morir en la horca por Adela y el pequeño Carwyn?
Quizás tuviera razón y no viniera nadie por allí. Si una oveja vagaba por aquel brezal con aquel tiempo, o estaba descarriada o ya no había pastor que la atendiera. ¿Por qué debíamos pasar hambre y ver morir al bebé habiendo comida a nuestro alcance? Era difícil cumplir el precepto, pero aquellas viejas leyes y aquel orden antiguo se estaba desmoronando ante nuestros ojos. Había un nuevo rey llamado peste. Y había creado una nueva ley: harás todo lo posible para sobrevivir.
Volví a la cabaña y me sacudí la nieve de la capa. Mientras Osmond clavaba el saco de lana para tapar la ventana, recordé algo de repente.
—¿Dónde está Zophiel? No puede estar buscando forraje con esta nevada. ¿Alguien lo ha visto ahí fuera?
Osmond sacudió la cabeza.
—Mejor que no le haya visto. Es probable que le hubiera dado una paliza.
—¿Cygnus? ¿Rodrigo?
Rodrigo estaba agazapado sobre el fuego. No se giró.
—Yo lo he visto antes, esta tarde.
—Pronto anochecerá. Tal vez debiéramos salir a buscarlo. Es posible que se haya perdido.
—Aún queda una hora de luz —dijo Osmond—. Quizás se ha alejado mucho y está tardando en volver. En cualquier caso, no tengo ninguna prisa en que vuelva.
Esperamos, pero Zophiel no regresaba. La luz se estaba yendo rápidamente. Al final, incluso Osmond hubo de aceptar que había que salir a buscarlo. Si Zophiel había resbalado y se había roto una pierna, tal vez estuviera en el suelo sin poder hacer nada, aunque prefería no pensar en qué clase de paciente sería si estuviera herido. El dolor y la frustración poco harían por atemperar su carácter.
Adela agarró a Osmond de la capa.
—¿Qué pasará si el lobo está ahí fuera?
—Si os referís al lobo del obispo —dije—, Zophiel tiene razón. No se arriesgará a acercarse mucho con esta nieve y dejar huellas. Además, no tiene ningún motivo para hacernos daño a nosotros —le aseguré, e intenté apartar de mi mente la imagen del cuerpo mutilado de Jofre.
—En cualquier caso —dijo Osmond—, dado que sus malditas cajas están aquí dentro, creo que Rodrigo debería quedarse aquí con Adela, Narigorm y el bebé. Rodrigo es el más hábil con la estaca, si hubiera que luchar.
Rodrigo, después de que le insistiéramos, por fin nos dijo que la última vez que lo había visto estaba caminando hacia los rediles más alejados. Cygnus, Osmond y yo nos envolvimos tan bien como pudimos en las capas para protegernos de aquel frío cortante y salimos hacia los rediles. Caminábamos separados entre nosotros para poder cubrir más terreno. Los pies se nos hundían hasta los tobillos en la nieve, que era más profunda allí donde la ventisca la había acumulado contra las paredes y los matorrales. Llevábamos antorchas que habíamos prendido con el fuego de la cabaña, y las ondeábamos y gritábamos con la esperanza de que, si Zophiel se había extraviado, al menos vería las luces y oiría los gritos.
Era difícil avanzar por la nieve. Varias veces estuve a punto de resbalar y romperme una pierna. Aunque el viento había amainado un poco, la nieve seguía cayendo con intensidad y la trémula luz de la antorcha apenas iluminaba los millones de plumas blancas y suaves que se arremolinaban a nuestro alrededor. A lo lejos, no distinguía nada más que las antorchas movedizas de Osmond y Cygnus. Me detuve un momento para recobrar el aliento. Los gritos que daban Cygnus y Osmond me llegaban confusamente, pero, aparte de eso, el silencio era asfixiante.
Buscamos hasta que se hizo completamente de noche. Tenía las manos y los pies doloridos por el frío y vi que las otras dos antorchas retrocedían hacia donde yo estaba. Era evidente que Osmond y Cygnus habían decidido que era inútil seguir buscando, y también yo di media vuelta. Podía estar en cualquier lugar, en medio de aquel brezal ya no esperábamos poder encontrarlo.
Al aproximarme al redil que quedaba más cerca de la cabaña, vi que algo se movía al otro lado. Me detuve y contuve la respiración. Era incapaz de adivinar qué podía ser. Oía los latidos de mi corazón retumbando contra mi pecho. Vi que algo se movía de nuevo y, con ira y aliviado a la vez, me di cuenta de que era Narigorm. Debía llevar allí algún tiempo, ya que tenía la ropa cubierta de nieve. Tenía la vista levantada hacia el cielo y dejaba que los copos blancos le cayeran silenciosamente sobre las pestañas y el pelo, blancos también.
—¿Qué demonios haces aquí, Narigorm? —le grité—. ¿Has perdido el juicio?
Se volvió hacia mí como si estuviera esperando pacientemente mi llegada. Después, señaló hacia el suelo en el interior del redil. La nieve era blanca y lisa en aquel lugar, y brillaba a la luz de la antorcha. Entonces, cerca de una de las paredes, vislumbré tres manchas oscuras. Asomé el cuerpo por encima de la pared tanto como pude: unas piedras oscuras, tal vez, que sobresalían por encima de la nieve acumulada. Moví la antorcha y vi que no era que algo sobresaliera, sino que la nieve estaba manchada.
Rodeé el redil hasta llegar a una abertura. Una vez dentro, vi que había algo bajo la nieve. Desde lejos, parecía un montículo en el suelo, pero, visto más de cerca, era indudablemente la forma borrosa de un cuerpo. El corazón me palpitaba; me arrodillé y rasqué hasta encontrar la tela de una capucha. Tiré de ella. Zophiel estaba tendido boca abajo en el suelo. No había duda de que estaba muerto. Miré las tres manchas rojas que había en la nieve y que habían hecho que ésta se fundiera un poco. Quité la nieve con los dedos ateridos.
Un charco de sangre había brotado de la herida que tenía el cuerpo entre los hombros. Era el tipo de herida que provoca una daga cuando la clavan con fuerza y la sacan después. Lo más probable era que Zophiel ni siquiera hubiera visto a su asesino hasta sentir como se hundía el puñal. Retiré la nieve que había junto al sitio en el que una segunda mancha, más grande, emborronaba la blancura de la nieve. Mis dedos palparon algo mullido y afilado a la vez. Tuve que esforzarme para reprimir las arcadas. Tragué saliva y, apretando los dientes, agarré el cuerpo por la tela que le cubría uno de los hombros y tiré de él para posarlo sobre un costado.
El agresor no se había contentado con hacer de aquello un simple asesinato. Le había cortado el brazo entre el hombro y el codo. Entre la carne viva y sangrienta de la herida asomaba el hueso blanco y afilado. Por la mancha que había al otro lado del cuerpo, me imaginé que el asesino había hecho lo mismo con el otro brazo. Cuando volteé el cadáver, algo cayó sobre la nieve. Narigorm se agachó rápidamente y lo cogió del suelo. Era el cuchillo de Zophiel. Estaba cubierto de sangre. A menos que Zophiel hubiera conseguido herir a su atacante, cosa que parecía poco probable, quien fuera que le hubiera seccionado los brazos había usado su propio cuchillo. Estaba lo bastante afilado como para cortar fácilmente la carne, pero no el hueso, que debían de haber quebrado.
Así pues, el lobo del obispo había dado al final con él. Zophiel había dicho que no atacaría después de que la nieve cuajara para no arriesgarse a dejar huellas. Pero había olvidado que, mientras la nieve cae, no tarda en cubrir los rastros, o incluso los cuerpos. El lobo había calculado bien el tiempo. Debía de haberle atacado justo cuando comenzaba a nevar, y la nieve caída había ocultado al asesino, sus huellas y el mismísimo crimen.