20. Alquimia
A la mañana siguiente ninguno de nosotros se atrevía a abordar el asunto que a todos nos rondaba en silencio. ¿Dónde debíamos enterrar a Jofre? No podíamos retrasar la decisión. Era mejor que no nos arriesgáramos a pasar otra noche en la ermita. Si la peste había llegado a la ciudad y la gente empezaba a huir de ella, vendría en nuestra dirección gente que tal vez ya había contraído la enfermedad. Pero Rodrigo estaba decidido a no enterrar a Jofre en terreno no consagrado. Al principio, quería llevarlo con nosotros hasta la siguiente iglesia, pero le convencimos de que era probable que nos hicieran muchas preguntas si nos veían aparecer con un cadáver mutilado. Bastaba con que echaran una ojeada al cuerpo para que la siguiente parroquia no se mostrara más dispuesta a dejar que Jofre yaciera entre ellos que la gente de la villa que habríamos dejado atrás.
—Enterrémosle aquí —propuso Cygnus—. Aunque la capilla esté aún por consagrar, es fácil que algún día la consagren y, mientras tanto, está la imagen de la Vir... —dejó que las palabras se desvanecieran incómodamente.
—¿Y dónde exactamente se supone que queréis enterrar el cuerpo? —replicó Zophiel—. Si la ermita estuviera construida sobre tierra firme, podríais excavar el suelo, pero si caváis aquí iréis a parar directo al río. ¿Acaso proponéis que dejemos el cuerpo tirado en la capilla?
Osmond, que recorría la estancia arriba y abajo, se detuvo y señaló hacia arriba.
—Bajo el altar. Debe de estar hueco. Un bloque macizo de ese tamaño sería demasiado pesado para la bóveda que hay debajo. Si logramos sacar algunos de los paneles, o siquiera el tablero, lo meteremos dentro. Después, podemos sustituir la pieza y yo pintaré encima.
Rodrigo le apretó la mano en señal de gratitud.
—Sois un buen hombre, Osmond.
Osmond se ruborizó de vergüenza.
—Rodrigo, nunca quise rechazar a Jofre. Quedé conmocionado cuando Zophiel dijo que... No me había dado cuenta, ¿sabéis? Si yo no hubiera dejado de salir con él a cazar aves, jamás se habría acercado a la ciudad. Y aún estaría vivo. Lo que le han hecho ha sido... No se lo merecía.
Rodrigo le apretó afectuosamente el hombro con la mano.
—No debéis sentiros culpable. No sois vos el culpable.
Osmond, en un gesto poco característico en él, abrió los brazos y abrazó a Rodrigo.
—Lo siento, Rodrigo. Sé que era como un hijo para vos.
Rodrigo le devolvió el abrazo y, después, lo apartó de un empujón, con lágrimas en los ojos.
—Vamos, mostradme el altar. Tal vez juntos logremos mover el tablero.
Zophiel, por una vez, tuvo la gentileza de esperar a oír sus movimientos en el piso de arriba antes de hablar.
—Están perdiendo el tiempo. Osmond parece olvidar que no tenemos un ataúd para aislar el cuerpo. Puede pintar el altar tanto como desee, pero eso no evitará que emane un hedor que durará meses, incluso años. Cuando vengan a terminar la ermita, romperán la tarima. La gente de estos parajes no tardará mucho en averiguar quién es y, entonces, arrojarán el cuerpo al río, o lo desmembrarán y esparcirán sus restos. Rodrigo haría mejor enterrando el cuerpo en una tumba sin marcas en el bosque. Si no lo encuentran, no podrán desenterrarlo.
—Pero no se atreverán a desperdigar los huesos si piensan que es un monje quien está aquí enterrado —dijo Cygnus dirigiendo la mirada hacia mí.
—¿Y por qué, si se puede saber, deberían pensar tal cosa? —añadió Zophiel fríamente. Estaba claro que aún no le había perdonado a Cygnus que no hubiera apagado las velas.
—Camelot tiene en su fardo algunos hábitos de monje. ¿Os acordáis, Camelot, de las ropas que trocasteis en el monasterio? La tela se mantiene intacta mucho tiempo después de que el cuerpo se descomponga. Todo cuanto verán será un hábito de monje.
—Parece que estáis decididos a burlaros de Dios en todo, Cygnus. Pero, os lo advierto, de Dios es imposible burlarse —Zophiel, con cara de disgusto, se perdió rápidamente escaleras arriba.
El bebé, que se había despertado con las voces que daba Zophiel, empezó a berrear.
Cygnus vino junto a mí y se arrodilló a mi lado mientras yo hurgaba en mi fardo en busca de los hábitos. Echó un vistazo a Adela, que estaba ocupada atendiendo al niño, y me susurró:
—¿Vos no habéis pensado, Camelot, que Zophiel tampoco estaba aquí a la hora en que asesinaron a Jofre? No volvió hasta bastante después del toque de queda. Debió de regresar por el mismo camino. Debería de haber visto u oído algo, a menos que fuera él quien...
—No sigáis. Sé lo que creéis. Rezad por que esa misma idea no cruce por la mente de Rodrigo. Si Rodrigo acusa a Zophiel, temo por la vida de ambos.
Enterramos el cuerpo de Jofre dentro del altar. Osmond talló una gran cruz de madera como las que llevan los monjes para ponérsela en las manos. A Jofre le sentaba bien la ropa de monje. Tal vez habría acabado siendo uno, o quizás debería haber sido ése el camino que tomara, entre las voces puras y claras que cantan un amor supremo, en lugar de cantar el amor de las mujeres. Le cerramos los ojos y, ahora que la rigidez había desaparecido, la expresión de terror se desvaneció de su rostro. Con la capucha sobre el rostro y el hábito de cuello alto cubriéndole las heridas, parecía un niño durmiente dentro del sepulcro.
Rodrigo se arrodilló, le besó suavemente en los labios fríos y azules y le acarició la mejilla sedosa con la mano, como si lo que estuviera haciendo fuera arropar a su propio hijo en la cuna. No lloró. Su pena era demasiado profunda como para derramar lágrimas. Pensé en la madre de Jofre, cuyo hijo había muerto sin llegar a saber si ella había logrado sobrevivir. ¿Viviría ella, acaso, sin saber que su hijo había muerto? Es difícil enterrar al propio hijo. Te parte el corazón como ninguna otra muerte: es como enterrar un pedazo de ti mismo. Rodrigo habría querido devolvérselo, pero era ya demasiado tarde. ¿Por qué siempre se nos hace demasiado tarde?
El tablero del altar emitió un chirrido hueco y pesado al deslizarlo hasta su lugar. Levanté la vista y observé a Narigorm, que estaba en el umbral de las escaleras. Tenía algo brillante en la mano. Cuando me dirigí hacia ella, levantó el objeto y lo puso contra el haz de luz acuosa que se introducía por la ventana de la ermita. Volví a ver los tonos azulados y violáceos salpicados de destellos de oro, la lágrima de vidrio que contenía en su interior la luz de Venecia.
Rodrigo la vio al mismo tiempo que yo. Se la arrebató a Narigorm y la acunó en la palma de su mano.
Finalmente, Cygnus dijo amablemente:
—¿Retiramos otra vez la losa y se la ponemos en la mano?
Rodrigo vaciló un momento y después negó con la cabeza.
—El maestro la hizo para los vivos, para que recordaran lo que habían perdido. Los muertos no tienen recuerdos. Algún día se la regalaré al hijo de Adela, que nació a la misma hora en que asesinaban a Jofre. —Se volvió para mirar fijamente el altar—. Pero aún no. Hay algo que debo hacer antes de separarme de esto.
Las palabras resonaron en mis oídos como las campanas que anunciaban la peste. «Nació a la misma hora en que asesinaban a Jofre.» Hacía tiempo que aquella frase me rondaba por la cabeza, pero me había negado a formularla. Miré a Narigorm, que seguía de pie en el umbral de la escalinata, con la vista clavada en la tarima del presbiterio donde había nacido el niño y donde Jofre había reposado después de fallecer. En la penumbra del umbral, no podía apreciar su expresión, pero sí podía sentir su satisfacción. La negrura de la empinada escalera que tenía detrás se henchía a su alrededor como si aquella oscuridad no fuera sino su propia sombra. «Si se suma uno, hay que restar otro.» Desde luego, las runas no habían metido.
Aun sin oír la desesperada cacofonía de las campanas que resuenan en las villas, aun sin indicio alguno de la amarillenta cortina de humo sulfuroso, uno aprende a reconocer las señales de aviso. Los molinos, que se alzan como torres de vigilancia, quedan en silencio, con las astas inmóviles y atrancadas, sin el murmullo de las piedras de molienda ni la procesión de comadres que desfilan con la harina para su familia. Los molinos de agua tampoco emiten ruido alguno: las palas no chapotean y las piedras no chirrían la una contra la otra; los hombres no gritan. Cuando se oye ese silencio, uno aún se aferra a la esperanza de que sea tan sólo porque ya no queda grano que moler.
Más escalofriantes son los molinos que no están silenciosos, donde las astas giran sin control y la vibración de las ruedas de moler se siente bajo los pies. Los molinos fantasma, donde las piedras no paran de girar sin que salga de ellos harina alguna; donde astas y palas se rompen en astillas porque ya no queda nadie que pueda detenerlas. Se ven ovejas muertas en los campos y perros putrefactos en las zanjas. Y entonces, uno da media vuelta, se aleja rápidamente y toma el siguiente camino, cualquier sendero que lo aleje de aquel pueblo, ya que sabe que en su seno habita algo peor que el hambre.
Cada vez más villas y pueblos caían víctimas de la peste. Al alba, la gente se ocupaba de sus tareas sin rastro de la enfermedad y, antes del anochecer, docenas de personas yacían muertas y el mal se extendía por las calles como un incendio. Era imposible saber a quién atacaría: los hombres fuertes y jóvenes caían con la misma rapidez que las delicadas ancianas, sin ton ni son. Así pues, empezamos a tener miedo de entrar incluso en los pueblos sanos, por si la enfermedad se declaraba mientras estábamos allí. No tenía sentido arriesgarse para conseguir comida, ya que nadie tenía nada que vender. La mayoría de los aldeanos pasaban hambre y cualquiera lo bastante afortunado como para tener algo de comida la guardaba para sí oculta. ¿Quién podía culparlos?
Y así, seguíamos viajando hacia el este. Virábamos el rumbo y serpenteábamos como anguilas encauzadas hacia la trampa y, aun así, siempre acabábamos mirando al sol naciente. Cada vez que intentábamos encaminarnos al norte, hallábamos el sendero cortado por puentes arrasados, veredas intransitables a causa de los árboles caídos o caminos boqueados por los aldeanos por miedo a la peste. Todos esos obstáculos eran previsibles, naturales y, no obstante, una fastidiosa inquietud empezaba a echar raíces en mi fuero interno, como si hubiera algo, una fuerza innombrable, que nos impulsara hacia el este. ¿Por qué había pronunciado Narigorm aquellas palabras: «Iremos hacia el este. Ya veréis»? ¿Se limitaba a enunciar lo que las runas predecían, o era algo más que una simple mensajera?
Los demás apenas parecían ser conscientes de la dirección que seguíamos, ya que, si durante el día nos acosaba el temor a tropezarnos con la peste, durante la noche nos asaltaba algo que empezaba a causarnos más terror si cabe: el lobo seguía acompañándonos.
Las dos primeras noches después de abandonar la ermita no oímos nada, y empecé a pensar que el alguacil había cumplido con su cometido y había hecho que cazaran a la bestia. Después, la tercera noche, volvimos a oírlo, igual que antes, y esa vez ninguno de nosotros pudo fingir que no se trataba del mismo animal. Según íbamos moviéndonos, el aullido continuaba con nosotros, nunca más cerca que antes, pero tampoco más lejos. No lo oíamos todas las noches y, en cierto modo, eso era aún peor, ya que nos tendíamos rígidos en medio de la oscuridad y aguzábamos los oídos en su escucha. A veces no lo oíamos durante varios días; nos decíamos que se había ido y, de repente, aquel aullido volvía a hender la noche.
Nunca vimos ni rastro del lobo, ni una silueta sobre una colina a la luz de la luna, ni un par de ojos amarillentos que brillaran en el bosque, ni la huella de una garra en el barro, ni siquiera los restos de una muerte. Pero, cada vez que oíamos aquel aullido en la oscuridad, pensaba en los feroces mordiscos que presentaba el cuerpo de Jofre, el enorme agujero de la garganta y la expresión de terror en la cara, y me estremecía.
Nos había llevado algún tiempo encontrar la casa de la curandera. La senda que ascendía por las colinas bajas y alargadas sólo la utilizaban algunas carretas de los campesinos. Era lo bastante ancha para el carro, pero estaba llena de baches y rocas puntiagudas y teníamos que ir aún más despacio de lo habitual para no arriesgarnos a romper un eje de las ruedas o a que Janto quedara lisiada.
La casa estaba en una pendiente al final de un barranco inclinado hacia un lado, cerca de una cascada que saltaba sobre las rocas antes de estrellarse contra un profundo estanque bordeado de helechos. No había un camino que llevara desde la vereda hasta la casa, sólo un estrecho sendero trazado entre enormes rocas por los pasos de quienes, con los años, habían transitado por allí. Tampoco había rastro alguno de su moradora, excepto un hilo de humo que salía tembloroso de un agujero en el tejado y se introducía en el frío aire matutino. Aun así, un fuego en el hogar era buena señal: al menos la dueña estaba lo bastante sana como para encenderlo.
Osmond ayudó a apearse del carro a Adela, que tenía la cara pálida y parecía fatigada. El bebé, que estaba tendido en un cesto de mimbre entre sus brazos y la miraba con ojos indiferentes, frunció el rostro como si quisiera echarse a llorar, pero no logró emitir ningún sonido. Adela se estremeció. Desde que Rodrigo había vuelto a nuestra morada con el cadáver de Jofre, un escalofrío se había instalado en su cuerpo. Por muy cerca que estuviera del fuego, o por muchas mantas con que se cubriera, no lograba entrar en calor, como si el frío le hubiera atravesado los huesos como el mordisco de un lobo. Ya había pasado un mes desde que había dado a luz, pero seguía sin recuperar las fuerzas y la aprensión que le provocaba el niño sólo conseguía empeorarla. El bebé, aunque había mamado bien al principio, ahora estaba cada día más débil, y los ojos se le hundían en las cuencas y la carne se le encogía.
El creciente estado de ansiedad de Adela por su hijo había dado paso al miedo cuando una noche, mientras acampábamos, Narigorm gritó: «Mirad, es presagio de muerte», y nos indicó con el dedo una paloma que volaba en círculo sobre el carro, donde dormía el niño. Adela sacó al bebé del carro inmediatamente, y Osmond espantó a la paloma, pero el daño ya estaba hecho. Adela estaba convencida de que aquella señal iba destinada a su hijo, y yo cada vez temía más que, si seguía atormentándose, acabaríamos enterrando a dos miembros más de nuestra comitiva antes de que acabara el mes.
Necesitábamos una curandera experimentada. No nos atrevíamos a entrar en las poblaciones a buscar a un boticario o a un médico, aunque hubiera alguno con vida, y, a pesar de que yo conocía las hierbas necesarias para curar los males más comunes, no sabía cómo curar aquello. Pleasance habría sabido qué hacer, y lamentábamos su muerte más profundamente que nunca. Siempre había pasado desapercibida, callada y discreta como era, atendiendo una ampolla por aquí y un dolor de vientre por allá. Nadie había reparado mucho en ella hasta que había dejado de estar con nosotros, como un viejo árbol que uno ha dejado de ver hasta que alguien lo tala, y entonces el espacio vacío que aparece en el cielo hace que uno se dé cuenta de su verdadero tamaño.
Preguntábamos a cuantas personas nos cruzábamos por el camino si conocían a alguien que supiera de hierbas, pero la mayoría de ellas, igual que nosotros, estaban lejos de casa. Negaban con la cabeza y seguían avanzando. Por fin, una guardadora de ocas que encontramos por el camino nos habló de aquella casa.
—Toda la gente de estos parajes acude allí —nos dijo; después, azuzó al ruidoso rebaño para que siguiera adelante y, unos pasos más adelante, se giró y nos gritó—: Tiene la lengua muy afilada, la señora. Tened cuidado de no buscarle el lado malo o saldréis de allí escaldados.
Las palabras resonaban en mis oídos mientras contemplábamos la casa. No había razón para subir a Adela hasta allí si la mujer no podía ayudarla.
—Esperad aquí —dije—. Subiré yo solo. Un anciano solo no supondrá una amenaza para ella.
La casa era pequeña, redonda y sin ventanas, y estaba construida sobre la pendiente del barranco con rocas y peñascos, con un tejado de cañas. Una cortina de cuero hacía las veces de puerta. Unas cuantas gallinas rebuscaban entre las hierbas en la cuesta del jardín, que estaba rodeado por un seto de endrinos. Un viejo serbal se alzaba junto a la puerta de la casa. Las bayas rojas y brillantes características del árbol hacía tiempo que habían desaparecido, pero un cierto tipo de frutos colgaba de las ramas, de color marrón claro como el pergamino, algunos no más grandes que un pulgar, otros como puños, aunque no podía distinguir qué eran.
Cuando llegué a la puerta de mimbre del jardín, me detuve con la intención de llamar a la mujer para no asustarla, pero antes de que pudiera decir una palabra, salió una voz del interior de la casa:
—Podéis entrar, que no muerdo.
La cortina de cuero que servía de puerta se descorrió y apareció una mujer. Era alta y esbelta y llevaba el cabello, gris como el hierro, recogido en dos trenzas como una niña.
—He oído el carro que subía por la senda. El sonido sube hasta aquí. No hay muchas personas que usen el camino, y cada vez son menos, desde que la peste ha caído sobre nosotros.
—No tenemos la peste —me apresuré a decir.
—Ya lo sé. Si la tuvierais, me llegaría el olor. Así pues, ¿pensáis entrar o no?
Abrí la puerta y subí unos cuantos paso por el camino. Un par de gallinas se apartaron ruidosamente, exasperadas por que alguien las forzaba a interrumpir su búsqueda. La mujer giró el rostro en dirección al ruido y vi que tenía los ojos verdes velados de blanco lechoso.
—Venís en busca de ayuda —dijo; era una afirmación, no una pregunta.
Señalé hacia el carro y, enseguida, me detuve. Me sentía como un majadero. Aunque tengo un ojo ciego, sigo fiándome de mi ojo bueno, en lugar de los otros sentidos. Las voces del resto de nuestra comitiva ascendían hasta allí desde el barranco mientras acampaban.
—Viaja con nosotros una mujer joven que dio a luz hace pocas semanas, pero la leche se le está secando y el bebé está cada vez más débil.
—Hay muchas razones por las que una mujer deja de producir leche. No obstante, antes de decir qué hierbas pueden ayudarla, debería palparle los pechos, para ver si están vacíos o hinchados, fríos o calientes. Traedla hasta aquí. Yo ya no bajo por la senda. Mientras tanto, os daré algo para ayudar al bebé. Venid conmigo.
Sin esperar a que la siguiera, desapareció en el interior de la casa. Yo fui tras ella, pero las piernas me flaquearon cuando por fin vi qué era lo que colgaba de las ramas del árbol: docenas de fetos secos se mecían con la brisa, bebés de corderos, de ternero y humanos. Algunos de ellos eran tan diminutos que era imposible decir si eran humanos o animales; otros eran niños perfectamente formados, aunque no más grandes que una mano. Los cuerpos secos repicaban como sonajeros al golpearse entre sí con la brisa.
Como si pudiera ver lo que estaba mirando, la mujer me habló desde el oscuro interior de la casa:
—Estos últimos años, cada vez más mujeres han tenido abortos. Vacas y ovejas también están perdiendo a sus hijos. Los malos espíritus se introducen en su vientre y las mujeres quedan embarazadas, pero los hijos nacen prematuros. Si se entierran los fetos, los espíritus quedan libres para volver a entrar en otros vientres una y otra vez y evitar así que las mujeres alumbren a niños humanos.
Salió con un cuenco de madera lleno de un líquido denso y blanco, y continuó hablando sin pausa.
—El serbal atrapa los espíritus malignos y los amarra para que no puedan volver a introducirse en los vientres. El serbal tiene poderes para combatir las maldiciones y los espíritus malignos, y aún más cuando el niño está vivo. —Me entregó bruscamente el cuenco—. Haced que el bebé coma tanto de esto como podáis. Dádselo en cantidades pequeñas pero frecuentes.
Olí el contenido y la mujer, al oírme, se echó a reír.
—No son más que huevos, con cáscara y todo, disueltos en licor de angélica y batidos con un poco de miel. Nutrirá al bebé. Cuanto más fuerte esté, con más fuerza mamará, y eso ayudará a que salga más leche. Ahora, señora, id y haced venir a la madre y veremos qué puedo hacer por ella.
—Señor —la corregí—. Aun así, gracias. Os enviaré a la joven.
Ella arrugó las cejas.
—¿Señor? Habría jurado que...
Alargó la mano para palparme la cara, pero retiré de inmediato la cabeza y me marché de allí apresuradamente antes de que pudiera decir nada más. La dejé de pie junto al serbal, a la sombra de los cadáveres de los bebés.
Más tarde, Osmond ayudó a Adela a subir por aquella senda repleta de rocas y esperó fuera de la casa a que la mujer la examinara. Volvieron al lugar en que habíamos acampado con unos manojos de hierbas que la curandera les había asegurado que estimularían el flujo de leche. Adela, aunque seguía estando exhausta, parecía más contenta de lo que había estado en días. Pero Osmond no estaba tan convencido. La curandera los había advertido de que las hierbas por sí solas no ayudarían a Adela por mucho tiempo. A menos que tomara más alimento para recuperar las fuerzas tras el parto, los pechos se le secarían del todo. Debía comer más que unos cuantos pájaros escuálidos y salvajes y unas pocas hierbas. Necesitaba carnes rojas y vino tinto para nutrir la sangre si había de producir buena leche para el bebé. Pero la curandera no sabía de nadie que tuviera leche ni vino para vender.
—He oído que tienen mucha comida y vino en la casa Voluptas —les había dicho—, pero haría falta alguien muy astuto para convencerlos de venderla. Ya ha habido quien lo ha intentado, según me dicen, pero nadie ha tenido éxito.
Era como si nos hubieran planteado un reto; un reto que Zophiel, cuando lo oyó, no pudo resistir.
El fraile se acercó a la rejilla del portón y nos escudriñó, primero a Zophiel y, luego, a mí.
—¿Podéis transformar el plomo en oro? —preguntó incrédulo.
—¿Acaso no lo creéis posible? —Zophiel arqueó las cejas con ese gesto tan familiar que tenía, señal inequívoca de que estaba tendiendo una trampa a algún inocente para que cayera en ella. Por una vez, deseé que la presa mordiera el anzuelo.
La casa solariega que llamaban Voluptas, ‘deleite’, estaba tan apartada como la morada de la curandera. Era el lugar ideal para quienes deseaban alejarse de los problemas mundanales, y eso era justamente lo que querían los moradores de Voluptas. Según la curandera, eran sobre todo gente de Londres, unos veinte hombres y mujeres acaudalados, bellos y jóvenes en su mayoría, que habían huido cuando la peste empezaba a asolar la ciudad. Aun así, se decía que el hombre que se proclamaba guía del grupo no era rico, bello ni joven. Era un fraile pobre, pero con un gran don, ya que sabía detener la peste.
Por lo que veíamos de él a través de la rejilla, llevaba el hábito de los carmelitas, pero el suyo no era de la tela basta que solían gustar los frailes para humillar la carne. El suyo estaba hecho de suave lana, y era grueso y cálido contra el frío hiriente. También las carnes del religioso eran suaves y redondeadas, y sus dedos gruesos y rechonchos, con hoyuelos en los nudillos. Mientras nos hablaba, se llevaba a la nariz un ramillete de hierbas dulces, aunque apenas si las necesitaba, ya que el fuerte perfume que exhalaba su cuerpo seguro que bastaba para disipar cualquier olor desagradable que pudiera emanar de nosotros.
El fraile se apartó el ramillete de la boca lo suficiente como para poder hablar.
—Son muchos los que creen que es posible convertir el plomo en oro —dijo sin comprometerse.
Zophiel esbozó una sonrisa. Yo no tenía ni idea de adónde nos llevaba eso, pero ya sabía, por lo que la curandera le había dicho a Osmond, que pocas cosas podría comprar allí con mis reliquias. La gente de aquella heredad no ponía su fe en los santos, sino en su fraile, y él no la depositaba en Dios ni en el demonio.
—¿Cuál es el origen de la peste? —inquirió Zophiel.
El fraile parecía desconcertado por el cambio de asunto.
—Un exceso de melancolía, un desequilibrio de los humores —replicó con brusquedad. Estaba claramente deseoso de volver al tema del oro.
Pero Zophiel no había terminado aún.
—¿Y cómo se corrige ese desequilibrio para evitar la peste?
El fraile suspiró de impaciencia.
—Haciendo como nosotros, que nos sumergimos día y noche en las artes nobles, comiendo buena comida, bailando, tocando música dulce y oliendo agradables aromas, dando rienda suelta a los placeres de la carne en todas sus formas, sin negarle al cuerpo nada por lo que suspire. La gente enferma cuando se dedica a darle vueltas a ideas desagradables, cuando le niega al cuerpo lo que éste desea y hace infeliz a la carne. Por eso tanta gente ha sido víctima de la Gran Mortandad: se obcecan en ella y, así, su cuerpo cae enfermo de la peste. Yo no permito que se la mencione entre estas paredes. Aquí sólo pensamos en la belleza y en el placer. Pero eso ahora no importa. —Agitó con impaciencia los dedos ensortijados—. Hablabais de convertir el plomo en oro. ¿Qué tiene que ver el oro con la enfermedad?
Zophiel sonrió.
—Sabéis, amigo mío, que todo se compone de los cuatro elementos, tierra, agua, fuego y aire, y de los tres principios, sal, azufre y azogue. El plomo sólo difiere del oro en la proporción de sus componentes.
—Sí, sí. Todo eso es bien sabido.
Pero Zophiel no quería ir más deprisa.
—La enfermedad, como sabiamente habéis dicho, procede del desequilibrio de los humores del cuerpo. Si mantenéis el cuerpo y la mente equilibrados, el cuerpo no enferma y, si un cuerpo enferma, puede recuperar la salud si se corrige el desequilibrio de los humores. Y eso mismo, amigo mío, sucede con todas las cosas del universo. Sequitur, uno sólo tiene que encontrar el correcto equilibrio entre elementos y principios para convertir el vil metal en oro. Igual que vos, amigo mío, con vuestra sabiduría, habéis descubierto que la combinación de belleza y placer es la sustancia alquímica que transforma la vil enfermedad en la pureza de la salud, otros han encontrado la sustancia que transmuta los metales, del plomo corruptible a la pureza del oro.
—¿Habéis descubierto la piedra filosofal? —Al hombre se le encendieron los ojos de avidez—. Los alquimistas llevan años buscándola.
—No se trata de una piedra, amigo mío. Como vos habéis averiguado, no es extrayendo sangre del cuerpo como se restablece el equilibrio entre los humores, según han creído erróneamente los médicos durante tanto tiempo, sino añadiéndole al cuerpo belleza y placer. Así, los alquimistas no comprendían lo que estaban buscando. No es una piedra lo que operará la conversión, sino un líquido, un elixir.
Al fraile le brillaban los ojos.
—¿Y habéis descubierto cómo fabricar ese líquido? Debéis de ser un hombre muy rico, de hecho.
Zophiel sacudió la cabeza con pesar.
—Por desgracia, no es así. No lo he descubierto yo, aunque aún conservo la esperanza, amigo mío. Pero en mis viajes, he encontrado a quien sí lo ha descubierto, y me dio unas cuantas gotas de ese preciado elixir en pago por un modesto servicio que le presté.
En ese momento, Zophiel se presionó el torso con la mano e hizo una humilde reverencia que implicaba que el servicio distaba mucho de haber sido modesto.
—Lamentablemente, ya he utilizado la mayor parte del líquido que me dio para mantener unidos cuerpo y alma en estos tiempos tan difíciles. Sin embargo, cuando llegó a mis oídos la transformación que vos habíais operado sobre el cuerpo, no pude evitar la tentación de venir hasta aquí a mostraros lo que podía conseguirse. Sabía que sólo un hombre como vos sería capaz de comprender lo que estaríais presenciando. Con las últimas gotas que aún me quedan, estaría dispuesto a demostraros las maravillas que pueden lograrse para vuestra edificación.
El fraile dudó unos instantes, con el corazón desgajado entre el deseo de mantenernos fuera y las ganas de presenciar el gran prodigio. Habló con alguien que había a su lado y sonaron pasos que se alejaban del portón. Finalmente, oímos el ruido de cadenas y pestillos.
—Podéis entrar, pero sólo hasta la casa del guarda. No quiero que las mujeres vean... —vaciló al ver mi cicatriz.
Yo sonreí irónicamente. Qué duda cabía de que mi cicatriz violácea y la cuenca del ojo vacía no eran cosas ni bellas ni agradables.
Una vez traspasado el portón, era yo quien observaba con perplejidad. Después de todos los pueblos y ciudades desolados, de los huertos desnudos, de las cosechas que se pudrían en los campos, Voluptas parecía una alucinación provocada por el hambre. Había allí cuidados huertos y jardines de hierbas bien atendidos, bien podados y ordenadamente dispuestos, listos para la llegada de los primeros brotes primaverales. Había lechos de césped entre hileras de tomillo y manzanilla, preparados para recibir a los amantes cuando los días fueran otra vez más cálidos. Los canales de riego llevaban agua limpia y, sin duda, estaban llenos de peces, mientras que las palomas blancas que picoteaban entre las hierbas sugerían la existencia en algún sitio de un palomar bien dotado. No había allí nada que pudiera distraer la vista del placer. Era un mundo que existía al margen del tiempo.
No obstante, no se nos permitió que nos recreásemos en la vista, ya que el fraile nos instó a entrar apresuradamente en una estancia de piedra que había a uno de los lados del portón. Poco después, varios hombres llegaron aprisa. No vestían hábitos de fraile. Las finas telas, los ricos colores y las cálidas pieles que portaban indicaban que sólo los ricos iban a aquel lugar a considerar bellos pensamientos. El fraile sabía bien lo que hacía: predica el consuelo entre los ricos, y engordarás; predica el infierno entre los pobres, y pasarás hambre con ellos.
Zophiel pidió que le trajeran un pequeño brasero de latón y un poco de carbón y, con gran pompa, calentó el carbón y comprobó su calor con astillas de madera y con la hoja de su cuchillo hasta estar satisfecho con la temperatura. Sacó un crisol, lo sostuvo sobre el brasero y, ceremoniosamente, vertió en aquél tres gotas de un líquido claro y viscoso. El líquido se vaporizó en forma de nube de humo denso y blanco. Zophiel mostró una pequeña pepita de plomo gris y opaco.
—Observad con atención —ordenó.
Todos se inclinaron hacia delante para contemplar más de cerca. Vieron que, al caer el plomo en crisol, el humo cambiaba de color: de blanco a morado y después a negro. Todos contuvieron la respiración y, de pronto, el humo se despejó.
—Observad.
Hubo un grito ahogado cuando vieron los destellos a la pálida luz del sol de la tarde. Zophiel le pidió al fraile que extendiera la mano e inclinó el crisol sobre su palma, blanda y gruesa: una pepita de oro cayó sobre ella, exactamente de la misma forma y tamaño que la pepita de plomo.
Esperé a que estuviéramos fuera otra vez y sentarme de nuevo junto a Zophiel en el carro. Ni siquiera una pepita de oro logró arrancarle al monje un tonel de harina, pero regresábamos lentamente al lugar donde estábamos acampados con un gran barril de vino y un cordero vivo en el cajón del carro, lo que era más de lo que yo había soñado que podríamos obtener.
Miré a Zophiel de soslayo. Su pálido rostro lucía una aire petulante de satisfacción, y los ojos habían perdido esa mirada huraña que siempre mostraban desde el día del asesinato de Jofre. Hacía meses que Zophiel no había tenido ocasión de embaucar a la muchedumbre y el éxito le había devuelto la antigua arrogancia. Lo había hecho bien, y lo sabía.
—Zophiel, supongo que era oro cubierto de cera gris. Se calienta, la cera se funde bajo el humo y hete aquí que el oro que hay debajo aparece ante los ojos. Inteligente.
Inclinó cortésmente la cabeza en señal de reconocimiento y fustigó con el látigo a Janto en la espalda para que acelerara el paso. La yegua lo ignoró.
—Pero, si ya teníais el oro, ¿por qué no se lo habéis ofrecido, simplemente, a cambio de las provisiones que nos hacían falta? ¿Por qué todo ese espectáculo, que fácilmente podrían haber descubierto?
Una sonrisa le torció los labios.
—Estáis perdiendo facultades, Camelot. Son personas ricas. No querían oro. ¿De qué les sirve el oro? No hay nada que puedan comprar con él. Lo que querían era una prueba de que no están equivocados.
—¿Admitís finalmente que a los hombres se les pueden vender esperanzas? ¿He conseguido enseñaros eso, al menos?
Soltó una carcajada y volvió a usar el látigo, esta vez más fuerte. Estaba de mejor humor que en muchas semanas.
—No, Camelot, esperanzas no. La esperanza es para los débiles. ¿Aún no he logrado enseñároslo? Albergar esperanzas es depositar vuestra fe en los demás y en cosas externas a uno. De ahí surgen el engaño y la decepción. No querían esperanzas, Camelot, eran certezas lo que deseaban. Lo que todo hombre necesita es la certeza de que tiene razón, sin dudar de sí mismo, sin la idea pasajera de que tal vez esté equivocado o engañado. La plena convicción de estar en lo cierto, eso es lo que le da a un hombre la confianza y el poder para hacer todo lo que desea y tomar de este mundo y del siguiente todo cuanto quiera.
Aquella noche acampamos a los pies del barranco donde estaba la casa de la curandera. Encendimos varias hogueras y Zophiel mató el cordero. También en eso sus manos eran diestras. Un rápido corte en la garganta con el cuchillo, y el cordero se desplomó como una piedra, sin oponer resistencia ni berrear. Zophiel recogió la sangre en un cuenco y la puso a un lado. Después, él y Osmond le desollaron y le vaciaron las entrañas. Narigorm los ayudó, en cuclillas sobre sus ancas mientras tiraba de las asaduras moradas y humeantes y las metía en un cubo.
La curandera nos había dicho que Adela tenía que comer hígado y corazón, así que metí ambas cosas en la panza, con los riñones y los bofes, y lo herví todo en la sangre, junto a la cabeza y las manitas del cordero. Pinchamos dos de las piernas en un espetón y las pusimos a asar. El resto del cuerpo del animal lo envolvimos y lo colgamos de la parte superior de carro, fuera del alcance de perros y zorros hambrientos. Con el frío, se conservaría unos cuantos días.
Le hicimos llegar a la curandera un poco de carne asada, una manita y algo de vino, en pago por las hierbas. No quise ser yo quien se lo llevara, de modo que Zophiel se ofreció a ir. Yo no tenía ganas de volver a hablar con la curandera.
La noche cayó rápidamente y el aire se volvió aún más frío. El cielo claro y añil estaba escarchado de estrellas. Utilizamos el río como defensa en un lado y encendimos un semicírculo de hogueras en el otro para dormir protegidos entre el río y las hogueras. Después, nos sentamos bajo las estrellas y nos calentamos la barriga con la carne asada, así como picoteando la carne de las manitas, bañada en la rica salsa de la sangre. Nunca la carne nos había sabido tan sabrosa y saciante. Comimos hasta tener la tripa hinchada, y aún nos quedó apetito para quebrar los huesos y sorber ávidamente el tuétano amarillo deshecho.
Adela, aunque seguía estando fatigada, parecía mejorar. Yo esperaba que la curandera tuviera razón y la leche volviera a fluirle en abundancia. El bebé dormía entre sus brazos. Había tomado varias cucharadas de aquel caldo de huevo y los ojos parecían menos hundidos, y la piel, más suave.
Al bebé le pusieron por nombre Carwyn, que significa ‘amor bendito’. A pesar de la precariedad con que se agarraba a la vida, habían tardado varios días en darle nombre. Porque, aunque hubiéramos podido pensar en algo más que en el cuerpo mutilado de Jofre, no habríamos podido ponerle el nombre a un niño inocente el mismo día en que enterrábamos a Jofre y vincular por siempre su nombre a la muerte.
Fue Adela quien se lo puso. Osmond sonrió lánguidamente al escuchar su elección, pero nunca lo pronunciaba. Jamás cogía a Carwyn ni cuidaba de él, aunque le oyera llorar. Aquel niño tenía algo que hacía que no soportara acercarse a él. Ya no se sentaba rodeando con los brazos a Adela, como antes solía hacer todas las noches, sino que se sentaba aparte, como san José en las imágenes de la Natividad. Protector, vigilante, pero siempre a un lado, apartado de la madre y el niño.
Yo no les había dicho a Adela y a Osmond que creía saber lo que pasaba y que no los delataría ante el resto de la comitiva. No quería ver el disgusto en los ojos de Rodrigo y de Cygnus, ni el dolor en los de Adela y Osmond. ¿Qué derecho tenía yo a condenarlos por estar enamorados? «Hueso de mi hueso.» ¿No es eso lo que Adán decía de Eva?
Además, el pequeño Carwyn era lo único que podía lograr que Rodrigo esbozara una sonrisa. Adoraba al niño, y a menudo lo mecía en brazos mientras Adela descansaba. Los ojos se le enternecían cuando miraba a los ojos azul oscuro de Carwyn y, por unos instantes, volvía a parecer el Rodrigo que yo había conocido en la posada hacía varios meses.
Desde la muerte de Jofre, se había encerrado en sí mismo. Tenía el rostro demacrado, y no sólo por lo exiguo de la dieta. Antes, era raro que pasara un solo día sin practicar su música. Decía que era vital mantener los dedos ágiles. Sin embargo, desde el día en que llevó el cuerpo de Jofre al lugar en que morábamos, no había vuelto a tocar una sola nota. Yo creía que se castigaba a sí mismo negándose su mayor placer porque se sentía culpable de la muerte del chico. Eso me afligía el corazón, pero no hallaba palabras para consolarlo.
La única que no estaba afectada por la muerte de Jofre era Narigorm. Ella no cambiaba, aunque lo hicieran las cosas a su alrededor. A diferencia de la mayoría de las niñas de su edad, no mostraba el más mínimo interés por el recién nacido, como si creyera que ya estaba muerto. Intenté alejar de mí aquel pensamiento, pero su forma de ignorar a Carwyn, como si no estuviera, me asustaba. Osmond la seguía llevando a cazar con él. Pasaba más tiempo con ella que con Carwyn. Sin embargo, incluso él volvía de sus expediciones lleno de aprensión por el deleite con que Narigorm mataba a aquellas criaturas. Aun así, como decía Zophiel, los niños siempre disfrutan con el triunfo que representa atrapar un pez o un pájaro. Para ellos es como un juego.
Zophiel había estado de un humor excelente desde que habíamos regresado con el vino y el cordero. Explicaba una y otra vez la historia de Voluptas, con una modestia que rayaba el desprecio de sí mismo, lo que en su caso sonaba más arrogante que cualquier hombre que se jactara abiertamente de sus acciones. Sin embargo, cuando la luna empezó a alzarse en el cielo y llenó el barranco de una luz pálida y sombras alargadas, volvió a asaltarle la desazón y empezó a lanzar miradas nerviosas a su alrededor y a llevarse involuntariamente la mano al cuchillo que llevaba en la correa. Todos nos habíamos asegurado de tener a mano los cayados y los cuchillos al caer la noche. Teníamos buenos motivos para ello. La noche era el dominio del lobo.
Clavé la vista en lo alto del risco que había sobre el barranco. La luz de la luna rozaba la cima de la colina con su brillo plateado, pero allí arriba nada se movía. No se oía nada excepto el crepitar de las hogueras y el agua que se precipitaba sobre las piedras y guijarros en el río. Sentado en la quietud de aquel valle, escuchando el gorgojeo del río, de pronto me sentí como si estuviera de nuevo en las colinas en las que había crecido. Casi podía ver a las elegantes nutrias cazar en los torrentes de aguas tan frías y diáfanas que te entumecían los dedos. Casi podía sentir el dulzor de los arándanos morados con que me llenaba la boca y me manchaba los labios y los dedos de azul. Y el viento, el viento claro y puro que se llevaba tu aliento en invierno y, en verano, sabía a vino blanco. Sabía que era imposible, pero aquella noche habría dado cualquier cosa por estar allí y beber en la paz solitaria de aquel lugar, aunque sólo fuera por una última vez.
Me sobresalté cuando vi que algo enorme y lívido planeaba silenciosamente sobre el barranco, más allá de la luz de las hogueras. Sólo lo atisbé con el rabo del ojo, y no sabría decir de qué se trataba. Después oí su sonoro y profundo ulular: un búho real que había salido a cazar su cena.
Cygnus se estremeció con aquel sonido inquietante y se ajustó la capa.
—¿Qué pasará si el lobo huele el cuerpo del cordero en el carro?
—Eso lo atraería hasta el sitio donde hemos matado al animal y le hemos desollado —dijo Osmond—. El olor a sangre es más intenso allí.
Deliberadamente, habían sacrificado al animal en un lugar alejado del campamento, para que no atrajera a ningún carroñero, pero ahora que era de noche el lugar se nos antojaba de una incómoda proximidad. Incluso el valle siguiente habría sido demasiado cerca. Cygnus miró hacia el lugar en que habíamos matado al cordero, pero quedaba en la parte de la colina que estaba en sombras, demasiado oscura para ver si algo se movía.
—¿Y qué pasará si sigue el rastro hasta aquí?
—No lo hará —dijo Zophiel—. Allí encontrará cuanto necesita.
—Pero allí no hay nada salvo hierba empapada de sangre. Eso sólo le abrirá el apetito —a Cygnus le temblaba levemente la voz.
—Hay algo de carne. Volví al lugar y puse algunos trozos.
Me acerqué un poco más el bastón.
—Eso lo entretendrá esta noche, por lo que os estoy profundamente agradecido, Zophiel —añadí rápidamente—. Pero ¿no corremos el peligro de animarlo a que nos continúe siguiendo por la comida?
—Os aseguro, Camelot, que si esta noche se come la carne, será lo último que se zampe. La he rociado con acónito. Vamos, ¿no pensaríais que se la iba a dejar allí como regalo? Cualquier animal o cualquier persona que coma esa carne no vivirá para ver el amanecer y, en ese caso, nos habremos librado de él para siempre.
—¿Cualquier persona?
—¿No fuisteis vos, Camelot, el primero que nos contó la historia del hombre lobo? Supongo que no habéis rechazado la idea. Después de todo, tenéis una cicatriz que prueba lo que nos contasteis.
—¿Acónito? —terció Rodrigo, como si acabara de percatarse de lo que había dicho Zophiel—. ¿Lleváis ese veneno con vos?
Zophiel rió en voz baja.
—¿Acaso me tomáis por un asesino? No, pero sospechaba que la curandera tendría esa planta. Crece bien cerca del agua y, por lo que sé, es efectiva contra las mordeduras venenosas, incluso contra la del hombre lobo.
—¿La curandera os lo ha dado? —No podía imaginármela dándole a nadie una cantidad letal de veneno, sobre todo a un hombre como Zophiel.
—Digamos que la convencí para que me lo diera.
Osmond se levantó inmediatamente.
—¿Qué le habéis hecho, Zophiel?
Zophiel se sobresaltó por un momento, pero no tardó en recuperar la entereza.
—Nada, amigo mío. Hemos regateado un poco hasta llegar a un acuerdo.
—¿Y qué tenéis vos que ella desee? —preguntó Osmond lleno de recelo.
—Se trata más bien de lo que ella tiene. Es bien sabido que las brujas utilizan varas de endrino para realizar abortos. Si las atrapan con una de esas varas en las manos, creo que la pena es la quema en una hoguera de endrino. El seto de endrinos que tiene en su casa es lo bastante grande como para ejecutar a todo un aquelarre.
—¿La habéis amenazado, después de todo lo que ha hecho por nosotros? —bramó Osmond.
También Rodrigo se había puesto en pie. Ante la furia de ambos, Osmond y Rodrigo, Zophiel intentó levantarse, pero los tres quedaron paralizados cuando el aullido inconfundible del lobo resonó en el barranco y retumbó en la oscuridad. Escudriñamos frenéticamente a nuestro alrededor, pero nadie podía decir de dónde procedía aquel sonido. El lobo volvió a aullar una y otra vez, y su sonido siempre parecía envolvernos. Primero lo oíamos en un sitio, después en otro. Osmond y Cygnus corrieron hacia las hogueras, atizaron el fuego y añadieron más leña, hasta que las llamas se elevaron ruidosamente por los aires y las chispas doradas llenaron la oscuridad. Rodrigo, agarrando el cayado firmemente con ambas manos, escrutaba la penumbra aquí y allá, en un intento por ver de dónde podía proceder el ataque. Adela se acurrucó en el suelo y cubrió al bebé con su cuerpo para protegerlo con su propia vida. Zophiel giraba desaforado sobre sí mismo blandiendo su cuchillo y moviendo los labios sin emitir sonido alguno, como si estuviera rezando. La única que no parecía comprender el peligro que nos acechaba era Narigorm. Estaba de pie, quieta, la silueta recortada contra el fuego, con una mano extendida como si quisiera tocar aquel sonido. Después, los aullidos cesaron y el silencio volvió a caer desde las colinas, un silencio que disolvía el crepitar del fuego y el murmullo de las aguas oscuras, un silencio más inquietante aún que los propios aullidos. Contuvimos la respiración y aguzamos el oído.
No sé si los demás lograron dormir aquella noche. Hicimos turnos para vigilar y alimentar las hogueras, pero, aun sabiendo que los demás estaban vigilando, yo no pude dormir. Por fin divisé, con alivio, un delgado hilo de luz que ascendía sobre las lejanas colinas. Debí de dormirme entonces porque, cuando me desperté, el sol ya lucía y Adela removía un cazo sobre las ascuas de uno de los fuegos. Una fina columna de humo se elevaba en vertical en el cielo rosa pálido. Mi capa estaba tan tiesa por la escarcha que chasqueó al sacudirla.
Eché una ojeada a la casa de la curandera. No salía humo del hogar. Tal vez no se había levantado aún. No la culpaba. Si yo hubiera pasado la noche en un lecho caliente, no tendría prisa por abandonarlo. Zophiel y Rodrigo estaban dormidos y se recuperaban de la última guardia, pero Osmond y Cygnus ya habían salido a buscar más leña y Narigorm estaba recogiendo agua del río.
Estaba terminando el segundo cuenco de caldo cuando vi que Cygnus y Osmond regresaban a grandes zancadas hacia el campamento lanzando blancos bufidos de vaho al apresurar el paso. Ambos volvían con fardos de leña colgados a la espalda. Parecía que habían tenido suerte. Sin embargo, cuando Cygnus pasó rápidamente junto a mí, intuí que algo iba mal. Zophiel acababa de levantarse y estaba en cuclillas junto al río remojándose la cara. Cygnus fue hasta él y tiró del nudo de la correa que le rodeaba el cuello. El fardo cayó pesadamente en el suelo helado con un golpe seco. No era leña lo que llevaba, sino el cuerpo sin vida de un búho, un gran búho. Tenía el pico negro muy abierto, como si le faltara el aire.
—Esto es lo que habéis matado esta noche con vuestro veneno. No un lobo, sino esta pobre criatura.
Zophiel se levantó y se dio la vuelta sin dejar de sacudirse de las puntas de sus largos dedos un agua que salía despedida como chispas. Apenas si miró el búho que yacía a sus pies, tendido en el suelo.
—¿Hay indicios de que hayan mordisqueado la carne?
—Unas cuantas tiras arrancadas, pero probablemente fue el búho.
Zophiel tentó las plumas con la punta de la bota.
—Un búho real. Una buena ave de cetrería. Quizás sea salvaje, pero lo más probable es que algún halconero descuidado lo haya perdido. No querría estar en su lugar: alguien se cobrará en su piel lo que vale el animal. De todos modos, ahora ya no vale para nada. Podéis tirarlo si queréis.
Cygnus se esforzaba en vano por controlar su rabia.
—¡Al cuerno lo que valga el animal! —gritó—. ¿Cuánta carne pusisteis ahí afuera? Habrían bastado unos cuantos trozos de carne cruda con veneno para matar a un lobo hambriento y, sin embargo, pusisteis una pierna entera y parte de un costado. Adela y el bebé necesitan esa carne. La cogisteis sin siquiera consultarnos. Ahora que la habéis rociado de veneno, no podemos aprovechar ni los huesos para hacer caldo. Sé que el lobo os produce pavor, Zophiel, pero eso ha sido un inútil y estúpido despilfarro.
La expresión de Zophiel era cada vez más torva a medida que Cygnus iba hablando. Al oírle mencionar el miedo que le producía el lobo, los ojos se le encendieron peligrosamente. Aun así, a diferencia de Cygnus, replicó con voz queda y serena:
—Si me lo permitís, os recordaré que han sido mi habilidad y mi oro los que han comprado el cordero y el vino. Así pues, ambas cosas son mías. El hecho de que haya escogido compartirlas con vosotros, al igual que he compartido el carro y otras provisiones, es algo que deberíais agradecerme de rodillas. Si no hubiera decidido mostraros mi generosidad, vos, como Adela, habríais pasado hambre ayer. Lo que hice con el resto del animal es cosa mía y de nadie más.
—Todos compartimos cuanto tenemos —protestó Osmond—. Muchas noches vos habéis cenado lo que yo he cazado o lo que Camelot ha trocado por una de sus reliquias.
Zophiel ignoró la interrupción sin levantar sus ojos maliciosos de Cygnus.
—Yo he sacrificado esa carne, una carne que también yo podría haber comido, en un intento de salvarnos a todos del destino que sufrió nuestro obstinado amigo. Confío en que todos estaréis de acuerdo en que vale la pena sacrificar la comida de un día. Espero que no hayáis olvidado el aspecto que presentaba el cuerpo de Jofre cuando lo recuperamos. Es difícil comer un pedazo de cordero cuando no se tiene garganta. Sugiero que lo recordéis antes de atreveros a criticarme otra vez. En cuanto a malgastar la carne, mañana volveremos a ponérsela, y también al día siguiente si hace falta. ¿Quién sabe? Si tenemos suerte, tal vez libremos al mundo de otro de vuestros primos plumíferos.
De un puntapié, apartó el cadáver del búho de su camino y se alejó de la orilla del río. Al pasar junto a Cygnus, le dio un fuerte empellón con el hombro. Cygnus resbaló sobre la hierba cubierta de escarcha, se desplomó hacia atrás y quedó tambaleándose en el borde de la orilla. No pudo recuperar el equilibrio y cayó de espaldas al agua. El río no era muy profundo, pero el agua estaba helada. Abrió la boca por la impresión justo en el momento en que el agua que había levantado con su caída le golpeaba en la cara y le llenaba la boca y los pulmones. Le faltaba el aire. Era incapaz de hacer pie sobre las piedras resbaladizas del lecho de río y el peso de la capa empapada tiraba de él hacia atrás. Sintió pánico, y los ojos se le salían de las órbitas mientras braceaba frenéticamente con el único brazo que tenía.
Rodrigo acudió corriendo y se tiró al agua. Agarró a Cygnus justo en el momento en que la cabeza volvía a hundírsele en el agua. Tiró de él para levantarlo, lo arrastró hasta la orilla y lo sacó del río.
Cygnus se hincó de rodillas sobre la hierba y empezó a toser y a boquear. Rodrigo le golpeaba la espalda mientras él luchaba por tomar aire. Permaneció un rato en el mismo sitio, jadeando dolorido y sin poder reprimir los temblores.
Rodrigo le puso la mano sobre el hombro.
—Quitaos la ropa mojada y venid junto al fuego. Narigorm, ve a buscar una manta.
Pero Cygnus era incapaz de moverse. Rodrigo se agachó y empezó a quitarle la capa empapada de la espalda. Mientras ayudaba al muchacho, que no paraba de tiritar, a quitarse las ropas mojadas, Rodrigo levantó la vista y miró hacia Zophiel, que contemplaba la escena con cara de diversión.
—Lo habéis empujado adrede. Os he visto.
—Estaba muy encendido. Había que enfriarle un poco.
—Recordad que no sabe nadar.
—Pues ya es hora de que aprenda. ¿No es eso lo que hacen los cisnes, nadar? Para eso sirven los cisnes, para eso y para hacer un buen asado. No sirven para nada más.
Se calló por un instante y observó fijamente. De pronto, echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír con sonoras carcajadas.
—Pero ¿qué tenemos aquí? Parece que estaba equivocado. Nuestro principito no es un cisne, al fin y al cabo.
Todos nos volvimos para mirar en la dirección a la que apuntaba la mirada sardónica de Zophiel. Cygnus estaba aún de rodillas sobre la hierba, pero tenía el torso desnudo hasta la cintura y vimos inmediatamente a qué se refería Zophiel. No había ninguna ala, ni una sola pluma, sino tan sólo un muñón rosáceo del tamaño de un pie, con seis pequeñas protuberancias en el extremo del muñón, como brotes de carne no más grandes que el pezón de una mujer.
Zophiel lucía una amplia sonrisa.
—Naturalmente, si hubiera sabido que no era más que un pobre lisiado, jamás...
Cygnus se estremeció al oír la palabra lisiado, pero Zophiel no tuvo oportunidad de acabar la frase. Rodrigo corrió hacia él y le cruzó violentamente la cara con el revés de la mano. Zophiel cayó de espaldas sobre la hierba, pero enseguida se recuperó. Con la mano izquierda sobre la boca, se levantó dificultosamente. Vi un destello de luz reflejada en algo que Zophiel agarraba con la mano derecha. Intenté dar un grito de aviso, pero Osmond fue más rápido que Zophiel, al que aferró por la muñeca y le retorció el brazo. El cuchillo cayó sobre el suelo helado.
Osmond lo alejó de una patada.
—¡Ah, no, Zophiel! Lo estabais pidiendo.
Por un instante, Zophiel permaneció inmóvil con los ojos clavados en Rodrigo. Después, se limpió la sangre que le bajaba hasta la barbilla desde el labio, que se le había inflado rápidamente.
—Andaos con cuidado, Rodrigo —dijo, sin levantar la voz—. Ésta es la segunda vez que me ponéis la mano encima. No toleraré una tercera.