14. El soplador de vidrio

AUN después de todo lo que ya había presenciado, todavía recuerdo el día en que oímos por primera vez aquellas campanas. Muchos de los pueblos y ciudades se funden en mi memoria como si fueran un mismo lugar, pero no aquél. Ese sonido no se olvida nunca; es como el primer beso y como el nacimiento del primer hijo, o como el primer encuentro con la muerte.

Estábamos a principios de diciembre; era el día de Santa Bárbara, para ser exactos. En mi oficio, hay que recordar esas cosas. En vísperas de la festividad de un santo, el precio de un pedazo del mismo es el doble que en cualquier otra época del año. Y la demanda de reliquias no hacía más que aumentar de día en día: tan ansiosa estaba la gente por un poco de esperanza.

La lluvia seguía cayendo; las aguas seguían creciendo en las hondonadas y en los lagos. No había crecidas bruscas en aquella zona del país, porque no había colinas abruptas ni valles rocosos que canalizaran el agua. Gran parte del terreno era llano y pantanoso, con numerosos arroyos y acequias que drenaban la lluvia. Pero los ríos, los prados y los pantanos absorbían la lluvia hasta que el suelo rezumaba agua como una llaga supurante.

Las personas que vivían en las tierras bajas veían sin esperanza cómo el agua se iba elevando hasta entrar sigilosamente por el umbral de las casas y los establos.

Tuvimos que volver sobre nuestros pasos varias veces: regresar a un cruce y probar una ruta distinta cuando encontrábamos los senderos borrados y los ríos infranqueables. Aunque, cada vez que podía, procuraba que nuestra comitiva se dirigiera al norte, hacia los santuarios de York, el camino aparecía constantemente obstruido. El agua nos llevaba a la fuerza, como a un rebaño, hacia los senderos más elevados, y ya no decidíamos ni qué rumbo tomar.

Hasta entonces, pocos eran los viajeros que habíamos encontrado por las veredas. Salvo por los aldeanos que iban y venían entre los campos y las casas, los caminos estaban casi desiertos, como suele suceder en invierno. Sin embargo, ahora, varias veces al día nos cruzábamos con grupos de familias empapadas y hambrientas cuyas mujeres y niños cargaban con fardos a la espalda, mientras que los hombres, atados con cuerdas a pequeños carros, se afanaban por tirar de ellos en medio del espeso fango. Los carros estaban cargados con pilas de muebles y cacerolas. Llevaban todo cuanto habían podido rescatar de las casas anegadas, aunque era imposible decir dónde iban a encontrar un nuevo hogar. Lo más probable era que pasaran el invierno junto a las veredas y acabaran quemando sus preciados muebles para mantenerse calientes.

Los cuerpos de quienes eran demasiado débiles o pasaban demasiada hambre como para poder andar yacían junto a los senderos. La comida, que escaseaba desde hacía meses, era cada día más difícil de encontrar, y las personas que la tenían cobraban cantidades propias del rescate de un rey por un puñado de grano mohoso o unos trozos de pescado seco comido por el gorgojo que antes habrían considerado indigno incluso para los cerdos.

Una vez, medio sumergida en un campo anegado, vimos una estatua de san Florián con la correspondiente piedra de molino atada al cuello. Como el santo era incapaz de protegerlos de las lluvias, los parroquianos habían despojado su estatua de la capa escarlata y el halo dorado, la habían vapuleado y la habían abandonado a la furia de los elementos. Muchos de los agricultores ya no imploraban piedad a Dios. Estaban furiosos con él. Se sentían traicionados, y con razón.

Nosotros continuábamos el viaje, y pasábamos los días con las aves que cazábamos para arrojar a la olla y cualquier cosa que pudiéramos comprar en los pueblos con las pocas monedas que ganábamos. Pleasance, Narigorm y yo éramos ahora los únicos de la comitiva que habían ganado algo de dinero en las últimas semanas, ya que nadie malgastaba el dinero en música ni en sirenas. Pero, aunque las bolsas de los aldeanos estaban tan vacías como las nuestras, aún podían hallar una moneda para que Pleasance les curara las llagas supurantes de los pies o trocaban conmigo un collar por una reliquia que podía cambiar su suerte. También encontraban alguna moneda para que les leyeran las runas, aunque eso significara pasar hambre un día más. Son extrañas las ansias de saber el futuro que tienen las personas desesperadas, aunque no puedan alterarlo. Todos ansiamos tener nuestro propio trocito de santa Bárbara: que la santa nos proteja de una muerte inesperada.

Y así pues, aquel día de Santa Bárbara estábamos en otro sendero desconocido, camino de otra aldea sin nombre en la que pasar la noche. La vereda atravesaba una meseta sin árboles cubierto de hierba corta y mullida. Janto no paraba de volver la cabeza hacia un lado para protegerse del viento, lo que irritaba a Zophiel sobremanera, ya que arrastraba continuamente el carro hacia un costado. Pero yo no podía culpar a la pobre criatura: la ventisca nos fustigaba los rostros como un trapo mojado sobre la piel desnuda. Fue entonces cuando, a lo lejos, oímos las campanas. No hicimos caso al principio, porque no oíamos más que retazos de su tañido traídos por el viento. El pueblo estaba situado al pie de la meseta. No era un valle profundo, pero la pendiente por la que nos acercábamos lo ocultaba por completo a excepción del campanario de madera de la iglesia y el humo de los hogares.

Según nos íbamos acercando, el sonido nos llegaba con más claridad. No era el tañido sonoro y solitario de una campana que anuncia una muerte, ni tampoco el toque regular de las campanas de la iglesia que llaman a los fieles a misa, sino una mezcla de ruidos que sonaban al buen tuntún, como si quienes tocaran las campanas ya no se preocuparan de tañerlas al unísono. Se oían también otros sonidos: un tintineo hueco y metálico, como si la gente golpeara cacerolas de hierro con barras de metal.

Zophiel tiró a Janto de la brida y todos nos detuvimos y nos miramos mutuamente en busca de respuestas.

—¿Son campanas de aviso? —gritó Adela desde lo alto de su asiento al frente del carro? ¿Tal vez haya un incendio?

—Un poco de sensatez, mujer —replicó Zophiel—. ¿Cómo queréis que se produzca un incendio con toda esta lluvia?

El vientre de Adela estaba tan hinchado a causa del embarazo que hacía falta que Rodrigo y Osmond aunaran esfuerzos para subirla y bajarla del carro. Eso, junto a la necesidad que era cada vez más frecuente de apearla para atravesar por trechos inundados, no contribuía en absoluto a moderar la aversión que Zophiel sentía por ella.

—Quizás estén llamando a rebato —sugirió Osmond—. Tal vez se haya cometido un crimen.

Ninguno de nosotros pudo evitar echarle un ojo a Cygnus, que se mordía el labio. Con el paso de las semanas, Zophiel había dejado de tratar a Cygnus como a un fugitivo, aunque seguíamos teniendo cuidado de que en los pueblos por los que pasábamos no mostrara el ala y no le dejábamos trabajar narrando historias por si eso movía a alguien a recordar. Pero el resto del tiempo era fácil olvidar que tal vez su cabeza aún tuviera precio.

—No parece la alarma del guarda —dije yo—. La campana del guarda sólo suena lo preciso para convocar ayuda y, siendo de día como es, ¿cuánto tiempo hace falta para reunir a unos cuantos hombres? Tal vez sea alguna costumbre local para celebrar el día de Santa Bárbara. Quizás el ruido signifique el rayo y el trueno que abatieron a su verdugo. Si es una fiesta, habrá comida, y tal vez necesiten los servicios de Rodrigo y Jofre con su música para bailar.

Rodrigo se echó a reír.

—Si es así como saben tocar, entonces sí que nos necesitan. —Le dio una palmada en la espalda a Zophiel—. Vamos, una fiesta. Me gusta como suena. Un fuego caliente, buena comida, tal vez algo de vino. ¿Qué decís, Zophiel?

No pude evitar una sonrisa al ver la cara de Rodrigo. A los demás se les encendió igualmente el rostro, y todos arrimamos el hombro al carro con ganas de reemprender la marcha.

El camino ascendía suavemente y continuaba impidiéndonos ver el pueblo, pero, en cuanto llegamos a lo alto, no sólo pudimos verlo, sino también olerlo. Cada calle y cada pueblo de Inglaterra tienen su propio olor. Por él, se pueden distinguir a ojos cerrados la calle de los carniceros y las callejas de los pescaderos, las de los curtidores, los tintoreros y los ebanistas, y, para quienes viven allí, por muy desagradable que sea el hedor, es el olor familiar de su casa. Pero aquel efluvio a huevos podridos no era un olor hogareño ni allí ni en ningún otro lugar. Era el tufo asfixiante de la quema de azufre.

Perpendicular a las líneas de los campos, se elevaba una gruesa cortina de humo desde una parcela de terreno comunitario. Habían llevado hasta allí un carro para el heno y un grupo de unos cuatro o cinco hombres se afanaban en descargar de él unos sacos. Habían cavado un gran agujero en el terreno y habían encendido hogueras a su alrededor. Un humo denso por la mala combustión de la madera y las hojas mojadas dibujaba círculos sobre la tierra y los hombres aparecían y desaparecían como fantasmas según soplaran las ráfagas de viento. Por un momento, me asaltó la escalofriante sensación de que los hombres no tenían cara; después me di cuenta de que llevaban todos ellos un saco sobre la cabeza, con cortes para los ojos, embutido dentro de las camisas.

A aquella distancia y con todo aquel humo, era difícil apreciar lo que estaban haciendo. Trabajaban con presteza, yendo y viniendo del carro al hoyo. Al principio pensé que trasegaban sacos de grano. Después, la hiel me subió hasta la garganta cuando vi que los sacos contenían, no grano, sino cuerpos. Llevaban los cuerpos hasta la fosa y, balanceándolos para tomar impulso, los lanzaban al fondo. Hacían falta dos hombres para cargar un cuerpo adulto, pero, cuando vi a un hombre con dos sacos en las manos que se columpiaban como conejos muertos al andar, supe que debía tratarse de dos niños pequeños. Los arrojó encima de los demás.

Miré otra vez hacia el pueblo. El tañido de las campanas y el batir metálico seguían sonando con la misma intensidad. La mayor parte del humo no procedía de las chimeneas de las casas, sino de pequeños braseros emplazados en las calles, que emitían pequeñas nubes de humo denso y amarillento hacia el cielo del atardecer. Un hombre bajaba con paso rápido por una calle. Llevaba la cara cubierta como los demás y portaba ante sí una antorcha encendida, aunque aún no había oscurecido lo bastante como para que fuera menester su luz. Al pasar frente a una casa con los postigos echados, la luz de la antorcha cayó sobre la puerta el tiempo suficiente como para iluminar la señal que habían pintado en ella: una cruz negra.

El resto de la comitiva se limitaba a contemplar en silencio la escena que tenían ante sí. Yo me acerqué rápidamente a Zophiel.

—Mejor que nos vayamos. Debemos marcharnos lo más rápido posible, hasta estar lejos de este pueblo.

Pero Zophiel no se movió. Permaneció de pie, contemplando el campo de humo y las figuras fantasmagóricas que iban de un lado a otro en el centro del terreno.

—Así que es esto. Ya nos ha alcanzado.

Jofre estaba agachado junto a las ruedas del carro intentando vomitar. Rodrigo, sin decir palabra, se agachó junto a él y empezó a acariciarle la espalda mecánicamente, tal y como le había visto hacer el primer día que los había encontrado en el camino.

Adela se abrazaba el vientre henchido y se mecía adelante y atrás mientras sollozaba incontrolablemente con el seco gemido animal de una mujer que llora por sus hijos, como si los cuerpos que arrojaban a la fosa fueran los de sus propios seres queridos. Osmond trepó al carro e intentó abrazarla, pero ella se desasió y, golpeándolo con los puños en el pecho, le gritó que se alejara de ella, como si él mismo tuviera la peste.

Vi cómo la desesperación se apoderaba del rostro de todos y sentí cómo ésta clavaba sus garras en mi propio corazón.

—Vamos. Debemos irnos ya. Tenemos que alejarnos de ese humo pestilente.

—¿Adónde, Camelot? ¿Adónde exactamente se supone que debemos ir? —preguntó Zophiel—. Tenemos la peste delante y detrás. No nos queda ya adonde ir. Osmond, si no hacéis que vuestra estúpida esposa deje de chillar, me encargaré yo mismo. —Se giró como un remolino hacia Narigorm—. Y tú, niña, ¿no eras adivina— Fueron tus runas las que nos trajeron aquí. Tú nos has metido en este lío. Se supone que tú nos tienes que decir ahora adónde dirigirnos. ¿Hacia dónde? ¿Hacia el cielo? ¿Deberían salirnos alas como a Cygnus y volar hacia las nubes? Porque es el único sitio que nos queda.

Cualquier otro niño se habría encogido de miedo, pero no Narigorm. Le miró fijamente a los ojos y le sostuvo la mirada sin pestañear.

—Hacia el este —dijo simplemente—. Ya os lo he dicho. Iremos hacia el este.

Por un instante me pregunté si comprendía realmente lo que estaba presenciando, que los sacos que arrojaban al foso contenían cadáveres humanos, pero Narigorm no era una niña cualquiera. Había algo en aquellos ojos claros sin expresión que me erizaba la piel más que cualquier cosa que hubiera podido ver antes.

—No. Hacia el este, no —dije yo—. Debemos ir hacia el norte. Si la peste está al este y al oeste, debemos ir al norte. Es la única dirección segura ahora.

—¡No seáis estúpido, Camelot! —gritó Zophiel—. El camino al norte pasa justo por ese pueblo.

Pleasance rodeó protectora a Narigorm con el brazo.

—Si las runas dicen que hacia el este, debemos ir hacia el este. Sólo porque la peste haya llegado hasta aquí no significa que haya llegado a todos los pueblos. A alguna parte tenemos que ir. No podemos quedarnos aquí. Mejor seguir adelante que volver atrás.

Aunque yo no quería admitirlo, sabía que Pleasance tenía razón. En aquel momento, sólo teníamos dos opciones, al este o al oeste, y no podíamos volver sobre nuestros pasos.

Estaba claro que Zophiel había llegado a la misma conclusión, porque asintió con escaso entusiasmo. Yo tragué saliva.

—Pero, más adelante, deberíamos tomar hacia el norte por el primer sendero transitable. Es lo único seguro.

Narigorm observó como Zophiel regresaba al lado de Janto. Después, deslizó su fría mano en la mía, como había hecho aquel día en la feria de San Juan, y me susurró:

—Jamás llegaréis a York, Camelot. Iremos hacia el este. Ya veréis.

Bordeamos el pueblo lo más rápido que nos permitieron el lodo y la lluvia. Janto parecía tan ansiosa por dejar atrás la aldea como todos nosotros, y tiraba del carro con una energía que hacía semanas que no le conocíamos. La yegua no dejaba de volver la vista atrás y aguzar los oídos, como si sintiera que algo la perseguía. Dicen que los caballos pueden oler la muerte, aunque tal vez fuera sólo el humo lo que la molestaba.

El camino se volvía más peligroso según iba cayendo la noche. Estábamos en otro paraje boscoso en el que el sendero se volvía aún más oscuro, pero nadie sugirió que nos detuviéramos y acampáramos para pasar la noche. El tañido de las campanas seguía acechando nuestros pasos, aun mucho tiempo después de haber perdido de vista las casas, cada vez más débil, envuelto en el rugir del viento entre las ramas de los árboles. Cuando, afortunadamente, dejamos de oírlo, por fin nos detuvimos lo suficiente como para encender las linternas del carro. Caminábamos todos bien pegados al vehículo, aferrándonos con la mano a la madera mojada. Era sensato hacerlo así en aquel sendero oscuro y lleno de barro, pero no era por miedo a resbalar por lo que nos sujetábamos con fuerza al carro, sino porque, más que nunca, aquél era nuestro único hogar, la única certeza a la que podíamos aferrarnos.

Entre los árboles, empezamos a distinguir unas llamas rojas resplandecientes y unos puntos amarillos más brillantes que parecían linternas. Nos miramos atemorizados, aunque esta vez no olía a azufre y sólo nos llegaba el aroma dulce y saludable del humo de madera. Al torcer una curva, nos vimos junto a un edificio largo y no muy alto, abierto por un costado, que se alzaba en un amplio claro. Era evidentemente un taller de alguna clase, ya que en su interior había dos hornos con sendas zanjas para encender fuego en la parte inferior. Cada uno de los hornos tenía un par de fuelles a pedal. Estaba claro que, hicieran lo que hicieran allí, requería mucho calor. Había un tercer horno, este con forma de horno de pan, que carecía de puerta y cuyo interior brillaba al rojo vivo. Sobre unos cuantos caballetes descansaban largos tubos de metal, junto a grandes tenazas de hierro y tablas de madera chamuscada. Junto a los caballetes, había tinas de agua.

Dos jóvenes aprendices dormían enroscados en el suelo del edificio, pero había cuatro o cinco más que corrían de aquí para allá en el claro alimentando unas hogueras sobre las que descansaban enormes calderos de hierro que escupían nubes de vapor hacia el cielo nocturno. Había más hornos dispersos en el claro, tan limpio y pisoteado que no crecía ni una brizna de hierba. Torres de troncos se apilaban en un extremo del claro y, cerca de ellas, había unas cuantas chozas más pequeñas. El lugar olía a madera quemada de haya, un aroma puro y limpio después del agobiante hedor a azufre que habíamos dejado atrás.

Cuando Zophiel detuvo el carro, un joven de poco más de veinte años salió de detrás del edificio y se sobresaltó ligeramente al vernos. También los aprendices se percataron de nuestra presencia y dejaron de trabajar. El hombre les hizo una señal con la mano:

—Volved al trabajo, muchachos. Si esa potasa no está lista al amanecer, el maestro me va a arrancar la piel a tiras y, si él me la arranca a mí, podéis estar seguros de que yo me haré un sayo con la vuestra.

Vino aprisa hacia nosotros, pero se detuvo a unos cuantos pasos.

—¿De dónde venís, buenos señores?

Zophiel señaló en la dirección de la que procedíamos y, después, al ver la cara de pánico del hombre, dijo:

—Sabemos que hay peste en el pueblo, pero no os preocupéis, amigo, hemos dado un largo rodeo y no traemos a ningún enfermo entre nosotros. Y vos, amigo, ¿tenéis aquí a algún enfermo?

El oficial no tuvo tiempo de responder. Una voz grave tronó desde las sombras.

—Estamos todos bien, alabada sea la Virgen.

Un hombre de cabello entrecano, con la cara y los brazos cubiertos de marcas de quemaduras, salió de las sombras.

—Me llamo Michael, y soy maestro soplador de vidrio. —Esbozó una reverencia—. Éste es mi oficial, Hugh, aunque tal vez debería decir que es ahora mi maestro, ya que él tiene la habilidad que mis viejos dedos han perdido. En cualquier caso, así es como debe ser, ¿no es cierto?

Reconocí inmediatamente su acento, y también Rodrigo.

—¿È un fratello veneziano? —preguntó ávidamente.

—Si, si.

Con una sonrisa de oreja a oreja, ambos hombres extendieron los brazos y se fundieron en un largo abrazo, como dos hermanos largo tiempo separados. Después empezaron a presentarnos a todos cuantos estábamos a la vista sin más dilación que para abrazarse nuevamente y palmearse en la espalda.

Finalmente, el maestro Michael extendió mucho los brazos, como si quisiera abrazarnos a todos a la vez.

—Venid, venid. Tenemos que comer y beber. Pasaréis la noche aquí. No puedo ofreceros un lecho suave, pero sí caliente. —Soltó una carcajada, mientras señalaba hacia todos los fuegos—. Hugh —dijo, dirigiéndose al oficial—, encárgate de que nuestros invitados se sientan bien recibidos. No todos los días se encuentra uno a dos paisanos, así que ¡a comer mientras se pueda! Hoy nos divertiremos, pero mañana hay que trabajar. Por eso, no dejéis que los muchachos desatiendan los fuegos, ¿si?

Los aprendices se dieron cuenta de que la llegada de los desconocidos había puesto al maestro de excepcional buen humor y de que aquella noche tal vez hubiera ración extraordinaria de comida. Se apresuraron, pues, a ayudarnos a levantar el campamento. Pusieron a Janto en un cobertizo con los dos bueyes que usaban para tirar de su propio carro hasta el mercado y arrastrar los troncos desde el bosque. Cygnus, por una vez, quedó relevado de la tarea de buscar forraje para la yegua, a la que uno de los muchachos le deslizó una manzana en la boca, lo que le granjeó la eterna gratitud tanto de Janto como de Cygnus.

Michael era un buen maestro, nos confesaron los jóvenes entre susurros: estricto, pero amable; capaz de enfurecerse si uno de los muchachos se comportaba de forma descuidada, pero que sabía calmarse pronto, y, sobre todo, era justo. Podía entender su furia: si uno pierde la concentración cuando lanza una vasija de barro, sólo la vasija queda maltrecha, pero, si uno se descuida con un bloque de vidrio fundido, alguien puede sufrir quemaduras tan graves que no sanen nunca. Los aprendices eran todos jóvenes, raudos y llenos de entusiasmo, como había de ser. No era un oficio para zopencos.

Los caballetes, las tinas de agua y todo aquello que se podía mover fue retirado rápidamente del alargado taller y trajeron taburetes, costales y bancos para montar un lugar donde comer y dormir lejos de aquel viento lacerante. Uno de los aprendices, con el brazo protegido por una gruesa manopla de cuero, metía troncos de leña al rojo vivo dentro del horno de crisol en el que calentaban el vidrio mientras lo iban trabajando. Tenía buena práctica en aquel arte, y daba un brinco hacia atrás cada vez que saltaban las chispas, antes de tapar el horno para mantener el calor durante la noche. El calor de los hornos, a pesar de que estaban bien aislados, convertía aquel lugar en el más cálido en el que habíamos pasado la noche en muchas semanas y, como prueba de ello, nuestras ropas no tardaron en empezar a desprender vapor y el olor de la lana mojada y del sudor empezó a mezclarse con la fragancia de la leña. Sólo cuando uno entra en calor de verdad se da cuenta del frío que ha llegado a pasar. Cuando arrimé con cuidado las botas al calor del horno, pensé que jamás nadie podría convencerme de que saliera de aquel lugar.

Como todas las demás personas del país, hacía tiempo que allí se habían acabado las reservas de harina, legumbres y guisantes, pero eran más afortunados que la gente de la ciudad, ya que podían buscar en el bosque y recolectar frutas, hierbas y setas, y los muchachos eran todos expertos tiradores con la honda y el tirachinas. Sobre una hoguera, habían colocado una gran olla que hervía lentamente. A juzgar por los huesos de cordero que había dentro y que estaban tan blandos que se rompían sólo con tocarlos, la marmita nunca estaba del todo vacía. Para preparar una nueva comida, simplemente añadían agua y unos puñados de lo que encontraran: bulbos y ajos silvestres, acedera, ortigas y cualquier cosa que abatieran con las hondas.

Pleasance y Adela no tardaron en echarles una mano a algunos de los muchachos que preparaban comida extra para complementar la que había en la olla. Hasta Zophiel pareció dejarse llevar por el entusiasmo, y sacó nuestro último tonel de harina y algo de mantequilla salada para añadir a las provisiones. En poco tiempo y con la ayuda de Osmond, Jofre y uno de los hurones de los muchachos, unos cuantos conejos regordetes se asaban en el espetón sobre un fuego de astillas, mientras varias palomas se cocían sobre las ascuas al borde del fuego envueltas en barro, para que la carne no perdiera el dulzor ni la suculencia.

Pleasance había enseñado a un par de muchachos a hacer, en los hornos que se estaban enfriando, rastons: hogazas de pan endulzadas con miel silvestre que se vacían para rellenarlas con una mezcla de miga, mantequilla y cebolla, y se calientan después hasta que la mantequilla se derrite. Juro que no hay nada más cálido para el estómago en las frías noches de invierno que la masa de pan dulce, caliente del horno y goteando mantequilla fundida: un auténtico festín para el día de Santa Bárbara.

Después de la cena, los aprendices, llenos hasta reventar, se quedaron dormidos sin moverse de donde estaban, hasta que el oficial Hugh los iba despertando de uno en uno a empellones y los enviaba, bostezando y arrastrando los pies, a alimentar las hogueras que ardían bajo los calderos de hierro en el claro y revolver la mezcla de cenizas de madera y agua. Los muchachos se encargaban por turnos de atender los fuegos, hasta que el agua se evaporaba y sólo quedaba la potasa para fundir vidrio. Otros se encargaban, también por turnos, de echar leña en los hornos y accionar los fuelles, ya que había que mantener los hornos calientes para cuando los necesitaran por la mañana.

Bien guarecidos del viento y tan adormilados como los aprendices al calor de los hornos, el resto nos preparamos para una larga noche de chismorreo y bebida. Era inevitable que la conversación virara hacia el tema que todos procurábamos olvidar. Fue Hugh quien nos contó lo que había sucedido en el pueblo, con los ojos taciturnos clavados en el fondo de la jarra.

—Empezó hace diez días. Al menos, fue entonces cuando encontraron el primer cadáver, aunque sólo Dios sabe cuánto tiempo llevaba muerta aquella pobre alma. Los vecinos notaron el terrible hedor que salía de una de las casas. Aporrearon la puerta, pero no obtuvieron respuesta. Nadie recordaba haber visto entrar ni salir a nadie desde hacía dos días. Así que, al final, los vecinos derribaron la puerta y encontraron a la esposa muerta en la cama. Había sido una muerte agónica, a juzgar por el gesto de dolor en la cara y la forma en que el cuerpo estaba retorcido. No había ni rastro del resto de la familia. Parece que, en cuanto se dieron cuenta del mal que la aquejaba, habían huido secretamente del pueblo en mitad de la noche. Probablemente la pobre mujer aún estaba viva cuando se marcharon. Aun así, ¿quién puede culpar al marido? No podía hacer nada por salvar a su esposa. Tal vez pensó que hacía lo correcto poniendo a salvo a los hijos antes de que enfermaran. Quizás ella misma le dijo que se fuera y la dejara allí.

—Me imagino que lo que más debía de preocuparle era salvar su propio pellejo —dijo Zophiel—. Se fue sin molestarse en avisar a los vecinos y dejó que encontraran el cuerpo y corrieran el riesgo de contagiarse.

Hugh levantó la vista.

—Tal vez tengáis razón, pero no me parece bien juzgar a las personas hasta que no se ha estado en su piel. Nadie puede poner la mano en el pecho y decir con seguridad lo que haría si viera que su vida corre peligro. La de la pestilencia es una muerte cruel, o eso dicen.

—¿Ha enfermado mucha gente en el pueblo? —preguntó Adela atemorizada.

—Casi una docena diaria, según he oído decir. Tampoco nos hemos acercado por allí en los últimos días. Algunos de los muchachos son del pueblo, pero el maestro no los deja ir a casa. Dice que, si van, tendrán que quedarse allí. No pueden volver aquí por miedo a que traigan el contagio.

—¡Pobres muchachos! —se lamentó Adela, y miró con ternura hacia aquellas cabezas con el pelo alborotado—. Deben de estar muy preocupados.

—Sí, pero no les hará ningún bien ir a casa. Si sus familias tienen la peste, no hay nada que ellos puedan hacer. Ya tendrán tiempo de saber quién está vivo y quién ha muerto cuando todo haya pasado. ¿Visteis alguna señal cuando anduvisteis por allí?

Osmond estaba a punto de responder, pero yo le di un ligero golpe en el pie. Varios pares de ojos nos miraban ansiosos. Poco los ayudaría saber de la fosa, o que daba la impresión de que eran muchos más que una docena de cuerpos los que sacaban de aquel carro de heno.

—La luz era demasiado escasa para ver —les dije—. Y nos mantuvimos bien alejados cuando olimos el humo de azufre y oímos el tañido de las campanas.

Hugh torció el gesto.

—Seguirán sonando hasta que no quede un solo hombre con vida capaz de tirar de la cuerda. Dicen que el ruido evita el contagio, sobre todo el repique de campanas de iglesia. Al menos nosotros no tenemos que escucharlo. Pueden volver loco a cualquiera esas campanas sonando mañana, tarde y noche. Pero supongo que vale la pena intentarlo todo. No lo digo por nada —añadió, mientras se estiraba para dar un empellón a otro aprendiz y hacerlo levantar—, pero algo tendrá que funcionar, porque todas esas plegarias que envían al cielo los monjes y sacerdotes parecen poco más que humo, a juzgar por el bien que están haciendo.

El maestro soplador de vidrio sacudió la cabeza.

—Ya basta, Hugh. Nuestros invitados van a pensar que no tienes ningún respeto.

—Oh, sí. Desde el verano hemos visto pasar a hordas de buleros que asustaban al pueblo diciendo que, si no compraban sus indulgencias antes de que fuera demasiado tarde, no sólo morirían de la peste, sino que sufrirían durante años los tormentos del purgatorio. Y no es que fueran baratos los trozos de papel que vendían. ¿Y quién podría decir lo que ponía en ellos, escritos en latín como estaban? Que yo sepa, podrían ser listas de las putas del rey.

Uno de los aprendices dejó escapar una risita.

—Te parece gracioso, ¿verdad, muchacho? —Hugh sacó al muchacho afuera arrastrándolo de la oreja. Por el modo en que ambos sonreían, sabían que Hugh estaba sólo bromeando.

Michael también se rió.

—Por favor, disculpadle. Es un buen hombre, como un padre para los muchachos, pero no soporta a quienes él cree que se aprovechan de los débiles. Justo después de que la peste llegara al pueblo, pasó por aquí un vendedor de bulas y empezó a sermonear a los muchachos y a decirles que podían comprar indulgencias para sus padres fallecidos. Los muchachos son jóvenes y, naturalmente, eso los alteró mucho. Hugh echó al hombre. No soporta esas cosas.

Rodrigo se inclinó hacia delante con impaciencia.

—Ya basta de hablar de problemas. Habladnos de vos. ¿Cómo un paisano mío ha llegado hasta aquí?

Al vidriero se le encendieron los ojos y dio una palmada de satisfacción.

—Hace mucho tiempo que nadie me lo pregunta.

Un centenar de cicatrices blancas y moradas le cubrían las manos y los brazos peludos y morenos. Era un hombre bajo, rechoncho y mal proporcionado, con las piernas cortas y arqueadas. Tenía el pecho enorme como un tonel después de años soplando y los brazos grandes y musculosos, de manera que la parte superior del cuerpo parecía descansar sobre unas piernas que no le correspondían. Tenía la cara llena de arrugas y marcas, pero sus ojos castaños estaban llenos de vida.

Su verdadero nombre, según nos dijo en voz baja y tono confidencial, era Michelotto, pero se hacía llamar Michael porque su experiencia le había enseñado que los ingleses desconfían de los extranjeros. Su padre, viudo y también soplador de vidrio, lo había sacado de Venecia antes de que los vidrieros de la ciudad quedaran confinados en la isla de Murano.

—Ahora —dijo abriendo las palmas de las manos y encogiéndose de hombros— no permiten que nadie salga de la isla. Al dux le preocupa que, si salen, puedan revelar los secretos de la vidriería a otras naciones. Así pues, ¿qué importa que sean los mejores sopladores de vidrio y los mejor pagados? ¿De qué les sirve si son poco menos que esclavos? Mi padre, que en paz descanse, fue lo bastante listo para salir de allí en su día. Yo no me quedo demasiado tiempo en ningún lugar. En cuanto se agotan los árboles de los alrededores, tenemos que trasladarnos a otro sitio. La fabricación de vidrio consume tanta madera que cada dos o tres años tenemos que cambiar de lugar, aunque no tanto como vosotros, ragazzo, que cambiáis cada día.

Se inclinó hacia delante y, afectuosamente, le alborotó el pelo a Jofre, que estaba sentado en un escabel a sus pies. Había insistido en que el joven estuviera a su lado toda la cena, como si fuera su nieto preferido, y le había dado a comer los mejores trozos de carne de la punta de su propio cuchillo. Jofre se deleitaba con tanta atención y apenas podía separar los ojos de Michelotto mientras se embebía de todo cuanto aquél tenía que contar sobre su vida en Venecia. Jofre le preguntó ansiosamente al vidriero si conocía a su madre, pero el anciano sacudió la cabeza con tristeza, ya que sabía lo mucho que su respuesta significaba para el muchacho. Había salido de Venecia hacía tanto tiempo que, según dijo, apenas recordaba ya algún nombre. Soñaba con las plazas y los canales, pero, al igual que le sucedía con las personas que también aparecían en sus sueños, ya no recordaba los nombres. Vio la decepción en la cara de Rodrigo y Jofre.

Por un momento, se sintió desanimado, pero después pareció que se le ocurría una idea y, excusándose, se levantó y desapareció en la oscuridad. Al cabo de un momento, regresó con un objeto brillante en la mano. Era una ampolla en forma de lágrima, como las que utilizan las doncellas para sus aceites perfumados. Mientras la sujetaba entre las manos ahuecadas, era oscura y opaca, pero al observarla contra la luz de una de las antorchas, el vidrio de la ampolla brillaba con ricos destellos azules y morados y diminutas motas doradas centelleaban por toda la pieza.

—¿Veis? Esto es lo que recuerdo: la luz de Venecia es como el propio vidrio. Recuerdo cómo el sol poniente hace danzar destellos dorados sobre las aguas de la laguna. Recuerdo la luz perla de los amaneceres de invierno y el sol tórrido de rojo intenso de las puestas de sol estivales que hace ruborizar al mármol blanco con tonos rosáceos. Recuerdo que, por la noche, las aguas de los canales se vuelven negras como el azabache y cómo la luna resplandece sobre las aguas oscuras como una redecilla de plata sobre el cabello negro de una hermosa mujer. Es eso lo que intento hacer con mi vidrio: captar con él la luz de Venecia.

Le entregó la ampolla a Jofre, quien la tomó delicadamente con ambas manos, la puso contra la luz de las antorchas y empezó a darle vueltas y contemplarla desde todos los ángulos con gesto de puro asombro, ya que cada vez que la giraba se producía un sutil cambio de color y dibujo. Con un suspiro, Jofre hizo ademán de devolverle el frasco a Michelotto, pero el soplador de vidrio le cerró la mano en torno a la ampolla.

—Quédatela. Es tuya. Cuando la miras, piensas en tu madre, ¿verdad? Alguna vez quizás haga que te acuerdes también de mí.

Cuando los bostezos se apoderaron del grupo, por fin hicimos a un lado los bancos y banquetas, nos envolvimos en las capas y nos tumbamos para dormir al calor de los hornos. Michelotto y Rodrigo se retiraron a algún otro lugar, supuse que a la choza de Michelotto, donde sin duda ambos continuarían hablando y bebiendo hasta bien entrada la noche. Rodrigo estaba ansioso por hablar de su hogar, y al vidriero tampoco le disgustaría recordar los viejos tiempos. Jofre ya dormía, con la preciosa ampolla en forma de lágrima cuidadosamente envuelta y guardada en su fardo, aunque no sin antes haberla desenvuelto varias veces para contemplarla a contraluz una vez más.

La conducta de Jofre había mejorado en muchos sentidos desde los azotes, y en el último mes, que supiéramos, no había estado jugando en los pueblos y las ciudades por los que cruzamos; al menos no había vuelto borracho ni había acudido ningún vecino del lugar a reclamar dinero en pago de una deuda, pero Rodrigo seguía preocupado por él. Jofre siempre se había encerrado en sí mismo en algunas ocasiones, pero, desde los azotes, la frecuencia de aquellos estados taciturnos había aumentado. Ya no experimentaba los arrebatos de ira que le hacían salir huyendo como una furia. Parecía más bien gélido, como si intentara apartar de sí todo sentimiento o emoción.

Jofre ensayaba obediente con el instrumento cuando se lo decían, y con más concentración de la que había mostrado en meses. Lo que tocaba era técnicamente correcto, pero mecánico, como si se estuviera divorciando deliberadamente de la música e intentara tocar sin que ésta le afectara. Rodrigo estaba enojado y frustrado. Mejor que ninguno de nosotros, percibía en la música la falta de pasión y lo interpretaba como otro de los enfados de Jofre, su venganza por haberlo azotado. No obstante, yo tenía la sensación de que Jofre no quería frustrar a Rodrigo, sino que tenía auténtico miedo de experimentar cualquier emoción después de las que había sentido aquella noche en el dormitorio. Esa noche, oyendo a Michelotto hablar de Venecia, yo había visto el primer destello de vida en los ojos de Jofre en varias semanas. Mientras intentaba conciliar el sueño, tenía la esperanza de que aquella velada fuera un punto de inflexión y el muchacho que tocaba y cantaba como un ángel volviera a estar otra vez con nosotros.

Me despertó una tormenta de cascos de caballos y de gritos. Aún era de noche, pero el claro parecía lleno de jinetes que atravesaban a caballo entre las hogueras y dispersaban a los asustados aprendices. Agarré a Adela del brazo y, con Osmond en el otro lado, la llevamos a peso a ocultarse entre los árboles que había detrás del taller, lejos de la luz delatora de las hogueras y las antorchas. La tumbamos detrás de un tronco grueso y le dijimos que se quedase allí quieta. Le puse mi capa sobre la cabeza para que, si alguien miraba hacia allí, la blancura de la piel no la traicionase. Después, me llevé de allí a un Osmond reticente. Si las cosas se ponían feas, lo mejor para Adela era permanecer tendida e inmóvil, tan desapercibida como si de un montículo se tratara, y era vital que nosotros no llamáramos la atención sobre su paradero.

También Zophiel estaba agazapado en el suelo detrás de una de las chozas. Tenía agarrado por ambos brazos a uno de los aprendices y sacudía al espantado muchacho.

—Ya sé que son soldados, imbécil, pero ¿qué armas llevan?

—No lo sé, señor —gimoteó el muchacho, despavorido.

—Entonces, dime qué aspecto tienen —le siseó Zophiel.

—Dos... dos leones dorados, señor, pasantes leopardados, sobre gules.

—¿Había algo sobre ellos? Piensa, muchacho. ¡Piensa!

—Una mitra, señor.

—Una mitra. ¿Estás seguro? Y debajo de la mitra, ¿había una Virgen con el Niño?

El joven puso cara de concentración.

—Sí que había algo, pero no sé lo que era. No lo he visto bien.

Zophiel gruñó.

—Son hombres del obispo de Lincoln.

Soltó al muchacho, quien huyó hacia los árboles sin volver la vista atrás.

—¿Qué buscan por aquí? No estamos cerca de Lincoln —susurró Osmond.

—La sede de Lincoln llega hasta Londres. Tiene tierras en todas partes —le expliqué—. Zophiel, deberíamos...

Pero Zophiel se había esfumado.

Oí un bramido de cólera que reconocí. Era Rodrigo. Osmond y yo salimos corriendo al claro.

En el centro estaba Michelotto sujetado por dos soldados. Tenía los brazos retorcidos detrás de la espalda y uno de los soldados le rodeaba el cuello con el brazo mientras él pugnaba por soltarse. Aunque los soldados eran mucho más altos que él, Michelotto seguía oponiendo una fuerte resistencia. Otros dos agarraban a Rodrigo, que también luchaba por zafarse, y el resto de los soldados, aún a caballo, habían acorralado a Hugh, tres o cuatro aprendices, Jofre, Pleasance y Narigorm contra una de las chozas. No había rastro de Cygnus ni de Zophiel.

No me percaté de la presencia del hombre montado en silencio a lomos de un palafrén entre las sombras hasta que trotó hacia delante y desmontó. Por el sombrero de ala ancha que llevaba, estaba claro que era un bulero. Era delgado y con aspecto de araña, no mucho más alto que Michelotto, y, aunque tenía el rostro muy curtido por las inclemencias del tiempo en sus viajes, aún conservaba una palidez enfermiza bajo la superficie, como si durmiera poco y cavilara en demasía. Probablemente le parecía bien ganarse la vida vendiendo indulgencias porque, con aquella constitución, le habría ido bastante mal en cualquier oficio que exigiera trabajo físico. Sin embargo, estaba claro que no era un bulero cualquiera, ya que parecía dotado de autoridad sobre los soldados del obispo. Hizo una señal con la cabeza y éstos arrastraron a Michelotto hacia delante.

Examinó al maestro vidriero de arriba abajo antes de hablar.

—Sí, éste es el judío. Vaya, vaya. La peste arrasa un pueblo, aunque sin afectar a ningún otro lugar en varias millas a la redonda, y ¿de qué nos enteramos? Resulta que hay un judío que vive a las puertas de la aldea. ¿No es una coincidencia?

Michelotto dio una violenta sacudida.

—Yo no soy judío, bulero.

El bulero sonrió como si hubiera oído una broma.

—Un soplador de vidrio de Venecia que no es judío. Lo encuentro difícil de creer. La razón por la que tantas personas han muerto en Venecia es la multitud de judíos a que dan refugio.

—Mi familia era judía, pero nos convertimos cuando yo era niño. Tengo papeles que dan fe.

—Entonces, peor para vos. A los judíos los ahorcan, pero a los herejes los queman... lentamente.

—Yo no soy ningún hereje. —El miedo empezaba a asomar en la cara de Michelotto, como era natural.

—Cualquier judío o musulmán que se convierte a la única fe verdadera y regresa después a sus antiguas prácticas, como un perro que vuelve a su vómito, es un hereje. Un judío asesino de Cristo ya es lo bastante malo, pero es peor un judío que ha conocido la piedad de nuestro Señor y ha escupido sobre ella.

—Pero yo no he vuelto. Soy un buen cristiano. Cuando puedo, voy a misa. No es fácil en este trabajo ir siempre que toca, pero voy cuando puedo. Preguntadle al párroco.

—Al párroco se lo ha llevado la peste. Fue uno de los primeros en caer enfermo. ¿No os parece revelador? Pero un judío hereje asesinaría antes a un buen cristiano.

—¡Si no le hecho nada! Hace semanas que no le he visto.

—Creí que decíais que asistíais a misa con regularidad. Ahora parece que lo neguéis. Y también se lo prohibís a vuestros ayudantes, ¿verdad? Intentáis corromper sus almas inocentes para que se vuelvan tan malvadas como la vuestra.

Michelotto luchó por soltarse de las manos que lo asían.

—No, os equivocáis. Yo no se lo prohíbo. Jamás haría tal cosa...

—Pero les prohibisteis que fueran al pueblo el domingo pasado, ¿no es así? —lo interrumpió el bulero—. Igual que le dijisteis a vuestro oficial que no les dejara comprar indulgencias.

—Escuchadme. —Hugh se adelantó desde detrás de los caballos—. Fui yo quien os expulsé de la vidriería por asustar a los muchachos con vuestro discurso sobre la muerte. El maestro no sabía nada de eso hasta que yo se lo dije. No podéis acusarlo de eso.

—¿No puedo? —replicó el bulero con una sonrisa en el rostro—. Un maestro es responsable de todas las acciones de aquellos a los que emplea. Y confío en que no seréis tan estúpido de negar que les prohibió ir a misa el domingo.

—Eso fue porque el pueblo estaba infectado por la peste. Quería evitar que se contagiaran —dijo Hugh con voz indignada.

—Cuando están en peligro mortal es cuando más motivo hay para que asistan a misa, a fin de que limpien sus almas. Pero vos decís que vuestro maestro prefiere salvar sus cuerpos y condenar sus almas para que acaben en el infierno. Eso me suena a lógica judía. Quizás también os haya corrompido a vos.

Michelotto sacudió la cabeza en un gesto dirigido a su oficial.

—Ya basta, Hugh, no hace falta que te pongas en un aprieto. —Un aire de derrota le ensombrecía la cara. Volvió a mirar con aspecto fatigado al bulero—. ¿Qué debo hacer para convenceros de que no soy judío? Si queréis que lo jure sobre la cruz, lo haré.

El bulero negó con la cabeza mientras sonreía.

—¿Y que blasfeméis sobre nuestro Señor? Si no creéis en Jesucristo, el juramento no tiene ningún sentido. No, tengo otra prueba para vos.

Se acercó despacio hasta el caballo y extrajo de la alforja un paquete en un envoltorio. Lenta y ceremoniosamente, empezó a desenvolverlo. Michelotto tensó el cuerpo bajo las manos de los soldados que lo agarraban mientras esperaba a ver qué instrumento de tortura sacaría. Eché un vistazo a los hornos; había muchos lugares donde calentar un hierro de marcar o unas tenazas. Michelotto estaba acostumbrado a las quemaduras, pero ¿por cuánto tiempo puede un hombre soportar el hierro al rojo?

El bulero le hizo una señal a uno de los soldados a caballo, que desmontó y fue junto a él. Le dio el paquete al soldado y éste lo llevó hasta Michelotto y meneó el contenido bajo la nariz del vidriero. Todos dejamos escapar un bufido. Dentro no había nada más amenazador que unos cuantos trozos de carne rancia. La carne tenía un tono verdoso y apestaba, pero no era un hierro de marcar.

—Cerdo —dijo el bulero con una maliciosa sonrisa—. Todo cuanto tenéis que hacer es comer un poco de cerdo. Un judío o un musulmán no podrían comerlo, pero para un cristiano es un bueno y saludable manjar. Basta con que os comáis el cerdo, sin vomitar, y sabré que sois un buen cristiano y os soltaré.

—¡Pero esa carne está podrida! —dijo Hugh ferozmente—. No podéis esperar que nadie se la coma.

El bulero hizo un gesto al soldado.

—En vuestra opinión, ¿está buena esta carne?

El soldado esbozó una sonrisa.

—Tan fresca que juro que la he oído chillar ahora mismo.

El bulero volvió a mirar a Hugh.

—Tal vez, mi joven amigo, os parece que huele mal porque tampoco vos podéis aceptar la buena carne de cerdo de los cristianos. Quién sabe por qué.

—La comeré —dijo Michelotto, en tono inexpresivo y resignado.

—No —imploró Hugh.

—No tengo más remedio.

Dos soldados le retenían con fuerza los brazos mientras un tercero lo agarró del pelo, le inclinó la cabeza hacia atrás y le introdujo bruscamente en la boca un trozo de carne tras otro, sin apenas darle tiempo a tragar antes de introducir el siguiente pedazo. Pleasance, que abrazaba con fuerza a Narigorm, escondió la cara en la cabellera de la niña. El resto de nosotros también nos vimos obligados a apartar la vista al final. Michelotto intentó mantener la carne podrida en el estómago tanto tiempo como pudo, pero los soldados no le dejaban descansar ni tomar aliento. Vomitó, como sabían que sucedería.

El bulero, sonriendo, se dio la vuelta.

—Amarradlo y atadlo detrás de los caballos.

Michelotto cayó de rodillas entre suspiros. Uno de los aprendices, más valiente que los demás, se abalanzó hasta él y le llevó una botella a los labios. Un soldado fue a darle una patada, pero el bulero levantó la mano.

—No, dejadlo que beba. Le limpiará el estómago de carne. No quiero que vaya todo el camino vomitando. Me fastidiará el desayuno. Además, quiero que llegue con vida, y no que muera por el camino y prive al pueblo de diversión. Levanta la moral, una ejecución en la hoguera. Que sepan que la Iglesia lo tiene todo bajo control.

Los soldados soltaron por fin a Rodrigo y montaron en sus caballos. Rodrigo corrió hasta el bulero, que estaba ya en la silla, y lo agarró del brazo.

—¡Este hombre no ha hecho nada! ¡Debéis darle ocasión de defenderse! Sois un hombre de Dios y sabéis en conciencia que no ha sido una prueba justa. Dejadle que responda adecuadamente.

—No temáis, amigo, le oiremos. Incluso en el palacio del obispo le van a oír antes de que hayamos acabado con él. No quemamos a nadie hasta que haya confesado y, para cuando acabemos con él, nos suplicará que le dejemos confesar.

—¿Vais a torturar a un hombre amparándoos en la misericordia de Dios? —preguntó Rodrigo con amargura.

Al bulero le brillaban los ojos a la luz de la antorcha.

—Un momento. ¿Estoy oyendo el mismo acento que tiene el maestro Michael? ¿Otro veneciano? ¿Podría ser que tuviéramos dos judíos por el precio de uno? Vaya, vaya. Ésta es mi noche de suerte.

Michelotto levantó la vista.

—¿Veneciano, este hombre? Es un bastardo genovés. No os basta con llamarme judío, y ahora me acusáis de ser paisano de este rufián. Llevadme si habéis de hacerlo. Prefiero que me queméis a tener que pasar un solo minuto más en compañía de un genovés.

Michelotto le escupió a Rodrigo y un pegote de babas violáceas manchadas de vino le alcanzó en la mejilla y le resbaló lentamente por la cara.

Los soldados se rieron y encaminaron a los caballos hacia al sendero.

El bulero barrió el claro con la vista.

—Podéis correr la voz: arrancaremos de cuajo a los judíos allí donde estén y, creedme, los encontraremos.

Al poco rato se habían ido con Michelotto arrastrándose detrás de ellos atado con una larga cuerda. Todos nos quedamos escuchando el ruido de los cascos que se perdía en la distancia. En silencio y de manera mecánica, uno de los aprendices empezó a enderezar los bancos caídos. Uno a uno, los demás se le fueron sumando como si no supieran qué más hacer.

Había empezado a llover otra vez. Me acerqué a Rodrigo, que aún tenía los ojos clavados en el sendero aunque no había ya nada que ver ni oír excepto el viento en las ramas y el ruido de la lluvia al caer.

—Ha renegado de vos para salvaros la vida, Rodrigo.

Rodrigo no respondió. Tenía los ojos inundados de lágrimas.

Hugh se acercó tambaleándose con el rostro descompuesto.

—Es todo culpa mía. Si no hubiera echado al bulero, no habría vuelto con los soldados —se lamentó mientras daba puñetazos al tronco más cercano—. Soy un imbécil, un estúpido, un tonto cabeza hueca.

—Habrían venido de todos modos —le aseguré—. Por mucho que obtengan con la venta de indulgencias, los buleros siempre quieren más. Están siempre pendientes de todo cuanto puedan informar a sus amos para obtener una bolsa de dinero de más, y la Iglesia hace buen uso de ellos como espías. Como vos mismo dijisteis, las plegarias y las misas no han logrado detener la peste. La captura de unos cuantos judíos convence a la gente de que es posible hacer algo para protegerlos. Aun así, ¡que Dios asista a Michelotto! Mejor será que muera por el camino.

Terminamos de poner orden lo mejor que supimos y, después, volví a tenderme al calor del taller y cerré los ojos. Era más o menos consciente de los movimientos de los demás a mi alrededor mientras buscaban ellos también un lugar para dormir, pero estaba demasiado cansado para abrir los ojos y ver quiénes eran.

Por segunda vez esa noche, me desperté sobresaltado. Creí escuchar el aullido distante de un lobo. Miré a mi alrededor y vi que Rodrigo, Jofre, Osmond y Adela se habían incorporado. El aullido también los había despertado. Uno de los jóvenes aprendices gimoteaba en sueños, pero seguía durmiendo, acurrucado en un rincón del taller, demasiado exhausto a causa de lo sucedido aquella noche como para que nada pudiera despertarlo. Oí que Osmond le murmuraba algo a Adela para tranquilizarla. Estuve un rato inmóvil aguzando los oídos, pero no oí nada más. Uno a uno, los demás volvieron a tumbarse, pero yo no lograba calmarme.

Me levanté tan silenciosamente como pude y salí fuera en busca de alivio. Aún estaba oscuro. El viento rugía entre las ramas sobre mi cabeza y hacía frío, después del calor del taller. En el claro, los fuegos resplandecían de rojo rubí bajo los calderos de hierro, pero las llamas se habían extinguido. Justo cuando estaba a punto de entrar de nuevo en el taller, un movimiento captó mi atención. Narigorm estaba sentada junto a uno de los fuegos para la potasa, con las runas esparcidas ante sí.

—Es demasiado tarde para eso, Narigorm —le dije—. Nos habría ido bien que nos avisaras antes de que llegaran los soldados.

—Nueve es conocimiento. Nueve son las nueve noches en el árbol. Nueve son las madres de Heimdal, y así comienza Morrigan.

—¿Comienza qué? —le pregunté.

Alzó la vista con los ojos muy abiertos, como si acabara de percatarse de mi presencia.

—Se ha ido uno. Ahora somos ocho.

—¿Qué quieres decir? ¿Uno de nosotros se ha ido? —Estaba cansado e irritable—. ¿Zophiel? Volverá. Te lo prometo. No iría a ninguna parte sin sus preciadas cajas, y no puede llevarlas a pie.

—No es Zophiel.

Me asaltó otra idea. Cygnus. No recordaba haberlo visto después de que aparecieran los soldados. Se debía de haber llevado un susto de muerte al verlos. Si había huido, no era demasiado sorprendente, y él no tenía razón alguna para regresar.

—¿Quieres decir que es Cygnus?

Negó con la cabeza. Sabía que quería que probara otra vez a adivinar quién era, pero no estaba de humor para juegos infantiles. Tenía frío y estaba cansado. Quería ir a tumbarme otra vez. Di media vuelta para irme.

—Pleasance.

Me giré hacia ella.

—¿Has dicho Pleasance? No digas cosas absurdas. Ha estado contigo todo el rato cuando han venido los soldados. ¿Por qué iba a huir ahora?

En respuesta, Narigorm me señaló una de las runas que estaba a caballo entre dos zonas sobre la línea de uno de los círculos. La figura que tenía grabada era una línea recta con dos líneas más cortas formando un ángulo como si un niño hubiera dibujado la mitad de un pino.

—Ansuz, el árbol de ceniza, el signo de Odín. Pasó nueve días colgado de un árbol para aprender el significado de las runas.

—¿Y qué tiene eso que ver con Pleasance? —le pregunté, pero Narigorm se limitó a mirar otra vez las runas.

Inspeccioné las runas para ver si había algo que no hubiera visto. No había ninguna concha ni ninguna pluma pero, de repente, me percaté de que había algo más sobre la tierra desnuda. A la tenue luz de los fuegos, casi no lo veía: un pequeño manojo de alguna planta. Lo recogí del suelo para mirarlo más de cerca. Aunque estaba seca, aquella espiga larga con florecillas pajizas era inconfundible: era agrimonia, y estaba atada con un basto hilo rojo, el mismo que usan las comadronas para atar la agrimonia a los muslos de las madres para facilitar la salida de los bebés.

Me puse en cuclillas y miré a Narigorm a los ojos.

—Narigorm, basta de juegos. Dime adónde ha ido Pleasance.

Me aguantó la mirada largo tiempo, sin pestañear, antes de hablar por fin:

—Pleasance está muerta.