5. La boda de los lisiados
LOS seis nos vimos obligados a dormir al raso muchas más noches de frío y lluvia. El encuentro con los leprosos en el desfiladero parecía haber persuadido a Zophiel de que no era seguro viajar solo, sobre todo con los caminos y senderos inundados de agua como estaban. Y, aunque ahora sé que Zophiel tenía otro motivo más apremiante para viajar en nuestra compañía, en aquel momento pensé que, a pesar del desprecio que sentía por san Juan y sus milagros, hasta él creía que tenía sentido viajar hasta el santuario y quedarse allí hasta que lo peor hubiera pasado y los puertos volvieran a abrirse. Yo, personalmente, daba las gracias por ello, ya que necesitábamos el carro para Adela. La joven no estaba en condiciones de caminar por el lodo, una milla tras otra, en medio del viento y la lluvia.
Hacía tres meses que había llovido todos los días y, aunque los veranos no habían sido buenos los últimos años, nadie recordaba otro tan malo como aquél.
—Las lluvias de San Juan, tres semanas te mojarán —recitaba jovial Adela al principio, para gran irritación de Zophiel.
Pero ya habían pasado siete semanas. Y también había pasado el día de San Suituno, protector contra las sequías, con sus cuarenta días y cuarenta noches de lluvia. Y continuaba lloviendo. Incluso Adela había dejado de confiar en los dichos populares. Aquella lluvia no tenía nada de natural.
Y, con aquellos aguaceros a diario, el lodazal era cada vez mayor; caminar era cada vez más difícil, y teníamos la barriga cada vez más vacía. Lo cierto era que, aunque ninguno de nosotros lo admitiera, habíamos comenzado a depender de los demás miembros del grupo para sobrevivir. Compartíamos toda la comida y la cerveza que comprábamos con lo poco que ganaba cada uno en los pueblos por los que atravesábamos. Construíamos improvisadas techumbres para guarecernos cuando no encontrábamos una posada o un cobertizo donde dormir, y todos ayudábamos a recoger forraje para el caballo.
La yegua, como no tardamos en descubrir, respondía perfectamente al nombre que le habían puesto. Su pelaje tenía un lustre dorado y rojizo y, por eso, la llamaban Janto, como el caballo inmortal parlante entregado a Aquiles. Sin embargo, por temperamento, se parecía al más infame animal del mismo nombre, el caballo devorador de hombres del rey Diomedes. La misantropía de nuestra Janto era mayor si cabe, ya que, a diferencia del caballo del rey, que sólo devoraba a sus enemigos, ésta se deleitaba atacando tanto a amigos como a enemigos. Tenía el desagradable hábito de morder, sin más motivo que por propia diversión. Así pues, no tardamos en aprender a calibrar hasta dónde podía alcanzar con el cuello y a mantenernos a una distancia segura, a menos que la tuviéramos fuertemente sujeta por la brida.
Aun así, Janto y el carro del que ésta tiraba se convirtieron en nuestra arca, en el pacto y el estandarte que nos unían. Tirábamos de ambos para sacarlos de las rodadas durante día y, por la noche, hacíamos turnos de guardia para vigilarlos. En el carro viajaban nuestros fardos, nuestra comida y nuestra cerveza, e incluso nos servía de refugio cuando no encontrábamos un lugar mejor. Ahora los seis nos dirigíamos hacia el amparo del santuario de San Juan para esperar allí a que el mal tiempo y la peste pasaran, y era el pensar en la cama caliente que allí nos esperaba, en el dinero fácil y la comida caliente, en dejar de chapotear en el lodo y bajo la lluvia, lo que nos mantenía en marcha cuando nos asaltaba el dolor de tripas y cuando teníamos los pies tan mojados y entumecidos que podríamos habernos seccionado los dedos y haberlos vendido como reliquias.
A mí había algo más que me empujaba, aunque no se lo confié a ninguno del grupo. Cuando hubiera llevado a nuestra pequeña comitiva hasta North Marston, podría dejarlos a buen recaudo. No tendría que hacerles más de niñera, ni tendría que soportar la lengua afilada de Zophiel ni los enfurruñamientos de Jofre. Sólo tendría que preocuparme de mí mismo. En North Marston podrían arreglárselas solos y yo los abandonaría con la conciencia tranquila.
La prisa por llegar al santuario aumentaba cada día. El miedo se propagaba sigilosamente por todo el territorio. Crecía quedamente como el caudal de un arroyo: un miedo frío y gris que todo lo iba calando. No paraba de oírse por todo el país la noticia de que la peste había llegado a Londres, lo que sacudió incluso a las almas más optimistas. Era verdad que Londres era un puerto, por lo que antes o después había de sucumbir, pero no era uno de los puertos del sur, ni siquiera occidental: se hallaba en la costa de levante. La peste había penetrado sigilosamente por los tres puntos cardinales del territorio y ahora avanzaba hacia el interior hasta atenazar el corazón mismo de Inglaterra.
En realidad, nadie en aquellos parajes había visto nunca a una persona enferma de peste. La mayoría de las personas sabían poco de cómo ésta afectaba a los hombres, pero eso no hacía más que aumentar sus temores, ya que cualquier dolor de cabeza, cualquier tos o cualquier estado febril podía ser el principio. ¿Cómo podían distinguirla? Peor aún, corría el rumor de que no solamente los humanos sucumbían a la pestilencia, sino también las aves y los animales. Piaras de cerdos, rebaños de ovejas, vacas e incluso caballos habían enfermado y muerto en el sur. Los ganaderos dejaban a sus animales sanos y saludables por la noche y, por la mañana, cuando se despertaban, no quedaba ni una bestia en pie en todo el rebaño.
—Tal vez vengan los flagelantes —dijo Rodrigo—. Una vez los vi en Venecia. Iban de iglesia en iglesia, hombres y mujeres, desnudos de cintura para arriba, con sólo una capucha blanca, azotándose hasta sangrar con látigos de punta de metal. He oído que hay ejércitos enteros de ellos por toda Europa que se animan mutuamente a gritos para azotarse más fuerte y rezar más alto.
—Y si llegan a Inglaterra, ¿os sumaréis a ellos? —le pregunté. Rodrigo hizo una mueca e inclinó la cabeza para fingirse avergonzado.
—Tenéis ante vos a un abyecto cobarde, Camelot. No me gusta el dolor, ni darlo ni recibirlo, ni aunque sea por el bien de mi alma. Y vos, Camelot, ¿os pondréis la capucha blanca?
Los flagelantes no llegaron. Los ingleses somos diferentes. No tenemos la pasión de otras tierras. No es sangre lo que nos corre por las venas, sino lluvia. Pero, aunque los ingleses no se lanzaron a una orgía de flagelación, sí que encontraron otras formas de apaciguar al Cielo y desvíar la cólera de Dios, ¿y quién puede decir si el dolor que provocaron los ingleses con su comportamiento no fue peor que el de los azotes para quienes fueron víctimas de aquéllos?
No era el mejor tiempo para una boda, no el que una novia sueña tener, pero nada de lo que rodeó a aquella boda era propio de sueños románticos. Hacía un un frío atroz, además de la humedad. Un viento insidioso barría las calles, pero los habitantes de Woolstone estaban decididos a lanzarse a las celebraciones de cualquier modo y se habían vestido con sus mejores atuendos, lo que, para las muchachas jóvenes, quería decir sus ropas más livianas e indiscretas. Sus madres iban de aquí para allá discutiendo dónde colgar las guirnaldas y cómo preparar la comida, mientras que los hombres levantaban baldaquines, bancos y caballetes entre las tumbas y hacían rodar barriles de cerveza por el cementerio pisoteando incluso las tumbas recientes. Parecía que todos estuvieran tan inmersos en los preparativos que hubieran olvidado completamente el motivo de aquella locura colectiva. Y sin embargo, si todos los que te rodean están locos, la locura se convierte en la nueva cordura. ¿Y a quién se puede uno quejar? Donde hay una boda, hay buena comida y buena bebida, y en abundancia.
Había oído hablar de la costumbre de las bodas de tullidos hacía muchos años. Hay quien dice que se remonta a los tiempos en que los hombres no eran cristianos. Se dice que si se casa entre sí a dos lisiados en el cementerio y a expensas de la comunidad, la boda alejará la ira divina y protegerá al pueblo de cualquier peste o enfermedad que asole los alrededores. Para que el conjuro funcione, todos los habitantes del pueblo tienen que contribuir a la boda con algo. Y, en aquel pueblo, habían forzado a todo el mundo a ayudar en los preparativos, quisieran o no, porque, aunque Woolstone está situado al abrigo de la montaña del Caballo Blanco, sus habitantes presentían que el viejo jamelgo poca protección podía ofrecerles contra aquella nueva maldición.
La presencia en nuestro grupo de Rodrigo y Jofre se la habían tomado como una señal de que la farsa contaba ya con la bendición de Dios, porque, de lo contrario, ¿acaso Dios les habría enviado a dos buenos músicos justo cuando los necesitaban? Es fácil ver la mano de Dios detrás de cualquier suceso cuando la persona está decidida a creerlo, pero igual de fácil es ver la mano del diablo.
Los recién casados estaban sentados bajo un baldaquín, vestidos con ropas sencillas, aunque limpias y en buen estado, atadas con sartas de hojas verdes y adornadas con guirnaldas de tallos de cereales, frutas y lazos, como si los aldeanos no hubieran sabido decidir si aquello era una boda o la fiesta de la cosecha. El anillo de matrimonio estaba hecho con un pedazo de hojalata; la copa de la amistad era prestada, y la novia iba descalza. Sin embargo, más de una pareja joven había empezado con menos la vida de casados, convencidos de que la suya era la boda más perfecta de este mundo. Pero eran parejas de enamorados, y ésta no lo era.
El novio, que apenas habría cumplido los veinte años, tenía medio cuerpo atrofiado. El brazo izquierdo le colgaba del hombro como una liebre muerta y arrastraba la pierna del mismo lado al caminar, apoyado en una sola muleta, con una sucesión de renqueantes saltitos. Tenía una cabeza enorme, como si de un bebé gigante se tratase, y, aunque quería hablar y retorcía para ello la boca, no lograba que lo entendieran. Parecía desconcertado porque todos le sonreían y le estrechaban la mano. Debía de ser un cambio radical en relación con los insultos y las patadas que normalmente le propinaban. Se llenaba la boca de comida y engullía la cerveza tan rápido como podía, derramándola con las prisas por las comisuras de la boca, como si nunca antes le hubieran ofrecido tanta comida y como si temiera que jamás en la vida se la volvieran a ofrecer.
La novia no sonreía. Estaba sentada, inmóvil, en el sitio en que la habían colocado y movía los ojos invidentes de un lado para otro. Era difícil decir qué edad tenía. Los años vividos en condiciones rayanas en la inanición le habían resecado la carne y, aunque habían intentado peinarle el cabello que aún le quedaba, éste no alcanzaba a esconder las llagas postillosas y amarillentas que tenía en la cara y el cuero cabelludo. Tenía los nudillos lustrosos e inflamados, y los finos dedos se retorcían formando tal amasijo contra las palmas de las manos que era imposible separárselos.
Las muchachas del pueblo que habían ejercido de séquito de la novia la habían abandonado rápidamente y ahora, una vez cumplida la misión, habían ido a besarse con sus enamorados. Aunque estaba rodeada de comida, la novia no hacía ademán alguno de comer ni beber, como si estuviera acostumbrada a oler el aroma de la comida ajena y de la cerveza que no podía permitirse. Me deslicé en el banco junto a ella, tomé un muslo de oca asada del cuerpo del ave que yacía en la mesa y, presionando con fuerza, se lo puse en las manos frías y cerosas. La muchacha giró levemente la cara hacia mí e inclinó la cabeza para darme las gracias. Al menos los ciegos no retrocedían a la vista de mi cicatriz. Presionando el muslo de oca con los nudillos de ambas manos, se lo llevó lentamente a la boca y lo olisqueó antes de morderlo. A diferencia de su flamante marido, comía poco a poco, como si quisiera hacer durar el placer.
—Deberíais andaros con cuidado, Camelot —me susurró Zophiel al oído—, o tal vez os escojan para ser el próximo novio.
—Camelot no es ningún lisiado. —Rodrigo ardía de indignación.
—¿Eso creéis? —Zophiel pasó el brazo por encima de mi hombro para pinchar con la punta de su cuchillo una suculenta oliva de cordero muy especiada—. Ya ha perdido un ojo sin darse cuenta, según parece, ya que no recuerda dónde. Si pierde el otro, será un buen candidato y, con lo rápido que avanza la peste, van a necesitar a cuantos lisiados puedan conseguir.
—Cuento con ello, Zophiel —repliqué de inmediato al ver que Rodrigo apretaba los puños—. ¿Cómo, si no, podría engrasar la pica un viejo chocho como yo?
Zophiel soltó una carcajada y se alejó en busca de más comida. Yo había aprendido que la mejor manera de tratar con él era no responder a sus provocaciones. Ojalá Rodrigo se diera cuenta. Tenía la incómoda sensación de que surgirían problemas entre esos dos. Cuanto antes llegáramos al santuario y siguiéramos cada cual su camino, mejor.
Cuando la tarde empezó a oscurecerse para dar paso al crepúsculo, la lluvia cesó y se encendieron las linternas y las antorchas. Apartaron los caballetes y los bancos para el baile. Rodrigo y Jofre empezaron a tañer sus instrumentos, acompañados de un puñado de aldeanos que tocaban tambores, silbatos, caramillos, ollas y cacerolas. Jofre llevaba todo el día bebiendo sin parar, pero si tocaba algunas notas desafinadas, éstas quedaban ocultas por los pitidos de las flautas y silbatos de los aldeanos. Rodrigo no estaba acostumbrado a que le marcaran el compás a golpe de cacerola, pero lo aceptó de buen grado mientras intentaba ceñirse a su ritmo, lo que la gente le recompensaba con grandes sonrisas y gritos de «así, muchacho, eso es».
No era fácil bailar en el cementerio. La gente tropezaba con los montículos de tierra y chocaba contra las cruces de madera y las lápidas, pero, para entonces, estaban todos tan alegres a causa de la cerveza, la sidra y el hidromiel gratuitos que estallaban en risas cada vez que alguien se caía. En los rincones oscuros, junto a los muros del camposanto, las parejas hacían el amor entre risas y gemidos; se movían impetuosas de arriba abajo para después separarse, exhaustas, y quedarse dormidas sobre el mismo suelo en que yacían. Los niños creaban su propio caos. Tan borrachos como los padres, jugaban a perseguirse como locos, tiraban piedras a las guirnaldas que se balanceaban o se agrupaban en bandas para atormentar a otros pobres niños.
Zophiel no bailaba. Seguía sentado en el banco y rodeaba con el brazo la cintura de una moza pechugona ataviada con una saya amarilla demasiado delgada para un día tan gélido. Estaba tiritando y, entre risas, intentaba escurrirse bajo los pliegues de la capa de Zophiel. Tenía los gestos vacilantes y los ojillos luminosos de la persona que aún no está borracha pero va camino de ello. Nunca antes había visto a Zophiel con una mujer. Pensaba que las despreciaba a todas, pero, según se podía apreciar, por lo menos algunas sí le servían para algo. Esperaba, por su bien, que la muchacha no estuviera prometida ni casada. A esposos y amantes no les gusta que manoseen sus bienes, sobre todo si quienes lo hacen son de fuera y, aún menos, si se trata de viajeros.
De repente, la muchacha emitió un gañido de dolor y, de un salto, se alejó de Zophiel. ¿Un pellizco demasiado fuerte, quizás? ¿O un mechón de pelo enganchado en uno de los cierres de la capa? La muchacha insultó a Zophiel y, meneando la cabeza, se fue indignada a sumarse a unos amigos que estaban al otro lado del cementerio, desde donde lo seguía fulminando con la mirada de vez en cuando. A Zophiel no pareció importarle mucho, y no hizo ademán de ir tras ella. Permaneció sentado limpiando los restos de la oca y, cuando veía que ella lo miraba desde el otro extremo, levantaba su jarra en un saludo burlón.
La música se detuvo. Se oyeron quejas, que pronto se silenciaron cuando el molinero se encaramó vacilante a uno de los bancos.
—Señores —dijo entre hipidos, y, al intentar una reverencia, estuvo a punto de caer de bruces. Los hombres que tenía debajo lo ayudaron a enderezarse de nuevo—. Señoras y señores, ha llegado la hora de llevar al lecho a la feliz pareja, porque, como todos sabemos, no existe verdadero matrimonio hasta que no está consu... consu... nimado, hasta que el novio no le ha dado lo que es suyo. —La multitud estalló en carcajadas—. Así pues, no hagamos esperar a la feliz pareja y llevemos al tímido novio hasta su preciosa novia.
—A vuestras órdenes, mi señor —dijo en tono cantarín una voz detrás de él, y una figura ágil como un gato salió de entre las sombras de un salto, envuelta en una capa oscura con capucha. Hizo una profunda reverencia y, después, se quitó la capa. Se oyeron varios alaridos cuando la luz titilante de la antorcha reveló que lo que había debajo de la capa no era el rostro de un hombre, sino una calavera blanca que sonreía.
—La muerte se pone a vuestro servicio, señores.
La figura dio unos cuantos brincos ante la multitud y los gritos de asombro dieron paso a las carcajadas fruto de la ebriedad. Salvo por la máscara de calavera, el danzante estaba completamente desnudo y tenía el cuerpo cubierto de una espesa pasta negra, sobre la cual habían pintado unos huesos blancos que, en la oscuridad, le conferían el aspecto de un esqueleto viviente de cómicos gestos. De repente, los aldeanos empezaron a tocar sus instrumentos golpeando de nuevo ollas y cacerolas y soplando silbatos y flautas, y todos cuantos aún podían tenerse en pie echaron a andar tras el esqueleto que, a saltos, empezó a dar vueltas al cementerio en sentido contrario al del sol.
En el centro de aquella macabra procesión estaba el novio, a quien llevaba a hombros un grupo de fornidos muchachos. Le habían medio desnudado, y ahora llevaba tan sólo una camisa y sus nalgas desnudas brillaban a la luz de la antorcha. La piel gris y arrugada de la pierna atrofiada contrastaba singularmente con los músculos firmes de la pierna sana, como si alguien hubiera cosido la extremidad de un anciano al cuerpo del joven. Aún sonreía, pero ahora con una aire nervioso, como si pensara que la multitud podía volverse contra él en cualquier momento. No veía a la novia en la procesión y creía que ya la debían de haber llevado del cementerio a alguna casa donde, llegado el momento, también llevarían al novio a pasar la noche de bodas. Sin embargo, aquella consumación no iba a realizarse en privado.
Después de dar tres vueltas al cementerio, volvieron a llevar al novio al centro del recinto y lo colocaron en el suelo a cuatro patas, como un perro. Encima de una tumba habían colocado un camastro de paja apoyado contra la cruz que había en uno de los extremos y que servía de cabezal del tálamo. La novia, vestida únicamente con una larga camisa blanca, ya estaba encima del camastro, como un cadáver tendido en el lecho de muerte. Tenía sus ojos ciegos muy abiertos y movía la cabeza de un lado a otro como si quisiera oír lo que los otros planeaban hacer.
No veía las nubes de plata que, como aguas desbordadas, cruzaban sobre la cara de la luna, ni las antorchas centelleantes que proyectaban enormes sombras sobre los muros del cementerio, ni los ojos resplandecientes del círculo de aldeanos que la contemplaban con desdén. No vio como la figura de la muerte se inclinaba sobre ella y sacudía unas ramas de hisopo para esparcir gotas de agua en una parodia de bendición del tálamo conyugal. Sin embargo, sí pudo sentir que las gotas le mojaban la cara y los pies descalzos y se estremeció como si fueran gotas de aceite hirviendo.
El novio, espoleado por las patadas traviesas que le asestaban en el trasero desnudo, gateó hacia la mujer tendida hasta quedar a horcajadas sobre ella. Al sentir su presencia encima, la lisiada levantó las manos para intentar apartarlo, pero el gesto fue inútil. Incluso una mujer de miembros sanos habría tenido dificultades para quitarse de encima aquel peso. Con las manos retorcidas y el cuerpo debilitado, para ella era sencillamente imposible.
Una de las mujeres más sobrias del pueblo se apiadó de la novia.
—Estate quieta, tesoro, tranquila, que pronto habrá pasado —le dijo en tono suave, mientras la cogía de las muñecas y se las sujetaba delicadamente, pero con mano firme, contra la cruz que tenía tras la cabeza.
—¿Es eso lo que te dice a ti? —le gritó uno de los hombres al marido de la mujer. La multitud estalló en risas.
—Vamos, hijo, dale lo que llevas dentro. Contamos contigo, así que procura hacer un buen trabajo.
El novio miró a su alrededor con la boca muy abierta, incapaz de creer que por fin tuviera permiso para hacer con una mujer lo que siempre le había estado prohibido. ¿Con cuántas mujeres habría ansiado hacer aquello? ¿Acaso lo había intentado a veces cuando era más joven y siempre le habían rechazado? Por si fuera poco, quizás los hermanos de las chicas, o su propio padre le habrían propinado alguna buena paliza. En aquel momento, todos los habitantes del pueblo le urgían a hacerlo. Tal vez fuera un sueño del que no tardara en despertarse.
Cuando todo hubo acabado, las mujeres condujeron a la novia a un rincón oscuro y le pusieron en las manos un vaso de cerveza caliente con especias.
—Toma, tesoro mío, al menos no has tenido que verle la cara. Créeme, con un marido como el mío, hay muchas noches en que desearía ser ciega.
La dejaron acuclillada en el suelo bajo el muro del cementerio. La lisiada apoyó la espalda contra las piedras puntiagudas como si el dolor fuera la única certeza en que pudiera confiar, y se echó a llorar. Lloraba con el mismo sigilo con que lo hacía todo. Sus ojos no podían ver, pero aún podían derramar lágrimas.
Aun así, podría consolarse con los regalos de boda que le había hecho el pueblo: varias ollas y cacerolas, velas de junco a brazos llenos, algunas mantas y un camastro, gallinas y un gallo, una o dos bolsas de harina y un cobertizo de una sola estancia que antes había servido como almacén de sal, por lo que, al menos, era un sitio seco con una puerta robusta. Era un palacio comparado con lo que había tenido hasta esa misma mañana y, dado que toda la comunidad había contribuido a los regalos, la mujer estaba ahora mejor aposentada de lo que podían esperar muchas de las jóvenes del pueblo cuando se casaran.
Así pues, ¿qué importaba si no había podido elegir al novio? A ese respecto, su situación no era muy distinta de la de cualquier muchacha de ilustre cuna de la región, ni tampoco de la de la hija de cualquier mercader. Porque, cuando hay de por medio tierras, negocios o dinero, el matrimonio no es más que una transacción comercial que se negocia con los padres. Muchas novias han pasado de doncella a mujer la noche de bodas con los ojos bien cerrados y apretando los dientes, rezando para que se acabara pronto. No, bien mirado, podía decirse que a la novia lisiada no la habían tratado peor que a cualquier princesa real. Y aun así, las llamas de la hoguera no son menos dolorosas por saber que otros arden contigo.
Todavía no le había dado mi propio regalo a la novia. Extraje de la esportilla un pequeño mechón de pelo rígido y áspero atado con un hilo blanco y se lo puse en el regazo. Lo palpó vacilante y con rostro perplejo.
—Es mi regalo de boda: una reliquia. Unos cabellos de la barba de santa Librada. ¿Conocéis a santa Librada?
Negó con la cabeza.
—Su verdadero nombre era Wilgefortis. Era una princesa de Portugal cuyo padre intentó obligarla a casarse con el rey de Sicilia, pero ella había hecho voto de virginidad, así que rezó a la Virgen María para que la convirtiera en una mujer poco atractiva a los ojos de su desposado. Sus plegarias fueron atendidas, y le brotó barba en la cara. El rey de Sicilia retrocedió horrorizado al verla, e inmediatamente suspendió la boda. La princesa, no obstante, no hubo de vivir mucho tiempo con la barba, ya que su padre, encolerizado, la mandó crucificar. Ahora las mujeres le rezan para que las libre del peso del marido o de cualquier otra carga que soporten. Podéis utilizar esta reliquia para rezar vos también por eso, si lo deseáis.
Cuando iba a dar media vuelta para irme, vi que ella estrechaba con fuerza la reliquia entre ambas manos, mientras volvían a rodarle lágrimas por las mejillas hundidas. Un mechón de pelo no es mucho a lo que aferrarse, pero a veces es cuanta esperanza uno puede regalar, y puede que con eso baste.
La mujer que estaba de pie a mi lado volvió a sentarse en un banco y le ofreció la jarra a la persona que estaba junto a ella.
—Si esta noche no se ha quedado embarazada, no será culpa del marido. ¿Lo has visto? Ha tardado en entrar menos que un hurón en una madriguera.
La amiga tomó un trago largo de la jarra. La sidra le caía por la barbilla, y se la limpió con el revés de la mano.
—Me da igual que se quede embarazada. No me he desprendido de una buena olla para traer un nuevo inútil lisiado a este mundo. Lo que quiero saber es si el truco ha funcionado y estamos salvados de la peste.
—Si esto no funciona, ya no queda nada. La adivina que leyó las runas ha acertado en todo lo demás. Las runas dijeron que vendrían los músicos a bendecir la boda, y también fueron las runas las que escogieron a los tullidos que había que casar, así que, como las runas los eligieron, lo más probable es que el truco funcione.
—¿Habéis dicho que una adivina leyó las runas? —solté sin poder contenerme.
Las dos mujeres me miraron fijamente, algo molestas porque un desconocido interrumpiera sus chismorreos. Por fin, una de ellas dijo a regañadientes:
—Sí, la gente del pueblo no se ponía de acuerdo sobre quiénes habían de ser el novio y la novia; así son las cosas. No es que nos falten lisiados para escoger. Por eso le pidieron a la adivina que leyera las runas para encontrar a la pareja afortunada.
—¿Está aquí la adivina?
La mujer negó con la cabeza.
—Si queréis que os lea la fortuna, llegáis tarde. Ella también estaba de viaje, como vos, y sólo estuvo de paso y se marchó hace una semana o más.
—Sí —intervino la otra mujer—. Y bien rara que era. Sus ojos te daban escalofríos sólo con mirarlos. No me sorprendería que fuese un hada de ésas. Lo cierto es que tenía el don de la adivinación.
No volví a preguntar. No quería saber nada más. Había muchos adivinos trabajando por las veredas; la mayoría de ellos, videntes. La mayoría intentaba adrede que la gente pensara, por su aspecto, que bien podrían ser del linaje de las hadas. Eso impresiona a los clientes, los convence de que el adivino tiene el don de la clarividencia. No había razón alguna para que la adivina que había pasado por allí hubiera de ser Narigorm y, aunque lo fuera, ¿por qué no podía tomar aquel sendero? Cualquier persona sensata se encaminaría hacia el norte. Y, si era ella, quería decir que iba una semana por delante de nosotros. Hacía mucho que había partido de allí. Casi suponía un alivio creer que así fuera. Si iba por delante de nosotros, era imposible que nos estuviera siguiendo. El mensaje que me había enviado era simplemente un saludo y nada más, nada más siniestro que eso.
Sentí de repente una gran fatiga. La diversión aún continuaba, pero yo ya había tenido suficiente. La promesa de una cama seca, después de tantas noches durmiendo en cualquier sitio, era más tentadora que la cerveza o la comida. Empecé a cruzar cautelosamente entre todos aquellos bebedores para dirigirme a la posada. Osmond ya había regresado con Adela. Durante toda la velada lo había visto intranquilo. Había colocado a Adela lo más lejos posible de la mesa nupcial y, más de una vez, había visto cómo la miraba, cómo le observaba el vientre henchido, con el ceño fruncido y el rostro ansioso. Empezaba a temer que le pasara algo. Quizás se había quejado de dolor pero, si era así, no había dado señal de ello en aquel día, en que había comido con deleite todo cuanto le ofrecían y se había reído con la gente del pueblo que había a su alrededor. Osmond, por el contrario, casi no había comido nada y, tan pronto como hubo acabado la cena, se llevó a Adela, a pesar de que estaba claro que a ella le habría gustado quedarse. Quizás lo ponía celoso el ver que otros hombres hablaban con Adela, pero nunca antes lo había manifestado.
No veía a ninguno de los otros, a excepción de Zophiel, que hablaba seriamente y en voz baja con un muchacho fornido de cabeza cuadrada. Fuera lo que fuera lo que le decía Zophiel, al joven no le gustó nada lo que oyó, porque echó a andar a grandes zancadas hasta la joven de la saya amarilla, que en aquel momento reía y bebía en compañía de un grupo de muchachos y muchachas. La agarró del brazo sin demasiados miramientos y empezó a arrastrarla para llevársela de allí mientras la joven pugnaba por desasirse.
Le lancé una mirada a Zophiel. Éste se había refugiado en un lugar seguro y estaba apoyado contra el muro observando con regocijo lo que sucedía. A saber qué le habría contado exactamente al novio o hermano —fuera lo que fuera— de la muchacha para que éste se hubiera enojado tanto con ella. Fuera lo que fuese, estaba seguro de que lo había incitado adrede a adoptar aquella actitud. Tal vez no se había quedado tan indiferente como parecía cuando la joven se había alejado de él.
Presintiendo el conflicto, un grupo de una docena de jóvenes se acercó a observar con evidente interés la escena. Distinguí entre ellos a Jofre. Tenía la cara enrojecida y se estaba riendo con dos de los jóvenes que había junto a él mientras ignoraba a la muchacha de cara aniñada que entrelazaba sus brazos con los de él en un vano intento por llamar su atención. Jofre se tambaleaba debido al peso de la joven que le colgaba del brazo. Desde aquella distancia, era difícil decir lo borracho que estaba, pero, que no estaba sobrio, saltaba a la vista.
El hombre de la cabeza cuadrada se puso a gritarle a la muchacha de la saya amarilla, quien le devolvió los gritos. La joven se liberó de él y corrió a esconderse detrás de uno de los demás muchachos, al que se agarró en busca de protección. Cabeza Cuadrada echó el puño hacia atrás y le asestó un fuerte golpe en la nariz al protector de la joven, quien trastabilló y cayó al suelo, arrastrando consigo a la muchacha. Todos los mozos que estaban allí interpretaron aquello como una señal y se sumaron a la pelea con todo su empeño. Puños y jarras empezaron a volar por los aires.
Por encima de gritos y voces, oí una voz familiar que rugía:
—¡No, Jofre! ¡Las manos! ¡Faccia attenzione!
Pero ya era demasiado tarde. Jofre había saltado con el resto de jóvenes y se había perdido en la maraña de patadas y puñetazos.
Los cuerpos crujían sobre los bancos, las mesas caían patas arriba y las ollas se estrellaban contra el suelo. De repente, los gritos aumentaron de volumen. Una lengua de fuego de una lámpara destrozada había prendido las cintas y los tallos secos de grano que decoraban uno de los postes y se había incendiado el dosel. El fuego se extendía rápidamente y arrojaba grandes llamaradas anaranjadas hacia el cielo nocturno. Fragmentos centelleantes de tela y tallos secos flotaban en la oscuridad de la noche y se cernían amenazadores sobre las techumbres de paja de las casas y los establos de madera colindantes. Los muchachos estaban demasiado enfrascados en la refriega para percatarse, pero los habitantes del pueblo que aún estaban lo bastante sobrios para percibir el peligro acudieron corriendo a intentar separar a los jóvenes que se peleaban y hacer caer el dosel al suelo. Otros habían arrojado la comida que había en las ollas y las cazuelas y las estaban usando para sacar agua de un abrevadero de caballos que había en las inmediaciones y tirarla sobre el fuego.
El incendio quedó por fin sofocado. Afortunadamente, todo estaba tan húmedo después de meses de lluvia que los tejados de paja de las casas ni siquiera estaban chamuscados. La pelea también se había acabado. Bastante agua helada les había caído encima a los combatientes como para hacer que se separasen todos aquellos que aún no habían caído al suelo. Entre reprimendas, las madres, las esposas o las novias iban retirando uno a uno a los jóvenes quejumbrosos, cuyos ojos y labios empezaban a hincharse rápidamente.
El final de Jofre había sido más ignominioso si cabe. Había asestado un par de puñetazos, pero no era precisamente un luchador callejero. Se había hecho más daño del que había causado a sus rivales, y un mal puñetazo en el estómago había acabado con él. Rodrigo lo encontró sin resuello y respirando con dificultad, hecho un ovillo para protegerse la cara de los pisotones de la gente de alrededor. Tenía la mano derecha inflamada y amoratada. Ya no tocaría más esa noche, ni en muchas de las noches siguientes.