17. Los baños
RODRIGO y Cygnus buscaron a Jofre hasta mucho después de que hubo oscurecido, pero era inútil seguir buscándole cuando era evidente que no quería que lo encontraran. Podía haber corrido una milla o más en cualquier dirección, o tal vez estaba enfurruñado en medio de la oscuridad a unas pocas varas de allí, haciendo caso omiso de los gritos. Lo único que podíamos hacer era esperar a que volviera cuando estuviera dispuesto a hacerlo.
Jofre regresó, pero no hasta muy entrada la noche. Por supuesto, Zophiel había insistido en atrancar la puerta de la capilla al anochecer, pero Cygnus, Rodrigo y yo habíamos escogido dormir arriba, en la capilla, así que a todos nos despertaron los golpes imperiosos de Jofre en la puerta.
—Despertad, despertad al dueño de la casa, que vengo de juerga —cantaba en un infantil falsete.
Zophiel le gritó que no le dejaríamos entrar en la ermita hasta que estuviera sobrio y que una noche al frío raso le serviría de lección. Pero los borrachos no suelen irse cuando se les dice, y Jofre siguió golpeando la puerta y cantando hasta que, por fin, Rodrigo apartó a Zophiel de un empujón y desatrancó la puerta. Al abrirla, Jofre, que evidentemente se estaba apoyando en ella para no caer, dio un tumbo y fue a parar a brazos de Rodrigo y, de ahí, al suelo, donde empezó a reírse. Una pequeña tina le cayó de los brazos con fuerte estrépito al rodar por el suelo de piedra. Zophiel la paró con el pie, le quitó el tapón y olió el contenido.
—Vino. —Vertió unas cuantas gotas del líquido rojo en la mano ahuecada y lo probó—. Y recio. ¿De dónde lo has sacado?
Rodrigo agarró a Jofre por la pechera de la camisa y lo levantó del suelo hasta ponerlo en pie. Jofre se balanceaba de manera insegura.
—Ya lo has oído, ragazzo. ¿De dónde lo has sacado?
A Jofre le entró hipo.
—Mi amigo... me lo ha dado mi amigo.
—¿Qué amigo? —Rodrigo lo sacudió por la camisa.
Jofre abrió mucho los brazos.
—Tengo amigos... muchos, muchos amigos. Un dragón y unos caballeros, y unos enormes sarracenos con unas inmensas espadas curvas. Había muchas, muchísimas espadas... y un dragón. ¿Ya os he hablado del dragón?
Cayó de rodillas y cerró los ojos, sin dejar de balancearse.
—Debe de haberse topado con un grupo de cómicos —dije yo—. Si hay una sola gota de vino recio en algún sitio, estad seguro de que ellos la olfatearán. Quizás algunas tabernas hayan guardado algunos barriles para las celebraciones navideñas.
Rodrigo soltó a Jofre de la camisa y el joven se desplomó sobre el suelo, se acurrucó como un bebé y se durmió al instante.
Rodrigo se apartó disgustado y se acercó hasta la ventana, a contemplar los remolinos del río en la oscuridad. Dio un golpe en el muro con la mano abierta y se volvió para mirarnos con una expresión mezcla de ira y desconcierto.
—¿Por qué hace estas cosas? Su comportamiento había mejorado las últimas semanas. Creía que había aprendido la lección.
—No podéis culpar al joven por emborracharse en Navidad —le dije—. Me atrevería a decir que todos cuantos pueden permitírselo están hoy borrachos en la ciudad.
—Lo que significa —dijo Zophiel ásperamente— que Jofre ha ido a la ciudad y ha estado bebiendo en cualquier agujero apestoso donde podría haberse contagiado para volver aquí con la enfermedad. Además, todos esos antros de bebida están llenos de ladrones y salteadores, cualquiera de los cuales podría haber acompañado a nuestro amigo hasta aquí para averiguar dónde estamos refugiados. ¿Todavía desearéis excusarlo cuando alguien lo siga hasta aquí para cortarnos la garganta y robarnos todo cuanto tenemos?
—¿Y qué tenemos nosotros que valga la pena robar, Zophiel? ¿Qué es lo que os preocupa tanto proteger? —le espeté.
Pero si lo que esperaba era incitarlo a desvelar algunos de los contenidos de sus preciadas cajas, perdía el tiempo. Aun después de que lo despertaran en mitad de la noche, el ingenio de Zophiel era afilado como una guadaña. Me miró fríamente.
—El carro, un caballo, vuestras reliquias «auténticas», los instrumentos de Rodrigo. Hasta un viejo harapo es algo que vale la pena robar para quien va desnudo. Tal vez no seamos ricos, pero sí tenemos muchas cosas que alguien podría codiciar, ¿no creéis, Camelot?
Hacía tiempo que todos esperábamos que dejara de llover, pero, ahora que había parado, el frío se había vuelto más intenso y el viento, más helado. El débil sol que brillaba en el cielo medio despejado tal vez nos elevara el espíritu, pero de poco servía a la hora de calentarnos los huesos. La comida era lo que más nos preocupaba. Habíamos consumido todas las reservas y dependíamos de lo que pudiéramos recolectar y cazar, que no era tarea fácil.
Pero el hambre no era lo único que nos mantenía a todos absortos en nuestras propias ideas. Cygnus parecía más exhausto y maltrecho si cabe que antes. A pesar de que dormía en la capilla, las pesadillas le alteraban reiteradamente el sueño, para gran irritación de Zophiel, que le decía que si no podía controlar la boca, debería dormir afuera, en el carro vacío, donde sólo molestaría a Janto.
Adela, ahora que la Navidad había llegado y se había ido sin señales de parto, se volvía más aprensiva y más exigente a cada instante. Dividida entre el deseo de ver al bebé fuera de su cuerpo y el temor a que el parto diera comienzo, temía que Osmond desapareciera de su vista para ir a cazar, por si comenzaban los dolores sin que él estuviera allí. Osmond no sólo tenía que preocuparse por Adela, sino que ahora apenas soportaba mirar a Jofre a la cara. Había cambiado su comportamiento habitual para evitar quedarse a solas con él, y siempre les pedía a Zophiel o a Rodrigo que le ayudaran a poner las redes para los pájaros o le acompañaran a cazar, tareas en las que ninguno de los dos era muy ducho. Narigorm, sin embargo, siempre se ofrecía con entusiasmo a ir en su lugar. Y Osmond, aunque era reticente a llevarla consigo, tenía que reconocer que ni siquiera los cazadores más experimentados podían igualar su persistencia y su paciencia cuando acechaba a una presa. Cualquier ofrecimiento de ayuda por parte de Jofre lo rechazaba con alguna excusa de mal pagador que desconcertaban y herían al muchacho. Zophiel aprovechaba cualquier ocasión para provocarlo, pero, aun así, Jofre parecía no darse cuenta al principio de la conexión existente entre las insinuaciones de Zophiel y la frialdad de Osmond.
Fue en la festividad de San Juan Evangelista, dos días después de Navidad, cuando las cosas alcanzaron un punto crítico. Al despertarnos, nuestro aliento quedaba suspendido en el aire como una blanca niebla y, en el exterior, la escarcha se había endurecido. Las briznas de hierba emitían destellos blancos bajo la luz acuosa del sol, el barro de las rodadas estaba helado y los lomos de los surcos eran duros como rocas. El río bajaba demasiado rápido para helarse, pero los charcos del camino aparecían vidriados. Janto estaba bajo los árboles apisonando el suelo con los cascos y soltando bufidos de vapor por sus ollares rosados. Cygnus ya había salido a abrevarla en el río, ya que el agua del cubo de la yegua, que había estado toda la noche afuera, se había congelado por completo.
Osmond y Adela estaban exultantes después de ver las ramas relucientes de los árboles. Era lo que estábamos esperando, aquello por lo que imploraba Inglaterra entera. Seguramente la peste se iría apagando, como sucede con todas las fiebres estivales, que se desvanecen con los hielos del invierno. Yo rezaba fervientemente por que así fuera, pero, como había dicho Zophiel, aquel verano no había hecho el calor suficiente para alimentar las fiebres y, aun así, la peste había prendido. Sin embargo, si las heladas del invierno no lograban matarla, ¿qué otra cosa en el cielo o en el infierno lograría ponerle fin?
Estaba a punto de salir para ver lo que podía recolectar cuando Osmond subió desde la cripta, con las redes para cazar aves en el brazo y Narigorm a su lado. Al ver a Jofre, vaciló un momento, pero se repuso y cruzó la estancia decididamente, a grandes zancadas hacia la puerta de la capilla sin dirigirle la mirada.
—Esperad, Osmond —le gritó Jofre—. Si vais a poner las redes para las aves, iré con vos.
Osmond agarró a Narigorm por el hombro y la puso delante de él como si fuera un escudo humano.
—No, me basta con Narigorm para colocar las redes. ¿Por qué no vas al bosque con la honda? Si no atrapamos muchos patos, nos harán falta unas palomas o alguna perdiz, y tal vez pilles algún conejo, que será buena comida.
Jofre pareció no percatarse del bochorno que sentía Osmond. Cogió la capa y dijo:
—Puedo ir a cazar con la honda más tarde. Las orillas estarán heladas y el río baja con mucha fuerza. Narigorm no os sujetará si resbalarais. El río os podría arrastrar a los dos. Mejor que vayamos los dos, así nos vigilaremos el uno al otro.
—¡He dicho que no! —replicó Osmond.
Jofre retrocedió ante la vehemencia del tono de Osmond.
—Atraparemos muchos más pájaros, Jofre, si de ahora en adelante cazamos por separado —masculló Osmond y arrastró a Narigorm consigo por la puerta antes de que nadie pudiera decir ni una palabra más. Jofre se quedó tieso, como una cría rechazada sin saber por qué.
—Parece que os ha dejado plantada, mi preciosa doncella —dijo Zophiel con voz ronca. Jofre no se dio por aludido. Dejó caer la capa y cruzó la estancia hasta la ventana, donde se quedó ensimismando mirando el exterior.
—Dejadlo en paz, Zophiel —le advertí sin alzar la voz—. No necesitamos más problemas.
Zophiel me ignoró.
—Menudo retablo: una doncella con el corazón partido junto a la ventana, viendo como se aleja su amado. Deberíais escribir una canción, Jofre.
Jofre se dio la vuelta al oír su nombre.
—¿Decíais algo, Zophiel?
—Me limitaba a señalar la trágica imagen que ofrecéis a los presentes. La virgen despechada que espera en vano a su gran amor. Aunque vos no sois exactamente virgen, ¿verdad, Jofre? Me imagino que ya habéis tenido amantes.
Jofre estaba demasiado ocupado para captar las sutilezas de aquella conversación, pero se ruborizó levemente al oír hablar de amantes.
—No tantas como vos, Zophiel —replicó insolente.
—¿No? ¡Qué pena! —Zophiel se concentró en sacudirse una mota de polvo de la manga—. Lástima que éste está casado.
—Si habláis de Adela, no me interesa si no es como amiga.
Hice un gesto de dolor, ya que sabía que acababa de caer en la trampa que le había tendido Zophiel.
—No, eso mismo pensaba yo. Tus gustos nada tienen que ver con las faldas, ¿verdad, Jofre? He oído decir que hay hombres a los que les gusta más la carne de gallo que el sabor de la pechuga de gallina. Personalmente, lo encuentro detestable y repugnante. Aun así, como te decía, qué mala suerte que este gallo en particular esté casado. ¿Quién sabe? Tal vez tú y vuestro «maestro» podríais haber logrado...
Jofre, que de pronto entendió de qué estaba hablando, enrojeció de ira. Se abalanzó con los puños en alto contra Zophiel, que lo esquivó limpiamente sin dejar de reír. Yo me interpuse entre ambos.
—Déjalo, Jofre. ¿No ves que te está tendiendo una trampa— Descarga tu rabia con los pájaros y la honda, donde sirva de algo.
Hice un lío con su capa, se la puse en los brazos y lo empujé hacia la puerta. Cuando la abrí, Zophiel le gritó:
—Me temo que tu amigo Osmond procurará no quitarse la ropa en tu presencia de ahora en adelante, muchacho, pero si te gustan los gallos, ¿por qué no pruebas un poco de cisne? Estoy seguro de que te lo agradecerá. Siendo un fenómeno de feria como es, no creo que tenga mucho ni de gallo ni de gallina.
Tuve que recurrir a todas mis fuerzas para evitar que Jofre le clavara los puños en la cara a Zophiel, cosa que yo mismo me moría de ganas de hacer.
Volví a la capilla al final del atardecer, con medio saco de hayucos, avellanas y bellotas. Había tardado varias horas en recolectar lo poco que había logrado porque, a juzgar por las escarbaduras del suelo, los jabalíes o los cerdos de aquellos parajes habían estado hurgando como fieras en la zona en busca de comida. Los hayucos serían lentos de pelar, pero no teníamos mucho más que hacer en la oscuridad de la noche y podíamos secarlos para hacer harina, si lográbamos contener el tiempo suficiente las ganas de mordisquearlos. La puerta no estaba atrancada, y me sorprendió que no hubiera nadie en la capilla, pero oí la voz de Cygnus procedente de la cripta. Sonaba como si le estuviera contando un cuento a Adela para distraerla. Corrí la aldaba de la puerta de la capilla antes de bajar y encontrarlos a los dos acurrucados junto al brasero. Sonrieron al verme.
—¿Ninguna señal aún, Adela? —le pregunté.
Negó con la cabeza.
—Ya vendrá a su tiempo. Dad gracias que ahora podéis descansar, porque cuando llegue el bebé, no tendréis ni un minuto de paz durante años.
Cygnus se levantó y se ajustó la capa púrpura sobre los hombros.
—Si podéis hacerle compañía a Adela, Camelot, iré a ver a Janto.
—Mejor que suba con vosotros y pase la aldaba cuando salgáis. Zophiel se pondrá furioso si vuelve y ve que la puerta está abierta y las cajas desprotegidas.
Cygnus se llevó la mano a la boca.
—He dejado la puerta abierta, ¿no es verdad? Así es como habéis entrado vos. Estaba pensando en mis cosas y entonces me llamó Adela y...
La expresión de pavor de Cygnus me hizo reír.
—No ha pasado nada, pero os aconsejo que no se lo mencionéis a Zophiel, o es posible que os encontréis de nuevo amarrado al carro.
Puse la aldaba al salir Cygnus y me giré para examinar la capilla. Sólo quería asegurarme de que, tal y como le había dicho a Cygnus, no hubiera pasado nada. Comprobé la pila de cajas de Zophiel en el rincón. La fetidez de la sirena impregnaba la estancia: algas y el perfume amargo de la mirra y el áloe. A esas alturas, me había acostumbrado tanto al olor que la mayoría de los días ya ni lo notaba. Sin embargo, había otras veces en que, sin previo aviso, me llegaba como si fuera nuevo y los recuerdos me asaltaban: el día en que trajeron a casa la cabeza de mi hermano.
Hacía meses que había llegado la noticia de la caída de Acre y, en todo aquel tiempo, no sabíamos si mi hermano estaba vivo o muerto. Tal vez, nos decíamos, estuviera de vuelta. Quzás lo habían herido. Podía ser que lo estuvieran atendiendo hasta que recuperara las fuerzas y, un día, volviera a casa cojeando. Cualquier día, cuando menos lo esperásemos, entraría de nuevo por la puerta. Mantuvimos viva la esperanza hasta aquel día en que nos reunieron en el aposento privado y vimos el ataúd sobre la mesa, frente a mi padre, y percibimos aquel olor.
Nunca habría reconocido aquella cabeza. Tenía la cara arrugada y oscura como el cuero, y las pestañas y la barba tenían una blancura asombrosa. Los labios estaban tensados hacia atrás en una horrible sonrisa; los ojos, prietos, como si se hubiera horrorizado ante alguna visión insoportable. Decían que era su cabeza, pero yo no lo creía, hasta que divisé el trocito que le faltaba en la oreja izquierda a causa de la mordedura de un perro cuando era niño. Es extraño que, al final, sólo las cicatrices que nos marcan ayuden a distinguirnos. Mi padre cogió la cabeza con ambas manos, como si mi hermano fuera otra vez un niño pequeño de pie sobre sus rodillas en espera de su bendición. No lloró.
—Ahora ya puedo enterrar a mi hijo —fueron todas sus palabras.
La gente los culpaba a ellos, ¿sabéis? Culpaba a los caballeros por no haber resistido. Aunque Jerusalén había caído hacia muchos años, mientras retuviéramos Acre, la gente creía que algún día recuperaríamos Tierra Santa, pero, cuando cayó Acre, cayó también un sueño. Se había roto el último hilo de esperanza y la gente no los perdonó. Mi padre era uno de los que decían que los caballeros que habían salido huyendo eran traidores por partida doble: a Cristo y a su rey. Proclamó que prefería que le trajeran a su hijo a casa sobre su escudo que verlo regresar como un cobarde. Le suplicamos que no dijera tal cosa, pero ya lo había dicho, y era demasiado tarde.
¿Creéis que las palabras tienen el poder de matar? ¡Quién sabe adónde van en cuanto las profieren! El viento se las lleva, como a las semillas.
—No digáis nada malo —solía advertirme mi aya—, porque hay diablillos que acechan en todas partes esperando atrapar vuestras palabras y usarlas para envenenar las puntas de sus flechas.
Mi padre había hablado, y ahora mi hermano estaba muerto.
Oí a Adela que me llamaba ansiosa desde abajo.
—Ya voy —dije.
Eché una última ojeada a las cajas. No parecía que faltara ninguna. Al menos Zophiel no se enteraría de que Cygnus había dejado la puerta abierta. Me volví y me dispuse a volver junto a Adela. Entraba por la ventana el último sol del atardecer, que dibujaba tiras alargadas de luz sobre el suelo de piedra. Se habían acumulado capas de polvo desde que los obreros habían abandonado la capilla. No nos habíamos tomado la molestia de barrer. ¿Para qué, si continuamente estábamos pisando barro? Sin embargo, en ese momento, cuando me di la vuelta para irme, vi algo que no había visto antes: varías de las cajas estaban movidas. Las habían hecho girar para sacarlas y, después, las habían vuelto a colocar en su posición inicial, con lo que habían dejado huellas recientes en forma de abanico en el polvo. Lo más probable es que fuera el propio Zophiel quien las hubiera movido antes de salir a pescar. Las comprobaba continuamente, así que no había duda de que aquella mañana las había vuelto a examinar. Por un instante, sentí la tentación de abrir una, hasta que oí ruido de voces en el exterior: Osmond y Narigorm estaban de vuelta. Fui a abrirles la puerta.
Jofre no volvió para cenar. Nadie lo había visto en todo el día. Zophiel mantenía categórico que no había que dejarle nada de comida, ya que no había contribuido a la olla ni tan sólo con un gorrión desplumado. He de confesar que nadie, ni siquiera Rodrigo o la bondadosa Adela, se opuso con más que una simbólica protesta, porque teníamos tanto frío y tanta hambre que, aunque hubiéramos querido guardarle algo, dudo que hubiéramos podido resistirnos a comernos su parte.
Al caer la noche, el aire se volvió más frío. Llenamos de leña el brasero de la cripta y nos apiñamos a su alrededor envueltos en las capas. La madera estaba demasiado húmeda todavía para arder bien, y desprendía más humo que calor. El río, que pasaba raudo por debajo, parecía más ruidoso que nunca. De vez en cuando se oían los golpes de una rama o cualquier otro objeto que las aguas embravecidas presionaban contra el pilar de la cripta. La piedra amplificaba el ruido y sonaba como si una bestia enorme estuviera royendo los cimientos de la ermita.
Justo cuando nos disponíamos a pasar otra noche de frío, oímos una vez más el lobo. Un aullido de lobo, por muy a menudo que lo oigas, no deja de producir escalofríos. Adela gritó alarmada, y tanto Zophiel como Rodrigo se pusieron rápidamente de pie.
—¿Sigue atrancada la puerta? —preguntó Zophiel secamente—. ¿No ha salido nadie desde que he puesto la aldaba esta noche? —Nos miró a todos como si creyera que podíamos habernos escabullido mientras no miraba y haber abierto la puerta.
—Pero Jofre todavía está afuera —dijo Rodrigo—. Es posible que esté volviendo. El aullido procedía del lado del río más cercano a la ciudad. Jofre debe de estar en peligro, y si... no puede defenderse...
—Si está borracho, queréis decir —dijo Zophiel—. Sí, me temo que tenéis razón. Cuando nuestro joven amigo bebe más de la cuenta, es incapaz de defenderse ni de un conejo que pase por allí, y no digamos de un lobo. —La idea parecía proporcionarle un considerable deleite.
—Entonces, ¿vendréis conmigo a buscarlo?
Me dejó atónito que Rodrigo creyera por un momento que Zophiel lo acompañaría, y no me sorprendió la negativa de Zophiel, con absoluto desdén:
—¿De verdad creéis que voy a dejar de dormir para ir a buscar a ese imbécil borrachín? Tendrá su merecido si se lo come alguna bestia.
Pero a Zophiel le temblaban las manos, y sabía que su negativa tenía menos que ver con el desprecio que sentía por Jofre que con el miedo a salir en medio de la oscuridad con un lobo merodeando.
Oímos otro aullido y todos nos tensamos y aguzamos el oído. Adela, encogida ante aquel sonido, miraba horrorizada hacia el techo, como si creyera que la bestia pudiera saltar por la ventana de la capilla que había sobre nuestras cabezas. Osmond la atrajo con firmeza hacia sí. Esta vez ni siquiera él podía fingir que era un perro.
—Los lobos guardan los caminos de los muertos —dijo de pronto Narigorm. Sentí un espasmo en el vientre. Narigorm estaba en cuclillas, justo en el borde del círculo de luz amarillenta y titubeante que emitía el brasero. Su rostro y su cuerpo quedaban ocultos, sumidos en las densas sombras de la cripta, pero sus manos estaban dentro de la zona iluminada y se movían en el aire por encima de las runas. Sólo había tres runas frente a ella, no todo el juego. En el suelo, no se veía nada más que las runas: no había conchas, ni hierbas, ni plumas. Había visto a Narigorm tirar las runas como para saber que, si usaba sólo tres, las estaba interrogando sobre alguna cuestión. La pregunta sería simple, pero no la respuesta. Eso también lo sabía. ¿Y el lobo era la pregunta o la respuesta?
Zophiel cruzó la estancia de un brinco, agarró a la niña por la muñeca y le retiró la mano de las runas.
—¿Qué quieres decir? —preguntó con una inquietante frialdad.
Narigorm levantó la cabeza. En ambos ojos se reflejaron geme-las las llamas del brasero, como dos fuegos que ardieran sobre el hielo.
—Los lobos llevan a casa los espíritus de los muertos, por muy lejos que estén.
Cygnus se revolvió, incómodo.
—He oído antes esa historia. Mi madre solía decirme que los espíritus de quienes acaban de morir viajan por las antiguas veredas para regresar al hogar de sus antepasados. Los lobos guardan los caminos para asegurarse de que los demonios o las brujas no se lleven a los espíritus. ¿Es eso lo que quieres decir, Narigorm?
Narigorm no contestó, sino que permaneció inmóvil mirando fijamente a Zophiel. Hombre y niña se mantenían la mirada sin expresión. Zophiel le soltó el brazo como si hubiera recibido una picadura y giró bruscamente sobre sus talones.
Como si se hubiera roto un hechizo, Rodrigo buscó su cayado y su capa.
—Yo voy a buscar a Jofre.
Yo me apoyé en mi bastón para ponerme de pie y me ajusté la capa al cuerpo con más fuerza.
—Voy con vos, Rodrigo. Tal vez sea demasiado viejo para ser un buen luchador, pero cuantos más seamos, más seguros estaremos. El lobo no ataca al hombre si va en grupo. ¿Quién más viene con nosotros? —miré hacia Osmond, pero éste evitó adrede mi mirada y posó los ojos en el suelo.
La noche era clara y helada. Las estrellas titilaban en su lecho azabache. La luna era redonda, aunque no habría luna llena hasta el día siguiente. Sin embargo, sí que era ya lo bastante brillante para inundar el puente de luz de ópalo. Bajo nuestros pies, el río, ahora negro, rugía y el agua corría vertiginosamente entre los arcos. La luz plateada de la luna centelleaba sobre su superficie como escamas en el lomo de un pez gigante.
Al salir del puente, el camino describía una curva y se perdía en la oscuridad entre matorrales salpicados con algunas arboledas. Rodrigo había traído consigo una linterna, tal y como exige la ley a quienes son lo bastante audaces o lo bastante necios para estar afuera por la noche, lo que daba prueba de que nuestro negocio era honrado. El hombre honrado, dice la ley, saldrá al exterior abiertamente y no querrá ocultar su presencia ni su identidad. Pero ¿qué dice la ley de los hombres deshonestos que pueden ver la luz a millas de distancia y decidir que el viajero está listo para desplumarlo? ¿Quién protege al hombre respetuoso con la ley de la propia ley? Aun así, aquella noche yo temía más al lobo que a cualquier hombre y la luz, al menos, contribuía a contener ese peligro. Cygnus había mostrado el coraje necesario para sumarse a nosotros y ojeaba con inquietud los matorrales que había a ambos lados del sendero y donde las sombras se movían y las ramas crujían.
De repente, Rodrigo se quedó completamente quieto y señaló entre la maleza.
—Allí —susurró.
Un par de ojos brillaban a ras de suelo a la luz de la llama. Por un momento, ni ellos ni nosotros nos movimos; después, aquella cabeza dio media vuelta y se escabulló. Divisamos una cola poblada y rojiza y suspiramos aliviados: un zorro, no era más que un zorro. Reemprendimos la marcha. Empezaban a dolernos los ojos y los oídos de tanto aguzarlos para ver y oír cualquier indicio del lobo, aunque éste no daba señas.
Tampoco había ningún indicio de Jofre en el camino, a pesar de que el toque de queda de la ciudad hacía una hora que había sonado. Llegamos a las puertas de la villa. Un alto terraplén coronado con una cerca de zarzo marcaba los límites de la ciudad. La cerca estaba en bastante mal estado y no representaba defensa alguna contra nadie, excepto algún viejo decrépito como yo que ya no puede saltar por encima. Una villa como aquélla no podía permitirse unas murallas. Tal y como esperábamos, la puerta con ruedas de la torre de guardia emplazada a horcajadas sobre la vereda estaba cerrada a cal y canto.
Golpeé en la portezuela con el cayado. Se abrió una rejilla por la que asomó la cabeza del guarda de noche.
—¿Qué negocio os trae? —gruñó.
—Venimos en busca de un muchacho.
—Hay gustos para todo.
Ignoré el comentario.
—Este hombre es el maestro del joven. Ha venido a llevarlo a casa. El muchacho hace horas que debería haber vuelto. Ya sabéis cómo son estos jóvenes, siempre persiguiendo a las muchachas bonitas. ¿Podemos entrar a buscarlo?
—Las puertas ya están cerradas por esta noche.
—Razón de más para encontrarlo y llevárnoslo a casa. El muchacho es un poco travieso cuando bebe un par de copas. Se vuelve pendenciero y molesta a las buenas gentes que están en sus casas. Va detrás de sus hijas y rompe todo lo que encuentra. No querréis tener que atender un alud de quejas en vuestro turno de guardia, ¿verdad? Franqueadnos la entrada y lo sacaremos de aquí antes de que os cause algún problema.
El guarda vaciló un momento. Le pasé una moneda por la rejilla.
—Por las molestias.
Eso pareció convencerlo y la portezuela encajada en la puerta principal se abrió.
Una vez dentro, le describimos cómo era Jofre, pero el guarda se limitó a encogerse de hombros, impaciente por volver a calentarse las posaderas junto al fuego. Nos dijo que ningún joven había atravesado aquella puerta, pero que él sólo había estado de guardia desde el toque de queda, y Jofre debía de haber entrado en la ciudad mucho antes.
Los tres recorrimos, hombro con hombro, la calle principal, con la esperanza de encontrar a Jofre dirigiéndose hacia las puertas. El aspecto de la ciudad era más sórdido si cabe a la luz amarillenta de las antorchas nocturnas. La mayoría de las casas tenían las luces apagadas y echados los postigos, y sólo de vez en cuando se filtraba entre las grietas la luz de una vela. A pesar del toque de queda, seguía habiendo gente por las calles. Las tabernas estaban abiertas y de algunas salían grupos de gente que había salido a divertirse. Vimos en algún caso cómo expulsaban a alguien de una de ellas e iba a dar con el trasero en el suelo, si tenía suerte, o de narices en el arroyo, si no. Las callejas y callejones estaban más oscuros que antes, pero los gritos y chillidos que surgían aquí y allá de sus profundidades indicaban que no estaban desiertos.
Llegamos a la posada del Dragón Rojo. Estaba bien iluminada y en el interior se oía el estruendo de las risas. Por grande que fuera la escasez, seguía habiendo mucha gente decidida a divertirse aquellas Navidades, a pesar de los rumores de peste o, tal vez, a causa de éstos.
Se abrió la puerta de la taberna y una muchacha vació un cubo de orines en la calle. Todos dimos un salto atrás.
—Ojo, moza —grité—. Cuidado con dónde lo lanzas.
La muchacha levantó la vista. Era la misma moza que habíamos visto repantingada en la puerta el día que habíamos pasado por allí.
—Perdón, señores... —Sonrió al reconocernos—. ¿No sois vosotros los caballeros que pasaron por aquí con un carro hace algunos días? —Dejó el cubo y se estiró el vestido, con lo que marcaba aún más los generosos pechos—. Ya os habéis quitado de encima a aquel sosaina que llevaba la yegua, ¿verdad? ¿Alguna vez le ha dado por sonreír al hombre? Si buscáis diversión, habéis venido al lugar adecuado. Entrad conmigo, señores. Tendréis lo que buscáis.
Me adelanté un paso.
—Tal vez en otra ocasión. Ahora mismo buscamos al joven que venía con nosotros. No sé si le recordaréis: delgado, con el cabello moreno y los ojos castaños.
—¡Ya lo creo! Ha venido por aquí un par de noches con los cómicos de la legua. Muy atractivo, y bien educado. Y amable, también. Le dejaría dormir en mi cama siempre que quisiera, y eso lo digo de muy pocos. Pero no le interesaba meterse entre mis sábanas, ya me entendéis... Siempre pasa lo mismo con los jóvenes atractivos: o son monjes, o prefieren la carne de gallo.
—¿Le habéis visto esta noche?
Empecé a buscar dentro de mi esportilla. Rodrigo se dio cuenta de lo que hacía falta y le ofreció una moneda. La joven la cogió con una leve inclinación y se la guardó en el corpiño.
—Está en los baños calientes. —Agarró a Rodrigo del brazo y lo arrastró un trecho hasta la entrada de un callejón oscuro—. Por ahí, la segunda a la derecha. Veréis el cartel.
—¿Estáis segura de que está allí?
—Lo estoy. Alguien lo ha visto salir del Dragón Rojo. Mejor dicho, ha visto con quién salía. —La sonrisa se desvaneció de su cara y empezó a tirarle del brazo a Rodrigo con impaciencia—. Mejor que le saquéis de allí cuanto antes. Como ya os he dicho, es un joven agraciado, y no quiero ver como le destrozan la cara.
Rodrigo pareció asustarse.
—¿Creéis que alguien quiere hacerle daño? ¿Por qué?
—Bien, si alguien os pregunta, yo no os he dicho nada, ¿de acuerdo?
Todos asentimos con la cabeza.
—La otra noche, cuando vino con los cómicos, empezó a trabar amistad con un muchacho de aquí. Algo más que amistad, ya me entendéis... Si vuestro joven hubiera congeniado con cualquier otro, a nadie le importa lo que haga ni con quién, mientras pague lo que debe, pero Ralph es difícil. Es hijo del maestro del gremio de los carniceros, un hombre con muchas propiedades en la ciudad. Está metido en todos los negocios, y en más estaría si pudiera. Supongo que ya sabe de qué pie cojea su hijo. Lo sabe, pero no lo acepta. Ha acordado casarlo con la hija de un barón que posee una docena de haciendas en los alrededores. Como veis, es un buen partido: el barón cría las bestias y él las descuartiza. Las ganancias se quedan en la familia, sobre todo porque la muchacha es la única descendiente viva del barón.
»Lo malo es que el barón quiere tener nietos, muchos nietos, y un yerno que ponga toda la carne en el asador para tenerlos. Si al padre de la joven le llegaran rumores de que algo no va bien antes de la boda, la cosa se agriaría antes que la leche en verano, y el padre de Ralph no se lo tomaría muy a bien. Creedme, mejor que apartéis al chico de Ralph antes de que se entere su padre, si no lo sabe ya. —Miró inquietamente a su alrededor—. Hay mucha gente de aquí que está en deuda con él, y tal vez alguien quiera pagárselo con un chivatazo.
Le agradecimos lo que nos había contado y nos introducimos en el estrecho callejón que nos había indicado. El saledizo de las casas en la penumbra nos tapaban el cielo y sólo veíamos una estrecha franja de estrellas entre los edificios. El pasaje olía a orines y a cosas peores pero, por fortuna, la inmundicia que pisábamos se había congelado y no teníamos que chapotear en ella.
Tal y como nos había dicho la joven, los baños eran fáciles de ver gracias al cartel con una tina que había sobre la puerta. La mujer que nos atendió nos trató con amabilidad hasta que se apercibió de que no habíamos ido allí a tomar un baño y nos dijo que nos marcháramos. Aun así, cuando le describimos a Jofre, su actitud cambió y, bien que a regañadientes, pareció alegrarse de nuestra llegada.
—Sí, bien. Mejor que os lo llevéis de aquí. No quiero tener problemas. —Alargó la cabeza hacia una de las salas—. Ahí dentro está.
Entramos en el aposento. Hacía mucho calor y el aire estaba cargado de vapor. Al olor a madera húmeda se sobreponía un dulce y refrescante aroma a tomillo, laurel y menta. En el centro había tres grandes tinas de madera cubiertas cada una con un dosel triangular hecho de tablas para proteger a los bañistas del aire y evitar que se escapara el vapor. El dueño de los baños cuidaba mucho a sus clientes, ya que las tinas estaban forradas de lino para evitar las astillas. Entre las tinas había unas cuantas mesitas. Aguamaniles con cerveza y platos con carnes asadas, queso, encurtidos y frutas en miel descansaban sobre las mesitas a mano de los bañistas. Sentí que el estómago me gruñía de hambre.
No reconocí a los dos jóvenes y la chica que estaban en la tina que había frente a la puerta y que se revolcaban en el agua, hundidos hasta el cuello y completamente desnudos salvo por los paños que les cubrían el cabello. Sentí deseos de unirme a ellos. La idea de sumergir los miembros fríos y doloridos en agua caliente durante una o dos horas se me antojaba que sería como el cielo mismo. Hacía años que no había tenido ocasión de hacerlo. Estar un rato en remojo en agua caliente era uno de los muchos placeres a los que había tenido que renunciar.
Los ocupantes de las otras dos tinas quedaban ocultos por los doseles. Entramos más adentro. Uno de los jóvenes, al vernos, levantó los brazos.
—Aquí ya está lleno. Probad las otras salas —después, le dirigió una sonrisa a Rodrigo y añadió—: aunque siempre podemos haceros un hueco.
Rodrigo respondió con aspereza:
—No he venido a bañarme. He venido a buscar a mi discípulo.
Se oyó una sonora salpicadura en la tercera tina, como si alguien se hubiera asustado.
Me acerqué hacia allí. Sólo había dos personas en aquella bañera. Uno de ellos era un joven un par de años mayor que Jofre y más fornido que él. A pesar de que tenía el cabello oculto bajo un gorro de lino, era un muchacho atractivo de ojos castaños, mandíbula angular y labios carnosos que, en muchos aspectos, se parecía a Osmond. El otro ocupante de la tina, apretado contra el dosel tan al fondo como podía, era Jofre, con los ojos muy abiertos de espanto.
A la vista de lo que nos había dicho la muchacha de la taberna, sabía que teníamos que hacer las cosas deprisa y con el menor ruido posible. Era importante que Rodrigo no perdiera la calma, al menos en aquel lugar. Me giré hacia él y le dije:
—Mandad a una de las mozas del servicio que le traiga las ropas.
Rodrigo vaciló un instante, pero Cygnus, que había entendido bien la situación, lo agarró del brazo y lo sacó de allí.
Yo volví a girarme hacia Jofre.
—Vamos, muchacho, sal de ahí y sécate. Ya ha sonado el toque de queda. Tenemos que cruzar las puertas antes del cambio de guardia.
Jofre, sin embargo, en actitud rebelde después del susto inicial, no estaba dispuesto a acompañarnos en silencio.
—¿Por qué?
Tenía la cara roja y enseguida me di cuenta de que la causa era tanto la jarra de vino medio vacía que había en la mesita como el calor del baño.
El otro muchacho, que supuse que era Ralph, rodeó tranquilamente a Jofre con el brazo por los hombros mojados.
—No tiene por qué irse. Puede pasar la noche en la ciudad.
—Es aprendiz de un maestro, y el maestro le ha ordenado que se vaya. La ley dice que debe obedecerlo. Igual que vos, Ralph, debéis obedecer los deseos de vuestro padre.
Pareció sorprendido de que supiera su nombre.
—¿Y qué tiene que ver mi padre con vos, señor?
—Nada en absoluto, y me gustaría que siguiera siendo así para salvar el pellejo de todos nosotros. Si os preocupa Jofre lo más mínimo, decidle que salga ahora mismo por su bien, si no por el vuestro.
Cuando Rodrigo y Osmond volvieron con las ropas, Jofre ya estaba convencido. Había salido tambaleándose de la tina e intentaba secarse. Dejó que la moza del servicio lo vistiera. Cuando la joven terminó, Jofre le arrojó un puñado de monedas sobre la mesita, con la indiferencia de un joven señor. Le lanzó una mirada de ira a Rodrigo y, después, se inclinó sobre la tina y besó a Ralph apasionadamente en los labios en un gesto de desafío, antes de dejar que, por fin, lo sacáramos de allí. Pensé de dónde había sacado el dinero, pero aquél no era momento para hacer preguntas porque, al salir al callejón, creí ver un hombre que nos observaba a pocas varas de distancia apoyado contra la pared de una casa. Agarré el bastón con fuerza pero, cuando llegamos a la altura donde había visto al hombre, éste había desaparecido. Me enfadé conmigo mismo por haberme sobresaltado por una mera sombra. Aun así, cuanto antes saliéramos de la ciudad, mayor sería el alivio.
Jofre caminaba en medio del grupo, temblando de frío en el aire gélido de la noche después del calor del baño. Caminaba en silencio, y yo rezaba por que Rodrigo tuviera la sensatez de morderse la lengua al menos hasta que estuviéramos de nuevo a salvo en la capilla. Había demasiados callejones oscuros y sombras al acecho en aquel lugar como para arriesgarse a llamar la atención. De vez en cuando, volvía la vista para mirar si alguien nos seguía, pero no veía a nadie, aunque eso tampoco me hacía sentir más tranquilo. Podía haber un ejército entero oculto entre las sombras. Rodrigo y Cygnus también miraban nerviosos alrededor y a cada grupo de hombres con que nos cruzábamos, pero nadie nos acometió y, al final, las puertas de la ciudad asomaron frente a nosotros.
El guarda extendió la mano para que le diéramos otra moneda antes de abrir la portezuela.
—Veo que habéis encontrado al granuja y lo lleváis a casa a darle una azotaina, ¿no es cierto? —dijo entre risas y con regodeo—. Te va a doler, chico.
Sentí que Jofre se tensaba a mi lado
—Muérdete la lengua, muchacho —le susurré mientras lo empujaba para que cruzara la puerta.
Aliviado, tomé una buena bocanada de aire gélido de la noche. Ahora ya sólo teníamos que preocuparnos del lobo.