23. Un cadáver ensangrentado
OSMOND y Cygnus contemplaban el cuerpo de Zophiel mientras la nieve seguía cubriéndolo.
—¿No deberíamos llamar a rebato? —dijo Osmond con voz temblorosa.
—¿Y enviar a buscar al juez? —dije yo—. ¿Qué pasará si es el mismo que se encargó de la muerte de Jofre? Dos muertes violentas en nuestra comitiva en un mes. Será difícil de explicar. No creó que el juez se trague una historia de lobos y obispos. Ni siquiera podemos describir al asesino. Y no olvidemos que tenemos una oveja robada en la cabaña, por si alguien pensaba pedirle que se quedara a cenar con nosotros. No, si no queremos que nos ahorquen, creo que deberíamos enterrarlo antes de que alguien más tropiece con el cuerpo.
—Pero el suelo está helado —protestó Osmond—. No conseguiríamos cavar ni siquiera una tumba poco profunda.
—El suelo de tierra de la cabaña no creo que esté helado —repuse.
La antorcha temblaba en las manos de Osmond.
—¿Proponéis en serio que le enterremos en la cabaña y después nos sentemos encima de él a cenar?
—Desde la época de las malas cosechas, mucha gente ha enterrado a sus parientes en el umbral de la puerta o bajo el suelo de sus casas cuando no podían pagar por sus almas.
—Pero no después de que fueran asesinados y mutilados —dijo Cygnus mientras ojeaba el cadáver y apartaba rápidamente la vista—. No es como morir en la cama. Su espíritu buscará venganza.
La nieve continuaba cayendo con intensidad. Veía los rostros ateridos de los demás y apenas si sentía yo mi propio rostro.
—De momento, cubrámoslo con las piedras caídas de las paredes. Eso y la nieve lo mantendrán oculto por si alguien se acerca por aquí, y nos dará algún tiempo para decidir qué hacemos.
Pero tampoco fue tan fácil como parecía. Tuvimos que arrastrar el cuerpo hasta la parte en que el muro se había desmoronado, donde un montículo de piedras no pareciera fuera de lugar. Después, tuvimos que levantar las piedras con los dedos rígidos y doloridos y depositarlas sobre el cuerpo. Se necesitan más piedras de las que uno imagina para cubrir a un hombre.
Cuando volvimos a la cabaña, Narigorm ya les había contado a Adela y a Rodrigo el hallazgo del cadáver, con todo lujo de sangrientos detalles. Ambos se levantaron de un salto y escrutaron ansiosos nuestros rostros para saber si era cierto. Osmond abrazó a Adela, aunque creo que quería más consolarse él que consolarla a ella, ya que, de los dos, él era el más afectado. Y no era extraño: la vista del cadáver mutilado bastaba para revolver hasta el estómago más resistente.
Rodrigo se agarró la cabeza con ambas manos, como si quisiera evitar que le estallara. Por fin, dijo:
—¿Habéis dejado el cadáver donde estaba?
—De momento, lo hemos cubierto con piedras —respondí—. Pero no podemos dejarlo así. Si un pastor o un arriero mueven las piedras para arreglar el muro, lo encontrarán enseguida. Y aunque para entonces el cuerpo haya empezado a descomponerse, faltándole los brazos, nadie creerá que las piedras cayeron por accidente y le mataron.
—Pero, con esta nieve, es posible que no venga nadie.
—La nieve no durará siempre. Dentro de pocas semanas, incluso de días, podrían traer al ganado por aquí. Si alguien encuentra el cadáver y hace correr la voz, el hombre que encontramos en las rocas recordará que él nos guió hasta aquí. Es difícil que olvide a Zophiel. Podemos hacer dos cosas: o informamos nosotros mismos y confiamos en que el juez se crea la historia del lobo del obispo, o escondemos el cuerpo para que no lo encuentren. Yo creo que nuestra única posibilidad es ocultar el cadáver.
Rodrigo asintió y regresó junto al fuego. Se puso en cuclillas con los ojos fijos en las llamas.
—¿Y qué vamos a hacer con las cajas de Zophiel? —preguntó Adela con temor—. El lobo del obispo podría entrar a buscarlas esta misma noche.
Negué con la cabeza.
—Acaba de asesinar a un hombre. No correrá el riesgo de que todos le veamos. Pero deberíamos meterlas otra vez en el carro, para facilitarle la tarea y así, al menos, librarnos de él, aunque sea ya demasiado tarde para ayudar al pobre Zophiel.
—Bueno, no seré yo quien finja que lamento la muerte de Zophiel —dijo Osmond bruscamente en tono de desafío—. Todos sabemos cómo trataba a Cygnus y a Adela. Tampoco vos lamentáis su marcha, ¿verdad, Cygnus? Ni vos, Rodrigo, después de la forma en que atormentó a Jofre.
Nadie quería mirarlo.
—Osmond, no digas eso —imploró Adela.
—¿De qué sirve fingir? ¿Por qué no podemos ser sinceros? Era un hombre rencoroso, vengativo y malvado.
—¡Osmond, deja de hablar de él! —aulló Adela mientras se santiguaba—. ¡Le han asesinado! Ha muerto sin confesión. Su fantasma aún estará entre nosotros. ¡Te va a oír!
Empezamos a comer. No habíamos tomado bocado desde el amanecer, pero creo que nadie saboreó la comida, excepto Narigorm, que devoró su parte con mayor fruición de la que ya era habitual en ella. Masticamos y tragamos la comida para llenarnos el estómago, pero sin obtener ningún placer. Nos habría dado igual comer nabos secos que cordero fresco. Deambulábamos los unos junto a los otros en incómodo y forzado silencio, pero sospecho que todos pensábamos en el cuerpo mutilado que yacía allí fuera en la oscuridad. Nos tapamos con las capas y unas mantas y nos pusimos a dormir, o a fingir que dormíamos, como excusa para no hablar.
A nadie le sorprendió oír el aullido del lobo aquella noche. Todos nos apoyamos sobre los codos y aguzamos los oídos. El sonido procedía de los rediles más apartados, como si el animal o la persona que aullaba estuviera de pie sobre el montículo de piedras gritando su triunfo en plena noche. Ya había perpetrado el asesinato. Se había hecho justicia. El honor se había resarcido.
Cuando cesaron los aullidos, me apercibí de otro ruido: alguien lloraba dentro de la cabaña. Vi que Rodrigo se levantaba y se acercaba a Cygnus. Rodrigo envolvió al muchacho con su propia capa y lo tomó entre sus brazos para mecerlo como quien consuela a un niño asustado.
—Será la última vez que lo oigamos —le dijo—. Ahora nos dejará tranquilos. Ya estamos a salvo, una vez que Zophiel ha muerto. Estamos todos a salvo.
—He vuelto a oír a los cisnes —dijo Cygnus entre sollozos.
—No, no, ragazzo. Es el lobo lo que habéis oído, pero será la última vez.
—¿No habéis oído a los cisnes? ¿No habéis oído las alas batir cuando volaban sobre nosotros? Las plumas, grandes y blancas, caían del cielo y lo cubrían todo de un peso asfixiante. Me ahogaba. No podía respirar. Hacía muchísimo frío, y las alas batían con tal fuerza... El sonido de las alas. Tenéis que haberlo oído.
—No había ningún cisne. Aquí no hay agua. Ha sido la nieve lo que os ha hecho recordar las plumas blancas.
Permaneció sentado junto a Cygnus, acariciándole el cabello, hasta que dejó de sollozar. Después, con el brazo aún cogido al cuerpo del muchacho, se tumbó, pero no creo que pudiera dormir.
A la mañana siguiente, salí temprano de la cabaña. Había parado de nevar, aunque el cielo estaba encapotado y el frío era glacial. Las cajas seguían en el carro, tal y como las habíamos dejado. Me dirigí hacia el redil en el que yacía el cuerpo de Zophiel. El suelo estaba cubierto con una nueva capa de nieve que casi había borrado las huellas de nuestras pisadas y que había cubierto también las manchas de sangre sobre la hierba donde había yacido el cadáver. No había ningún rastro humano ni animal. Si el lobo había estado sobre el montículo de piedras aullando la noticia del asesinato en plena noche, la nieve había cubierto cualquier rastro.
Miré incómodo a mi alrededor. ¿Seguía observándonos? Zophiel tenía razón: el lobo del obispo era un hombre que se deleitaba con el crimen y la venganza. El mero hecho de matarle no lo habría satisfecho. Cortarles las manos era un castigo habitual para los ladrones, pero ¿por qué no se había limitado a cortárselas a la altura de las muñecas? Habría sido más fácil que cortarle todo el brazo por la parte superior. ¿Acaso se había llevado el lobo los brazos como prueba de que había hecho justicia con su presa? ¿O lo había hecho para que el castigo siguiera a Zophiel hasta la otra vida, ya que, si Zophiel no encontraba sus miembros el día del Juicio Final, habría de pasar la eternidad sin ellos? Pensé en el cuerpo mutilado de Jofre. ¿También lo había hecho el lobo? Supe entonces, con repentino y angustioso estremecimiento, que ninguno de nosotros estaría a salvo de un hombre como aquél hasta que no recuperara lo que buscaba.
La helada persistió a lo largo de todo el día y la noche siguientes. Pasamos la mayor parte del tiempo dentro de la cabaña, comiendo el cordero robado y esperando a que cambiara el tiempo. Luego, al tercer día, el cielo amaneció despejado con el sol luciendo en lo alto. A media mañana, la nieve empezaba a gotear del tejado y a fundirse bajo nuestras pisadas. Si seguía derritiéndose, por la mañana podríamos reemprender la marcha, pero también los demás podrían salir a los caminos.
Ya no podíamos evitar por más tiempo el asunto que ninguno de nosotros había estado dispuesto a afrontar. ¿Qué debíamos hacer con el cuerpo de Zophiel? ¿Llevarlo con nosotros y esperar a encontrar un sitio para enterrarlo, igual que habíamos hecho con Pleasance? ¿O dejarlo allí? En realidad, no teníamos alternativa. Con Pleasance había sido difícil cavar en el bosque, a pesar de que el terreno estaba reblandecido tras meses de lluvia. Después de aquellos fríos, aunque la nieve se derritiera, el suelo seguiría congelado varios días. Y el campo abierto no era lugar para pasar horas cavando una tumba con el terreno helado, si no queríamos ser vistos.
Rodrigo, Osmond y yo hicimos turnos para cavar en el lado más oscuro de la cabaña, donde esperábamos que la tierra removida pasara más inadvertida. Afortunadamente, como aquel lugar sólo había de servir de refugio para noches sueltas, quienes lo habían construido no se habían tomado la molestia de mezclar la tierra con paja y arcilla para endurecer el suelo, aunque estuviera apelmazado por las pisadas de los muchos que habían utilizado la cabaña. Trabajábamos en silencio. Adela mantenía la vista retirada y mecía a Carwyn, a quien tenía fuertemente agarrado como si temiera que la tumba pudiera tragárselo.
Tardamos tanto en retirar las piedras del cuerpo de Zophiel como habíamos tardado en depositarlas la primera noche. El cadáver estaba helado, completamente rígido. Lo envolvimos en una manta y lo llevamos hasta la cabaña, donde, sin desenvolverlo, lo colocamos en el centro.
—Deberíamos rezar algo —dijo Adela con cierta incomodidad—. Era sacerdote.
—Si era sacerdote, podría haber hecho los responsos para Jofre. Podría haberle dado cristiana sepultura —replicó Rodrigo amargamente.
Le puse la mano en el brazo.
—Jofre tuvo un buen entierro, mejor que el que tendrá Zophiel: el chico está bajo un altar, ante los ojos de la Virgen.
—Zophiel podría haber ungido el cadáver.
—Unos amigos que le amaban lo lavaron y lo tendieron en el lugar en que había de reposar. Es toda la unción que necesitaba.
Al final, todos formamos un círculo alrededor del cuerpo y recitamos entre murmullos lo que recordábamos del Placebo y el Dirige, las vísperas y los maitines para los difuntos. Sin un sacerdote que nos guiara, no pasamos de los primeros versos de los salmos, pero, en cualquier caso, fue un servicio que tal vez le acortara los días que habría de pasar en el purgatorio.
Osmond y Rodrigo se inclinaron para levantar el cuerpo envuelto en la manta, pero yo los detuve.
—Deberíamos quitarle la ropa y sepultarlo sin envolver. La tierra absorberá los fluidos y se descompondrá más rápido. El hedor que salga de la tierra será menor. Y, si lo desentierran, será más difícil de identificar. Cualquiera de los que lo vieron junto a aquellas piedras derechas podría reconocer las vestiduras. Enterraremos también los huesos del cordero —añadí, y evité cuidadosamente cruzar la mirada con Cygnus—. Si lo encuentran, pensarán que unos pastores le pillaron robando ovejas y se tomaron la justicia por su mano. Nadie los culpará por ello en tiempos como los que corren, y eso tal vez haga que dejen de buscar.
Nadie se movió. Sabía que ninguno quería tocar el cuerpo. Sentí que la bilis me subía a la garganta al pensar en lo que iba a hacer pero, como era yo quien lo había sugerido, no tenía otro remedio.
Osmond rodeó a Adela con los brazos y le apartó la cara. Yo desenvolví la manta. Los ojos de Zophiel me miraban fijamente. Tenía la piel pálida como la cera, pero la nariz estaba casi negra. Con los ojos abiertos y los labios tensados hacia atrás, parecía estar a punto de formular alguno de sus despectivos comentarios.
Lo hice tan rápido como pude, procurando no mirar hacia los brazos. Aunque la piel empezaba a descongelarse y reblandecerse al calor de la cabaña, el cuerpo estaba aún demasiado rígido como para que pudiera moverle las piernas. Así pues, corté las prendas una a una con el cuchillo. Igualmente, habría que quemarlas. Cuando por fin lo hube desnudado, no tuve más remedio que pedirles que me ayudaran a levantarlo.
Cygnus y yo lo agarramos cada uno por un tobillo. Rodrigo se puso detrás de la cabeza y deslizó las manos bajo los hombros de Zophiel, mientras que Osmond, con los dientes apretados, lo cogió por las nalgas desnudas. No habíamos levantado el cuerpo más de unas pulgadas cuando el grito que de repente dio Narigorm hizo que dejáramos caer el cuerpo con un ruido sordo sobre la tierra endurecida:
—¡Mirad! —dijo señalando al cadáver—. Las heridas vuelven a sangrar. —Y se acercó unos pasos—. Cuando un asesino toca el cadáver de su víctima, las heridas se abren y sangran para mostrarle a todo el mundo quién es el asesino. Eso significa —añadió en tono triunfal— que uno de vosotros debe de haberle asesinado, ¿no es cierto?
Nos miramos los unos a los otros, con expresión de horror, excepto Narigorm. Todos estábamos inmóviles y en silencio mientras, a nuestros pies, de los muñones seccionados seguía manando la sangre acusadora.