4. Adela y Osmond

Y así fue como los seis nos encontramos pasando la noche juntos, encogidos en torno al fuego dentro de una cueva y escuchando el rugido del río sobre los cantos gastados de su lecho y los azotes de la lluvia contra las hojas de los árboles. La cueva era ancha, pero baja y poco profunda, como la sonrisa de un loco tallada en la cara de la roca. Estaba situada a cinco o seis pies de altura en uno de los costados del desfiladero, pero había suficientes rocas y salientes en la base para que fuera relativamente fácil trepar hasta ella, aun para mí y para Adela, la joven embarazada. Y no estaba ocupada, tal y como yo esperaba, ya que, incluso de día, la cueva estaba bien oculta tras una maraña de árboles altos y era difícil de divisar desde el sendero. En la oscuridad era imposible de ver a menos que se supiera dónde buscarla, y yo mismo tardé un rato en encontrarla.

Las paredes de la cueva eran lisas, con unas largas hendiduras horizontales: parecía que un alfarero gigante hubiera pasado las yemas de los dedos por la arcilla húmeda. El suelo estaba inclinado hacia la boca de la cueva, de manera que el interior estaba seco todo el año. Años atrás un pastor, o un ermitaño, había construido una pared de piedras rugosas que tapaba parte de la entrada y, con el tiempo, se habían ido acumulando tras ella hierbas secas y ramas que nos fueron muy útiles para encender el fuego. No tardamos mucho en prender una buena llama y, a resguardo de la pared, el fuego ardía con fuerza y sólo de vez en cuando la columna de humo que desprendía inundaba la cueva.

Todos contribuimos a la olla con lo que teníamos —alubias, cebollas, hierbas aromáticas y unas cuantas lonjas de tocino salado— para hacer un potaje caliente y apetitoso, mucho mejor que el que sirven en cualquiera de las posadas de la región. Con la tripa llena y las extremidades al fin caldeadas, todos empezamos a relajarnos.

Puse unas cuantas piedras a calentar alrededor del fuego. Las piedras calientes envueltas en arpillera son una buena forma de evitar que los pies se enfríen en las horas más gélidas de la noche. Era un truco que había aprendido hacía años y pensé que Adela agradecería un poco de calor más tarde. Algo me decía que nuestro par de tórtolos no estaba acostumbrado a pasar la noche en cuevas.

Dice el refrán que «Dios los cría y ellos se juntan», y, desde luego, aquellos dos estaban hechos el uno para el otro. Ambos eran rubios, con anchos rostros sajones y los ojos tan azules y brillantes como flores de verónica. Osmond era un muchacho fornido, ancho de hombros y no muy alto, con buenas carnes y piel clara y lisa, capaz de provocar la envidia de más de una joven. Adela también tenía la osamenta gruesa de sus antepasados sajones, pero, al contrario que Osmond, era delgada, y las mejillas se le marcaban en la cara como si llevara varias semanas pasando hambre, y eso sin contar los círculos negros que se le dibujaban en torno a los ojos. Algunas mujeres lo pasan tal mal durante los primeros meses de embarazo que no pueden comer ni un bocado, pero, si era ésa la causa de su escualidez, ya estaba recuperada del todo, porque aquella noche su apetito era evidente.

La joven se sintió algo mejor después de comer y se echó a descansar recostada sobre unos fardos, mientras Osmond no paraba de dar vueltas a su alrededor preguntando si no tenía frío, si no estaba cansada, si sentía algún dolor, si no tenía hambre, si no tenía sed, hasta que la propia Adela, medio riendo, le pidió que se calmara. Pero él era incapaz de calmarse y me preguntó una vez más lo mismo que ya me había preguntado una docena de veces: si yo creía de veras que en aquel desfiladero debían de vivir ladrones o salteadores.

La pregunta flotaba también muy en serio en la mente de Zophiel. Nos habíamos visto obligados a dejar el carro y el caballo en el fondo del desfiladero y, aunque habíamos cubierto bien el carro con ramas y habíamos amarrado el caballo en la espesura, donde no fuera visible desde el sendero, Zophiel no descansó hasta haber descargado todas las cajas y haberlas colocado en la cueva, detrás de nosotros. Nadie se atrevía a preguntar lo que contenían aquellas cajas, pues Zophiel ya desconfiaba bastante de los demás. Fuera lo que fuera, no parecía comida, porque, aunque había contribuido al potaje con una cantidad considerable de alubias secas, había tenido que ir a buscarlas al carro.

Jofre estaba tenso como la cuerda de un arco desde que habíamos sacado el carro de Zophiel del fango. Yo sabía que estaba preocupado por que Zophiel sacara a relucir otra vez la apuesta. También yo estaba dispuesto, igual que él, a evitar que se hablara de aquello, porque, si Rodrigo averiguaba la gran suma de dinero, tan difícil de ganar, que su discípulo había perdido, montaría en cólera, ¿y quién podría culparlo por ello? Pero, si lo reprendía severamente delante de todos, era probable que Jofre se marchara enfadado y se perdiera en la noche y, si él no se rompía el cuello en la oscuridad, seguramente se lo rompería alguno de nosotros si teníamos que salir a buscarlo.

Hasta ese momento, Zophiel había estado demasiado ajetreado con las cajas para conversar, pero, ahora que todos nos estábamos instalando para pasar la noche, se hacía preciso alguna diversión, así que busqué un tema que nos alejara de las apuestas y los trucos de magia.

—Adela, ¿es éste vuestro primer hijo? Así me lo parece, a juzgar por la forma en que vuestro pobre marido revolotea a vuestro alrededor. Aprovechad ahora porque, cuando llegue el segundo, él se tumbará con dolor de cabeza y vos tendréis que cargar sola con todo.

Adela se sonrojó y miró hacia Osmond, pero no dijo nada.

—Mejor que deis a luz pronto —insistí otra vez—, o los nervios lo acabarán matando. ¿Para cuándo lo esperáis?

—Por Navidad, o un poco antes —respondió secamente mientras miraba de nuevo hacia Osmond, quien le acarició la mano y le lanzó un guiño.

—Todavía faltan cuatro meses. Si ahora ya no puede andar, ¿cómo estará cuando llegue diciembre? —dijo Zophiel fríamente, con la vista clavada en la oscuridad del exterior de la cueva.

—Sí puede andar —Osmond salió en defensa de su mujer—. Lo que pasa es que, con esa horda de gente que salía de la villa a toda prisa, no han dejado de zarandearla y se ha mareado. Normalmente es una mujer fuerte, ¿no es verdad, Adela? Y, además, mucho antes de que nazca el bebé tendremos nuestra propia casa.

Zophiel se volvió y miró a Osmond.

—Así que tendréis una casa propia, ¿no es así, amigo mío? Tenéis propiedades, ¿verdad? Tenéis dinero. —Inclinó la cabeza en una reverencia irreverente—. Que Dios me perdone, no sabía que viajáramos en compañía de la nobleza.

Osmond enrojeció de ira.

—Ganaré dinero.

—¿Haciendo qué, exactamente? —La seriedad de Osmond parecía divertir a Zophiel, que miró hacia los bultos de la pareja—. Lleváis poco equipaje. ¿Qué sois vos, pues? ¿Mercader? ¿Bufón? ¿Ladrón, tal vez?

Osmond apretó los puños y la mano de Adela voló para agarrarlo de la camisa. El muchacho respiró profundamente para, a todas luces, no perder la cortesía en la respuesta.

—Soy pintor, señor mío, un artista que trabaja pintando imágenes de santos y mártires en las paredes de las iglesias. La Natividad, la Crucifixión, el Juicio Final, todo eso sé pintar.

Zophiel enarcó las cejas.

—¿Es eso lo que sois? Nunca he visto a un hombre casado con un oficio como ése. ¿Acaso no son los monjes y los hermanos seglares los que se ocupan de tan santa labor?

Adela se mordió el labio. Parecía estar a punto de decir algo, pero Osmond respondió primero.

—Yo pinto las iglesias que están demasiado alejadas de las abadías y los monasterios como para que las visiten los artistas de las órdenes sacras. Pinto iglesias pobres.

—Y pobremente os ganaréis la vida.

Osmond apretó de nuevo los puños.

—Puedo ganar lo bastante para...

—¿Qué ha sido eso? —Jofre estaba encorvado hacia delante con la vista fija más allá del fuego tras dejar de fingir que estaba durmiendo.

Zophiel se puso en pie inmediatamente para escudriñar la oscuridad. Todos aguzamos el oído, pero no percibimos nada más que el crepitar de la leña en el fuego y el estrépito del agua del río que había abajo. Al cabo de unos pocos minutos, Zophiel meneó la cabeza y volvió a sentarse junto al fuego, aunque sus ojos no dejaban de escrutar inquietos la impenetrable negrura.

Rodrigo vio la expresión aún furiosa en el rostro de Osmond y rompió el incómodo silencio que había seguido a la escena.

—¿Y adónde os dirigís vos, Zophiel? ¿Tenéis algún plan?

—Había pensado ir a Bristol y buscar pasaje en algún barco. Tengo negocios en Irlanda.

—Demasiado tarde —dijo Osmond—. Si es cierto lo que nos han dicho en la feria, no encontraréis ningún puerto abierto entre Bristol y Gloucester. —Saber que los planes del gran Zophiel se habían visto coartados pareció alegrarlo enormemente.

Zophiel le miró fijamente.

—Bristol y Gloucester no son los únicos puertos ingleses, ¿o es que vuestro maestro se olvidó de enseñároslo— Entiendo que habéis ido a la escuela, aunque sea de forma rudimentaria, pero quizás vuestro pobre maestro cejara en su empeño. No le culpo.

Nuevamente, Adela tuvo que retener a Osmond por el brazo, y nos lanzó una mirada acompañada de una tímida sonrisa.

—¿Y adónde iréis vosotros, ahora que han clausurado la feria?

—Nosotros tres vamos al norte, al santuario de San Juan de Shorne —respondió Rodrigo antes de que pudiera hacerlo yo—. No he estado nunca, pero Camelot dice que hay muchas posadas y muchos peregrinos. Es un buen lugar para encontrar trabajo y alojamiento. Un buen lugar para esperar a que pase la peste. Y no van a cerrar un santuario...

Osmond frunció el ceño.

—Creía conocer casi todos los santos de Inglaterra, y nunca he oído hablar de ese san Juan.

—Porque no es ningún santo —dijo Zophiel, apartando la mirada por un momento de la boca de la cueva.

—De hecho, es cierto que no ha sido canonizado —les expliqué—, pero no digáis eso muy alto en el santuario: los clérigos y la gente del pueblo pueden sentirse profundamente ofendidos. Hace sólo treinta años que murió y los lugareños están tan seguros de que será reconocido como santo que ya le han colgado el título. Y, tanto si es santo como si no, no hay duda de que sus milagros atraen a multitud de personas.

—Milagros que no han sido verificados por la Santa Iglesia —dijo Zophiel.

—Aun así —dije yo encogiéndome de hombros—, las multitudes creen en ellos y, donde hay multitudes, hay dinero que ganar.

—¿Qué clase de milagros? —inquirió Adela con entusiasmo.

—Fue rector de la parroquia de North Marston, que es donde se encuentra ahora su santuario, y hubo allí una gran sequía. Cosechas, animales y personas padecieron mucho. Dicen que el rector Juan dio un golpe en la tierra con su bastón, igual que Moisés, y allí mismo brotó un manantial, una fuente que nunca dejaba de manar y que jamás se helaba. Después de eso, se cuenta que el rector Juan curaba también catarros, fiebres, melancolías y dolores de muelas, y que incluso resucitó a unos ahogados. Ahora la gente acude en tropel a su manantial para curarse de dichos males. Al fin y al cabo, ¿quién no ha sufrido alguna vez un dolor de muelas o una fiebre?

—¿Y dónde pudo ahogarse alguien en North Marston si no había agua? —preguntó Zophiel—. ¿O tan desesperados estaban por curarse del catarro que se cayeron dentro de la milagrosa fuente?

Tenía razón en sus comentarios. Había que admitir que Zophiel era harto sagaz.

—Yo no afirmo nada. Sólo os cuento lo que dicen. Además, la mayoría de los peregrinos acuden a ver la bota, llevados por la curiosidad. Es ése el milagro que en realidad atrae a las multitudes.

—Ah, sí —dijo Zophiel con un bufido—, la famosa bota, la prueba, si es que hacía falta alguna, de que toda la historia no es más que una farsa para embaucar a los crédulos y sacarles dinero.

—Pero, si la gente tiene fe en ello, igualmente se cura. El arte, Zophiel, está en venderles a los hombres algo en lo que creer, regalarles esperanza. La esperanza siempre es real. Lo que puede ser falso son las cosas en las que uno la deposita.

—La esperanza es para los débiles, Camelot.

—¿Y cuál es la historia de la bota? —terció Adela, y sus mejillas se encendieron cuando Zophiel se volvió para lanzarle una mirada de desprecio.

—Según parece, cuando estaba exorcizando a un pobre hombre del demonio de la gota, el rector Juan capturó al mismísimo demonio en la bota del endemoniado. Muchos ancianos de la villa juran que vieron con sus propios ojos al demonio atrapado en la bota, pero que se hizo tan pequeño como un escarabajo y escapó de allí por uno de los agujeros de los cordones y se fue volando. Ahora, esa misma bota se exhibe al lado del santuario. Dicen que quien se pone la bota siente cómo la gota sale volando por el mismo agujero de los cordones. Las multitudes...

—¡Escuchad! —gritó otra vez Jofre con aprensión.

Todos nos pusimos al acecho, inmóviles, mientras nos esforzábamos por escuchar. Y esta vez logramos oírlo. Sonaba lejano, pero era un aullido inconfundible, y después otro, y otro. Luego, el silencio.

Rodrigo se ajustó la capa.

—Vuélvete a dormir, ragazzo. No es más que un perro.

—Eso no es un perro; es el aullido de un lobo —dijo Zophiel con sequedad.

Adela emitió un grito ahogado y Osmond la rodeó protectoramente con los brazos.

—No bromeéis. Estáis asustando a Adela.

—No es ninguna broma —dije yo, sacudiendo la cabeza—. Es un lobo. Pero el aullido venía del otro lado de la colina, no del desfiladero. Y, aunque entre en el desfiladero, el fuego lo mantendrá alejado.

—Si es un lobo animal, así es —dijo Zophiel—, pero, si es un lobo humano, el fuego lo atraerá hasta nosotros. —Tenía los ojos clavados en la boca de la cueva y escudriñaba atentamente la oscuridad. Se había puesto en cuclillas y se palpaba el cinturón en busca del cuchillo—. Hay bandas de ladrones y asesinos que utilizan los aullidos de lobos y lechuzas para enviarse señas. Las colinas y los desfiladeros como éste están infestados de ellas.

Osmond parecía confundido. Daba la impresión de no saber si abalanzarse fuera de la cueva para atacar él solo a la banda de asesinos o abrazar a Adela tan fuerte como para estrujarla.

—Eso me alivia, Zophiel —dije yo, intentando rebajar la tensión—. Por un momento pensé que hablabais de hombres lobo, pero si son sólo ladrones y asesinos, vaya, vosotros cuatro sois lo bastante fornidos como para plantarles buena cara. Además, como ya he dicho antes, el aullido no provenía del desfiladero, por lo que, sea lo que sea, no podrá ver el fuego.

Zophiel, como todos averiguaríamos con el tiempo, no era persona que tolerara que la gente rechazara sus palabras a la ligera. Cuando se giró hacia mí, tenía los ojos entornados y la boca curvada en una sonrisa burlona que ya empezaba a serme demasiado familiar.

—¿Hombres lobo, Camelot? Venga ya, no pienso que creáis en esas paparruchas para asustar a niños y mujeres. No os tengo por supersticioso. Si lo hubiera dicho el joven Osmond...

El joven Osmond se había olvidado temporalmente de su ansiedad y parecía dispuesto a hacer algo más que hablar. Fingí perplejidad.

—Me sorprendéis, Zophiel. ¿Acaso la Iglesia no ha declarado herejía el negar la existencia de los hombres lobo? ¿No son éstos tan reales como las sirenas? —Me llevé la mano hasta la cicatriz—. ¿Cómo creéis que me hice esto?

Adela puso unos ojos como platos.

—¿Un hombre lobo os lo hizo?

Rodrigo abrió la boca para decir algo, pero yo le guiñé un ojo y se contentó con esbozar una sonrisa de complicidad. Una vez captada la atención de todos, me puse cómodo y empecé a contar la historia.

—Hace muchos años, cuando era niño, vivía con mi madre y mi padre en un valle boscoso y remoto en la frontera entre Escocia e Inglaterra. Mi padre trabajaba en el bosque extrayendo madera para la construcción: cortaba árboles para hacer vigas y viguetas. Trabajaba mucho para ganarse la vida y en esa época no nos iban mal las cosas. Pero, un día, cuando estaba trabajando, la cabeza del hacha se soltó del mango, salió disparada y fue a clavársele en el pie. El corte era profundo. Se enconó y en menos de una semana mi padre falleció. Mi madre luchaba por sobrevivir, pero la vida era dura y cruel para una mujer sola, y la comida escaseaba en nuestra mesa.

»Entonces, un día de verano, encontramos a un forastero, un viajero, tendido en el bosque gravemente herido. Lo llevamos a casa y le curamos las heridas, sin saber si viviría o moriría. Estuvo muchos días agitándose y revolviéndose a causa de la fiebre, pero al final la fiebre cesó y empezó a recuperarse. Era un hombre atractivo, alto y fuerte, y mi madre comenzó a enamorarse de él. Así pues, llegado el momento, el hombre se le declaró, y ella no vaciló ni un instante en decir que sí.

»Yo adoraba a mi padrastro. Era valiente y audaz, y veloz como el viento. Era, además, muy bueno a la hora de proveernos el sustento, ya que, una vez al mes, cuando la luna lucía lo bastante llena como para salir a cazar, desaparecía en el bosque antes de ponerse el sol y no volvía hasta el alba. Cuando regresaba, siempre traía un buen botín de pájaros y otros animales para el puchero. Todos comentaban que era un cazador excepcionalmente hábil, ya que no llevaba ni perros ni arco, sino que salía armado solamente con un cuchillo. Yo quería aprender a cazar como él y le suplicaba que me llevara consigo, pero él siempre se negaba y decía que aún era demasiado joven.

»Un día, los campesinos de los alrededores empezaron a quejarse de que un lobo se había instalado en el valle. Echaban en falta algunas ovejas, y a los cerdos los encontraban degollados. Las noches de luna llena se oían los aullidos de un lobo solitario. Los campesinos sabían que, si no mataban al lobo, no quedaría un solo animal con vida cuando llegara la primavera, por lo que decidieron formar una partida de caza para abatir a la bestia. Invitaron a mi padrastro a ir con ellos, ya que él era con diferencia el mejor cazador, pero éste se negó. Dijo que no había visto ni oído ningún lobo en el bosque, y, en eso, decía la verdad.

»Esa noche, mi padrastro salió de caza solo, como era habitual. Yo insistí una vez más en que me dejara ir con él. Entre risas, me dijo que yo era demasiado lento para seguir su paso. Pero yo estaba decido a demostrarle que se equivocaba, así que, cuando el sol empezó a ponerse, salí a escondidas de la casa y seguí a mi padrastro dentro del bosque. Debía apresurarme mucho para seguir su paso. No se paraba a poner trampas, ni seguía sendero alguno, sino que avanzaba trotando a grandes zancadas. Por eso, al final, lo perdí de vista.

»Para entonces ya había oscurecido, y la luna se elevaba sobre los árboles. Vi que no tenía nada que hacer. Lo mejor era que volviera a casa. Pero no había caminado más de unos pocos pasos cuando oí un sonido que me heló la sangre. Era el aullido del lobo; no un simple aullido, sino un gemido de dolor como si el animal estuviera agonizando. Me quedé clavado allí donde estaba. Cuando la luz plateada de la luna iluminó completamente el suelo del bosque, logré divisarlo: tenía la cabeza enorme y greñuda con los ojos amarillentos de un lobo y, sin embargo, aquel lobo no se apoyaba sobre las cuatro patas como las demás bestias, sino que estaba de pie como un hombre.

»Grité despavorido y el lobo se dio la vuelta. Me mostró sus enormes colmillos blancos y empezó a gruñir. Pero, cuando saltó hacia mí, se oyeron ruidos de hombres que avanzaban entre la maleza y ladridos de perros. Cuando vio las llamas de las antorchas, el lobo salió huyendo. Los campesinos y los perros marcharon tras él. El lobo puso tierra de por medio fácilmente, pero los perros siguieron su rastro y los campesinos siguieron a los perros.

»Yo sabía adónde iba la bestia. Cuando un animal se siente perseguido, pone rumbo a su madriguera. Llegué a nuestra casa antes que los campesinos y sus perros, pero no antes que el lobo. Mi madre yacía en el suelo cubierta de sangre con la garganta destrozada. El lobo estaba agazapado a su lado. Cuando se volteó para saltarme encima, conseguí deslizarme bajo la cama, donde no podía alcanzarme con las garras. El lobo, enfurecido, no dejaba de dar zarpazos bajo la cama, hasta que una de sus enorme garras me alcanzó la cara y me la desagarró.

»Los campesinos hicieron entrar a los perros por la puerta para distraer al lobo, mientras a mí me sacaban por la ventana diminuta de la casa. Pero los perros no son rival para un hombre-lobo, y ningún hombre se arriesgaría a sufrir un mordisco de la bestia, así que encerraron al hombre lobo dentro de casa y lo redujeron todo a cenizas. Los aullidos del lobo inundaron el bosque y llenaron el valle, hasta que las llamas lo consumieron y cesaron los bramidos.

Cuando acabé de contar la historia, se produjo un gran silencio. Todo el mundo estaba paralizado. Adela me miraba con los ojos como platos y Jofre estaba boquiabierto.

De repente, Rodrigo soltó una fuerte carcajada y empezó a darme golpes en la espalda.

—Una historia fantástica, Camelot. Pero ¿no os oí contarle al mercader de la feria que habíais perdido el ojo en Tierra Santa?

—Lo cierto es que me falta un ojo, Rodrigo. Y, ya que no me sirve para ver, tampoco está mal usarlo para conseguir un poco de comida con que llenar el estómago y un lecho seco.

Rodrigo sacudió la cabeza con una sonrisa y, de repente, se dirigió a Osmond:

—Y hablando de dónde dormir, he estado pensando, y creo que vos y vuestra esposa deberíais venir con nosotros al santuario de San Juan. Vos pintáis escenas sagradas. Si el santuario es rico, quizás necesiten un pintor. En cuanto a Adela, será un buen sitio para descansar durante el invierno, hasta que venga el niño. Allí encontraréis alojamiento y una comadrona que ayude a Adela cuando llegue el momento de dar a luz. ¿No es así, Camelot?

Osmond miró brevemente a Adela y ambos volvieron ansiosos la vista hacia mí. Yo sentí que se me helaba la sonrisa mientras maldecía en silencio a Rodrigo. ¿Qué se había creído? ¿Que aquello era un grupo de peregrinos? Como si la situación no fuera ya lo bastante complicada, ahora me cargaba con la responsabilidad de llevar a una mujer embarazada que apenas podía caminar hasta North Marston. No podía permitir que me hicieran cargar también con ellos. Habría apostado el cráneo de san Pedro a que aquellos dos tórtolos no tenían más experiencia en los caminos que Rodrigo y Jofre. Nos obligarían a reducir considerablemente la marcha. La pestilencia se acercaba por el sur y por el oeste. No tenía tiempo para hacer de niñera de un grupo de novatos. ¿Quién se habían creído que era? ¿Moisés? Pero ¿qué podía hacer? Vi la esperanza en sus rostros y fui incapaz de decir que no.

Los aullidos del lobo se habían dejado de oír; sólo el caer incesante de la lluvia sobre las hojas y el tumulto del río hendían el silencio en la oscuridad que reinaba en el exterior. Me dolía el cuerpo de tanta fatiga, pero tenía la mente tan ocupada en el viaje que teníamos por delante que era incapaz de dormirme, así que me ofrecí para hacer la primera guardia. Los demás se instalaron tan cómodamente como pudieron para pasar la larga noche que nos esperaba.

Osmond le desabrochó los zapatos a Adela y después le quitó las medias sucias y caladas y le masajeó suavemente los pies fríos y húmedos. Los zapatos rojos de punta eran ligeros y hermosos, con un troquelado de margaritas en el cuero. Estaban pensados para moverse por casa o para caminar por calles de intramuros, pero no servían para pisar charcos ni andar por caminos de carros. Era una absoluta necedad salir con ellos a las veredas. No habían planeado bien el viaje que se disponían a realizar, si es que lo habían planeado en absoluto.

¿Qué podía haber obligado a una pareja como aquélla a echarse apresuradamente a los caminos? De repente, se me secó la nuez. ¿Y si venían de Bristol y habían huido al llegar allí la peste? ¿Y si llevaban ya la peste en sus ropajes? El cuerpo me temblaba de impaciencia. No podía sobresaltarme de miedo cada vez que me encontrase a un desconocido, porque en los caminos todo el mundo era desconocido. No había suficientes cuevas en Inglaterra para que todos nos echáramos al monte a vivir como ermitaños. Además, hasta los ermitaños necesitaban que la gente les llevara comida.

—Tomad esto. —Envolví una de las piedras calientes en un trozo de arpillera y se la pasé a Adela deslizándola por el suelo—. Calentaos los pies.

La joven sonrió en agradecimiento.

—Sois muy amable. Os lo agradezco.

Cogí sus zapatos y los puse a secar junto al fuego. Cuero de cordobán, el mejor. Se notaba sólo con tocarlo, a pesar de que estaban llenos de fango. Hacía muchos años que no me permitía unos zapatos que no estuvieran hechos para andar por las veredas, y nunca volvería a gozar de esos lujos. La piel de los pies se me había endurecido tanto y estaba tan llena de callosidades por las millas que había caminado que en sí misma era como unos zapatos de piel.

Adela estaba encorvada, abrazándose el cuerpo con los brazos y con los suaves pies desnudos apretados contra la piedra caliente. Tiritaba. Su capa aún estaba demasiado mojada para que pudiera envolverse en ella, y era evidente que ninguno de los dos había pensado en traer nada más.

Suspiré y le arrojé mi manta.

—Envolveos con esto antes de que enferméis de muerte.

—No puedo aceptar vuestra manta. Vais a pillar un resfriado.

No lo decía únicamente por una cuestión de modales. A pesar de la fatiga, sus ojos mostraban una sincera preocupación. No cabía duda alguna de que, siendo joven como era, me veía a mí como a un viejo decrépito al que había que envolver bien y alimentar con sopas. A pesar de todo, su actitud me conmovió: la mayoría de las personas antepondrían su propia comodidad a la de cualquier anciano.

—Será mejor que no lleve ropa de abrigo si tengo que hacer la primera guardia. A mi avanzada edad, es posible que me duerma si me encuentro demasiado cómodo. Y vos deberíais descansar todo lo posible. Cuando se haga de día, necesitaréis todas vuestras fuerzas.

No hizo falta insistirle para que se durmiera. A adela los párpados se le caían de cansancio.

—¿Por qué no os quitáis el velo y os ponéis cómoda? A vuestro esposo no le importará, estoy seguro. Os vais a clavar los alfileres si dormís con eso puesto.

Rápidamente se tocó con la mano los bordes del velo de hilo que le cubría la cara, como si quisiera asegurarse de que éste seguía en su sitio. Lo llevaba cogido con alfileres a un barboquejo que le pasaba por debajo de la barbilla, y le ocultaba totalmente el pelo, a excepción de un mechón en la sien. Era un tocado curiosamente extraño para un joven tan bella. En aquellos días, sólo se veía con barboquejo a mujeres ancianas, que no veían la razón para abandonar una prenda que habían llevado toda la vida. Aun así, la mayoría de las mujeres se sentían felices de liberarse de tan irritante compostura.

—No puedo... No necesito quitármelo. No duermo tendida a causa del bebé. Me sube la hiel si me tumbo —añadió apresuradamente.

Osmond le pasó el brazo por detrás del cuello y Adela se recostó agradecida sobre su hombro. Aunque ella no sintiera los alfileres, a él no dejarían de molestarle por la mañana. Hacían falta casi una docena de ellos para prender un velo como aquél. Aun así, parecía que Osmond estuviera dispuesto a soportarlo todo por proteger a su flamante e esposa.

Adela no estaba acostumbrada a dormir entre desconocidos. Eso estaba claro. Había crecido a buen recaudo, pero ni la timidez ni el recato eran un valor en quien andaba los caminos. ¿Sabía ella, o sabía alguno de los dos, a lo que se enfrentaban? ¿Había sido yo alguna vez tan inocente como ellos? Cuando uno es joven y está enamorado, cree que ningún obstáculo que la vida pueda depararle será insalvable. Piensa que, en compañía del otro, ambos serán capaces de superarlo todo. Rogaba por que nunca llegaran a averiguar lo deprisa que la vida separa a las personas.

Las llamas inquietas y anaranjadas proyectaban nuestras sombras grises sobre las paredes de la cueva. Eran parodias grotescas de todos nuestros movimientos, como en una imitación cómica: dragones cheposos que dormían enroscados y sirenas que ondulaban la cola. Las sombras no tienen sustancia y, no obstante, siempre son más grandes que nosotros.

Zophiel estaba recostado en sus cajas, con la cabeza incómodamente reclinada sobre el pecho. Por la mañana pagaría por ello con un buen dolor en el cogote, pero no me daba lástima. Rodrigo estaba tendido cuan largo era y roncaba, mientras dormía el plácido sueño de los justos. Adela y Osmond estaban acurrucados contra la pared de la cueva: Adela tenía la cabeza reclinada sobre el hombro de Osmond y él la acunaba entre sus brazos.

Jofre estaba enroscado en el fondo de la cueva, como todo el tiempo, pero no dormía. Refulgía en sus ojos la luz de la hoguera mientras observaba a Osmond y a Adela. No podía apartar la vista de ellos. Y, de repente, entendí por qué había estado tan callado toda la velada. No era sólo porque temiera que Zophiel mencionara la apuesta. El pobre muchacho estaba enamorado. ¿Por qué tienen que enamorarse los jóvenes a primera vista, y con tanta intensidad? Adela y Osmond estaban recién casados. ¿Qué pensaba Jofre que podría obtener? Pero el eterno triángulo es tan viejo como el propio hombre. Casi podría decirse que Adán, Eva y Dios crearon el primero de ellos, ¡y adónde nos llevó! Y en todos estos siglos, los embrollos amorosos nunca han dado nada bueno. Pero era inútil advertir a Jofre que lo único que obtendría sería sufrimiento. Los jóvenes tal vez crean en el hombre lobo y en las sirenas, pero no creen que los viejos también hayan estado antes enamorados.

Mientras contemplaba los cuerpos inmóviles de Adela, Osmond, Rodrigo y Jofre, bañados en el suave y rojizo resplandor del fuego, me asaltó la idea, acompañada de una repentina sensación de vacío, de que yo no tenía a nadie y, por primera vez en muchos años, me sentí terriblemente solo. Creía no tener miedo a la muerte. Yo era ya viejo y sabía que era algo inevitable, pero nunca antes le había dado una forma. En aquel momento, mientras aquella terrible enfermedad avanzaba inexorable hacia nosotros, entreví por primera vez la forma que podía adoptar la muerte y sentí que el pánico me subía hasta la garganta.

Zophiel ansiaba marcharse con la primera luz del sol. El desfiladero le ponía nervioso; separarse de su carro le ponía nervioso; nosotros le poníamos nervioso. Creo que esperaba librarse de todos nosotros, sobre todo de Adela, tan pronto como saliéramos del desfiladero.

Adela parecía fortalecida después de haber dormido toda la noche, pero seguía pálida y no daba la impresión de que las fuerzas recién recobradas le fueran a durar mucho. Sin embargo, después de las burlas de Zophiel la noche anterior, estaba decidida a demostrarnos que era capaz de caminar tan bien como el resto del grupo. Incluso Osmond quería demostrarle a Zophiel la capacidad de resistencia de su esposa. Pero Rodrigo, tan galante como siempre, no tenía nada que demostrar. Insistió en que, si íbamos a empujar el carro cargado con las cajas de Zophiel cada vez que se atascara en las roderas inundadas de agua, Zophiel debía colaborar al menos yendo a pie para guiar el caballo y dejando que Adela fuera montada en el carro para ahorrar fuerzas.

Zophiel, que no veía la forma de salir del desfiladero sin nuestra ayuda, cedió de mala gana y descargó su mal humor atormentando a un Jofre taciturno durante toda una milla de camino. Una vez que cayó en la cuenta de que Jofre le había ocultado la apuesta a su maestro, Zophiel se entretuvo volviendo la conversación una y otra vez justo al punto en que parecía que iba a revelar el secreto, para después, hábilmente, cambiar otra vez de tema. A Zophiel le divertía jugar al gato y el ratón, y en eso era muy hábil.

No obstante, esta vez fue el propio Rodrigo quien propició el cambio de asunto. De repente, se dio una palmada en la frente y dijo:

—Camelot, quería informaros que una amiga vuestra, una niña, me preguntó ayer por vos en la feria. Debería habéroslo dicho antes pero, con la conmoción de tener que partir, se me fue de la cabeza.

—No conozco a ninguna niña —respondí con el ceño fruncido.

—Ella me dijo que os conocía. Era una niña muy guapa, poco común. Tenía el pelo... como la escarcha.

Sentí un escalofrío, como si me pasaran un paño húmedo y frío por la piel. Así que Narigorm estaba en la feria. No sabía si sentirme aliviado o molesto. Había empezado a creer que todo había sido fruto de mi imaginación. De pronto me asaltó una idea.

—Rodrigo, había centenares de personas en la feria. ¿Cómo sabía ella que me conocíais? ¿Acaso se lo dijisteis vos?

Negó con la cabeza y se encogió de hombros.

—Tal vez nos viera juntos. Pero me pidió que os dijera que pronto estaría con vos. Es una buena noticia, ¿no?

—No le dijisteis adónde íbamos, ¿verdad? —respondí mientras me esforzaba por ocultar una nota de alarma en mi voz.

Volvió a negar con la cabeza.

—No. Y tampoco me lo preguntó.

Dejé escapar un fuerte bufido. Por la cara de perplejidad que puso Rodrigo, me di cuenta de que no había reaccionado como él esperaba, y me sentía incapaz de explicar mi propia inquietud, ni siquiera a mí mismo. ¿Por qué me enviaba Narigorm ese mensaje? ¿Acaso me estaba siguiendo? No, era un idea descabellada. Ahora sí que estaba imaginando cosas. ¿Cómo demonios podía querer una niña seguir a un hombre mayor al que apenas conocía?

—Camelot, ¿esa niña es...? —empezó a decir Rodrigo.

Pero la pregunta quedó interrumpida por un repentino alarido que resonó en todo el desfiladero e hizo que nos detuviéramos en seco. El sonido era inconfundible: era humano, y la persona estaba en situación desesperada. Procedía de un poco más adelante de donde nos encontrábamos, pero un saliente de roca nos tapaba la vista. Mientras los gritos proseguían, Rodrigo y Osmond sacaron los cuchillos y echaron a correr sendero abajo en dirección a ellos, seguidos de cerca por Jofre. Por mucho que corrieron, los gritos cesaron abruptamente, como si alguien los cortara con un hacha. Zophiel, Adela y yo fuimos tras ellos más despacio con el carro pero, al doblar precavidamente la curva, vimos que los demás estaban parados en medio del camino mirando fijamente hacia delante.

Dos hombres, con las capuchas cubriéndoles la cara, estaban inclinados sobre un tercero que yacía en el barro. Uno de los encapuchados tiraba de una bolsa de cuero de aquel cuerpo tendido boca abajo. El otro hurgaba torpemente en las ropas del muerto. Lo habían matado de un modo nada sutil. La cabeza de la víctima era una sangrienta maraña de cabellos, sesos y huesos. Su rostro era irreconocible incluso para su propia madre. Los golpes se los habían infligido sin duda con los grandes garrotes de madera que aún colgaban con correas de cuero de las muñecas de los asesinos. Los ladrones ni siquiera se habían molestado en arrastrar el cuerpo fuera del camino y ocultarlo entre la maleza para hacer su trabajo y, ahora, en lugar de salir huyendo al ver que nos aproximábamos, seguían hurgando en la presa, como los perros salvajes a los que nadie puede ahuyentar de su víctima.

Osmond fue el primero en romper el atónito silencio. Empezó a correr hacia los hombres gritando y moviendo los brazos como quien ahuyenta animales. Los dos ladrones levantaron la cabeza y se quitaron las capuchas, pero siguieron inclinados sobre el cadáver ensangrentado.

—¿Nos vais a detener vos, joven maestro?

Fue Osmond quien se detuvo. Al principio, los rostros parecían sonreír con una mirada lasciva. Pero no era exactamente una sonrisa lo que había en aquellas caras. Los labios, igual que la nariz, estaban incompletos y lo que cubría aquellos rostros eran pedazos grisáceos de carne muerta como el moho que cubre las frutas podridas. Eran leprosos.

Se levantaron y empezaron a avanzar cojeando hacia nosotros, haciendo girar los garrotes que llevaban atados a las muñecas, igual que sin duda habían hecho antes de golpear al pobre desdichado que yacía en el camino.

—¿Acaso nos vais a poner las manos encima, joven maestro? ¿Nos vais a atrapar? Tengo una idea. ¿Por qué no nos dais ese buen carro que traéis con vos? Estoy cansado de andar. Necesito un carro en el que ir montado. Apuesto a que tenéis buena comida en el carro, y buen vino. Vamos, pues, entregadnos el carro. ¿O es que queréis que os demos un beso a cambio?

No tenían nada que perder. La Iglesia ya los había declarado muertos en este mundo. ¿Qué castigo podía imponerles la ley que fuera peor que aquello? En su caso, ahorcarlos sería una bendición, si es que alguien se atrevía a hacerlo. Tenían razón: ¿quién iba a apresar a aquellas personas para llevarlas ante la justicia? ¿Quién tendría el valor de coger y atarles aquellas manos sin dedos o de ponerles una soga alrededor de aquel cuello postilloso? ¿Acaso se puede ejecutar a quien ya está muerto? Robamos reliquias a los muertos y, ahora, parecía que eran los muertos quienes venían a robarnos.

Fue Rodrigo quien lanzó el cuchillo. Fue un potente lanzamiento con un brazo musculoso. La hoja se hundió profundamente en el pecho del leproso, que lanzó un alarido y empezó a trastabillar hacia atrás por el impacto mientras procuraba arrancarse el puñal con los muñones de las manos sin dedos. Después, avanzó hacia nosotros con la boca abierta y los brazos tan extendidos que era como si quisiera abrazarnos a todos para llevarnos a la tumba con él. Al final, cayó sobre el lodo sin vida. Su compañero ya había dado media vuelta y corría a buscar refugio en la espesura del bosque. No se volvió para ver caer a su amigo.