ISABEL DE SEFARAD acompaña a David Behjat; con ella van los más allegados, Isaac Abravanel y su hija Miriam que llora por la suerte de sus dos hermanos, y tras ellos se hallan, presos de pena, Abraham Bresanel y Samuel su vástago, que amistad hizo con el callado don Enrique de Santoñán y el azar los separa cuando más le necesita.

La joven desposada se adelanta y besa a su padre en ambas mejillas, que le caen lágrimas amargas porque nunca más ha de ver su faz y morirá sin saber de su persona, si bien se encuentra o se duele de no verla, que ya lo siente lejos de su alma misma. Saúl, el pequeño de Miriam, juguetea ajeno a todo lo que no sea divertirse, que está en edad de hacer lo que los mayores ya no pueden por causa de su mal hacer.

—Hija, no penséis, algún día he de venirme a veros y he de abrazar a mis nietos, que sangre de Castilla y Aragón llevarán y serán entonces hijos de mi carne —le consuela el conde de Pechuán, que el corazón deja partido en la ciudad que un día fue Constantinopla.

—Padre, prometed que seréis con vuestra alma misericorde y que no penaréis por mí más de lo que sea menester hacer —le ruega ella—. Sois varón que espada sostiene firme y esgrime con pasión de guerrero aquello que el rey don Fernando defiende. No cejéis en vuestro afán y sed feliz.

Se alejan las almas de ambos y lloran por lo que se pierde en el devenir de los días que han de llegar. Embarcan los expedicionarios en las galeras cristianas y el mar inmisericorde los separa, poniendo entre ellos muchas leguas de distancia.

Las galeras de don Felipe de Leizo, don Marcos de Amaya y don Ramiro de Santoñán salen de la cala en que atracaran al llegar a las costas turcas y se unen a la de don Rodrigo de Pechuán, que queda su alma misma en Estambul y solo sabe mirar a donde la lejanía pierde la línea que la define, sufriendo una muerte lenta y dolorosa, que ya no recuperará la alegría de vivir sin aquella que era su razón para hacerlo.

Reman los hombres con brío, que ellos desean llegar a la patria anhelada como verano que en la lengua se derrite dando su aroma y su sabor a aquellos que sed ostentan. Llevan pabellón turco, que el propio sultán otorgara como especial privilegio de embajadores hasta que se sitúen en aguas en las que él no posea dominio de las tales. Cortan las proas el agua como cuchillas afiladas y el ruido los acerca a las aguas en las que los Reyes Católicos dominan sin ambages, patrullándolas para defenderlas de las razias turcas y berberiscas.

Las numerosas islas del Egeo van quedando atrás una tras otra y siente don Rodrigo que la vida se renueva con el olor a salitre que le inunda las fosas nasales, como alma que se mete en él, confiriéndole un alma nueva. Piensa de nuevo en la olvidada y atractiva dama, de amores imposibles, que dejara en la isla de Sicilia y es una voz de alarma la que le saca de su abstracción en ese instante mágico en el que un hombre se une a una mujer en el tiempo, sin todavía tocar su talle, ni ver sus vestiduras, que no están cerca. Ella se debe a su señor, que don Martín es quien la posee de por vida y él tratará de olvidarla, no sin antes verla por una última vez que si no morirá ya del todo. Por medio de señales convenidas, da orden de enfilar la proa de la galera de don Felipe de Leizo a Sicilia y escucha la voz del vigía que le avisa de que salen del mar turco, en el que los infieles reinan sin que nada lo impida. Las galeras, como una flota compacta y en orden de batalla, crean una línea que barre el mar con sus proas viento en popa.

Los marinos turcos, que ven las galeras, las identifican como las pertenecientes a los embajadores que el sultán hace llamar a su palacio y permiten su paso a regañadientes, que buena presa serían de poder abordarlas, más también la muerte llegaría de manos de tan aguerridos caballeros que saben de la rabia que sienten por el ataque a la isla de Sicilia y la muerte de muchos de sus compañeros de fe.

Velas rojas de la Orden de los Caballeros Hospitalarios de San Juan de Jerusalén se distinguen a lo lejos y las pocas galeras que ven pasar a los cristianos desaparecen, que los que ostentan la cruz patada en el pecho matan musulmanes como quien se deshace de enemigos que nada valen. El mar queda en calma y las galeras de don Rodrigo avanzan hasta que un número considerable de velas les corta el paso y se aprestan al zafarrancho de combate con las espadas en las manos, porque estos deben ser corsarios berberiscos que vienen de saquear las costas levantinas, con las bodegas repletas de esclavos capturados en Castilla y Aragón de las manos de su dios. Treinta velas cuenta el vigía cristiano, quien se espanta de la superioridad numérica que les cercará en breve. No distingue el pabellón de los que llegan y el corazón les late con fuerza, que la muerte llama a su puerta con golpes de cimitarra.

El horizonte todo se llena de velas que no hay escape posible de quien comande tantos navíos de guerra y deberán vender caras sus vidas. De no ser así, la señora de la guadaña se los llevará al mundo del Hades. Todos se agolpan en las cubiertas, en completo silencio, armas en las manos y miradas de odio, que les cortan el paso hasta sus familias que muchos ya no verán jamás. Brilla un sol poderoso y abrasador que es testigo del enfrentamiento de las dos flotas, que una se hundirá en el mar como ofrenda a un dios olvidado que los griegos dieron como nombre Poseidón. De repente, uno de los vigías grita a voz en cuello:

—¡¡Aragón!! ¡¡Aragón!! ¡¡Aragón y Castilla!! ¡¡Que son cristianos y no turcos!!

Todos miran a lo alto, creyendo que la locura se apodera del vigía por temor que la muerte le causa, más él sigue gritando, repitiendo la consigna como tabla de salvación y ello contagia pronto a los vigías de las demás galeras que ya ven el pabellón de los Reyes Católicos en cada nave presuntamente enemiga.

—¡Arriad la bandera del sultán e izad la nuestra! —ordena don Rodrigo, en espera de que la vean y al menos los de enfrente duden antes de lanzarse al ataque.

Caen los estandartes del sultán y se eleva en el aire las banderas de Castilla y Aragón, que los marinos de las naves recién aparecidas las ven y dan cuenta de tal cambio en las galeras que turcas parecían.

—¿Pues no están cambiando el pabellón para confundirnos y así tener ventaja al acercarnos? —comenta para sí el comandante don Álvaro, que manda la gran flota de castigo contra las costas turcas en pago por el traicionero ataque a Sicilia—. Que se acerque una chalupa a ver si algo hay de cierto en tales naves, que sospecho ardid del enemigo —ordena luego en voz alta a su segundo.

Las flotas se frenan en medio del mar, como escrutándose en un intento de ver quién es cada uno, mientras la chalupa que ordenara don Álvaro surca las aguas plácidamente hasta abordar la galera que luce el pabellón de capitana. Sube a bordo como con el miedo a morir pintado en su faz Guzmán, el segundo de don Álvaro, y se felicita de no ver turbantes turcos ni engaño, que son hermanos de fe y no otros enemigos a batir. Alza la mano con un trapo verde que le dan los marinos de la Galana, que así se llama la galera de don Rodrigo, y se congratulan los marinos de ambas flotas que en grito alzan sus voces agradeciendo al Señor su salvación de cruel combate.

—Don Rodrigo, me sorprende veros a bordo de esta nave que por muertos se daba a todos los que aquí veo y doy gracias a Dios por tan grato encuentro, que encuentro a lo más granado de la Cristiandad en estas aguas infestadas de turcos infieles y piratas berberiscos que asolan nuestras costas de Levante —le aprieta la mano y abraza su cuerpo, que sabe de su valor al frente de galeras y tropas de tierra en combates librados por la cruz—. Debéis saber que no ha mucho los turcos intentaron conquistar Sicilia y estuvieron a punto de conseguirlo, de no ser por la oportuna intervención de las galeras del rey don Fernando. Murieron muchos de los nuestros y…

—Decidme que don Martín se halla sano y salvo, y su esposa, la dama Marcia… —la ansiedad le traiciona al conde, más ignora lo que siente el comandante don Álvaro.

—No puedo, mi señor don Rodrigo, que ha de saber vuestra merced que don Martín de Santoñán murió en duro combate y… —a Guzmán no le permiten continuar los hijos del difunto que se agolpan contra él al saber de la desgracia acaecida a su familia en su ausencia.

—Decidnos de nuestra madre y de cómo fue la muerte de nuestro señor padre, don Martín de Santoñán, que Dios tenga en su gloria… —apremia don Ramiro.

Lloran los dos hermanos sin poder contener el dolor que los atraviesa como una cimitarra, a pesar de ser caballeros curtidos ya en dura lucha.

Una bandera negra como la muerte es elevada en el palo mayor, como crespón de luto. No queda en nada la alegría, que es menester dar gracias al Cielo por la acción de la Providencia, y rezan con acción de gracias a Dios. La flota, ahora más numerosa y disuasoria, pone rumbo a Sicilia para que allí desembarquen los hijos de don Martín y ver de consolar a su madre, la viuda que llora la pérdida de su señor para mantener las apariencias.

Palermo, ciudad que se repone de las heridas causadas por el ataque otomano, se ve aún humeante y rasgada en sus entrañas, como mujer que a punto estuvo de ser violada. Las galeras se aparejan en línea, que semejan un bosque de árboles altivos y dispuestos a defender con sus ramas rectas las vidas de sus dueños.

Los hijos de don Martín corren al castillo, que se ve ruinoso y desgarrado, y penetran en él con el corazón estallando en terror, que al hombre de armas también puede. En la torre del homenaje ven a su señora madre que sus cabellos al viento van, con luto negro que la vida le diera en garantía de tenerlo siempre con ella. Allí se abrazan los tres, que se consuelan y conduelen de la pérdida del gobernador que al rey don Fernando representaba en aquella parte del mundo.

Don Rodrigo sube los escalones lento y temeroso, que con espada no puede conquistar aquella plaza, y los ve en racimo de dolientes a los tres. Ella deja a sus hijos y se llega digna y sin aspavientos hasta él, que sus hijos están presentes y no desea enemistarlos con el conde ni con ella tener cuitas.

—Soy mujer desgraciada, que la diosa fortuna me ha abandonado y he perdido a mi señor, el padre de mis hijos —le dice escueta y con los ojos hablando otro idioma, el del amor, que solo ellos comprenden.

—Aquí está mi alma, que acaba de perder a la que más amaba, mi hija Isabel, que mora con su esposo judío en Estambul y jamás ya la podré volver a ver, pues como muerta queda allá atrás, en los confines del Mare Nostrum —habla él en tono grave—. Decidme si debo tener en mi alma esperanza de que dama de alta alcurnia quede conmigo en tiempos que deben pasar lentos como el goteo de la miel —precisa con un timbre de impaciencia.

—Esperad en mí, señor de Pechuán, que debo el luto guardar por el señor que dio vida a mis hijos y partiré en busca de vos, si aún deseáis tenerme por señora de Pechuán, que honor grande me haríais —sus ojos hablan de amor por vez primera y deja que afloren sentimientos largamente reprimidos, que ahora le llenan de esperanza al fin. Su voz suena baja y queda, que anda con remilgos ante los descendientes de Santoñán y debe mantener su honor fuera de toda duda. Se contrae su mente y su rostro enrojece, que le traiciona el sentimiento que por don Rodrigo late, y luego le empuja suavemente escaleras abajo, antes de que sea tarde y luchen los varones de la casa por el honor del padre muerto, que lo último que desea ella es tal cosa.

En el alféizar de una de las ventanas que al patio de armas da, con la cristalera rota por el combate y cerrada como bien se pudo, se abrazan y se besan apasionados, sin contenerse, que se desean como nadie lo hizo antes que ellos. La calidez de sus cuerpos se mezcla como especias de Oriente con el mar que cubre sus vidas.

Siente que hace mal doña Marcia y separa su generoso y agitado pecho antes de seguir, que el alma le dice que prosiga y su mente lo contrario, y a ésta hace caso al fin. No podrán besarse de nuevo hasta cumplidos dos años si es que el rey don Fernando no dispone otra cosa, que así es la vida y el honor está en juego. Bajan los dos varones, que buscan a su señora madre, que ahora gobierna el castillo para ofrecerle sus servicios como hombres de armas que son, que experiencia ya acumulan.

Se mandan mensajeros al rey don Fernando de Aragón y a la reina doña Isabel de Castilla, para que ellos dispongan de nombrar nuevo gobernador en la gran isla y así dejar al mando de las mesnadas de los dos reinos a quien sepa manejar los asuntos de las armas. Salen raudos, que traerán nuevas de la Corte de los dos reinos y sabrán a qué atenerse cuando el soberano disponga de sus vidas como a bien tenga.

* * * * *

Los días transcurren rápidos y se deslizan las horas como si el tiempo acelerase el ritmo para separar a los dos amantes que se miran furtivamente por los corredores del castillo, seguros de su discreción y conscientes del peligro que esto entraña. Desde las almenas ven llegar la galera que luce el pendón real que anuncia desgracia para ellos y dará nombramiento de gobernador a quien el rey considere digno de tal prebenda. Un bosque de palos de las galeras que esperan ordenes de zarpar en busca de enemigos turcos o berberiscos, puebla el puerto de la capital siciliana, dando seguridad a los moradores de la isla y animando sus corazones que se derritieron con el ataque de los turcos de Beyazid II.

Ven llegar al mensajero enviado, que lo acompaña un séquito de soldados y dos varones que nobles parecen encabezando la comitiva, y creen que será el nuevo señor de Sicilia. En el gran salón se reúnen por última vez doña Marcia y don Rodrigo, que en pie permanece a su diestra, con sus hijos a la siniestra y la guardia de honor lista para recibir al emisario de los reyes. Suenan los clarines y las trompetas, que es momento de importancia y gran trascendencia este que viven en el castillo. El sonido de las armas, entrechocando en las cinturas de los caballeros y soldados, es lo único que se oye al penetrar en el salón los enviados de los Reyes Católicos.

Ante la señora se planta el emisario que rodilla dobla y cabeza baja, en señal de respeto. Le transmite el sentimiento de pesar del rey don Fernando y la reina doña Isabel, que sinceros son, pues en muchas ocasiones les sirvió don Martín de Santoñán con excelentes resultados, manteniendo a raya a los infieles en aquella parte del Mediterráneo, y después la levanta para mirarla con admiración que no vio jamás tan bella y sensual viuda, que su mente desea y ha de contenerse.

—Mi señora, son los reyes quienes hablan por mi boca, que es su deseo que se cumpla como escrito traigo en este pliego, de tal forma y manera que así ha de hacerse… —extiende las credenciales para que las alcance don Ramiro de Santoñán, que a su madre le entrega con solemne reverencia—. Como veis, se ha nombrado varón que regirá la isla en nombre de sus majestades los reyes de Castilla y Aragón.

La señora abre el pliego con actitud resignada y lee con atención, quedando su faz blanca que no cree posible lo que allí está escrito. Lo pasa a don Rodrigo, que a su vez lee en voz alta y bien timbrada, parándose en el nombre que allí ha escrito con caracteres góticos la reina misma, doña Isabel de Castilla, y refrenda su esposo, don Fernando de Aragón. Los trazos de tinta negra son claros y nítidos aparecen, que duda no cabe.

—Don Rodrigo de Pechuán ha de ser considerado gobernador de Sicilia y a tal efecto, firmamos doña Isabel de Castilla y don Fernando de Aragón, reyes ambos de los dos reinos —pronuncia con gravedad el conde, que ve cumplidas sus plegarias imposibles de mano de Dios y los santos que por él interceden. Marcia lo mira y, reverencial, se inclina ante el nuevo señor del castillo; pero aún hay más contenido en el pliego que se ha de hacer como se pide, que el deseo de los reyes, órdenes son para sus vasallos. Continúa el padre de doña Isabel, que ahora es judía conversa y vive en Estambul:

—Que sabemos del valor de doña Marcia y deseamos ambos reyes que se cumpla en ella el mandato que dará regencia a sus hijos en caso de fallecimiento de la tal señora doña Marcia y serán herederos de don Rodrigo, que de ellos carece, y por tal se ha de efectuar matrimonio de conveniencia entre ambos sin más dilación.

Se miran tensos, estupefactos, los dos hijos del finado, que no saben si tomarlo como afrenta grave o como protección de sus reyes que por sus intereses miran, que de los monarcas ya se sabe que vienen caprichos que los mortales no comprenden bien y no es bueno contrariarlos. Miran ahora a los dos interesados y éstos se encogen de hombros, que dentro de sí de gozo no caben sabiendo que los reyes sabios son al unir a dos que se aman sin saberlo y que poderosos serán aquellos que en los tales se apoyen.

Todos en el gran salón esperan la reacción de doña Marcia que la de don Rodrigo diáfana ha de estar, pues viudo es y de tal manera igual ha de darle. Nobles de la isla y señores venidos de lejos, con intención de ayudar a su señor que vasallos suyos eran, ven con buenos ojos la unión de dos feudos que fortalecerán el estado en que se halla la extensa isla, debilitada por el ataque de los turcos. Se levanta doña Marcia con actitud solemne, notando cómo le late el corazón, que todavía es la señora hasta delegar poderes en don Rodrigo, y dice con voz firma y segura que todos escuchan bien:

—Yo soy la señora de Santoñán, que dos hijos tengo de tal hombre que gobernó con mano de hierro esta isla y cumplió con los mandatos de nuestros reyes como ningún otro hiciera… —traga saliva, conteniendo a duras penas la emoción que la embarga—. Ahora se me pide que contraiga matrimonio con don Rodrigo de Pechuán, que amigo de mi esposo fue en vida y fiel servidor de los reyes que es… —deja escapar un corto suspiro y prosigue con tono firme—: que se cumpla el deseo de los reyes que yo no he de oponerme si mis hijos obtienen lo que les corresponde por descender de tan noble varón. Todos admiran su obediencia y aplauden su destino, que varón poderoso es don Rodrigo, y ha de darle cuanto desee, que me protegerá como hiciera con su primera mujer, que la amó tanto que leyendas se cuentan de sus amores entre ambos.

Don Ramiro y Don Enrique de Santoñán se felicitan de tener en el castillo como padre putativo a don Rodrigo de Pechuán, que como progenitor ya lo ven al fin y al cabo, y se ciñen a los deseos de sus reyes con placer.

* * * * *

Pasan los días y el conde y la bella viuda que fue ven cómo pueden sentarse juntos, amarse con pasión largamente contenida, sin ataduras ni estorbo, y también que la isla se recupera con las donaciones de los hebreos y comerciantes, que les conviene a todos que el ritmo se alce para comprar y vender las mercaderías de Oriente que allí llegan como intermediarios que son.

Doña Marcia pasea orgullosa con su recién esposo don Rodrigo, que ahora es señora de Pechuán y tiene sus deseos cumplidos. Trece galeras quedan bajo el mando de su marido y éstas traen de continuo presas turcas. Entre ellas están hoy dos varones de raza judía que le son familiares por sus rasgos a don Rodrigo, que manda llevarlos ante su presencia para interrogarlos en persona como es su costumbre con los del pueblo de Israel.

Ve en ellos a Isaac Abravanel y su rostro palidece, que al fin podrá satisfacer la deuda que contrajo con el judío en Estambul y así zanjarla de una vez, que le causa placer llevarlo a cabo.

—¿Acaso no sois vosotros los dos hijos de don Isaac Abravanel? —inquiere el nuevo gobernador de Sicilia, para ver la templanza de los dos jóvenes.

—Sí, mi señor, que no hemos de negar lo que con orgullo llevamos su apellido y que de su sangre somos —responde presto el de más edad.

—Debo mucho a vuestro señor padre y he de pagarle con vuestras vidas lo que por mi hija realizó en tierras de Estambul con acierto y afecto para ella —señala don Rodrigo con una amplia sonrisa de satisfacción—. Contadme por demás como habéis llegado a esta situación, que daba por perdidos mis deseos de ayudaros a ambos.

—Señor, fuimos capturados por la Santa Inquisición, que exigió de nuestras personas oro en tal cantidad que mucho peso en oro habían de ser, tal como lo que resulta de la cuarta parte del peso mío, que soy el más corpulento. No poseíamos tal cantidad y al regresar los soldados nos tomaron presos y llevaron encadenados en fila de a dos. Que estaban dispuestos a torturarnos y así poder saber del paradero de nuestra fortuna, que daban por mucha. Más al pasar por la costa en que debíamos embarcar con destino a nuestra cárcel definitiva los turcos atacaron la comitiva y mataron a todos salvo a los esclavos, ya que el oficial al mando llevaba una caravana de esclavos. Embarcaron nuestras personas en sus galeras y al enfilar el mar abierto las naves de los Reyes Católicos tomaron cada una de ellas, destruyendo dos y apresando las tres restantes. Presos de nuevo nos trajeron a la isla y el resto ya conocéis, mi señor…

Don Rodrigo cae en cuenta de que la Providencia le pone en el camino la oportunidad de satisfacer la deuda de honor contraída y hace gala de misericordia con los dos hebreos. Piensa en que Abravanel sabrá comprender cómo se siente un padre que recupera a sus hijos y por ello les unirá para siempre un lazo más fuerte que la sangre misma.

Los dos varones se presentan como aguerridos caballeros, que lo serían de ser cristianos y nada envidian la planta de los tales. Manda el gobernador que se les dé cobijo como a embajadores de un reino y que se preparen tres galeras que lucirán el pabellón de su padre para llevarlos con bien a Estambul, a presencia de su augusto padre el señor Abravanel. Don Álvaro será entonces el encargado de hacer tal cosa, y así y de esta manera poder espiar las galeras y fuerzas del sultán, que han de saber si segura se halla la más extensa isla del Mediterráneo.