AL ABRIR los ojos, don Felipe de Leizo, atado al palo mayor de la galera de Abdulá el Hassán, ve cómo se termina de sumergir la galera en que combatiese con éxito a los berberiscos, entre un mar de llamas provocadas por los asaltantes que han vencido y los conducen, sin duda, a la esclavitud. Una mancha roja le dice que a algunos de sus hombres ya no les volverá a ver… compañeros de sufrimientos y penurias en pos de turcos y piratas que asolan las tierras de los reyes, y que no verán más la luz del sol. Una hilera corta de trece hombres, todos cubiertos de sangre y suciedad a causa de la terrible lucha mantenida, se sienta tras una cruel sarta de latigazos que les obliga a cubrirse con las manos cara y cuerpo. Semidesnudos y harapientos, en nada recuerdan a los aguerridos varones que subieran a bordo de la galera Tritón para ponerse a su mando. Abdulá se le acerca y puede oler su aliento tan cerca que éste le repugna.

—Así que ibais a Esmirna, ¿eh? —le espeta agriamente—. Yo más bien creo que sois cristianos que espiáis a favor de los venecianos, para enviarles la información que recabéis y así frustrar los planes de mi señor el sultán. Dime… ¿Cómo les enviaríais esa información? Es posible que salves la vida, cristiano, si me dices lo que quiero saber.

En aquel momento Leizo piensa tan solo en cuál habrá sido el destino de doña Isabel, de Inés y del fraile que viajaban con él. Entre los prisioneros no los ha visto; cavila en que quizás han perecido en el combate o…

—No sé de qué me estás hablando. Yo soy un buen musulmán y vengo a comerciar con seda. Cuando el sultán se entere de esta felonía, te mandará empalar. —Juega fuerte, en un postrer intento de conseguir la libertad y evitarle a doña Isabel el amargo trago de sufrir a manos de los turcos un destino mil veces peor que la muerte misma.

Enfurecido, el otomano le golpea con el dorso de la mano y un hilillo de sangre aparece instantáneo en el labio inferior, partido, de Leizo que lo mira arrogante y sonríe bajando la cabeza. Ha hecho sentir miedo en el cobarde corazón de ese miserable pirata.

La sangre reseca le impide mirar con claridad, pero hace un esfuerzo y atisba a ver a los tres, en la popa del navío, acurrucados con las ropas rasgadas, y entonces Leizo ruega al Cielo que la razón no sea otra que el resultado del combate. Lo cierto es que el aya le había comunicado a Abdulá el Hassán, fingiendo traición a su señora y por medio de un intérprete, que el tal don Alonso no era sino un hijo del conde don Rodrigo por el cual podría acceder a un cuantioso rescate; eso sí, si no le tocaba un pelo de la cabeza. Esto, y no otra cosa, les ha mantenido en seguridad ante los ojos codiciosos de la tripulación que desea venderlos en el zoco de Estambul y repartirse luego las pingües ganancias. Las dos galeras que acompañasen a Abdulá en su examen de las de Leizo aparecen en el horizonte y se le unen sin más novedades conformando, de este modo, una flotilla que dominaba aquella parte del mundo en muchas millas a la redonda.

Se adentran por entre las islas que conforman el archipiélago del Mar Egeo que tienen delante y serpentean después, evitando los arrecifes y escollos que lo defienden de galeras enemigas, de manera natural. Atracan en una insignificante isla, donde una sombría fortaleza se eleva amenazante como titán mitológico de tiempos pretéritos. Se encuentra rodeada de pequeñas casas que Leizo cree que servirán de cobijo a los tripulantes de las naves corsarias.

De las otras dos galeras bajan treinta presos más que, con las cabezas bajas, caminan hacia su destino, resignados. Los reúnen a todos en una especie de estrado de piedra, les echan cubos de agua fría hasta que estén empapados para arrancarles los jirones de ropa que llevan, y les entregan unas chilabas con que cubrirse. Después, los meten hacinados en una de las casuchas de adobe pintada de azul oscuro y cierran la puerta con una llave de grandes dimensiones. Dos guardias se colocan ante ella. En una cercana encierran a Leizo y a don Alonso que consuela, como puede, a Inés. Don Javier de Soto, el fraile, permanece con ellos, con los ojos muy abiertos y alerta en todo momento, que no en vano fue hombre de armas antes de tomar los hábitos.

—Siento no haber sabido defenderos, mi señora. Es lamentable que terminéis en un encierro de esta clase. Al menos no saben… —Don Felipe de Leizo titubea un poco— bueno, eso.

—No desesperéis, señor Leizo, que el Cielo enviará quien nos saque de este apuro y solo rezar servirá para salir y regresar a las galeras, que no sabemos de su curso ni destino —contesta ella, en voz baja y todavía confiada.

—No soy yo de vuestro confiar, que solo la mano del que lucha es la que resuelve y la espada lo que los infieles comprenden, mi señora.

—Pensemos que el que se ayuda de Dios recibe consuelo y su mano presta está para sacar de males a quienes tanto por él dan —añade el eclesiástico que busca claridad en su mente y algo que aferrar en la mano para enfrentarse al odiado turco.

Los gemidos de los prisioneros atraen la atención de unos guardias que se limitan a emplear sus látigos con dureza, para acallarlos. El dolor de su maltrato llega hasta ellos que se sienten mal al ver la crueldad de sus captores.

El alba los sorprende con un enorme otomano recortándose en el umbral de la pequeña puerta, lo que le hace verse más grande aún de lo que es.

—¡Vamos, esclavos! ¡Todos fuera que Abdulá quiere que veáis lo que les sucede a los que se le oponen! —brama con su vozarrón, colérico.

A golpes los empuja afuera y entonces Leizo y sus acompañantes pueden ver el estrado de madera sobre el que una treintena de hombres, vestidos con las chilabas que les entregasen la noche anterior, se alinean. Un negro, grueso y de voz ronca, les anuncia a los presentes que se va a proceder a la venta de aquellos «perros», como él los llama, y el gentío que se apiña en torno al estrado prorrumpe entonces en un ensordecedor griterío que le cuesta al vendedor acallar. Como si de caballos se tratase, los desnuda de uno en uno. Luego palmea sus espaldas y aprieta sus brazos, para garantizar la calidad de unos músculos que proporcionarán a sus nuevos dueños muchos años de trabajo en sus campos y barcos. Manosea incluso sus genitales para mostrarles que están completos, y la humillación pública resulta así completa. Tras esto comienza a venderlos y el júbilo estalla entre los asistentes.

Leizo, con los ojos inyectados en sangre, ve cómo doña Isabel llora sin poder contenerse y menos mal que su solícita aya le cubre con sus anchas espaldas, para ocultar su condición femenina. Don Javier de Soto se sitúa junto al bravo capitán de galeras y le habla en susurros:

—Don Felipe, esto es denigrante para un buen cristiano y solo siento la impotencia de no poder hacer nada por esos desdichados. ¿Qué creéis que será de ellos?

—Los explotarán hasta que no sirvan y después los matarán para adquirir otros.

—Malditos hijos del infierno… solo los salvajes venden a los hombres de bien.

—Sí —dice con ceño el capitán de galeras—, solo ellos son capaces de orar cinco veces al día y después vender a hombres libres en un mercado obsceno como éste.

Los días transcurren lentos como siglos y únicamente pueden saber que sus compañeros, vendidos, permanecen todavía en la pequeña isla, trabajando para los turcos, cosa que les hace pensar en si aún habría alguna posibilidad de liberarlos y salir de aquel averno en el que la vida no tiene valor ninguno.

Amanece en la isla y el frío deja ateridos los cuerpos de los esclavos en sus barracones, y se apelotonan unos contra otros en busca de calor, enroscándose para ello como ovillos a pesar al insoportable hedor a orines y defecaciones. La puerta de gruesos tablones se abre bruscamente y un enorme turco aparece, recortándose su amenazadora silueta contra la luz escasa y amarillenta del amanecer. Les grita en su lengua, que comienzan a conocer, para que salgan del hediondo barracón y ellos saben, así, que ya es la hora prefijada para que dé comienzo la tortura del trabajo forzado, en las destartaladas barcas de pesca en las que los obligan a salir para abastecer de pescado a sus amos. Otros son llevados a los bosquecillos cercanos, donde apenas si crecen unos cientos de árboles para talarlos y construir más naves con las que surcar el mar, en busca de esclavos que vender en los zocos de Estambul, o para pedir rescate por sus vidas.

—¡Vamos, perros cristianos, a trabajar! ¡Se acabó el dormir a pierna suelta! ¡Vamos, vamos! ¡No remoloneéis! —apremia el otomano con furia.

—Algún día pagaréis por este maltrato —murmura por lo bajo uno de los hombres de Leizo que nunca había caído en poder de los turcos, ni de los berberiscos, y aún conserva su espíritu combativo sin quebrar.

—¡Chis! —le exige silencio uno de sus compañeros a sabiendas de que, de oírle los guardianes, le puede costar unos buenos latigazos.

Se encaminan hacia donde se hallan, esperándolos, un par de grupos de corsarios turcos que, látigo en mano, se disponen a «estimularlos» para que cumplan con sus tareas. La luz del nuevo día, como temerosa de ser la culpable del dolor que se les causa, asciende en el cielo, sumisa, tímida, rodeando un sol pequeño e intenso que ya amenaza con recalentar las cabezas y los ánimos de los esclavos.

En el barracón que ocupan Leizo y los que le acompañan, se presentan dos oficiales que les piden sospechosamente que salgan afuera. Se miran unos a otros, en tenso silencio, y obedecen sin rechistar. El sol les ciega y enseguida se cubren con las manos, antes de poder mirar de frente a quien los observa con aire de enfado, mientras calibra cada detalle de sus personas.

—Así que estos son los que tanto os ha costado capturar en el mar; pues no parecen mucha cosa para unos corsarios curtidos…

Los observa con desprecio, a la vez que se acerca a Leizo. Es entonces cuando el turco ve en los ojos del capitán de galera la determinación que flota en ellos, así como el intenso odio que destilan, y teme que no se someta a sus estúpidos hombres, dados a destrozar a latigazos las espaldas de quienes no se pliegan a sus deseos.

—Escucha, maldito cristiano del demonio, si te decides a cambiar de religión y te conviertes en un fiel musulmán, te nombraré sobre dos de mis galeras y tendrás parte en el botín como mis capitanes corsarios. No respondas demasiado pronto y date tiempo para pensarlo… —deja escapar un gruñido perspicaz— tienes hasta mañana para darme tu palabra de que así será. De lo contrario, habré de matarte, pues eres un guerrero y sé por experiencia que no se logrará nada contigo; ni el látigo ni la tortura podrán quebrar tu ánimo. ¿Comprendes? —le pregunta con voz áspera, a modo de amenaza.

Don Felipe de Leizo siente que la parca le llega sin remedio y que nada, ni nadie, podrán sacarlo de aquel averno en el que han caído él y sus hombres supervivientes, si no es por sus propios medios. No contesta a las palabras del corsario otomano, acostumbrado como está él a mandar en todo momento, y porque mantiene el desafío con la mirada, sin que nada más que un silencio ominoso y pesado reine en el ambiente que se ha formado en torno a ellos. Don Alonso se sitúa entre ambos con la valentía que da la estupidez de la juventud, en un intento de que la tensión se rebaje. El turco, ofendido por la intrusión, le propina unos latigazos y Leizo ha de interponerse y solicitar de este clemencia.

—No, mi señor capitán, que es joven el que me sirve y de sus cuidados dependen otros —habla con firmeza—. Yo me encargaré de que no desee nuevamente colocarse en el lugar que no le corresponde.

—Está bien, espero que sepas corregir a este atrevido que se cree capaz de detener la mano de su amo. Castígalo a tu gusto. Mañana veré qué has hecho con él. Ahora seguidme, deberéis colaborar con mis capitanes en dibujar las cartas de navegación que necesitamos para atacar las costas de la antigua Hispania, donde capturaremos tres galeras que nos darán el poder definitivo en estas aguas.

Un sentimiento de rabia y rencor se apodera de don Alonso y del fraile, y el temor invade en una oleada el cuerpo de Inés que ya se veía en el infierno a causa de aquel infiel que se le parecía cada vez más al demonio mismo.