EN EL ENORME salón que se abre al jardín interior y se alza sobre el muro que delimita el harén de las estancias reales, una mesa reina en el centro y aparece cubierta por entero de mapas y documentos. Es en la que se disponen las estrategias de guerra del sultán. Por primera vez, un infiel es considerado digno de penetrar en ella y de dar su opinión respecto de los avances y técnicas de batalla del gran turco: don Felipe de Leizo y doña Isabel de Pechuán, que se oculta tras la personalidad de don Alonso de Pechuán ante los ojos atónitos de don Marcos de Amaya y don Ramiro de Santoñán. Estos últimos aprenden así que no es la madurez la que experiencia da, sino el bien asimilar las experiencias pasadas. Acompañan a Leizo a la hora de trazar líneas de batalla y estrategias desconocidas hasta entonces por los orientales.

—Hemos de crear una sensación de que poseemos más tropas de las que en realidad tenemos —propone Leizo con voz grave—. Para ello, hay que aumentar la potencia de fuego de los distintos regimientos y unificarlos. Un buen general concentra todas sus fuerzas contra un enemigo concreto y después bate al siguiente. Solo así se puede vencer a un enemigo que cuenta con fuerzas tan superiores.

—Parece factible… sí —afirma el sultán que espera todavía más del recién nombrado bajá.

—Lo es. Pero las técnicas de lucha deben ser tan diferentes a las actuales que desorienten al enemigo.

—Para llevar eso a cabo se debería entrenar al ejército y carecemos de tiempo, ellos solo sabe combatir de una manera —objeta Beyazid II, con el ceño muy fruncido.

—Eso habrá de cambiar, mi señor, pero el tiempo no será un problema porque usaremos técnicas de fácil asimilación. Las alabardas nos servirán como picas. Ordena que las amarren de dos en dos, a fin de darles un alargamiento adecuado para la función que desempeñarán. Hemos de frenar como sea la mejor arma con que cuenta el enemigo, su caballería. Y lo haremos al estilo de las falanges griegas.

—¿Quieres decir que haremos como el gran Alejandro? —el sultán se queda atónito por los conocimientos que demuestra el cristiano, que en realidad solo quiere poner en práctica lo que había visto en las victoriosas campañas que llevaron a la conquista del reino nazarí de Granada. Él dominaba en el mar, pero no podía desilusionar al sultán o, de lo contrario, su vida y las de sus hombres correrían serio peligro de muerte.

—Así es, mi señor, los detendremos y cuando bajen de sus caballos, los aniquilaremos. Ellos desconocen cómo luchar cuerpo a cuerpo con disciplina. Sé que se lanzarán gritando para asustar a los nuestros que estarán previamente advertidos de cómo actuar… —se aclara la voz antes de continuar en tono firme—: marcaremos la línea de recuperación aquí… —Delinea en rojo un largo trazo que avanza en el mapa hasta la mitad de lo ya perdido a manos de los mongoles—. En la segunda fase pasaremos al ataque y destruiremos su campamento principal en… ¡aquí! —apunta con el índice diestro—. Tras esta fase avanzaremos y les conminaremos a rendirse y avalar su rendición con la cesión de la provincia que delimitaba anteriormente la frontera con el Imperio Otomano.

—Si consigues todo esto, te nombraré jefe de todos mis ejércitos —promete el sultán. Los demás bajás, beys y oficiales presentes miran al mercenario extranjero con recelo.

La luz penetra por el ventanal y las cortinas revolotean jugando a separarse y unirse como si desearan escapar de su prisión. A lo lejos, se puede escuchar los gritos de las mujeres que se divierten en el harén con sus sensuales juegos y el gorjeo del agua aflorando por los mil chorrillos de las fuentes que refrescan el palacio en sus patios. Los enormes turbantes de los asistentes al consejo supremo militar dificultan los movimientos de los altos funcionarios del sultán y, en alguna ocasión, ha estado doña Isabel a punto de echarse a reír a causa de los tropiezos de que son víctimas por tal cosa.

* * * * *

Siro, el mongol encargado de representar al khan en Estambul, es hombre rudo y de costumbres violentas, acostumbrado a tener en el acto todo cuanto desea. Aquello le está costando serios disgustos en las tabernas del puerto, en las que los estibadores y marineros beben lo que se trae de Occidente a escondidas, pues lo hacen en las plantas superiores de aquéllas. El alfanje brilla al ser desenfundado y los presentes se preparan para ver una lucha a muerte entre el extranjero y un enorme jenízaro que compete con él por la compañía de una mujer que había estado bailando en el centro de la sala en que antes comían y bebían los turcos.

—¡Veamos de qué están hechos los hombres de Estambul! ¡Hasta ahora no he visto ni tan siquiera en vuestro sultán un ápice de valentía y arrojo! —brama, colérico, el embajador. Después, con el alfanje pasando de una mano a otra, trata de despistar al oponente dando vueltas en torno a la sala.

El jenízaro saca su cimitarra, de filo tan delgado que parece que puede cortar el aire, y espera a pie firme el ataque del mongol. Éste alza su pesada arma y la descarga sobre su oponente que la esquiva ágilmente, yéndose a un lado. A su vez, dirige su cimitarra al costado del mongol y le roza, logrando así la primera sangre. Esto lo enfurece y, acto seguido, se abalanza gritando contra él y lo derriba, cayendo ambos al suelo. Lo agarra por el cuello y aprieta hasta que la lengua del turco comienza a salir y se ahoga.

—Sacad de aquí el cuerpo y que Alá castigue al infiel —indica el dueño del local, que no quiere complicaciones con la rondas del puerto.

Entre cuatro fornidos clientes llevan el cuerpo del fornido jenízaro y lo dejan, sin más, en una esquina que la oscuridad reinante hace impenetrable en aquellas horas de la noche. Nadie hará preguntas cuando se descubra al desgraciado muerto en aquella trifulca de taberna, al cambio de ronda. Se lo llevarán y de esa forma terminará la vida de aquel aguerrido jenízaro. No hubiera debido estar en aquel sucio antro, donde pululan infinidad de chinches, cucarachas y pulgas; de enterarse sus superiores, posiblemente lo hubiesen mandado matar, por lo que su final casi hubiese sido el mismo. «Alá sabe lo que se hace», concluye mentalmente el tabernero, a modo de justificación y después se encoge de hombros para volver a su trabajo cotidiano.

En Estambul todo el mundo está al corriente de la visita de los agresivos mongoles, enviados del khan de Astrakán, y son conocedores sus habitantes de la pena capital que le espera a quien les molestase.

El embajador mongol, acompañado de sus acólitos, abandona el local ante las miradas reiteradas de odio que le lanzan los allí presentes, y luego se pierde entre las sombras de la noche como un ave de mal agüero que anuncia la tragedia.

Poco después, tres fornidos militares, ataviados con el uniforme de la Guardia Imperial del sultán, penetran en la taberna portuaria con las cimitarras aferradas entre sus dedos y dispuestos a sacarlas al menor movimiento sospechoso de intento de agresión. Se pasean entre los clientes con mirada fiera, en un intento de amedrentar a quien quisiera provocarlos. El silencio es de sepulcro.

—¿Ha estado aquí un grupo de mongoles? —pregunta el oficial en voz alta, situado ya en medio del lúgubre local y mirando desafiante a todas partes en busca de una respuesta tan satisfactoria como inmediata.

—Sí, mi señor, han estado hace poco y los djins se los traguen, que solo querían pelea los muy cerdos —le contesta alguien desde un fondo, sin pensar en las posibles consecuencias, que no desea que se queden sin castigo la arrogancia y el atrevimiento del mongol y los suyos, en tierras que les pertenecen a ellos.

El oficial de la temida Guardia Imperial del palacio de Topkapi se acerca al que ha hablado y se sienta frente a él sobre un desgastado taburete. Luego, hace que llegue el camarero y le pide que llene las jarras vacías de todos los que ocupan aquella mesa. Con los brazos apoyados en ella, acerca su cara a la del hombre que muestra tanta furia con los extranjeros que visitan al sultán y le escupe la pregunta como arrancada de sus propias entrañas.

—¿Qué querían esos infieles asquerosos que se han atrevido a insultar al sultán viviendo de sus madrigueras en el norte? Dime lo que han hablado, buen musulmán hijo de Alá, y serás recompensado generosamente por el príncipe de los creyentes.

El señalado con una mano baja la voz mirando en torno suyo y le responde a modo de confidencia. No desea que descubran los demás qué declara a aquel oficial que parece odiar a esos extranjeros tanto como él mismo. Sus greñas negras cuelgan a los lados, cayendo por sus anchos hombros, y el olor que desprende anuncia sin lugar a dudas que se trata de un marinero de las costas griegas donde trabaja como pescador. La pregunta es ¿qué hace un pescador turco que habita tan lejos de Estambul en esta capital? Pero en aquel momento lo que más le importa al oficial de la Guardia Imperial es saber de las andanzas de los mongoles y eso es precisamente lo que le pide que le aclare.

—¿Qué han hablado entre ellos esos miserables? —insulta el oficial para apoyar el resentimiento que anida en la mente del turco—. Necesito saber qué se traen entre manos. ¡Ostam! Ve con dos hombres tras ellos, que no quiero perderles la pista —ordenó, tajante. El aludido se levanta y sale para gritar en su idioma un par de órdenes secas y tres de los que esperaban afuera se pierden de inmediato en las callejas aledañas con él.

—Pues he podido escuchar muy poco, señor oficial, pero dijeron algo como que iban a presionar para conseguir que sus compañeros hiciesen algo… No sé… Solo oí retazos de la conversación porque hablaban muy bajo, como temiendo a que les oyesen…

—Bien, bien, me sirve de momento. Esos malditos deben de estar preparando un atentado contra el sultán, para así crear confusión y atacar en el momento en que consideren que estamos sin monarca, sumidos en un período de transición en el poder.

El oficial deposita unas monedas de plata sobre la mesa y el sonido levanta la envidia de los que lo rodean expectantes. Echa la silla atrás y se encamina a la salida con pasos firmes, mientras el pescador reparte nerviosamente la recompensa que le permitirá no tener que salir a faenar más de medio año. Casi inmediatamente todos echan a correr, saliendo del local como alma que sigue el diablo.

Dos turcos, de aspecto sucio y aire de soldados licenciados recientemente, se incorporan y salen detrás de ellos. A lo lejos, solo la penumbra de la noche les permite ver como se dividen en direcciones distintas para desaparecer con su recompensa. Entre sonoras imprecaciones, golpeando el dintel de la puerta de la taberna portuaria, se meten dentro de esta a beber algo más para olvidar la mala suerte de no ser ellos quienes hablasen de los mongoles al oficial turco del sultán.

Los mongoles cabalgan saliendo de Estambul, para reunirse con sus compañeros fuera del alcance de las armas del sultán, que adivinan no resistiría mucho más tiempo sus bravatas e insultos y, de seguro, ordenaría su muerte tras haberles dado la respuesta que debían llevar al khan. Beyazid II ignora que, indiferentemente de lo que él decida, los soldados mongoles invadirán el Imperio Otomano sin detenerse en vacilaciones.

Los cascos de los caballos golpean el suelo terroso, arrancando terrones de hierba y tierra en su precipitado galope. Cuatro tiendas les esperan tras una enorme colina que les escuda de posibles ataques y los oculta de ojos indiscretos. El sultán les había pedido que se alojasen en el palacio, pero ellos declinaron la oferta por miedo a que los asesinasen.

* * * * *

Don Felipe de Leizo, doña Isabel de Pechuán, el aya Inés, junto a don Javier de Soto, don Marcos de Amaya y don Ramiro de Santoñán, se turnan en el palacio de Topkapi para hacer las guardias prescritas por el primero de ellos. No confían en que no les sorprendan en plena noche y sufran el castigo de la muerte, por resultar ser descuidados. Los jardines a los que se abren sus habitaciones delimitan con los que se extienden al otro lado del gran harén del sultán, donde más de cuatrocientas esposas y concubinas viven de habitual.

—Mañana, al alba, saldremos para buscar a David Behjat y así dejaros a su cargo —indica don Felipe a la hija del conde—. Hemos de partir para Castilla cuanto antes y dudo que el sultán nos deje ir sabiendo, como él cree, que le podemos sacar del aprieto en que se halla inmerso. Tendrá que ser por nuestra cuenta que salgamos de este avispero de infieles… —arruga algo la frente—. Doña Isabel, preparaos para dejar de tener que vestir como un hombre y ser de nuevo la hermosa hija del conde don Rodrigo de Pechuán… Yo y los míos saldremos de Estambul disfrazados y nos reuniremos todos, por distintos caminos, en la casucha abandonada que encontramos ya cerca de la costa. Una vez en las galeras, seremos invencibles —afirma, enfático—. Os aseguro que en el mar nadie nos podrá detener —el gesto de Leizo acusa la fuerza y el poder que él considera poseer en el elemento que domina.

Una hora después, doña Isabel, sumergida en la pequeña piscina de aguas calientes que sirve de bañera en las estancias de los invitados en que les hospeda el sultán, disfruta al quitarse la mugre de días y días de viaje por llanuras interminables y callejas llenas de suciedad que se le pega al cuerpo en costras que le cuesta despegar. Inés, delante de ella, se relaja y emite grititos de placer ante aquel lujo sibarita que ambas ya habían olvidado desde que saliesen, de forma sigilosa, de Castilla.

A su vez, los hombres discuten en el balcón al fresco de la noche los detalles de la huida, tras la tensa entrevista con Beyazid II.

—Tenemos que dividirnos en cinco grupos para no llamar demasiado la atención —avisa Leizo, que añade sombrío—: De lo contrario, tendremos problemas al salir tantos de una vez por las puertas de la muralla.

—Pero ¿qué dirección tomaremos para poder converger con el resto más tarde? —le pregunta su segundo al mando.

—Yo os facilitaré la salida sin que tengáis que devanaros los sesos y con absoluta garantía de seguridad.

La que ha sonado es una voz autoritaria en la entrada de la estancia donde la figura delgada y enjuta de Isaac Abravanel se recorta como ave siniestra.

Todos se vuelven y miran al judío con el terror pintado en sus caras. ¿No les irá a traicionar aquel hombre?, cavilan mentalmente muchos de los presentes. Pero de ser así, ya habría tenido ocasión de hacerlo.

—No tengáis miedo, que os traigo la ruta a seguir tras llevar a cabo vuestra misión —incide Abravanel, con tono de complicidad que relaja los ánimos y abre nuevas esperanzas de éxito—. Eso sí, cuando lleguéis a vuestra tierra, mi amada Sefarad, he de pediros un gran favor.

—Pedid lo que tengáis en mente, que se hará como deseéis y no de otra manera —le asegura Leizo en forzado tono solemne, consciente de su debilidad y de que de aquel varón hebreo dependen ahora sus vidas.

—Bien, amigos… Yo tengo en Granada dos hijos que no salieron de Sefarad conmigo, porque el Santo Oficio los perseguía. De modo que hubieron de esconderse y esperar a que la persecución de los inquisidores bajase de intensidad, para reunirse conmigo en Estambul. La reina Isabel, la otra Isabel, mi señora doña Isabel… —se inclina ante doña Isabel de Pechuán que acaba de llegar tras su reconfortante baño— no pudo remediar la separación y solo pudo proteger mi persona, que no la de ellos. Os ruego que les ayudéis a salir de Castilla, igual que yo os ayudo ahora a salir de Estambul.

—Tened por seguro, mi señor don Isaac, que poseéis la palabra de honor de Felipe de Leizo, ante testigos, de que en cuanto nos hallemos en Castilla hemos de sacarlos de allí para que vuestra familia esté junta al fin, y lejos de peligros.

Las lágrimas resbalan libres por las curtidas mejillas del antiguo tesorero de la reina doña Isabel de Castilla, mientras la otra Isabel, Isabel de Sefarad como ya llaman en la comunidad hebrea a doña Isabel de Pechuán, se acerca para abrazar al judío que llora por miedo a no tener consigo a sus hijos.

Nunca el hebreo ha sido abrazado por una mujer de su raza que no fuese la suya propia, pero tampoco esperó jamás que una cristiana lo hiciese y menos aún que fuera por solidaridad con su persona, que les consideraban menos que ellos en Castilla y Aragón y así se les despreciaba como a animales de la peor especie.

—No rindáis el ánimo, mi señor, que don Felipe es de ley como vos lo sois y no ha de dejar que vuestros hijos se queden en Sefarad, que han de venir con vos en breve —Doña Isabel reconforta de este modo al judío, quien ya despliega sobre la mesa un mapa de Estambul y, en él, muestra con cruces rojas los lugares por los que podrán huir cuando deseen marchar.

—Son las cloacas, la máxima y la secundaria, que salen de la ciudad por debajo de ella —explica con semblante de alivio y voz profunda—. Las abrieron los bizantinos hace siglos y no solo como cloacas, sino como vía de escape en caso de conquista de la vieja Constantinopla. Por ellas se dice que huyeron los principales del Gobierno del emperador con el asedio final turco, que no él, que luchó en las almenas hasta el fin. Salen a diez millas de la ciudad a campo abierto, en medio de la nada. De ese modo estaréis a varias millas del punto que deseáis. Lo siento, escuché parte de vuestros planes antes de penetrar en la cámara —se disculpa el veterano judío—. Las líneas trazadas en azul muy suave corren bajo palacio y las que son de color rojo bordean la muralla para salir en un punto, desconocido para ellos, que Isaac les comenta que es la arboleda negra, y continúa:

»Se trata de un lugar que los turcos no gustaban de visitar a causa de una vieja superstición que beneficiaba su propósito de huida. Los ingenieros bizantinos habían creado una red lo suficientemente grande y ramificada como para que no los pudiesen perseguir, incluso a pesar de localizar la entrada. Por allí introdujeron los alimentos y el agua necesaria para resistir el embate de las tropas de Mehmet II. Hubieran aguantado un asedio casi infinito de no ser por la traición y los poderosos cañones de un sultán ansioso de entrar en la ciudad más hermosa y rica del orbe. Ahora servirán a vuestras mercedes para escapar de la mano de otro sultán, y así pagaré el rescate de mis dos hijos que son presos de la persecución en Sefarad.

La luna, como colaborando con los cristianos, se oculta por entre las nubes que presagian una tormenta de las que no abundan en Estambul; ese es el momento aprovechado por el hebreo para salir sin ser visto por los guardias del sultán y perderse en los corredores del palacio de Topkapi que, de intrincados que son, semejan un laberinto.

Quedan los siete cristianos solos en la cámara asignada para ellos y discuten cómo dividirse y quedar en el punto en que una de las entradas ofreciera la posibilidad de salir de Estambul sin estorbo. Así las cosas, doña Isabel siente que algo le duele muy dentro de sí, pues sabe que habrá de despedirse de sus amigos para siempre, conservando tan solo su recuerdo que otra cosa no. Es sabedora que, de conseguir hallar a David, ello supondrá abandonar cuanto conocía en Castilla, incluidas sus costumbres y gentes.

Doña Isabel se aleja de los hombres en compañía de Inés, su leal aya, que adivina los sentimientos de ella. Su pelo corto, sus músculos en los brazos y su aspecto de mozalbete varonil dejan entrever su mayor debilidad, que no es otra que el sentimiento profundo que le duele dentro de sí, como lacerándole el alma misma, y que la une sentimentalmente, la obliga con David Behjat el hebreo. Al día siguiente, visitarán la Corte turca de nuevo y le hablarán al sultán de cómo detener las hordas mongolas que amenazan la supervivencia del Imperio Otomano. Y acto seguido, saldrán con la intención de escapar de su férula.

* * * * *

Abravanel, con el gesto triste y el rostro ajado por las duras vivencias sufridas a lo largo de su duro y forzado éxodo, siente renacer dentro de sí la esperanza y le reconforta mucho pensar que lo que hace por estos gentiles acerca más el momento del reencuentro con sus hijos varones. Ahora debe reunir a David, el hijo del médico real, con la mujer a la que él tanto echa de menos y por la que se pasó llorando gran parte del viaje, dentro del cascarón que era la galera turca en la que le había tocado viajar. El Mediterráneo se convirtió en enemigo casual del hebreo y deseó no haber nacido, que tal vivir no lo es si tras de sí uno deja a quien ama. Camina sin rumbo fijo y habla consigo mismo, a fin de desahogarse y sentir en el rostro el fresco de la noche marina que lo devuelve a la realidad.

La casa de Miriam se recorta en la lejanía, quedándose él quieto como si jamás hubiese estado ante su fachada. Dentro, una lucecita brilla tintineante igual que si se tratase de una vela. Sabe que Miriam suele contarle historias a su pequeño para que se duerma y sonríe al pensar en la paz que disfrutan al fin bajo la corona de un emperador como Beyazid II, quien les ha protegido en todo momento y les ha devuelto la esperanza de regresar a Jerusalén algún día. Bajo su gobernación, la Ciudad Santa ha recuperado la gloria de antaño y por ella caminan judíos cristianos y musulmanes por igual, al estilo del venerado Sala-Had-dinn, unificador de las tribus nómadas conquistadoras de la ciudad de las tres religiones monoteístas que fue pasando de unas manos a otras en cuestión de pocos siglos, hasta llegar el actual dueño y señor del Imperio Otomano.

Isaac sube penosamente los escalones hasta que, en la planta superior, una figura de mujer sale para recibirlo, recriminándole la tardanza y conduciéndole, con ternura propia de una hija, a la mesa en la que le espera una cena frugal a base de tomates y arroz frío con especias. Él, como siempre, le solicita que se lo caliente y ella refunfuña diciéndole que es una cena fría y que no se debe calentar porque perdería todo el sabor.

El anciano se encuentra enfermo desde hace años, tras la salida de Sefarad y Miriam cree firmemente que ello se debe más a la sensación de exilio que siente en lo más hondo de su mente que a algo meramente físico. Solo la idea de llegar a Jerusalén lo hace revivir cuando ella lo ve tan bajo de ánimo. Querría haberle hablado de David y ver de conseguir que éste le pidiese matrimonio, pero en aquel momento no se atreve a hacerlo. Ya lo hará al día siguiente, que no le corre tanta prisa como para forzar la mente del anciano. Ignora que, precisamente cuando el sol se levante de nuevo, será su propio padre el encargado de unir los destinos de Isabel de Sefarad y su ahijado David Behjat, que no sabe aún nada de la arribada de su amada cristiana a Estambul.

Sin apercibirse de la luz que reverbera en la faz de su hija y que refleja la ansiedad de quien espera ser correspondida por el hombre de quien se ha enamorado perdidamente, Isaac toma su cena de manera mecánica. Cuando su padre se retira, agotado, ella se queda sentada a la mesa y, con un té en sus manos, rememora los momentos pasados con David. Entonces se da cuenta de que siempre aparece su hijo Saúl de por medio, entre ellos. Una duda le asalta, ¿viene David a verla por cariño a su hijo, o le gusta su compañía? Su cara se queda ensombrecida por un instante y la duda ya no la abandonará hasta que se aclaren, de una vez por todas, los sentimientos de él.