1. Doña Isabel de Pechuán
UN VIENTO árido se abate sobre la Castilla y el Aragón del Renacimiento que se está dotando de identidad propia y los vientos de la intolerancia harán que se divida entre mente y corazón, quedando así hasta que una brisa sople desde el este, barriéndola de una vez para siempre.
En la torre del espolón del castillo de La Concepción los ojos tristes de una doncella miran al mar que se traga a su joven enamorado, dejándola tan sola… tan sola…
Sus cabellos rubios flotan agitados por el viento cálido que se levanta por las tardes, arrastrando arena proveniente de los riscos que jalonan la fortaleza. Como la representación sorda de un sentimiento no comprendido, su corazón late de forma acelerada y su mente cavila como reunirse con él, aunque eso le cueste la cordura a su padre, don Rodrigo de Pechuán, noble descendiente del hidalgo que cabalgó a las órdenes del rey don Jaime I el Conquistador, arrogándose los méritos propios de un guerrero de élite. Alcanzó el título de conde por salvarle la vida al mismo monarca que iba a morir a traición a manos de un sucio infiel, de no ser por la oportuna intervención de don Álvaro de Pechuán, antepasado y tronco del apellido de rancio abolengo que hoy ostenta con orgullo don Rodrigo.
No, no dudará doña Isabel de Pechuán en acudir con su joven doncel allá donde fuera menester, que su alma está con él y su brazo, aunque débil, por él dará cuanto sea necesario. Sangre de guerrero fluye por sus venas y hora es de demostrarlo, sacando de donde carece aquello que no posee. Lágrimas deja correr, que es hembra y no varón, amargura que ha de guardarse si es que su deseo concibe la señora de Pechuán. Allá marcha, que él es de judía la raza y lo echan de su lado por haber matado al Señor el día de su crucifixión. Una vela se pierde en el horizonte y doña Isabel se irá tras su amado.
Una voz grave resuena entre las áridas rocas que a ella se le antojan barrotes que el averno le impone.
—Hija… mira que mi alma muere si os ve llorar, y palidece el cielo si de veras no sonreís. Decidme que habéis olvidado al que fuera dueño de vuestro dolor y que me robó el tesoro que más yo guardo —le dice don Rodrigo, con voz que tierna parece, posando su tosca mano en el blanco hombro de su hija.
—Padre, perdonadme —ella se vuelve con la faz envuelta en la tristeza, dominando su dolor—, que no puedo daros placer en esto que me pedís y mi yo mismo se desuella por dentro, en espera de vuestro apoyo. Dadle a él lo que para mí guardáis, decidle que vuelva a mí y…
—Mi niña, vos no sabéis, en vuestra inocencia, qué pedís con vuestro anhelo, que nada se puede hacer ya… Donde manda doña Isabel, Castilla sino obedece. El marqués de Águilas, que Gabriel le pusieron al nacer, de vos solicita el don. Prestadle atención a él, que vos lo habréis de encontrar solícito y de buen ver. Decidme que así lo haréis.
La muerte le pareció que le llegaba cuando su señor padre le dirigió aquellas crueles palabras, hurgando donde ella trataba de curar la herida del corazón.
—Haré lo que de mí solicitáis, padre, más no pidáis de mi alma tregua, que solo obediencia es aquello que vos deseáis y yo os concedo —responde doña Isabel, con resignación propia de su educación y rango, abandonando luego el torreón con lento y distinguido paso para dejar que se la tragasen las entrañas de la torre del homenaje.
Con la barbilla apoyada en su mano, don Rodrigo mira cómo, entre lamentos y suspiros, su joven hija abandona la contienda sin oponer resistencia. Y piensa si no tendrá ella razón al no conocer la diferencia entre varón fiel y el que no se somete a la ley de Cristo. ¿Acaso no manda el corazón allá donde su lanza clava? Los estandartes ondean en las almenas, anunciando la presencia de regios personajes que, con sus séquitos, moran por un tiempo en el castillo de don Rodrigo, a la vera del rey Fernando, que supervisa la expulsión de los hebreos.
—Mi señora —se dirige a ella su aya que, conocedora de su dolor, no se separa de su lado, tratando de consolarla—, no desesperéis que todo ha de arreglarse y la sonrisa asomará de nuevo a vuestros labios. Venid, os lo ruego, que os he preparado algo de comer, que estáis muy flaca y me preocupa que don Gabriel os vea en este estado tan lamentable… —deja escapar un significativo suspiro quien sabe lo que se ha de hacer.
Ambas mujeres descienden los estrechos escalones que, en círculo de caracol, bajan al gran salón donde los nobles reunidos, ansiosos, esperan la presencia de la más solicitada de las doncellas hijas de noble. Todos vuelven sus ojos a ella y se levantan presurosos, en señal de respeto, para presentar su admiración a la hija de su anfitrión.
Lucen atavíos, con sus armas en el pecho, que hablan de hazañas que llevaron a cabo sus padres y abuelos y que les convierten en señores de feudos y riquezas. Entre ellos se encuentra don Enrique de Ávalos, marqués del Basto y, con él, don Luis de Castro, que unen sus armas en camaradería para poner frontera a los judíos de Castilla y de Aragón, que ambas coronas abandonan. También allí se encuentran don Alonso de Hijas y don Rodrigo de Barahona, que viene de Riaza en la muy noble ciudad de Segovia, y don Fadrique de Ayala. Todos esperan que la hija de don Rodrigo de Pechuán dé su anuencia y concuerde con el marqués de Águilas el compromiso que selle la alianza de las dos familias, que convertirá en poderosas a ambas.
Los hachones encendidos crepitan en las paredes y dan su oscilante luz, obligados por la brisa que los azuza, desplegándose todo en derredor del salón en el que se ha reunido la flor y nata de la nobleza de Castilla y Aragón. Las armas del conde, que hace de anfitrión, presiden la reunión en lo alto de la enorme chimenea, en dos banderas cruzadas; cuando él aparece en el dintel pétreo de la puerta que da acceso al torreón, todos se dan la vuelta para prestarle atención, pues tiene la confianza del rey Fernando.
—Gracias, amigos, por acudir a mi humilde casa en este día tan importante para las casas de Castilla y Aragón, que se ven al fin libres de los hebreos para dar comienzo a una era sin infieles que dejen mácula en la historia torturada de estas tierras. Mi hija, doña Isabel de Pechuán, conocerá hoy a quien la pretende desde hace largo tiempo —dirige una elocuente mirada a don Gabriel, marqués de Águilas, que ciñe espada al cinto, cuajada de joyas rojas traídas de la lejana Catay. Su túnica roja y blanca luce en su pecho las armas de la familia que son campo de plata y, sobre él, castillo azul flanqueado por dos coronas de oro, sobre campo negro, con bordura azul y siete cruces, muestra de las batallas libradas a las órdenes de distintos reyes de Castilla que yacen junto al Señor.
—Heme aquí, con el ánimo encendido, dispuesto a honraros, señor, pues es vuestra hija quien es objeto de los más sinceros sentimientos que deseo expresarle —el pretendiente mira a la dama, que permanece callada, como el protocolo exige, sentada entre dos caballeros que son de su familia.
Así transcurre la tarde, que se revela dura para doña Isabel, solo pensando en aquel que es dueño de su alma. Recorre con su mente el mar en busca del barco en el que se aleja, surcando las aguas cálidas del Mediterráneo, para no volver jamás. El sonido de las piezas de las armaduras entrechocando, de las espadas que resuenan en sus vainas y el olor a cuero curtido, le llenan las fosas nasales. Recuerdo que ya nunca olvidará. Su aya está detrás de ella, como la gallina que protege de aquello que amenaza. La ha criado desde que su madre muriera en aquel infausto día en que ella decidió venir al mundo. Su cuerpo, fuerte y grande, intimida a quien se atreve a acercarse a doña Isabel y coloca un muro ante quien no es deseado. El vestido de doña Isabel, de lino fino y ligero, se derrama por los costados como espuma de ninfa y sus brazos, blancos de marfil, se apoyan con sus manos aferrando las cabezas de león tallado que adornan los reposabrazos del alto sillón de madera de roble desde el que observa la escena que se desarrolla.
El fornido marqués se deshace de sus iguales y, con la mirada puesta en doña Isabel, se acerca y dobla la rodilla para dirigirse a ella en tono de súplica. Todos los allí presentes contienen el aliento, conscientes de que ante ellos se fragua la fusión de dos de las casas más poderosas en el Levante de la vieja Hispania. Es en ese instante cuando el suave frufrú de la seda, rozando la fría piedra, anuncia la llegada del más influyente de los canónigos de los dos reinos unidos por los Reyes Católicos: Castilla y Aragón. Don Pedro González de Mendoza entra en el salón seguido de una pequeña corte de hidalgos y abades que le sirven en su viaje a Cartagena, donde viene a observar cómo se cumplen las órdenes de su católica majestad, doña Isabel de Castilla, y de su egregio esposo, don Fernando, rey de Aragón. Son órdenes perentorias que se refieren a la expulsión de los enemigos de Cristo y de la Iglesia que poblaran antaño las tierras de los infieles moros, protectores de los hebreos, para deshonra de los reinos cristianos.
Como si un ensalmo se produjese, todos vuelven el rostro hacia su eminencia quien, con gesto displicente y acostumbrado, da su permiso para que continúe el acto. Don Gabriel toma la mano diestra de doña Isabel y se la besa mientras, en todo momento, sus ojos controlan la faz seria e inexpresiva de su elegida.
—Hacedme, doña Isabel, el honor, de convertiros en parte de mi casa, que no hay otro mayor que adornarla con vuestra presencia, y regaladme con vuestra palabra el saber que soy de vuestro agrado. No desdeñéis mi oferta, que soy caballero rudo, de pocas palabras en boca, y mi expresión no me hace honor.
Doña Isabel retira su mano con la delicadeza de un pájaro que escapa a ojos de su predador, escurriéndose entre sus garras, y le dice en voz dulce y sosegada:
—Ved, mi señor marqués, que solo soy una mujer y mi alma no anhela sino ser amada y aun a amar aspiro al dueño de mi corazón. Hoy que a mi padre honráis y que la nobleza de Castilla y de Aragón se halla presente, agradezco vuestro deseo y me complace saber de vuestras intenciones; mas es mi señor quien ha de decir en este menester las palabras finales, que yo obedeceré su deseo como hija que le soy.
El aya, que tras de ella se encuentra circunspecta, envarada como astil de una lanza, la mira desde lo alto sin comprender el cambio sufrido en su ahijada. Ella conoce bien el sentimiento profundo que anida en su interior y, por eso, no tarda en darse cuenta de lo que trama su niña. Un escalofrío le recorre el cuerpo y mira a los allí reunidos a sabiendas de lo sencillo que resulta desatar una guerra en el pecho de los varones que están presentes; lo fácil que sería resucitar viejas ofensas de cuando cada uno combatía por elevar al trono a una princesa de la Casa de los Trastámara.
Vuelve la cara al conde el señor marqués de Águilas, que de nombre ostenta don Gabriel, para pedir socorro a su anfitrión quien no conoce el camino a seguir en aquellas difíciles lides.
—Mi hija, don Gabriel, consiente en convertirse en vuestra esposa y en el plazo que a bien tengáis; se harán los preparativos necesarios para que a cabo se lleve tal evento. Las dos casas serán unidas por una única sangre —concluye solemne.
Un aplauso general retumba en el gran salón y así se suceden los abrazos y las felicitaciones entre guerreros de toscas maneras que solo buscan perpetuar sus estirpes. Doña Isabel se disculpa y se retira. Lo hace lamiendo con su vestido las paredes de piedra descubierta, para descender a un patio donde la luz del sol domina y una fuente, que le pidió instalara a su padre, rodeada de setos verdes y rosales multicolores, reina como señora del jardín. Se sienta de costado en el borde y, desconsolada, llora su pérdida que es lo poco que se le permite hacer a una hembra de la nobleza, en los tiempos que corren. Deja caer una rosa que corta, de las que asoman su encanto sobre el agua, atrevidas, y ve la forma en que flota en ella, sin poder salir.
Los rosales crecen alargando unas varas que se retuercen invadiendo ya los bordes de la fuente, ocultando sus tallas. El aya llega con paso seguro y firme y, con la mirada, la interroga. ¿Pues no ha fingido sumisión al marqués, a sabiendas de que no cumplirá lo prometido, poniendo así en serio peligro la alianza de su padre con tal señor?
—¿Qué pretendéis, mi niña? —le pregunta ella, preocupada—. Sé que no deseáis convertiros en esposa del marqués y aun así alentáis sus esperanzas; y aún más, le dais palabra.
—Ay, mi fiel aya, ¡cómo me conocéis! Cierto que no será como mi padre desea y ha dispuesto, y que no tendrá el marqués la esposa que busca en mí, pues yo no deseo sino ser de aquel que ya está lejos, más allá del horizonte. ¡Habéis de ayudarme, que sé qué hacer, antes que sea muy tarde!
Los ojos de Inés se agrandan y muestran su profundo desasosiego al ver que, dentro de la mente de su joven señora, hay decisión ya tomada. No la apartará nadie de su camino, que ha de ser como ella quiera. Así fue siempre y fue su padre quien hubo de doblegarse, en todo tiempo, al decidir de su señora hija, doña Isabel.
Comienzan a bajar al patio los nobles que buscan aire fresco. Allí la ven en soledad, acercan a ella su presencia y le dan su cortés parabién.