HA LLEGADO el tiempo de realizar los ritos sagrados que darán condición de casados a los dos contrayentes. Inés, como insólita consuegra de la que es tía de la novia, doña Sephora, ha regateado como es tradición días antes, y ahora de nuevo se reúnen las dos para extender el ajuar ante todos. Ha mostrado Inés un espléndido lote de sábanas de seda, bordadas por lo mejores artesanos del barrio turco en que estos se concentran. Allí el conde ha hecho gala de tamaña generosidad que se ha cercado en multitud para intentar sacar partido de su persona. Dos brazaletes de oro puro y cuatro rubíes lucen como estrellas por parte de don Jaime de Siete Pinos que ha vendido su daga para comprar el regalo de la dama, que tal era su valor que han pujado los judíos incluso más que los turcos. De su padre era el arma y de generación en generación pasó hasta ahora.

No obstante, Sephora se queja del escaso ajuar, como es la tradición y luego canta canciones que hablan de que la dote escasa es y merece más la hija de sus entrañas. Entonces Inés, que ha sido instruida para tal evento, deja la ofensa, que no lo es, aparte y dice con voz angelical en canción:

Siete camisas daré al novio, una para cada día de la semana, y un yerbán[1] de oro puro para que luzca en su cuello como muestra de amor, un esclavo he de añadir que paseará al primogénito de tu hija como la luna mece al sol. Más aún daré que mazal[2].

Daré para que tengan larga vida en justicia juntos.

Inés ve cómo la boda es ya una realidad y llora mientras recita y canta, que el corazón le traiciona. En esa situación tan sensible, doña Sephora cae en tentación de al llanto ceder y así lo hace. Grande es la alegría en el barrio, que las gentes se agolpan en la calle para ver a los dos novios que serán de los suyos sin que nadie objetar pueda cosa alguna. Cantan canciones que hacen referencia a Sefarad y a la perdida patria del otro extremo del Mare Nostrum, por culpa de reina caprichosa, que desde entonces se cantan y hacen eco en la Historia.

Pasan varios días y la novia va al baño ritual, que le acompañan Miriam como amiga, que no tiene aun más, y dos tías de la familia de David, que Sephora está entre ellas y la mira como a hija, que ella así lo siente. El edificio, alzado para tal ocasión como en otras que antes lo hicieron en él, es de piedra; dentro, un aljibe, lleno de aguas calentadas con brasas que apetece entrar en él, reina como principal objeto. Desnudan que como al mundo vino queda la hija del conde Pechuán; penetra en el agua con pie derecho y sin titubear, que mala suerte da. El líquido elemento le va cubriendo hasta que solo la cabeza queda al descubierto, que profundas son las aguas y dentro debe quedar todo lo que ella es. Miriam apoya su mano sobre la nuca de Isabel y esta deja descansar en ella su cabeza. La sumerge suavemente mientras Sephora mete en el agua los cabellos rebeldes que flotan en ella, que dentro queda antigua cristiana por completo. Sale una nueva Isabel que desde ahora pertenece al pueblo de Israel, y sonríe satisfecha que el miedo no ha venido a ella. Miriam llora de emoción y besa a su amiga con ternura, al tiempo que la cubre Sephora con un manto y la secan entre ambas con el calor de la familia nueva formada.

La novia va de camino a casa de David Behjat que le ofrecerá las joyas de la familia. Ante todos los presentes Isabel ve ante sí una fuente de plata con peladillas y, entre ellas, joyas rutilantes que se entremezclan con los dulces. Allí hay rubíes engastados en artísticos anillos, colgantes de oro con esmeraldas diminutas y también dos brazaletes de oro con rosas de Francia, recogidos por la novia que sonríe llena de emoción con ojos brillantes. Canta la canción que es tradición a pesar de no importarle las joyas ni el oro, que ya los tenía en Castilla-Aragón y los desechó: «Si las joyas no me trajiste, a la cama no te subiste… Si las joyas no me has traído a la cama, no te has subido…». Los grititos de picaresca salen de boca de las mujeres jóvenes presentes aún sin prometido, que después corean la canción esperando ser ellas las siguientes en casar.

* * * * *

Los días transcurren lentos y tensos como si el destino deseara estirar los músculos de cada participante en la jupá como cuerdas de arco. Don Rodrigo desearía que nunca concluyese, que perderá a su hija en el devenir de los tiempos, turbulentos y críticos, que la alejarán de sus brazos para siempre.

Es el día en que todos los invitados están en casa de la novia, en espera de que llegue el novio, y ella, Isabel de Sefarad, como ya se la conoce, esperará acompañada de Inés, de Miriam y las mujeres de la familia que ansiosas reflejan en sus ojos la emoción que les causa aquella tan especial jupá.

El novio, David, vestido con atuendo propio de tal evento, avanza flanqueado por dos testigos que lo conocen desde que salieran de Sefarad, y ven cumplido el sueño de su amigo en la Estambul tolerante y lejana que, sin embargo, Sefarad debiera ser y no ella. Entra en la casa que la alegría reina por doquier y don Rodrigo entrega a su única hija con palabras de padre hebreo, que le dice a ella:

—Anda en la ley de Moisés, tómala y llévala a tu padre…

Sabe el conde aragonés que con tales palabras, que al pronunciar le duelen en el alma misma, la entrega a la familia de David Behjat, que es muy consciente de que la cuidarán como él mismo, pero siente dolor aun así sabiéndolo. Isabel le ofrece dulces y peladillas y con él va detrás, que le sigue.

Ha llegado el novio entre antorchas de brea y música en procesión llena de vida, que se regocija de saber que al fin estarán juntos ambos. Ahora el séquito se dirige a la sinagoga, mas antes habrán de situarse bajo la jupá, que es el palio, e Isabel da siete vueltas a la jupá para situarse después a la derecha del novio. Un minyán, que diez varones adultos son, de más de trece años por demás, espera a los novios y los testigos que entran en la sinagoga con las miradas furtivas encontrándose a veces.

Comienza la kidush[3], la primera copa de vino, que el novio le ofrece a la novia y, en ese preciso instante, Sephora le levanta el badecken[4] a Isabel, cuya mirada habla de amor ante los que la pueden observar. El rabino entona una oración de agradecimiento a Dios y le dice con voz alta y fuerte:

—Bendito seas tú Yavéh, nuestro Dios, que nos has prohibido la fornicación, pero permites el regocijo del placer y el amor a aquellos que han contraído matrimonio y lo santificas con la jupá y el kedushin.

La multitud se arracima, con emoción contenida, en la sinagoga y no se escucha sino silencio que impresiona por ser tal, y el respirar se hace costoso entre quienes esperan poder aclamar a los novios en celebración con música y baile, que alegres son las jupás aun en medio de la desesperación por el exilio forzoso. Inés llora sin poder contenerse, que su hija se casa, así siente como si lo fuera, que ella la ha criado desde la marcha de su madre, cuando se la llevó la parca. Se quedará con Isabel, que esto le sirve de consuelo a don Rodrigo, y sabe que de ella habrá de cuidar, como él mismo hiciese.

Son don Marcos de Amaya, don Ramiro de Santoñán y don Enrique de Santoñán, quienes, junto a don Felipe de Leizo, ven el desarrollo de la ceremonia como oportunidad para ampliar sus conocimientos sobre quienes consideraron en un nefasto tiempo, inferiores o malditos, que sin embargo en un solo Dios creen. No saben ya qué pensar, que crisis hace su mente y arropados se sienten por los tales hebreos que persiguieran con saña en Castilla y Aragón. Lamentan que sus reyes no vean tales portentos y presagian que mal les ha de ir sin quienes la cultura de las letras aprecian tanto y la preservan de la destrucción. Han dejado las espadas fuera, que en la casa de Adonai Yavéh no se deben ostentar y la desnudez les convierte en hombres dignos que no usan de fuerza para imponer tributo de creencias. Sus almas mismas se unen con las de los presentes, que no podrán olvidar jamás mientras vivan la ceremonia de la jupá, como tampoco a los hombres y mujeres que sus casas abrieron para mostrarles caridad, de la que tanto presumen ellos, como caballeros de la Cristiandad que son, y no la dan.

Un ambiente místico que conduce a meditación, llena el aire de la sinagoga en la que un hombre y una mujer se unen para seguir el mismo camino en la vida. Fuera esperan hombres de armas de Castilla y Aragón, soldados que en el mar desean estar y no allí, que se les ha hecho llamar para tal ocasión y que, a pesar de las buenas intenciones del sultán, no bajan la guardia pues se saben cristianos llamados «infieles» por los musulmanes y no desean sorpresa que amargue a los novios la ceremonia. Inquietos y nerviosos andan, con las espadas a los cintos y los caballos listos para la partida antes de que se alce el día nuevo, que las penumbras que las sombras traen en la noche ciega les hacen sentirse pequeños ante la Selena terrible que reina en el cielo. Sueñan con sus familias, que de su paradero ignoran, y no desean que el tiempo les cause mayor sufrimiento, ni dolor que el ya acaecido. Solo cuando el mar les devuelva el saludo, con el olor a salitre y el frescor del oleaje que mece sus naves, se sabrán a salvo y en camino. Escuchan las bendiciones del rabino, que alza la cabeza en busca de la presencia divina que bendice la unión, y resuena en la cámara de piedra, exquisitamente decorada, como la voz de un ángel poderoso y terrible a un tiempo.

David hace entrega del anillo a la novia y le dice con voz queda y varonil.

Harei at mekudeshet li kedat Moshé ve Israel[5]. Entonces un clamor inunda la sinagoga, cuando exclaman los presentes en ella:

—Mekudeshet.

Los testigos firman el eletubá[6] y se pasa ya a la Sheva Brajot[7]. Tras ello, el rabino inicia la pronunciación de las bendiciones, una tras otra, hasta finalizarlas todas:

Baruj atá Adonay Elohein Melej haOlam SheHakol Barah Lijrodbó[8]. Baruj atá Adonay Elohein Melej haOlam SheHakol Borej Pri Ha Gafén[9] Los novios abandonan el recinto sagrado y se encaminan a consumar el matrimonio en la casa del novio, en la que Isabel de Sefarad residirá desde aquel momento. Don Rodrigo llora al verla feliz y se dispone a salir al alba con los suyos, que le queda una larguísima travesía por el Mare Nostrum para retornar a la patria tan añorada y, sin embargo, tirana que le obliga al regreso. Sin duda moriría de saberse su presencia en tierras extrañas a la fe cristiana, que él todavía profesa, y de su permiso para que Isabel pudiera unirse a un hombre del pueblo de Israel sin estorbos.

Estambul le roba definitivamente el alma y él luchará contra los que allí quedan sin fuerzas en el cuerpo, ni ánimos contra ellos, que sabe de su procedencia son, como todos hijos del mismo Dios.