REGRESA Isaac Abravanel, que juntos ve a padre e hija, y se conmueve al pensar en cómo se desarrollará el encuentro entre Isabel y David, si tal es éste. Sonríe abiertamente y tose oportuno para desencantarlos, que en otro mundo, Castilla y Aragón por demás parecen estar y no en la Estambul del gran turco.

—Debo apresuraros, mi señor don Rodrigo, que es menester que doña Isabel y vos mismo os reunáis con quien es objeto de tan largo viaje y que, al fin, dará sus frutos en este fausto día. Seguidme, si es deseo de vuestras mercedes —propone el judío, que advierte luego de los peligros—: pero saldremos de palacio con la Guardia Imperial pegada a las espaldas.

—Agradecidos estaremos siempre, don Isaac, que os debemos la vida y la honra que a tal noble familia le es más preciada que la tal.

—Sabe de mi pena vuestra hija, que en mi corazón herida late por la sangre que lejos permanece. Ayudad a que conmigo se halle cada uno de mis hijos, que es algo fuera de mi mano, y anhelo, calor y compañía en mi casa que incompleta está y ni tan siquiera la intercesión del gran turco ha podido ser de alguna utilidad.

Don Rodrigo mira a doña Isabel y esta asiente con la mirada triste, que sabe del dolor que la separación produce. Dos hijos del antiguo tesorero permanecen todavía al alcance del Santo Oficio en Sefarad, en la Castilla antisemita que gobierna con férrea mano la reina Isabel. Su padre concuerda, sin palabra proferir, en concederle tal favor que el rey Fernando le dará cuanto le pida sabiendo de su persona la fidelidad que este le profesa.

Los eunucos, ajenos a su conversación en lengua castellana, observan cada rincón del enorme palacio en el que cualquier asesino podría quedarse escondido por entre las columnas y arcos que separan, a modo de laberíntico dédalo de corredores, y comunican cada cámara con otra que, de no conocerse, puede conducir a error.

—David espera en mi casa con el corazón en un puño, que había resignado su voluntad a perder a vuestra hija ante la imposibilidad de regresar por ella o mandar en su busca. Afuera nos esperan para llevarnos con él en dos carros que, junto a mi silla, serán la señal de que deben dejarnos paso franco, pues tengo autoridad en palacio para salir y entrar siempre que muestre el salvoconducto especial que el sultán me ha provisto de él.

—¿No objetarán por la salida de tantas personas? Pienso que quizás sospechen de nosotros por musulmanes no ser… —especula don Rodrigo.

—Padre, que somos los bajás del sultán y, por tanto, fuera del sector que ocupa el harén podemos movernos a nuestro entero antojo. Es de esta manera, que se nos posibilita el acceso a cámaras y estancias en las que abundan los secretos de Gobierno y Estado, tal como los movimientos de tropas, que somos los artífices de los tales.

—Me dejáis más tranquilo —miente el conde, que ve en cada turco un potencial enemigo y no yerra en su pensar—, que de ser como decís, podremos discurrir por la ciudad y salir cuando nos venga bien.

Un pequeño séquito espera en la gran puerta de dos hojas con una docena de guardias de palacio al mando del eunuco Selim, en persona, que portan dos sillas de mano, palanquines que se conceden a quienes son altos funcionarios de la Corte otomana y se ha despachado a los que, por orden de Isaac, esperaban para llevarlos al barrio hebreo.

—Espero sea de vuestro agrado, excelencias, dado que es por expreso deseo personal del sultán que se hace como veis, que él os aprecia en lo que les servías y valéis —les habla Selim, solemne—. Decid adónde deseáis ir y estos esclavos y guardias de palacio os habrán de llevar sin dilación, que vuestros deseos serán órdenes para ellos so pena de morir decapitados.

Isaac, visiblemente contrariado, baja la cabeza, que solo Selim posee mayor mando que él en el palacio de Topkapi y es de insensatos oponerse a quien ostenta más poder, que la muerte segura sería. Sonríe, que aprendió a hacerlo, y la vida le salvó este gesto en demasiadas ocasiones como para olvidarlo ahora.

Bajan los palanquines y se echan al suelo cuatro esclavos para servir de escalón en que pisar los nuevos bajás y el conde, que Isaac va en el suyo propio, y la Guardia Imperial, seis miembros a cada lado, escolta la comitiva hasta el barrio judío. Largo camino recorren por calles llenas de colores diversos que le confieren personalidad a la ciudad que reina sobre todas en el Mediterráneo Oriental. Multitudinaria y abigarrada, en ella las gentes se mueven como savia verde de árbol joven. Todos se apartan al ver llegar los palanquines y los cristianos comprenden la razón de que el sultán los halla provisto de tales vehículos de transporte, que les son de suma utilidad y al descubrir su complacencia, el eunuco Selim sonríe satisfecho.

Don Marcos de Amaya y don Ramiro de Santoñán no ven el momento de reunirse con don Enrique de Santoñán, que es hermano del segundo, y de éste no sabe sino que partió tras sus pasos para servir al noble don Rodrigo de Pechuán. Frente a frente en uno de los palanquines, el tercero, los dos caballeros se miran con los ojos evidenciando la ansiedad, sin pronunciar palabra.

En el que les sigue van Selim y el aya Inés, que teme ser separada de su protegida, a quien en realidad poco le queda ya de ser don Alonso, y ella le será de gran ayuda de tener que ser defendida sin espada. Sobre sus hombros, los esclavos llevan en cabeza de la comitiva a don Felipe de Leizo, que con don Alonso y el judío Isaac se ven envueltos en una delicada situación al no tener el control de los sucesos y de lo que podría ocurrir de saberse que los cristianos tan solo buscaban reunirse con un hebreo que, expulsado de Castilla, llegara aquí en la flota del sultán de tal modo que pudiera ser un espía en la Corte otomana…

En el barrio hebreo nadie presta demasiada atención a algo que ven a diario, pues son muchos los que sirven en palacio y tienen como privilegio ser llevados en palanquín hasta sus casas y les van a buscar al llegar el alba del nuevo día. Descienden todos y don Marcos de Amaya y don Ramiro de Santoñán, que nunca vieron ciudad morisca en Castilla ni tampoco en Aragón, se quedan perplejos y lamentan en el acto la marcha forzada de tan ilustres señores, que de la escritura, la economía y la diplomacia han hecho un arte. Sus casas, pintadas de blanco y azul, parecen hielo y sus pobladores, ricamente ataviados con sedas y anillos de oro en las manos, son vistos como mercaderes y funcionarios que le prestan servicio a uno de los más grandes monarcas del mundo conocido en tres continentes. Aquí no deben ocultar sus gustos ni riquezas, que es común mostrar cuanto se posee.

—Hijo… —Isaac se dirige a doña Isabel como si don Alonso fuese, que no desea desmentirlo ante Selim, que queda atrás en espera de su regreso— quedad tranquilo y seguid mis pasos, que en la casa que Yavéh provee hallaréis lo que preciséis y habréis de sentir la presencia de Dios mismo —busca el judío deshacerse del eunuco jefe para así poder hablar con franqueza, que sabe de su debilidad por la sultana madre y que a ella le relata cuanto acaece en cada una de sus salidas. De este modo ha hecho fortuna el de raza negra; ha acumulado poder sin que nadie se le pueda oponer en palacio, que sufre destino terrible el tal.

Se empequeñecen las figuras de los guardias imperiales en la lejanía antes de que dejen fluir sus sentimientos, los que conforman el grupo heterogéneo que marcha con destino a la casa de Isaac Abravanel.

Un mundo parece derrumbarse en torno a doña Isabel, que se ve maloliente y desaliñada, como varón acostumbrado a la mugre que el mar y las escaramuzas aportan a sus cuerpos de hombres de armas. Mira a don Felipe de Leizo, que sonríe y se acerca a Isaac para decirle unas palabras que sacan de su abstracción al judío, dibujando una cómplice sonrisa en sus labios delgados y definidos de sabio viejo en conocimientos.

—No temáis —le dice con suavidad, acortando distancias entre él y la doncella que como varón viste—, que mi hija Miriam sabrá qué precisáis para poder presentaros ante el varón que anheláis ver.

Ella se ve como pájaro con las alas rotas y sucias, y por ello baja la cabeza enrojeciendo de vergüenza ante tal expresión. Su pelo muestra mechones grasientos y huele a cuero y tabaco, además de que la sangre se le ha pegado como costra en la piel y sus manos aparecen llenas de rasguños y arañazos de espadas que intentaron quitarle la vida. Sus piernas tiemblan ante la sola idea de que su hombre la haya olvidado y tenga ahora otra hembra en su cabeza y en su vida, que en su cama sabe que no, por ser de la religión de Yavéh, donde la inmoralidad es tenida como enemiga de Dios.

Doña Isabel sube los escalones de uno en uno con miedo a llegar arriba y, ante ella, aparece Miriam con su larga cabellera, negra como azabache, y sus ojos oscuros y profundos, una mujer en toda regla, que le causa celos terribles y un sentimiento de inferioridad que no sabe ni puede reprimir. Ve en sus ojos una velada amenaza y siente que una espada no podría vencer a aquella mujer que luce como genuina dama de Sefarad.

Miriam sabe que su rival es ella y que David espera verla como era cuando partió de Castilla, exultante de vida y ataviada con lujosas prendas llenas de brillo, profiriendo esa luz que tan solo desprenden las hembras enamoradas.

—Así que vos sois la señora de Pechuán… —afirma Miriam, más que pregunta, con voz quebradiza que Isabel interpreta correctamente, que ella compite por el cariño de David—. No temáis que en esta casa somos hospitalarios y se os concederá aquello que necesitéis antes que a los que son de la casa, como es propio de nuestro pueblo.

La judía la toma por los hombros y se dice que sí, que esa, la mujer elegida por David, alguien muy especial debe ser y no vulgar. Trata de contener su llanto, que le presionan las lágrimas en los ojos y apenas puede hablar.

—Sí, mi señora, mas no soy la señora que mi padre aún vive y es don Rodrigo que tras de nos viene en compañía de vuestro padre, que a bien ha tenido acogernos en su casa como a hijos —replica doña Isabel.

—¡Ay! No habléis de hijos ante mi padre que tiembla todo su ser ante la idea de no poder abrazar a los dos que quedaron presos de Castilla, por orden de la cruel reina Isabel que, como vos, se llama la tal.

—Sé de vuestro dolor, mi señora, y del de vuestro padre, que me ha hablado del suyo propio, teniendo en cuenta que mi padre, que ostenta una alta influencia ante el rey de Aragón, podrá liberarlos de las garras de la terrible Inquisición y devolverlos a vos y a él.

—Sois de corazón generoso con los que, sin embargo y según creéis, clavaron en el madero de tormento a vuestro Mesías… —Miriam la pone a prueba, que no desea ceder ante la virtud y la sinceridad de la joven doncella aragonesa.

—No sea así, mi señora, sino más bien que le clavaron los romanos y no los vuestros que los míos sois. Pues no puedo odiar a los que le son cercanos a quien profeso el mayor de los sentimientos y por el cual estoy en tal situación.

—¡¡Sois perversa!! —estalla Miriam Abravanel, con voz aguda ahora—. Deseo odiaros y así me lo impedís. Es vuestro y no mío, señora… ¡más sabed que no casará con gentil!! —la judía se da la vuelta y sale corriendo hacia su dormitorio, derrotada por la bondad de su oponente y debido a que ve la razón evidente del porqué del amor que le entregara David Behjat a ella en tiempos pasados.

La consuela Isaac, que ve de pronto el error cometido al darse cuenta de que su propia hija está enamorada de David, el hijo de Solomon, y ha traído la desdicha sobre su propia casa al tenerla a la rival por huésped. Habrá de disponerlo de tal forma que doña Isabel no se sienta ofendida, que es primordial la hospitalidad que se le prodiga al invitado bajo techo sagrado y, por ello, deberá comportarse Miriam como si sus sentimientos no fuesen importantes, a pesar del dolor que su padre le cause. No tarda en reaparecer la joven judía que se arrodilla ante su padre y ante Isabel jurando en tono compungido que sus sentimientos le traicionaron, sobre todo para que la invitada perdone su habla grosera y sin aliento se queda, hasta que la única hija del conde la levanta y abraza como a hermana. Con sus sentimientos encontrados, ambas mujeres quedan a solas y los varones, que no deben contemplarlas así, se retiran discretamente para que se consuelen entre ellas y reparen el daño causado.

Miriam le pasa a doña Isabel a sus habitaciones en las que esta descubre todo tipo de utensilios hechos de marfil, tal como peines de China de mangos tallados, perfumes de India y Ceilán y también lino fino de Egipto. Poco después, una bañera de cobre, hecha en el barrio judío, es llenada de agua perfumada y caliente en la que se sumerge doña Isabel para «matar» a don Alonso que bajo el agua dejará de ser el caballero rudo y atropellado que alza espada en mano contra musulmanes y ve de lejos la camorra que llega de manos de hombres de armas. Recuerda su patria, lejana en el tiempo, y a los amigos que quedaron allá, perdidos en la vorágine que los lleva en manos del destino. Su cabello devuelve el disfraz al agua que le hace recuperar la imagen de doncella aragonesa que se sonroja ante varón galante y hombre que la pretende. Su piel deja que se desprendan las costras de la mugrienta vida de marinero de galera de combate, y así recupera al fin la tersura de hembra que de la casa de Pechuán es la hija y no varón, a pesar de su tosca apariencia. Se abraza al sentir la vergüenza regresar a su plena condición de fémina. La tapa Miriam con lienzo de fino algodón egipcio que le seca el cuerpo casi en el acto, y le ayuda a salir del cobrizo recipiente en el que yace don Alonso «muerto».

Le cubre después su espléndida desnudez la solícita judía con vestido que nunca usó y le adorna la cintura con cinto de plata que tallado está con textos en hebreo, los que le darán suerte a la que a partir de entonces será su hermana. Sale doña Isabel a la vida vestida de costosas prendas y joyas que de la madre de Miriam fueron, y ve en la entrada a David, que llega en aquel preciso instante con la mente puesta en palabras que nunca pronunciará a causa de la impresión de ver ante su persona a la mujer que creyó perdida para siempre. No sabe qué decirle, ni tampoco cómo actuar. Ella se lanza en sus brazos con la pasión de quien ha esperado demasiado y llora sin contención de dama en sus hombros, que él la acompaña en el llanto que es de alegría al fin y al cabo. Miriam, cabizbaja, sale para no ver el resto, que su corazón ha muerto aquel día una vez y dos no puede.

Ven don Marcos de Amaya y don Ramiro de Santoñán la escena, que llega a lo más hondo de sus almas, y el aya se llega hasta doña Isabel a la que abraza por detrás cuando esta se separa algo de David el hebreo. Abajo, Selim, que se ha acercado tan sigiloso como gato en la noche, escucha, que nadie lo ve y comprende parte de aquel rompecabezas. Su señor los protege y no puede hacer nada sin orden directa por ser todos ellos bajás del Imperio Otomano, que de ellos dependerá la seguridad del tal. Dos de sus eunucos de confianza han rehusado acercarse a la casa del judío, que son muy supersticiosos y ven en los hebreos a djins personificados.

—Mi señora, no dejéis que el llanto abunde en vos, que habéis recorrido el mundo, todo el Mediterráneo, para hallar al varón que ante vos tenéis —señala Inés—. Decidle todo aquello que habéis pasado, relatadle los sufrimientos que los corsarios os infligieron, las armas que de sangre se cubrieron por salvar las vidas de hombres nobles y vasallos, que fuisteis varón de espada y no hembra débil.

Santoñán y Amaya, los dos jóvenes nobles, dan un paso al frente y desenvainan sus armas, que las rinden a los pies de la dama que la vida les salvase en tiempo de guerra y como don Alonso combatiera con extraordinaria gallardía.

—Somos testigos de su arrojo, de su valor como hombre y de sus sentimientos de varón, que hasta ahora ignorábamos su condición de mujer, que doncella noble fuera —afirma don Marcos con toda solemnidad y un nudo en la garganta.

Se desprende Inés de su saya de caballero, que la capa le cubre el cuerpo como a supuesto miembro de la Orden de los Caballeros Hospitalarios de San Juan de Jerusalén y deja aún más estupefactos a los nobles, dando a entender que ella es señora, de condición femenina, a pesar de hallarse entrada en carnes y lucir espada al cinto. Caen las máscaras y se ven los rostros de los hombres, de las mujeres y de quienes sufrieron el pesar de estar alejados los unos de los otros. Abandonadas las armas, se amontonan en un rincón con cintos y arneses que no serán necesarios en este fausto día.

Doña Isabel sale en busca de Miriam, que ahora sabe de su profundo dolor y no desea que su alma peque de venganza deseada, ni de aquello que en el corazón se clava como cuchillo hiriente para años venideros, que a buen seguro habrá de hallar varón de condición hebrea que a boda sonada en Estambul la lleve, tal como desea. Ella está en la azotea, con sus cabellos revueltos por la brisa con el sol de frente y la esperanza quebrada. Llora entre cortos suspiros y su pequeño le pregunta la razón de su dolor, que no comprende, pegado a sus faldas, la razón por la que su madre se entristece más. Saúl solo sabe que su amigo David está en casa y eso es razón suficiente como para que reine la alegría. Doña Isabel la abraza por atrás y apoya su cabeza en la espalda de ella.

—No desesperéis, mi señora, que sé del dolor que el amor le causa a la mujer que lo siente y, sin embargo, nace un día nuevo cada vez que una hembra decide amar —le susurra al oído—. Solo quiero que sepáis que al ayudar a vuestros hermanos pensaré solo en vos, y de ese modo seréis mi hermana y ellos mis hermanos, que he de renunciar a la religión que profeso para poder unirme a David en carne.

—Solo un alma como la vuestra podría convertirse y ser una de las que adoran a Yavéh, el Dios de Israel, sin ambages ni subterfugios. Si ese es vuestro deseo, yo misma os llevaré a la presencia del rabino, que he de teneros por hermana y no por enemiga, hija de Sefarad, Isabel de Sefarad.

—Isabel de Sefarad… —repite la hija del conde don Rodrigo, emocionada— suena bien como la otra cara de Isabel de Castilla…

Se abrazan las dos mujeres, que se han perdonado la derrota y el triunfo, el dolor y el anhelo pasados, para sentirse cercanas la una a la otra. Saúl agarra la falda de su madre por pura inercia y entonces la brisa cesa como augurio de buenos tiempos.