17. El médico del sultán
POR LA PUERTA del palacio de Topkapi entra una exigua comitiva guiada por un enorme eunuco negro que les franquea el paso sin que nadie se atreva a detenerle. Selim es el jefe de los eunucos del sultán desde hace diez años y sus deseos son órdenes tajantes para todos los que moran en palacio. Tras él va David Behjat, acompañado de su padre Solomon Behjat, que es el médico oficial del sultán desde su llegada a Turquía en una de las galeras de Beyazid II.
El sultán se encuentra indispuesto a causa de los excesos gastronómicos y etílicos sufridos la noche anterior y necesita de sus servicios. Solomon, conocedor de los apetitos insaciables de tan insigne paciente, lleva consigo algunos purgantes y unas hierbas que, sin duda, le calmarán el dolor de estómago. Los corredores del medieval palacio de Topkapi aún le infunden una sensación de frialdad e incluso le desconcierta el hecho de que lo hubiesen construido con tantos recovecos y pasillos que en sí carecían de sentido práctico. Selim se vuelve en aquel preciso instante, como si hubiera leído la mente del judío y le responde aparentemente a lo que está pensando.
—Este palacio está lleno de vericuetos sin cuento y corredores y salas que no conducen a parte alguna. Te aseguro que aquí un extraño se perdería sin darse cuenta en poco tiempo.
«Así que ésa es la explicación. Está hecho para despistar a posibles intrusos; aunque, ¿quién desearía entrar en este frío y desangelado palacio?», concluye mentalmente Solomon.
Ignora que la parte externa del palacio es tan solo una apariencia de sobriedad tan falsa como la enfermedad del sultán aquel día. Según va entrando en los salones, a los que nadie sino el propio monarca tiene acceso y a los que jamás había podido acceder tampoco Solomon, puede ir viendo la metamorfosis que sufre el ambiente. Cambia a un palacio acogedor y lujoso, con colores en los azulejos que alicatan las paredes y las lámparas de aceite que brillan hechas de oro puro.
Los soldados que hacen guardia en las puertas de cada estancia, son por supuesto, eunucos que se cuadran con respeto marcial ante el poderoso Selim, quien suele repartir sus gracias entre los eunucos según su apetencia y da a cada cual su premio, tal y como le agrada por lo que sea. Vistosos uniformes y lanzas con picas de oro, espadas con empuñaduras dignas de reyes más que de soldados rasos del sultán, evidencian el alto poder de cada uno de los que moran en aquel mundo donde el único hombre entero es el propio señor del palacio, Beyazid II.
David Behjat, que penetra en aquel mundo, apartado del de los mortales, por vez primera mira con discreción a todas partes al estar fascinado por el extremado lujo y la belleza sinfín de cada rincón. Va a ser presentado al sultán, que dará su aprobación al ayudante de Solomon. Ha de tenerse en cuenta que únicamente los judíos pueden tocar el cuerpo real del soberano turco, dado que otros quizás deseen su muerte aun siendo buenos musulmanes; de los llamados cristianos se fía menos aun. Solo los hebreos le profesan algún cariño por los servicios prestados a su raza y religión y, en verdad, cuidan bien de su persona. Si Beyazid le asigna el puesto de ayudante de su padre, este cobrará una generosa paga por sus servicios y deberá ir siempre acompañado de Selim a las habitaciones donde el sultán se hace rodear de sus concubinas odaliscas y la favorita, siempre a la vista de su madre la sultana, que gobierna con mano de hierro el harén de su hijo.
Más de cuatrocientas mujeres viven en el harén real en espera de tener relaciones carnales con el monarca y quedarse embarazadas de éste, a fin de procrear un hijo varón que las encumbre a la calidad de esposas. De ser así, en la siguiente fase, todas las que hubiesen tenido hijos varones han de cuidar muy bien de sus vástagos para que no los asesinen el resto de las esposas del monarca turco. Es costumbre, entre las mujeres del sultán, matar a los hijos de las otras y de ese modo asegurarse que el suyo resulte elegido por el sultán, sucesor como de su estirpe.
En este conspirativo ambiente, David, que ignoraba todo lo que acontecía dentro de aquellas paredes, tan solo piensa en ser elegido y señalado como sucesor de su padre por el propio sultán.
—Estamos llegando al salón principal del harén —avisa Selim con su voz aflautada—. Cuando entréis en él deberéis inclinaros ante el sultán y recitar todos sus títulos como señor de los creyentes, y ya conocéis cuales son. Y tú, hijo de Solomon, limítate a repetir lo que tu padre ya conoce de sobra —lo mira con gesto adusto, sin mover un solo músculo de su cara, el enorme negro. El jefe de los eunucos abre con lenta y estudiada precaución el pesado cortinaje que pende de barras de oro y mete la cabeza antes de echarlas a un lado definitivamente.
—Podéis pasar, el sultán os espera —les anuncia, inclinándose de forma reverencial ante el gran turco.
—Señor —se dirige el físico judío al sultán, a la vez que entra—, os saludo humildemente y solicitamos ser recibidos por el rey príncipe de los creyentes, descendiente de Mahoma y protector de los fieles, señor de la tierra…
El sultán alza una mano, cortando ese protocolario preliminar.
—Sí, sí, deja los títulos Solomon, y acércate ya a mi real persona que este dolor me mata y me impide dar atención a asuntos más gratos que los que el Estado me obliga. Mira a estas bellezas tristes por la falta de alegría en el rostro de su dueño… —el padre de David las observa unos instantes, fingiendo preocuparse por ellas. Las dos que acariciaban al soberano, como telas de lino que se pegasen a su piel, sonríen con cierta alegría al ser atendidas por éste.
David, con suma atención, graba en su mente los procedimientos que usa su padre en la cura de aquel poderoso señor de Oriente y no deja de notar las miradas furtivas de las mujeres que, en pocas ocasiones, son visitadas por hombres que no fuesen los eunucos del harén. El aire huele a fragante perfume, en exceso para su sensible olfato, y está atestado de nubes de incienso y especias que arden en pebeteros de forja negra y dorada, como llamas ofrendadas al monarca.
Beyazid se mantiene en todo momento sin mover un solo músculo de la cara y cuando el físico termina de curarlo le sonríe complacido y, con un gesto de la mano enjoyada en que luce el ostentoso sello real, le indica que se retire. Las odaliscas reanudan sus carantoñas y risas cantarinas, olvidándose del joven David. Éste y su padre, sin dar la espalda al sultán en ningún momento, salen en compañía del enorme eunuco Selim, que vuelve a guiarlos por el camino andado anteriormente y los deja en la puerta principal, pues son pocos los que tienen ese privilegio de no ser de total confianza del sultán.
El carruaje con la escolta que le proporciona el amo y señor del Imperio Otomano los conduce hasta el barrio judío en el que los hebreos han creado un micromundo donde se hallan en completa seguridad por la protección ofrecida por Beyazid II. Edificios de estilo castellano-andalusí se elevan con sus encaladas fachadas blancas, iluminando las calles que aparecen limpias y adornadas con relieves de menorás, estrellas de David y filacterias en las jambas de las puertas. Rabinos con sus mantos níveos, con sendas rayas azules en los costados, salen y entran libremente de sus casas mientras otros de sus correligionarios lucen costosas ropas y joyas en los dedos. Nada les impide ser como el resto de los mortales y, por unas décadas, serán excepcionalmente respetados y considerados, incluso por encima de muchos otros que no muestran jamás su sabiduría práctica.
Cerca del barrio en que habitan los hijos de Israel se alzan las orgullosas murallas bizantinas que defendieron, durante siglos, la ciudad de Constantinopla que fuese reluciente capital del Imperio Romano de Oriente y, más tarde, del Imperio de Bizancio que murió defendiendo Constantino XI en las mismas murallas donde ahora juegan felices los niños hebreos con sus juguetes de madera y metal. Hay torres cuadrangulares de ladrillo cocido con pasos de ronda de más de tres varas castellanas de espesor, con la balconada imperial aún en pie tras el asedio turco y que quedan como vestigio de otro tiempo, encajadas en la muralla actual reconstruida por el invasor otomano. Un cerco impenetrable que rodea la Estambul de hoy, en un vano intento de protegerla de lo inevitable: el avance de las potencias externas a ella. Los minaretes como agujas pinchan el cielo y las cúpulas de las mezquitas en construcción se abren, a los ojos de los curiosos, como melones maduros que dejan ver sus carnes.
Bajando la cabeza, David se mete en una casa de espléndido aspecto, decorada profusamente y de la que sale una vocecilla de un niño que se le abraza.
—¿Me has traído algo? —es la pregunta de alguien de siete años de edad que le hace sonreír, quizás porque se fuese de la raza que se fuese, o de cualquier religión, la pregunta de un niño al ver llegar a alguien querido es indefectiblemente la misma: «¿qué me has traído?».
—Te he traído un juguete nuevo que me ha regalado el sultán para ti. Es un muñeco que mueve los brazos… —afirma David, que escenifica ese movimiento—. ¡Míralo a ver si es de tu agrado!
El niño abre el envoltorio con nerviosismo y, rasgando el papel rojo que lo encierra, saca un muñeco con un turbante rojo y amarillo que tiene un enorme bigote negro. Cuando se le aprieta en el estómago, mueve los brazos y la boca. La ilusión ilumina la faz de Saúl que se aleja con el nuevo juguete en sus manos, olvidándose de su amigo David. Éste sube los escalones que le separan del piso superior para saludar a Miriam que le esperaba sentada junto a la ventana.
—Este chico, seguro que no te ha dado ni las gracias… —se lamenta ella, que luego hace un gesto con resignación—. No sé qué voy a hacer con él.
—No pasa nada, mujer, es normal. Todos, cuando éramos niños, hacíamos así. No le riñas, por favor. Es tan feliz…
Miriam desciende, según se cree, de la tribu de Judá y tiene el cabello negro como ala de cuervo, largo y suave, brillando al sol del atardecer. Sus ojos denotan la felicidad que siente al ver de nuevo a David. Aguarda a que él se decida a dar el paso de pedirla en matrimonio a su padre, Isaac Abravanel, que se lo concedería sin dudarlo, solo con saber que su hija anhela ser la esposa del médico de la Corte turca más joven que ha servido en el grandioso palacio de Topkapi.