DIECIOCHO GALERAS turcas aparecen en el horizonte con sus velas triangulares henchidas al viento que les sopla de popa, llevándoles la muerte y la desolación a los habitantes de la extensa isla que gobierna don Martín de Santoñán. Tocan alarma en las almenas del castillo de Palermo y se aprestan a la lucha los hombres de armas, que han de repeler el ataque con todos los medios a su alcance.

El bajá Ahmed ben Jaled ha salido de Estambul, haciendo escala en Túnez para realizar una razia en las tierras de los infieles. Su objetivo es conseguir esclavos que vender en el zoco de Estambul y poder así costearse las galeras que aumentarán su poder naval en el Mediterráneo. Las dos torres de la entrada del puerto abren sus troneras y alzan la cadena que lo cierra. Los hombres esperan tensos, con las armas preparadas para combatir al infiel, y las galeras se dividen en dos grupos, sorteando las torres para desembarcar en dos puntos diferentes. La sorpresa deja a los defensores sin aliento. ¡Conocen los puntos de desembarco carentes de defensas! ¿Cómo puede ser?, se preguntan con angustia creciente.

En el puente de mando del navío insignia, un turco de piel demasiado blanca señala al bajá Ahmed por donde deben derivar las naves, si desean no ser alcanzadas por los cañones de la fortaleza que controla el gobernador Santoñán. No existen muchas victorias como aquélla, mas es menester decir que la traición acompaña al bajá y esta se encarna en el segundo del conde don Jaime de Siete Pinos que había decidido cambiar de religión a cambio de su vida y su libertad. Él conoce muy bien los vericuetos de las playas de Sicilia que se recortan en acantilados imposibles de acceder y escasos arenales en las que solo unos pocos hombres podrían desembarcar. Más al este, la playa de San Vicente se abre como una gran madreperla en forma de concha y esta es la que puede absorber las tropas del bajá. Don Martín mira a sus oficiales encargados de hacer sentir sus órdenes y tiembla ante la posibilidad de tener que soportar un asedio desde el interior, por donde los turcos pueden cortarles los suministros y hacerles sufrir hambre y sed, que el agua potable les llega desde un pueblo.

—Quiero dos escuadrones de jenízaros en formación en una hora y otros dos de arqueros, montados a caballo, en el mismo tiempo. El resto se encargará de montar el campamento y cercarlo de estacas afiladas. No deseo ninguna sorpresa de estos infieles, capaces de tomar una decisión a la desesperada —ordena el bajá tajante, con la cabeza alta y la cimitarra en su mano derecha como símbolo de su poder.

Comienza el desembarco de las hordas turcas en perfecto orden y Santoñán arma una tropa a caballo para salir y combatir en campo abierto, donde ellos no tienen igual en combate. En el ínterin, buena parte de la población de Palermo, no combatiente, ha buscado refugio en las catacumbas de los Capuchinos.

—Enviad un escuadrón a caballo al pueblo y traed los suministros que sean capaces de entregaros para aguantar el asedio. Nosotros cabalgaremos hasta la playa de san Vicente y los echaremos al mar, de sernos posible —manda el gobernador.

Dos servidores le ciñen la armadura y luego le sujetan la espada al cinto, que Santoñán es todo menos cobarde. Ante esa perspectiva bélica, doña Marcia, su esposa, teme lo peor, que sabe de la fama que precede al bajá Ahmed y su pabellón luce en las vergas y palos de las galeras turcas.

—Tened cuidado, esposo mío, que ese infiel es cruel y no perdona a quien se le enfrenta. ¡Teneos por vuestros hijos, teneos! —suplica en voz alta la atractiva señora.

—No temáis, mi buena esposa, que el Dios de toda buena providencia sabrá guardar a su siervo de los infieles como antes lo hiciese —la estrecha entre sus poderosos brazos como lo haría un oso y ella se le abraza, sollozando, que teme mucho por la vida de él.

Por el pontón sale la aguerrida y armada tropa cristiana que ha de hacerle frente a los turcos sin dilación, y el tintineo de los arneses y las lanzas entrechocando entre sí le suenan a la señora del castillo a anuncio de muerte. Los estandartes del escuadrón de cuarenta caballeros galopan tierra dentro, rodeando los riscos a fin de coger, entre las rocas y el mar, a los invasores.

Las tiendas de los turcos siembran la playa y los estandartes verdes del Islam se elevan sobre ellas como símbolos de una conquista que ya sufrieron tiempos atrás, cuando estuvieron en la gran isla por largo tiempo. Ahmed en persona se halla ya en ella y sus oficiales han dispuesto los dos escuadrones tal y como le ordenase el bajá. Son ochenta hombres a caballo, jenízaros que desde niños saben lo que es vivir y morir sobre él. Se lanzan a una orden del bajá que los conduce al galope para sembrar el terror entre los campesinos y así desmoralizarlos y obligarlos a rendirse; pero todavía no conocen el tesón de don Martín de Santoñán y sus caballeros.

El suelo tiembla bajo los cascos de unos caballos que resoplan por sus ollares y relinchan, tomados por una sensación de poder que los embarga al galopar en campo abierto, que saben lo que ello significa. Lanza en alto, los hombres de don Martín, con él al frente, divisan a los turcos y temen que sean demasiados, mas no hay vuelta atrás. Grita al cielo: «¡por Dios y por Santiago!», y baja la lanza, siendo imitado por sus caballeros que también, lanza en ristre, se arrojan contra el invasor que en número les dobla, pero en valor les son superiores.

El brutal choque que se produce hace retemblar el cielo y la tierra, que se clavan en el vientre de los turcos las lanzas de los caballeros cristianos y las flechas otomanas resbalan en las armaduras de los que van con el valeroso gobernador. Las cimitarras salen de sus fundas y los fanáticos musulmanes atacan con fiereza a los caballeros enemigos que avanzan causando estragos. La sangre corre, generosa, por la campiña siciliana y los caballos que se ven libres de sus jinetes corren aterrados por el campo de batalla sin rumbo, a veces con el uno de estos colgando muerto de sus estribos. Mueren hombres y bestias en un despiadado combate cuerpo a cuerpo en el que solo se ve caer a los jenízaros que luchan a pecho descubierto, sin llevar protección de armadura alguna.

Ante el cariz que toman las cosas, el bajá ordena la retirada y Don Martín de Santoñán, prudente, queda parado con un arco en la mano, disparando para diezmar sin arriesgarse a perder a los hombres que tanto necesitará más tarde cuando llegue el asedio. Ha de dar tiempo a los mensajeros a traer refuerzos de Nápoles, donde la gran flota del rey don Fernando, de más de treinta galeras, recala a menudo y con la Providencia cuentan para que allí se hallen las naves en momentos tan críticos. Sus caballeros lo miran expectantes, por si decide perseguir a los turcos, que ganas no les faltan.

De los dos escuadrones de jenízaros que contaban con un total ochenta hombres, solo treinta regresan, desmoralizados por lo que creyeron una refriega y no más. Ahmed sabe ahora a quién se enfrenta y, por eso, espera a que todos sus soldados desembarquen para avanzar sobre el castillo, que si le salen a campo abierto sabrá darles lo que se merecen. Ochocientos hombres forman en escuadrones de a cuarenta, veinte en total y, con el estandarte del Islam ondeando al viento, salen a caballo que espera refuerzos el gran turco.

Don Martín de Santoñán, ya en las almenas de su castillo, ve acercarse al tenaz enemigo turco y hace un gesto con la mano en la barbacana externa, listo para repelerles. Uno de sus mensajeros cabalga entre la floresta del bosquecillo cercano cuando una patrulla turca lo ve y lo persigue, alcanzándolo con una flecha en un hombro. Cae de su montura y allí lo rematan sin piedad, que en la guerra no hay sino dolor y muerte. Ha concluido una de las escasas posibilidades de obtener refuerzos del rey, que nada sabe del ataque a la isla más extensa del Mare Nostrum.

Los turcos abandonan al caído y salen a campo abierto para unirse a la tropa de asalto. La fortaleza hierve de hombres que, como hormigas, suben por las escalas cubiertos por arqueros que limpian los muros de defensores. Los defensores tiran piedras y aceite hirviente desde ellos para detener el ataque. En el castillo apenas son doscientos combatientes y los atacantes están en proporción de cuatro a uno. Los cristianos saben que no podrán resistir mucho tiempo. La barbacana exterior está a punto de caer y don Martín grita desde la torre que se desmorona.

—¡Al fortín interior! ¡Al fortín interior! ¡Nos haremos fuertes allí!

Los hombres del gobernador se retiran en orden, disparando saetas con sus ballestas que frenan el avance de los jenízaros de momento. Ahmed sonríe complacido, pues creyó en un principio que le resultaría más difícil tomar el castillo, mas la molicie de los moradores le favorece.

—¡Dejad que se refugien en el fortín interno! —ordena en tono triunfal—. ¡Los atacaremos descansados mientras ellos desfallecen por hambre y sed!

Es la respuesta del bajá turco, que ve la cercanía del éxito en su mano. Sus arqueros llenan el aire de nuevas oleadas de flechas y estas caen inmisericordes, clavándose con saña en los cuerpos lacerados de los soldados cristianos. Los gritos de dolor les dicen a los turcos que han dado en el blanco, al escucharlos con absoluta nitidez. Dominan las dos torres de la barbacana externa y, desde una de ellas que la otra ha caído desmoronándose con gran estrépito, hostigan ya a los defensores.

El humo asciende al cielo como ofrenda a un dios menor que bebe la sangre de los hombres que mueren en batalla.